30.4.12

En busca del tiempo perdido entre rejas

Proust contra la decadencia, que Józef Czapski escribió en un campo de concentración, recuerda la capacidad liberadora de la literatura

 Manuscrito Józef Czapski con esquemas de sus conferencias.foto.fuente:elpais.com

Existe una fotografía del escritor argentino Antonio Di Benedetto descamisado, que muy delgado posa junto a una reproducción de un retrato de Dostoiveski, ese en el que novelista ruso parece perder la mirada. La imagen posee una extraña trascendencia, quizá la que surge del lazo entre dos escritores de diferentes épocas, unidos no solo por la experiencia de la cárcel —el autor de Zama, durante la dictadura argentina, y Dostoiveski cuando fue enviado a Siberia por el zar Nicolás I— sino por encontrar en el pozo del cautiverio la luz de la creación. El libro Proust contra la decadencia. Conferencias en el campo de Griazowietz, del polaco Józef Czapski (1896-1993), recién publicado por Siruela en una edición a cargo de Mauro Armiño, devuelve a la actualidad este viejo misterio: el del hombre preso salvado por el arte o por la toma de conciencia de su propia trascendencia frente al infierno.

Czapski pronunció sus conferencias sobre Proust en el  invierno entre 1940 y 1941, “en un frío refectorio de un convento desafectado que servía de comedor de nuestro campo de prisioneros en Griazowietz”. De memoria, sin libros, los recuerdos de la obra de Proust se convirtieron en el paisaje que le empujó a sobrevivir. Escribe Czapski: “Sigue resultándonos incomprensible por qué precisamente nosotros, 400 oficiales y soldados, nos salvamos de 15.000 camaradas que desaparecieron sin dejar rastro, en alguna parte por debajo del círculo polar y en los confines de Siberia [se refiere a la matanza de Katyn]. Sobre este fondo lúgubre, aquellas horas pasadas con recuerdos sobre Proust y Delacroix me parecen las horas más felices. Este ensayo no es más que un humilde tributo de reconocimiento hacia el arte francés, que nos ayudó a vivir durante esos pocos años en la URSS”.


Autorretrato en el campo de concentración de Jozef Czapski

“Czapski fue detenido por los soviéticos poco después de empezar la Segunda Guerra Mundial. No se fiaban de los polacos y los mandaban a campos de concentración”, explica Armiño. “Allí, el que sabía algo se lo enseñaba a los demás. Sobre todo los militares polacos, que venían de familias nobles y eran muy cultos. Arquitectos, médicos… Se daban conferencias unos a otros para luchar contra el aburrimiento y la depresión. Lo más importante para Czapski fue tener tan buena memoria”. “Su historia”, añade Armiño, “nos da cuenta de la dimensión salvadora de la literatura”.
Como Jorge Semprún leyendo y releyendo a Paul Valéry en Buchenwald. Como Primo Levi, en una inmunda barraca de Auschwitz, recitando al pikolo de su kommando el Canto del Ulises de La divina Comedia, o como la profesora Tatiana Gnedich, encarcelada sin libros y sin luz en un gulag de Siberia, repitiendo sin descanso los 30.000 versos del Don Juan de Byron. El crítico y ensayista George Steiner suele utilizar esta última historia para ilustrar el milagroso poder de la mente humana. Gracias a su prodigiosa memoria, Gnedich se sabía el poema palabra por palabra y gracias a también a esa memoria pasó el cautiverio dedicada a traducir al ruso el poema. Cuando salió de la cárcel, ciega, dictó su traducción que hoy está considera cómo la más hermosa y precisa que existe en ruso de Byron. “Un ser humano así es intocable”, ha dicho Steiner, quien en La barbarie de la ignorancia (Taller de Mario Muchnik), escribe: “La poesía puede salvar al hombre. Hasta en lo imposible”.

Este ensayo es un humilde tributo al arte francés
Lo cree también el poeta español Marcos Ana, preso en las cárceles franquistas durante 23 años. Ana recuerda desde su casa de Madrid cómo empezó a escribir en prisión: “Fue en una celda de castigo, entré por cien días. Los compañeros me pasaron unas hojas de Canto general, de Neruda, y otras de Rafael Alberti. Vi subir en mí una melodía que me empujaba a escribir pese a desconocer la carpintería de un poema. La poesía fue mi manera de luchar por mi libertad y la de mis compañeros. Me ayudó a mí y a los demás, mis poemas pasaban de mano en mano”. El poeta reconoce que, años después, ya en libertad, esa necesidad se apaciguó: “Me ha costado escribir desde que salí. Recuerdo que le conté a Neruda mis historias más tristes y las más hermosas. Él me dijo que las tenía que escribir pero yo le dije que ya no me podía detener en eso. Y era verdad. Vivir se volvió entonces más importante que escribir”.


Józef Czapski en Bagdad en 1943

“En los campos el mero hecho de tomar notas era un riesgo”, recuerda el ensayista Reyes Mate. “Aún así tenemos obras que fueron productos del campo. Los diarios y cartas de la judía holandesa Etty Hillesum, El corazón pensante de los barracones, que comenzó un diario a modo de ejercicio literario y acabó en una escritura de una altura mística sorprendente. O Zalmen Gradowski, un sonderkommando autor de En el corazón del infierno, que dejó oculto entre las paredes de un horno crematorio unos papeles que le sobrevivieron. Pensó que las generaciones posteriores podrían llegar a saber cómo se moría en el lager, pero no cómo se vivía. Uno y otro no sobrevivieron a su escritura y murieron en Auschwitz. Hillesum pudo escribir mientras estuvo en un campo de concentración de Westerboork, pero su escritura cesa cuando es internada en el campo de exterminio. Gradowski sí escribió, clandestinamente, en el campo de exterminio. Es decir: hubo poesía en Auschwitz”.


Los oficiales polacos eran muy cultos, se enseñaban entre ellos

Fue en Siberia donde Dostoiveski, condenado a trabajos forzados, se refugió en la filosofía. El ensayo Dostoiveski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar (Galaxia Gutenberg), de László Földényi, narra cómo el autor de Crimen y castigo descubrió allí con profundo dolor cómo para Hegel Siberia no formaba parte del mapa de la historia. Ese sentimiento de expulsión y absoluto abandono llevó al ruso a tocar fondo. Desde ahí, según él, y en sus horas más atroces, alcanzó la verdad que le salvó.
Ya lo dijo Albert Camus en El hombre rebelde a propósito de otro ilustre preso, el Marqués de Sade: “En el fondo de las prisiones, el sueño no tiene límites y la realidad no frena nada. La inteligencia encadenada pierde en lucidez pero gana en furor”.

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