"Elogiar públicamente a un muerto es reafirmar públicamente que sentimos su ausencia, es la expresión común de nuestro honesto lamento, en el desconocimiento de lo que es la muerte. Nunca ningún rostro en un ataúd me ha mostrado que el difunto sienta nuestra ausencia. Más bien, y de forma demasiado evidente, lo contrario"
Andrea Bajani rinde un poético y muy personal homenaje a Antonio Tabucchi en estos textos.foto:Effigie.fuente:revistadeletras.net
Cuando le pidieron que escribiera una oración fúnebre para el último adiós de su querido amigo Peter Noll, enfermo de un tumor, Max Frisch escribió tres páginas memorables. En las últimas líneas escribía: "Elogiar públicamente a un muerto es reafirmar públicamente que sentimos su ausencia, es la expresión común de nuestro honesto lamento, en el desconocimiento de lo que es la muerte. Nunca ningún rostro en un ataúd me ha mostrado que el difunto sienta nuestra ausencia. Más bien, y de forma demasiado evidente, lo contrario". No sé si Antonio Tabucchi conoció este texto, pero estoy seguro de que la irónica y desencantada frase final le hubiera complacido. De Max Frisch hablamos durante una conversación telefónica que mantuvimos una tarde, hace un mes. Cuando vi en el visor del teléfono el número de Lisboa, contesté la llamada y desde el otro lado me llegó una voz sutil, débil, como si me llamara un Tabucchi más pequeño. Me había agachado en un rincón para lograr escucharle, porque en el lugar donde estaba había mucho ruido. Me habló del ciclo de la quimio y de la fatiga que le ocasionaba, y después me pidió que le hablara de literatura, porque los informes médicos eran aburridos y en ellos no había poesía. Así, yo, sentado en el suelo, le hablaba de Frisch y de la relectura íntegra de Gogol que estaba haciendo. Él permanecía en silencio, lo oía respirar. Se tomaba todas las palabras que le decía como si le aliviaran, como si le insuflaran aire allí donde el aire no sobraba. Y me di cuenta, hablando, de que aquel momento era precisamente el contrario al de todas aquellas veces que en París, en Vecchiano o en Lisboa, empezaba a hablar, al anochecer, y yo le escuchaba. Hasta que yo, que aguanto menos la noche, me iba a dormir y él encendía otro cigarrillo y después las luces seguían encendidas durante muchas horas más.
Volé a Lisboa el jueves porque sabía que el tiempo se le estaba acabando. Había envejecido más deprisa de lo que imaginaba, para usar una de sus imágenes. Cené con Michele y Teresa, y sus hijos, y Beatriz, la nieta a la que tanto amaba. Al día siguiente le acompañé al hospital. Cuando entré en su habitación se sentó y me miró. Era un Tabucchi más pequeño, el mismo hombre de la voz sutil que había oído unos meses antes al otro lado del teléfono. Cuando fui a su encuentro hizo un gesto que no olvidaré nunca: levantó su mascarilla de oxígeno y se la apoyó sobre la frente, como si levantara un sombrero. Y me dijo: "Debo oxigenar también los pensamientos, no sólo los pulmones", y sonrió sardónico. Después, añadió: "Andrea mío. ha ido así". Y más tarde: "Elige tú desde donde comenzar, pero me debes contar todo, vida, literatura, pero sobre todo, literatura". Y durante tres horas, él de nuevo inhaló palabras, y por otras tres horas las absorbió todas, una a una, asintiendo, respirando dentro de la mascarilla, respondiendo a las preguntas con los ojos. De tanto en tanto entraba su mujer, Zè, con la hermana. Zè lo miraba, a ratos sonreía y a ratos controlaba su cara. Después se hizo tarde y le dijimos que le convenía reposar.
Marché de Lisboa a la tarde siguiente. ya no lo volvería a ver. No tenía fuerzas para ver a nadie. Al despegar el avión, me palpé el bolsillo y encontré tres folios impresos. La tarde del miércoles, tres días antes de morir, había dictado a Michele un relato, y Michele sentado junto a su cama, lo escribió en un folio. Zè, después, lo transfirió al ordenador. Cuando me lo dijo, un día antes, me pregunté cómo era posible que en aquella habitación de hospital, con la mascarilla de oxígeno, los chivatos luminosos, las enfermeras que entraban y salían, la enfermedad que poco a poco le robaba el tiempo que le quedaba, cómo era posible que tuviera aún la fuerza de dictar un relato. Como si tuviese aún necesidad de aquellas palabras, de inhalarlas una a una, de respirar liiteratura hasta el último instante. Volando sobre los cielos de Portugal, lo volví a leer, y pensé que sólo un gran escritor podía mirar la muerte así, cara a cara, y después guiñar un ojo, dibujar en el aire una reverencia y despedirse.
El último relato de Antonio Tabucchi es el monólogo de una mujer que se habla a sí misma mirándose en el espejo en una peluqueria de París. Y que después, al final, volviéndose hacia el reflejo de su propia imagen, dice:
"yo ahora cierro la puerta, salgo del salón, apago las luces y la dejo aquí dentro, dentro del espejo, para que reflexione sobre las conclusiones. No espere que sea yo quien le busque conclusiones, esta historia se ha hecho a sí misma, sin que yo contribuyese en nada y si he contribuído, no me he dado cuenta".
Es el más tabucchiano de los relatos de Tabucchi. Lo dictó en una habitación de hospital de Lisboa, con una mascarilla sobre el rostro. Lo dictó enfundado en una máscara: como siempre hizo, en el nombre de la literatura y de la vida. Y después se fue. Descanse en paz.
Andrea Bajani
*Texto traducido por Josep Massot
No hay comentarios:
Publicar un comentario