Proust contra la decadencia, que Józef Czapski escribió en un campo de concentración, recuerda la capacidad liberadora de la literatura
Manuscrito Józef Czapski con esquemas de sus conferencias.foto.fuente:elpais.com
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Existe una fotografía del escritor argentino Antonio Di Benedetto descamisado, que muy delgado posa junto a una reproducción de un retrato de Dostoiveski, ese en el que novelista ruso parece perder la mirada. La imagen posee una extraña trascendencia, quizá la que surge del lazo entre dos escritores de diferentes épocas, unidos no solo por la experiencia de la cárcel —el autor de Zama, durante la dictadura argentina, y Dostoiveski cuando fue enviado a Siberia por el zar Nicolás I— sino por encontrar en el pozo del cautiverio la luz de la creación. El libro Proust contra la decadencia. Conferencias en el campo de Griazowietz, del polaco Józef Czapski (1896-1993), recién publicado por Siruela en una edición a cargo de Mauro Armiño, devuelve a la actualidad este viejo misterio: el del hombre preso salvado por el arte o por la toma de conciencia de su propia trascendencia frente al infierno.
Czapski pronunció sus conferencias sobre Proust en el invierno entre
1940 y 1941, “en un frío refectorio de un convento desafectado que
servía de comedor de nuestro campo de prisioneros en Griazowietz”. De
memoria, sin libros, los recuerdos de la obra de Proust se convirtieron
en el paisaje que le empujó a sobrevivir. Escribe Czapski: “Sigue
resultándonos incomprensible por qué precisamente nosotros, 400
oficiales y soldados, nos salvamos de 15.000 camaradas que
desaparecieron sin dejar rastro, en alguna parte por debajo del círculo
polar y en los confines de Siberia [se refiere a la matanza de Katyn].
Sobre este fondo lúgubre, aquellas horas pasadas con recuerdos sobre
Proust y Delacroix me parecen las horas más felices. Este ensayo no es
más que un humilde tributo de reconocimiento hacia el arte francés, que
nos ayudó a vivir durante esos pocos años en la URSS”.
“Czapski fue detenido por los soviéticos poco después de empezar la
Segunda Guerra Mundial. No se fiaban de los polacos y los mandaban a
campos de concentración”, explica Armiño. “Allí, el que sabía algo se lo
enseñaba a los demás. Sobre todo los militares polacos, que venían de
familias nobles y eran muy cultos. Arquitectos, médicos… Se daban
conferencias unos a otros para luchar contra el aburrimiento y la
depresión. Lo más importante para Czapski fue tener tan buena memoria”.
“Su historia”, añade Armiño, “nos da cuenta de la dimensión salvadora de
la literatura”.
Como Jorge Semprún leyendo y releyendo a Paul Valéry en Buchenwald.
Como Primo Levi, en una inmunda barraca de Auschwitz, recitando al pikolo de su kommando el Canto del Ulises de La divina Comedia,
o como la profesora Tatiana Gnedich, encarcelada sin libros y sin luz
en un gulag de Siberia, repitiendo sin descanso los 30.000 versos del Don Juan
de Byron. El crítico y ensayista George Steiner suele utilizar esta
última historia para ilustrar el milagroso poder de la mente humana.
Gracias a su prodigiosa memoria, Gnedich se sabía el poema palabra por
palabra y gracias a también a esa memoria pasó el cautiverio dedicada a
traducir al ruso el poema. Cuando salió de la cárcel, ciega, dictó su
traducción que hoy está considera cómo la más hermosa y precisa que
existe en ruso de Byron. “Un ser humano así es intocable”, ha dicho
Steiner, quien en La barbarie de la ignorancia (Taller de Mario Muchnik), escribe: “La poesía puede salvar al hombre. Hasta en lo imposible”.
Lo cree también el poeta español Marcos Ana, preso en las cárceles
franquistas durante 23 años. Ana recuerda desde su casa de Madrid cómo
empezó a escribir en prisión: “Fue en una celda de castigo, entré por
cien días. Los compañeros me pasaron unas hojas de Canto general, de
Neruda, y otras de Rafael Alberti. Vi subir en mí una melodía que me
empujaba a escribir pese a desconocer la carpintería de un poema. La
poesía fue mi manera de luchar por mi libertad y la de mis compañeros.
Me ayudó a mí y a los demás, mis poemas pasaban de mano en mano”. El
poeta reconoce que, años después, ya en libertad, esa necesidad se
apaciguó: “Me ha costado escribir desde que salí. Recuerdo que le conté a
Neruda mis historias más tristes y las más hermosas. Él me dijo que las
tenía que escribir pero yo le dije que ya no me podía detener en eso. Y
era verdad. Vivir se volvió entonces más importante que escribir”.
“En los campos el mero hecho de tomar notas era un riesgo”, recuerda
el ensayista Reyes Mate. “Aún así tenemos obras que fueron productos del
campo. Los diarios y cartas de la judía holandesa Etty Hillesum, El corazón pensante de los barracones,
que comenzó un diario a modo de ejercicio literario y acabó en una
escritura de una altura mística sorprendente. O Zalmen Gradowski, un sonderkommando autor de En el corazón del infierno,
que dejó oculto entre las paredes de un horno crematorio unos papeles
que le sobrevivieron. Pensó que las generaciones posteriores podrían
llegar a saber cómo se moría en el lager, pero no cómo se
vivía. Uno y otro no sobrevivieron a su escritura y murieron en
Auschwitz. Hillesum pudo escribir mientras estuvo en un campo de
concentración de Westerboork, pero su escritura cesa cuando es internada
en el campo de exterminio. Gradowski sí escribió, clandestinamente, en
el campo de exterminio. Es decir: hubo poesía en Auschwitz”.
Fue en Siberia donde Dostoiveski, condenado a trabajos forzados, se refugió en la filosofía. El ensayo Dostoiveski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar (Galaxia Gutenberg), de László Földényi, narra cómo el autor de Crimen y castigo
descubrió allí con profundo dolor cómo para Hegel Siberia no formaba
parte del mapa de la historia. Ese sentimiento de expulsión y absoluto
abandono llevó al ruso a tocar fondo. Desde ahí, según él, y en sus
horas más atroces, alcanzó la verdad que le salvó.
Ya lo dijo Albert Camus en El hombre rebelde a propósito de
otro ilustre preso, el Marqués de Sade: “En el fondo de las prisiones,
el sueño no tiene límites y la realidad no frena nada. La inteligencia
encadenada pierde en lucidez pero gana en furor”.
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