28.2.09

Poe, cuentista latinoamericano (I)



Por: Juan Gabriel Vásquez

HAY ALGO ENTRE EDGAR ALLAN Poe y los cuentistas del sur latinoamericano, una afinidad que no es simplemente literaria.
Poe, el Poe cuentista, tiene en Latinoamérica una posición que muchos le niegan todavía en Estados Unidos: aquí, el suyo es siempre el primer nombre de una hipotética lista de maestros del cuento. Así pasa en el Decálogo del perfecto cuentista, de Horacio Quiroga, cuyo primer mandamiento reza: “Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en Dios mismo”. Así pasa en los diarios de Ribeyro, que en enero de 1978 se puso a hacer una lista de los más grandes en cada género, y en la rúbrica Cuento escribió: “Poe, Maupassant, Chéjov, Buzzati”. En “algunos aspectos del cuento”, uno de los ensayos más luminosos jamás escritos sobre el género por uno de sus practicantes, Julio Cortázar hace una lista de sus cuentos predilectos, y el primero de todos es William Wilson, de Poe. Y ni hablar de la cantidad de textos (ensayos, poemas, parodias) que le dedicó Borges.

No sé muy bien de dónde sale esta comunicación privilegiada que Poe ha tenido siempre con los latinoamericanos. Pero ahí está: no es Hawthorne, el autor de Wakefield o La hija de Rapaccini, ni es Melville, el autor de Bartleby, el escribiente o de Benito Cereno. Los dos fueron enormes cuentistas, pioneros del cuento moderno. Pero no están en la lista latinoamericana: está Poe, Poe el macabro, Poe el alucinado, Poe el gacetillero genial, como lo llamaba alguien. No creo que sea una pérdida de tiempo preguntarse qué vieron en Poe los latinoamericanos, y en particular —casi en exclusiva— los del sur del continente, sobre todo cuando uno se da cuenta de que en Estados Unidos, donde se ha practicado siempre el cuento con inmensa fortuna, el cuentista más influyente no es el local Poe, sino el visitante Chéjov.

Sin Chéjov, que los norteamericanos han leído hasta hace muy poco en las traducciones sonoras pero más bien caprichosas de Constance Garnett, no hay cuento realista en América. Sin Chéjov no hay Sherwood Anderson ni Hemingway, pero tampoco Ribeyro; sin Hemingway no hay Cheever ni Updike, pero tampoco el García Márquez de La siesta del martes o En este pueblo no hay ladrones. Y este es el cuento que ha predominado en Estados Unidos: los cuentistas más recientes, digamos Carver o Richard Ford o Tobias Wolff, no escogieron como maestro al bostoniano Poe, sino al ruso Chéjov. En su propio país Poe se quedó sin herederos: su mundo gótico y atormentado, su mundo de necrofilia y neurosis, su voz siempre tensa y hasta gritona, cedieron a la callada tranquilidad de Chéjov, a su larga exploración de lo banal y lo cotidiano.

Y entonces uno tiene que preguntarse: ¿por qué aquí? O mejor: ¿por qué aquí sí y allá no? ¿Qué tenía el atormentado genio de Poe, un opiómano, alcohólico y jugador compulsivo, para cautivar como lo ha hecho siempre a los cuentistas del sur latinoamericano? Quiroga, Borges, Cortázar: tres generaciones de cuentistas que resultan incomprensibles sin cuentos como El gato negro o Berenice, o Los crímenes de la calle Morgue. Uno podría recordar que Poe fue descubierto por Baudelaire, de manera que la querencia latinoamericana por todo lo francés explicaría una parte del asunto. Pero tiene que haber algo más. Tiene que haber algo más.

Una soledad demasiado ruidosa




Por Alfonso Carvajal

Bohumil Hrabal nació en Checoslovaquia (1924) y murió en 1997. Hay escritores que permanecieron detrás de la Cortina de Hierro muchos años y cuando sus libros atraviesan las fronteras ideológicas del viejo comunismo cautivan de inmediato a los amantes de la literatura. Bohumil Hrabal es uno de ellos.

Su vida estuvo signada por la guerra, la expansión de la revolución bolchevique y el aislamiento artístico, que conlleva un régimen totalitario. En una inevitable marginalidad, construyó una obra que luego floreció en todo su esplendor. Dos fueron sus fuentes narrativas: Jaroslav Hasek y Franz Kafka. En ellos encontró la mezcla prodigiosa de la sabiduría popular y la ficción de la ironía intelectual. Su genio literario ahondó en la autobiografía y la reflexión existencial. Una curiosidad más: algunos oficios que realizó terminaron en libros. De su trasegar ferroviario nació 'Trenes rigurosamente vigilados' (trata la ocupación nazi en Checoslovaquia), que fue llevada al cine por Jirí Menzel y obtuvo el Óscar a la mejor película extranjera en 1967. Fue tramoyista de teatro y escribió 'Bodas en casa'. En La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo relata la llegada de los rusos y el advenimiento de otra época que le volteó el mundo: allí expresa con lucidez narrativa cómo literalmente se pasa una página de la historia. También escribió 'Yo que he servido al rey de Inglaterra', '¿Quién soy yo?' y 'Personajes en un paisaje de infancia'.

Pero tal vez su novela más exquisita y más profunda es 'Una soledad demasiado ruidosa', una metáfora de su experiencia como prensador de libros. Es una reivindicación del monólogo, del manejo excepcional de la primera persona; desbordante de humor y talento, la novela reflexiona sobre la lectura en nuestra vida: "Los libros me han enseñado, y de ellos he aprendido que el cielo no es humano en absoluto y que un hombre que piensa tampoco lo es, no porque no quiera, sino porque va contra el sentido común". El personaje Hanta es un desaforado lector, un intelectual de la acción que, alternando pensamientos sobre Nietzsche, Hegel, Novalis y Schopenhauer, en un ritmo avasallador, de pausas y remolinos, nos sumerge en una cotidianidad fantástica y, al mismo tiempo, aguda, en la cual la creación artística sirve de motor a una extraordinaria trama. Entre líneas, con sarcasmo, Hrabal nos advierte que leer es un conocimiento y también un extravío: "Soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo".

27.2.09

Actitud


Una mujer muy sabia se despertó un mañana,
se miro al espejo,
Y noto que tenía solamente tres cabellos en su cabeza.
'Hmmm' pensó, 'Creo que hoy me voy a hacer una trenza'.
Así lo hizo y paso un día maravilloso.


El siguiente día se despertó,
se miro al espejo
Y vio que tenía solamente dos cabellos en su cabeza.
'H-M-M' dijo,
'Creo que hoy me peinare de raya en medio'
Así lo hizo y paso un día grandioso.


El siguiente día cuando despertó,
se miro al espejo y noto
que solamente le quedaba un cabello en su cabeza.
'Bueno' ella dijo, 'ahora me
voy a hacer una cola de caballo.'
Así lo hizo, y tuvo un día muy, muy divertido


A la mañana siguiente cuando despertó,
corrió al espejo y enseguida noto
que no le quedaba un solo cabello en la cabeza.
'Que Bien!' Exclamo.
'Hoy no voy a tener que peinarme!'


Tu actitud es todo.

Siempre se bondadoso,
Porque cada persona que te encuentres esta peleando alguna
clase de batalla



La vida no es esperar a que la tormenta pase... ni es abrir el paraguas para que todo resbale......

Paco Ignacio Taibo II...en La Habana


Por Felipe de J. Pérez Cruz

Concluye la Feria Internacional del Libro en la Ciudad de La Habana, para continuar en las amplias dimensiones del archipiélago, su fiesta de masas emancipadas y en tanto cultas. Nos congratulamos con el Premio y el 50 aniversario de nuestra Casa de las Américas. Nuestros invitados especiales para tales eventos, los amigos del mundo y en especial de América Latina que nos visitan, enriqueciéndonos con sus culturas, inteligencias y obras, ya comienzan a regresar a sus hogares, a sus tareas cotidianas. Les agradecemos sobre todo la delicadeza de su acto soberano de visitar al pueblo que lleva medio siglo defendiendo el socialismo en este hemisferio. Para muchos esta visita será un acto de amor, que habla además de valentía personal. Sabemos las presiones que siempre se ejercen, los riesgos de represalias y exclusiones por ejercer el derecho a compartir con los cubanos y cubanas en Revolución.

Acabo de leer uno tras otro, los libros “Julio Antonio Mella. Una Biografía” (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2008), de Christine Hatzky y “Tony Guiteras, un hombre guapo” (Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2009), de Paco Ignacio Taibo II. Es una oportunidad de regalo que los organizadores de la Feria nos ofrecieron.. .

Paco Ignacio Taibo II

El hispano mexicano Francisco Ignacio Taibo Mahojo, más conocido como Paco Ignacio Taibo II, sin dudas hoy uno de los más destacados escritores de la región, nos acompañó como jurado del Premio Casa y a la par presentó en la Feria la edición cubana de "Tony Guiteras, un hombre guapo" (Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2009). Cuba se prestigia con la presencia entre nosotros de amigos como Paco Ignacio, que nos dedican arduas horas en la lectura intensa de los manuscritos presentados al Premio. Más, si una figura como la de Antonio Guiteras Holmes le mueve a realizar la obra que nos ha entregado. Ya quienes seguimos los temas históricos habíamos tenido antes, dentro de su profusa producción literaria, sus entregas sobre Ernesto Che Guevara y Francisco Pancho Villa.

Lamento sin embargo que esta vez Paco Ignacio, entre las prioridades de su agenda, merecidos reconocimientos, el cariño y las sonrisas de sus más cercanos interlocutores cubanos y el respeto y la simpatía que a todos nos provoca, no haya tenido la oportunidad para dialogar sobre la historiografí a de este país, con quienes en definitiva la hacemos. También para explicarle la labor que realiza el relativamente nutrido gremio de los historiadores, maestros y promotores de las disciplinas históricas, sus instituciones y organizaciones profesionales.

A los amigos se les va directo, y con razones sobre todo de amor. No pienso que haya que esperar a otra Feria, para que Paco Ignacio conozca que sus declaraciones sobre la historia nacional y los historiadores que trabajamos en Cuba, realizada en su intervención en el programa de la Mesa Redondo de la televisión nacional (), nos dejaron el mal sabor de la petulancia, a buena parte de los compañeros y compañeras que las escuchamos, No se trata de compartir o no los enfoques del autor sobre nuestra historiografí a, tal como propone el editor y prologuista Iroel Sánchez. Desde el corazón y también con muy sólidas razones de la inteligencia, le podemos abundar al escritor y al camarada de trinchera, sobre lo feliz que resulta, aún para una persona tan culta e informada como él, esa vieja regla de sentido común, que recomienda no intentar sentar cátedra en un saber que se desconoce en su suma de totalidades.

El diálogo de respeto pule, educa y fertiliza. No me caben dudas de que nos reconoceremos con Paco Ignacio en lo esencial: el rechazo a lo que refiere como materiales simplificados que nos han pretendido ofrecer como historia, fenómeno sobre el que en Cuba hay una crítica y acción consecuente. Algo realmente horroroso, cuando nos tropezamos en España, México o los Estados Unidos, con los manuales mercenarios que pagan el capital y la oligarquía, no sólo “simplificados” , mentirosos.

Precisamente para tratar el tema de la historiografí a cubana en la época de la Revolución, la Editorial de Ciencias Sociales repitió en esta nueva convocatoria de la Feria, el encuentro con los historiadores. El día 14 pasado, la Unión Nacional de Historiadores de Cuba presentó un panel en el que se abordó con mirada serena, los logros y retos de cincuenta años de la producción y el oficio de los historiadores.

No es la primera vez, ni será la última, que quienes nos visiten fracasen en el intento de generalizarnos, desde el pedazo de la Cuba y de los cubanos que piensa que conoció. Estaría por ver con Paco Ignacio cuáles son los historiadores “ortodoxos” y “oficialistas” que refiere y si son tales, pero lo más importante siempre será darle la oportunidad de que conozca lo que realmente vibra y toma alma de libros –muchos aún en espera de publicarse- desde el trabajo de la investigación y docencia de la Historia, no sólo en la capital, sino en toda la geografía académica y universitaria cubana.

Christine Hatzky

Como Paco Ignacio se confiesa un enamorado de ese otro Hombre Sol que fue Julio Antonio Mella, supongo que su estancia en la Feria le haya proporcionado la alegría del lanzamiento del libro -escrito primero como tesis doctoral-, por la historiadora alemana Christine Hatzky, docente en la Universidad Duisburg-Essen. Christine con modestia propone una, no la biografía de Mella. Y ya desde el título, anuncia su respeto por la historiografí a nacional, que le ha dedicado al joven revolucionario una especial atención.

No conocía a la autora del nuevo libro sobre Mella. Nos la presentó a la más amplia comunidad académica, en la revista Calibán, la prestigiosa historiadora Angelina Rojas Blaquier, autoridad por excelencia en el estudio de la historia del movimiento comunista cubano, quien también hace el prólogo del libro. Al finalizar el Encuentro de Historiadores del día 14, el joven historiador Rainer Schultz, compatriota de Christine, me brindó el placer de conversar brevemente con la autora. Antes, ya había reparado en aquella mujer de ojos grandes, hermosos, que por casi tres horas, nos había seguido atenta a la lectura de ponencias y los debates que ellas suscitaron.

Julio Antonio Mella. Una Biografía

El de Christine es un macizo texto biográfico, que no por ello elude el análisis de situación, sustentado en una abundante -y en varios temas novedoso- aparato referencial. En ciencias no sólo vale el discurso del texto, lo más importante está en la demostración del camino del conocimiento, la verificabilidad de los resultados, y a ello Christine le ha concedido una especial atención. Muy interesante la invitación que hace la autora a revisar varias “verdades establecidas” ; aporta Christine en esta dirección. Son varios los puntos que he subrayado como posibles sugerencias y discrepancias, no sólo sobre Mella, también sobre el escenario cubano y el movimiento revolucionario de la época. Me referiré a lo más sustantivo:

La propia historia que Christine reconstruye, contradice su dibujo de Enoch H. Crowder: ¿Quiénes lo tenían por persona íntegra, por un gran amigo? Sin dudas los oligarcas y su grupos afines. Leland Jenks, de quien no hay dudas “ideológicas” hizo la comparación exacta: Un procónsul romano. Por eso el joven Julio Antonio Mella y sus condiscípulos de la universidad habanera, interrumpen el acto de genuflexión con el que pretendían honrarlo por “sus servicios”. Si de Mella y la historia del movimiento obrero y comunista se trata, el texto es muy pálido en el abordaje de la figura de Carlos Baliño. Desde 1964 se editó una compilación de los Documentos de Carlos Baliño, que revisada fue reimpresa en 1976. La obra de este fundador, ha sido objeto de variados trabajos, con diversas ópticas. Los criterios de Christine sobre Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA precisan de una mayor sustentación. Es recomendable que la autora atienda la producción historiográfica peruana sobre estos temas.

El Mella racialmente “blanco” de Christine no puede convencerme. Me acostumbré durante años al secreto de ver cada noche en el Noticiero de la Televisión Nacional, la imagen de un compatriota que se parecía mucho a Mella. Fue la confesión que me hizo Sarah Pascual, una noche que en su casa coincidí con la hora de nuestro popular noticiero. En aquella ocasión la entrañable amiga de Mella, señalo la pequeña pantalla, y me sorprendió con su peculiar gracia: “Como me recuerda ese joven locutor a Julio Antonio”, y se refería por supuesto a quien por entonces era un joven mulato –“mulato blanconazo” se dice en mi barrio-, que comenzaba sus lides de presentador, devenido hoy en una popular y querida personalidad de la locución cubana. Nelio Contreras, tan rápida y fatalmente desaparecido, recogió numerosos testimonios de quienes conocieron a Mella. En su entusiasmo juvenil, mi querido amigo mulato, sentía además el orgullo de que en no pocas ocasiones sus entrevistados le afirmaban que el sólo era un “poquito” más “trigueño” que Mella. El origen dominicano del joven biografiado es otra una pista que Christine puede reevaluar. En los dominicanos –como en muchos santiagueros y santiagueras- , es muy fuerte esa mezcla peculiar y maravillosa de nuestra negritud.

Insisto en el tema racial para abrir al debate un punto de vista distinto, que considero más esencial. La africanía en los cubanos y cubanas no es un problema epitelial, es una resultante histórica, condición psicológica, riqueza cultural, que la Revolución recuperó para siempre, que hoy está en un nuevo momento de consolidación, en el fin de las reminiscencias prejuiciosas, en la defensa de lo alcanzado frente un capitalismo individualista y racista, que multiplica su impacto feroz desde el mundo comunicacional y audiovisual, y definitivamente en los retrocesos y/o no-avances que podamos tener, en la hegemonía del mundo moral y las relaciones materiales objetivas socialistas.

No resiste análisis el lugar más débil del libro: La especulación de Christine sobre un mestizaje de Mella como “construcción elaborada en Cuba después de 1959, con el objetivo de integrar en el sistema a la población afrocubana mediante una figura política con la fuerza simbólica de Mella”. Este es un favor que se que Christine no quiere hacerle a quienes intentan con fines diversionistas, introducir entre nosotros toda clase de tergiversaciones y manipulaciones sobre la problemática racial. Los hombres y las mujeres se conocen por sus obras, y todo su texto sobre Mella, es una negación rotunda a tan flacos fines. Si hay un responsable de tal dislate, no es Christine que no tiene necesariamente que estar al tanto del día-día del archipiélago, en lo fundamento son sus editores cubanos los que debieron estar más atentos para asesorarla.

“Julio Antonio Mella. Una Biografía”, incluye como anexos la publicación íntegra por primera vez en el país, de documentos largamente esperados. La mayoría de los estudiosos solo habíamos tenido acceso a los fragmentos citados como parte del ensayo de Alfredo Martin, “Mella.
Nacimiento de un líder” (2001), que al ser publicado por la capitalina Editorial Extramuros, no contó con el privilegio del formato hermoso, la cantidad de ejemplares y el impacto de circulación que otorgan las editoriales nacionales. No obstante el libro de Alfredo, en buena lid, es el primero que ahondó en los pormenores de la sanción de separación –no de expulsión- de Mella del partido cubano, después de su huelga de hambre a finales de 1925. Recomiendo a mi estimada colega Angelina, hacer justicia al libro de Alfredo, en una próxima –de seguro habrán varias- edición del prólogo.

Al terminar esta primera lectura del “Mella” de Christine, sentí el peso de un trabajo serio y enjundioso. Sin dudas me quedé con la necesidad de realizar un estudio más detenido, para comprender mejor el tejido de argumentos y su sustentación. Pronto lo haré. Pienso además, que me quedan muchas más visitas a este texto.

“Tony Guiteras, un hombre guapo”

El libro de Paco Ignacio, nos lo anuncia Iroel Sánchez, es un torbellino apasionante. Siempre las generaciones de revolucionarios cubanos que no conocimos a Guiteras, nos lo imaginamos tal como lo narra el buen oficio del autor: nos trasladarnos a aquellos días de explosión revolucionaria, caminamos junto a Guiteras, escuchamos su voz…

Muy bello el rescate de la colosal figura de Carlos Aponte. Nos recuerda una deuda tremenda de la historiografí a latinoamericana y caribeña, casi vergonzosa si de los intelectuales revolucionarios de Cuba, más que de Venezuela se trata. Exacto el análisis “clasista” de otro procónsul: Benjamin Sumner Welles.

El Paco Ignacio definitivo de la literatura, nos solicita amablemente enviar críticas, correcciones y sugerencias, para mejorar futuras ediciones. Respeto el derecho de cada autor para con su obra, pero le adelanto mi opinión de lector atrapado, comprometido: Esta obra en su dignidad de narración histórica tiene ya su inconfundible y rotunda personalidad propia. No considero necesaria rectificación alguna.

Paco Ignacio demuestra haber realizado un mayúsculo ejercicio de investigación. Por si algún día desea convertir este acumulado, en ensayo o monografía histórica sobre los personajes y la época, me animo a comentarle: No coincido con algunos enfoques que realiza, en particular discrepo de su dibujo sobre el sectarismo de Rubén Martínez Villena. Es evidente que, en su notable búsqueda, parece que no llegó -o no atendió- a algunos documentos que resultan esclarecedores. Y sobre todo, le falla la evaluación cualitativa. Sigue presente en el autor el lastre de la historiografí a que se deslumbra tanto con el poeta, que no llega a entender la poesía mayor del combatiente y dirigente comunista. Se nota que le falta en este caso, un estudio más incisivo del pensamiento político de Rubén.

Precisamente en esta Feria, la habanera Editorial Unicornio, puso a disposición con el título “Rubén Martínez Villena: Por los caminos de Martí” (La Habana, 2008), un sucinto resumen de la tesis doctoral de la historiadora Juana Rosales García, donde se precisa de manera inobjetable, entre otros, estos aspectos tan desconocidos de Rubén. Ojalá el libro de Juana, no corra la suerte del de Alfredo Martín. No pocas de nuestras editoriales de provincia ya llegan a su mayoría de edad, mientras sus posibilidades productivas son aún limitadísimas, para canalizar el movimiento intelectual que crece, que estalla en la literatura y se renueva en la Historia y las Ciencias Sociales. Se trata de un fenómeno de desarrollo sobre el que debemos meditar soluciones, sin abandonar la práctica de publicar lo bueno que facturan los colegas cubanos y extranjeros que laboran en el exterior.

El listado bibliográfico que se adjunto al libro, nos dice que Paco Ignacio no tuvo la feliz oportunidad de conocer los estudios realizados por Enrique Cirules y otros historiadores y especialistas, sobre el submundo de corrupción y tolerancia mercantilizada, que ya desde esa tercera década del Siglo XX los yanquis promovieron en La Habana de turistas y marines. En tal escenario hay que colocar el ejercicio habanero de la conducta sexual que le endilga al Embajador Sumner Welles. Este detalle nos puede poner a juicio si en la ciudad de prostíbulos y “casas de citas”, era tal la clandestinidad forzada del individuo. Para los ricos –fueran los amos del Norte o sus sirvientes de la burguesía aristocrática y parasitaria- su visita a La Marina, San Isidro o La Victoria, era en lo fundamental otra faceta más de su condición de explotadores.

El confundir la homosexualidad con la bisexualidad que realmente Paco Ignacio describe en la vida del personaje, también dificulta penetrar mejor esta faceta personológica en que ha decidido incursionar. En tiempos de empoderamiento de las identidades sexuales, frente a la impronta ética y política de asumir definitivamente la normalidad de las diferencias, se precisa mayor conocimiento en quienes como Paco Ignacio pueden dar un aporte sustantivo a la descontaminació n machista y sexista de nuestras sociedades. En temas tan vulnerables, una intención loable mal emprendida, puede hacer el efecto de un elefante en una cristalería.
Al concluir la lectura del “Guiteras” de Paco Ignacio, busqué en mi librero los textos del historiador cubano José A. Tabares del Real y en especial su biografía de Guiteras (Guiteras, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1973, Ciencias Sociales, 1990), a quien debemos la recuperación historiográfica de la figura de Guiteras. Releer ahora a Tabares me ratificó el aporte del libro de Paco Ignacio: el genio del escritor nos coloca en una dimensión enriquecida de la historia. Precisamente por ello, el arte y la ciencia son dos pares inseparables del saber, de la civilización humana.

La necesidad de volver a Tabares, es una bondad adicional de la lectura que propone este nuevo libro de Paco Ignacio. Avanzar lo que Tabares hizo, hacia nuevos horizontes del saber histórico, es una tarea de ciencia –por supuesto que también de la literatura y el arte-, que ojalá pueda emular la narración, fuerza y magia, que “Tony Guiteras, un hombre guapo”, nos entrega.

A propósito de los libros de Paco Ignacio y Christine

Gracias a Paco Ignacio Taibo II y a Christine Hatzky. Sus aportes ratifican además varios temas medulares que están en la agenda y en la carne del actual movimiento intelectual e historiográfico cubano.

Christine y Paco Ignacio abundan y documentan conocidos errores de estrategia y táctica en el movimiento comunista internacional y el primer partido comunista cubano. Frente a la errónea tendencia que predominó en la historiografí a publicada en Cuba en los años setenta y ochenta, en la que se obviaba o desconocía el estudio y debate sobre este aspecto medular de la historia revolucionaria del pasado siglo, la aparición de los mencionados títulos ha sido recibida con beneplácito. Esta actitud merecida, dada la calidad de la obras, está además conectada con procesos muchos más sensibles que se dan al interior del movimiento historiográfico e intelectual nacional. Adelanto uno de estos temas:

Cuando a todas luces la historiografí a cubana crece, y como nunca antes las editoriales nacionales y provinciales, están realizando un notable esfuerzo de edición histórica, el propio desarrollo impone retos. Hay que saltar sobre los errores ya evaluados, y de paso desbrozar los que aún no se perciben con suficiente claridad. Por demás hay que saber cómo y hacia dónde se salta, lo cual es imposible sin llegar a un consenso, con la participación de los historiadores y demás cientistas, la confrontación y comparación de diversos criterios, las disputas y discusiones científicas; cuidando siempre el respeto y la camaradería, que todas y todos nos merecemos.

Percibo del panorama que nos presentan las editoriales y revistas cubanas, como últimamente han arribado obras y criterios que subrayan su distancia con aquella historiografí a que obligadamente tenía que tener por centro a la clase obrera y al Partido Comunista. Hay autores y posiciones que hoy alcanzan su máxima promoción, después de años de acumulación creativa, tiempo en que no encontraron la salida editorial masiva que en justicia merecían. Pero no todo es “color de rosa”, Los métodos y estilos del viejo modo de hacer, dan su pelea de sobrevivencia, se metamorfosean. Las mentalidades miméticas, los eclecticismos y seguidismos acríticos, el facilismo de apelar al juicio de la autoridad puesta de “moda”, comienzan a traernos en el torrente de logros, entregas residuales.

El ablandamiento que en los últimos lustros hemos padecido en la enseñanza de la filosofía marxista, la conversión bancaria y críptica de no pocas cátedras de teoría y metodología de investigación, mientras el intercambio fluido y propositivo –el mundo y el tronco que definió para todos los tiempos José Martí- con las escuelas y corrientes contemporáneas, sólo es ejercicio de muy pocos, incorpora una mayor complejidad a la situación. Estamos llamados a atender estos fenómenos negativos, discutirlos y resolverlos.

Me ocupa el estudio de cómo hoy comienza a manifestarse en zonas de la producción historiográfica –dentro y fuera del país- el reverso de lo que ya transitamos: a una historia predominantemente obrerista y partidocéntrica, no puede sucederle otra que desconozca, ignore, o se concentre solo en la hipercrítica de estos sujetos. Evaluar el curso progresivo de los sesenta, y sus fracturas posteriores, no implica desconocer lo que inmediatamente después se hizo de positivo en ciencia histórica, publicación y docencia, sus avances en medio de las contradicciones y luchas cienciológicas e ideológicas que entonces se manifestaron, sobre todo las grandes tareas masivas, culturales, educacionales y políticas que acompañaron.

Encontrar la justa medida, tanto en la historia, como en nuestra vida, resulta quizás la aspiración más difícil de lograr. En el caso cubano, tal meta está necesariamente contaminada de las urgencias de un combate que todo lo interpenetra. No tenemos el derecho a ser ingenuos. Hay un enemigo cruel e inescrupuloso, que mientras bloquea y acecha para la muerte física, factura y ejecuta las operaciones de sus servicios especiales, con el definido propósito de asesinarnos la memoria, la alegría y el futuro.




26.2.09

¿Por qué escriben?


por Matías Fernández

En todos los reportajes hay lugares comunes, cosas que siempre se preguntan, fijas. A los actores se les pregunta si se parecen a sus personajes, a los futbolistas cuál fue su mejor gol y a los escritores, entre muchas otras, por qué se les ocurrió empezar a escribir.
¿Será que ese dato nos acerca un poco más a la humanidad de cada uno de estos personajes que muchas veces no parecen tan humanos? No sólo queremos saber cómo empezaron a escribir sino a qué hora lo hacen, cómo se les ocurren las historias y hasta qué almuerzan los domingos. Por suerte -la mayoría de los escritores- son personas reservadas y no llegan a tal extremo, aunque algunas veces pueden llegar a dar el brazo a torcer.
En HdA nos gustan mucho las revistas que son el precedente material de los blogs, eso que también circulaba y que transmitía información valiosa un poco secreta para el resto del mundo. Un pequeño tesoro que tengo es una colección de revistas Babel. Para aquellos que no lo saben la revista Babel era un extenso mensuario que traía como subtítulo (o “bajada”) “Revista de libros”. En ella escribían todos, piensen en algún crítico o escritor de fines de los ochentas y ahí estará.
El número Nº 1 de Babel, del año 1988 (costaba ocho australes) traía un dossier especial con la pregunta “¿Por qué escribe?” hecha a muchos escritores. Traemos algunas de las respuestas en este primer rescate de la gran revista.

La respuesta de Piglia sobre por qué escribe es sintética:

Porque el mundo de la ficción me intriga: la circulación de las historias, los disfraces de la lengua y el poder de creer. La literatura es el laboratorio de lo posible: un lugar donde se puede experimentar, simular lo viejo con lo nuevo. Escribo porque la literatura es la forma privada de la utopía.


Un fragmento de la respuesta de Calvino:

Porque nunca estoy del todo satisfecho con lo que ya escribí y quisiera, de una manera u otra, corregirlo, completarlo, proponer otras soluciones. Por lo tanto, nunca hay una primera vez. La necesidad de escribir siempre ha sido para mi la de tachar, reemplazar cualquier cosa ya escrita por otra que hay que escribir.
Porque leyendo a X (un X antiguo o contemporáneo) se me ocurre pensar: ¡Ah! ¡Cuánto me gustaría escribir como X! ¡Lástima que eso está más allá de mis posibilidades! Entonces trato de imaginarme esa empresa imposible, sueño con el libro que no escribiré jamás pero que me gustaría leer y ubicar junto a otros libros admirados.
Enseguida aparecen en mi mente algunas palabras, algunas frases. Inmediatamente olvido a X y a cualquier otro modelo.
Pienso sólo en ese libro, ése que no ha sido escrito jamás por nadie y que podría ser mi libro…

Philip Roth huyó abrumado de la respuesta:

No responderé. Me llevaría la vida entera dar una respuesta.

Milan Kundera dijo:

Aunque no sea más que una ridícula ilusión, uno está persuadido de que debe escribir para decir lo que nadie ha dicho. Decir lo que nadie ha dicho significa contradecir a todo el mundo.
Escribir, por lo tanto, es el placer de contradecir, la felicidad de estar solo contra todos, la alegría de provocar a los enemigos e irritar a los amigos. Pero, una vez terminado el libro, uno nuevamente desea gustar. Es inevitable, es humano. Ahora bien, ¿cómo puede gustar aquel que tiene la pasión de desafiar a todo el mundo? Es la enorme contradicción, sin salida, sobre la que reposa nuestro oficio. ¿Sin salida? En realidad, hay una: cada tanto se tiene la responsabilidad de ser mal comprendido.

Carlos Fuentes, un hombre muy seguro de si mismo, respondió:

Porque es una de las raras cosas que sé hacer.

Marguerite Duras profetizó:

He sido hostigada por la pregunta de los diarios sobre ese preciso punto: escribir. Siempre traté de responder cortésmente pero de hecho no tenía nada que decir sobre el asunto. No sé nada, no he sabido jamás en qué consiste esa actividad tan extraña. Creo que esto cesará en el 2027. Terminando de golpe, nadie escribirá más.



http://www.hablandodelasunto.com.ar

23.2.09

La civilización de los bárbaros.




La civilización de los bárbaros. Una conversación con Alessandro Baricco

por Claudio Magris

Jóvenes conectados a terminales cibernéticas, libros electrónicos, seres diseñados en laboratorios. Si ese es el futuro, ¿debemos temerle? Claudio Magris y Alessandro Baricco conversan sobre la revolución en marcha que podría significar el fin de los valores clásicos de la cultura occidental.
Durante la campaña electoral de 2001 me di cuenta de que no entendía el mundo. Un manifiesto de Forza Italia mostraba a Berlusconi en mameluco, con la inscripción “Presidente obrero”, una idea que podría habérsenos ocurrido a mí y a mis amigos como una bufonada estudiantil que lo pusiera en ridículo. Habría sido cómico proclamar a Veltroni o a Prodi “Presidentes obreros”. Pero si algo que para mí era una caricatura satírica funcionaba en cambio como una propaganda eficaz, quería decir que las reglas del juego, los criterios de juicio, los mecanismos de la risa habían cambiado; me encontraba en una mesa de póquer creyendo que el as era la carta más alta y descubría que, al contrario, valía menos que el dos de picas.
Alessandro Baricco se adentra en el paisaje de esta mutación de época con extraordinaria agudeza; con esa profundidad disimulada bajo la ligereza que caracteriza su modo de narrar. Quizá Baricco sea un escritor del siglo XIX más que del XX, a pesar de que Novecento es el título de un célebre libro suyo. Se mueve en el mundo saqueado por los bárbaros, como él los llama, con la agilidad de un antílope en un territorio que no es precisamente el suyo, pero en el cual no se encuentra de ningún modo incómodo. Los bárbaros lo son respecto a aquello que se considera la civilización (es decir, respecto a nosotros, que nos consideramos como tal), una civilización que se siente devastada en sus valores esenciales: la duración, la autenticidad, la profundidad, la continuidad, la búsqueda del sentido de la vida y del arte, la exigencia de absolutos, la verdad, la gran forma épica, la lógica habitual, toda jerarquía de importancia entre los fenómenos. En lugar de todo esto, triunfan la superficie, lo efímero, el artificio, la espectacularidad, el éxito como única medida del valor, el hombre horizontal que busca la experiencia en una girándula continuamente mutable. Vivir se convierte en un surfing, una navegación veloz que salta de una cosa a otra como de una tecla a otra en internet; la experiencia es una trayectoria de sensaciones en la que la pulp fiction y Disneylandia valen tanto como Moby Dick y no dejan tiempo para leer Moby Dick. Nietzsche ha descrito con genialidad única el advenimiento de este hombre nuevo y de su sociedad nihilista, en la que todo es intercambiable con cualquier otra cosa, como el papel moneda. Todo esto nace ya con el romanticismo, que ha infringido todo canon clásico, más aún, todo canon; como recuerda Baricco, la primera ejecución de la Novena de Beethoven fue despedazada por los críticos musicales más serios con términos análogos a los que hoy se emplean para despedazar, acusándolas de complicidad con los gustos más bajos y vulgares, muchos performances artísticos o pseudoartísticos. Baricco busca describir –o, en sus novelas, contar– y sobre todo entender el mundo, en vez de quejarse de él, y sostiene justamente, en el bellísimo final de Los bárbaros,* que toda identidad y todo valor se salvan no erigiendo una muralla contra la mutación sino operando en el interior de la mutación que es, de cualquier modo, el precio, a veces pesado, que se paga por un gran progreso, por la posibilidad de acceder a la cultura dada a masas antes inicuamente excluidas y que no pueden haber adquirido todavía un señorío coherente.
Si bien todo puede ser comprendido –le planteo cuando lo encuentro en su, y un poco también mía, Revigliasco– no todo puede ser aceptado...

Claudio Magris: Tú mismo escribes que es preciso saber qué debe salvarse de lo viejo –que por lo tanto no lo es– en esta transformación total. Esto implica un juicio que no identifica por lo tanto, como hoy se pretende, el valor con el éxito. También Il piccolo alpino [novela de Salvator Gotta que se utilizó en la época fascista como lectura de formación para los jóvenes] vendía hace un siglo muchos más ejemplares que las poesías de Saba, pero no por esto quien lo leía entendía mejor la vida. Si los diarios –como dices– no hablan de una tragedia en África hasta que no se convierte en un pretexto para papel ilustración, esta no es una buena razón para no corregir esta información paupérrima más que falsa. Es, por otra parte, lo que hacen muchos blogs, en los que se encuentra a menudo más “verdad” que en los medios tradicionales.

Alessandro Baricco: Cierto, no todo puede ser aceptado, tienes razón. Pero entender la mutación, aceptarla, es el único modo de conservar una posibilidad de juicio, de elección. Si se reconoce a la nueva civilización bárbara un estatuto, precisamente, de civilización, entonces se hace posible discutir sus rasgos más débiles, que son muchos. Por otra parte creo que la misma barbarie tiene cierta conciencia de sus límites, de sus pasajes riesgosos y potencialmente autodestructivos: en cierto sentido siente la necesidad de los viejos maestros, tiene una hambre espasmódica de ellos. El hecho es que los viejos maestros a menudo no aceptan sentarse a una mesa común, y esto complica las cosas.

Claudio Magris: Creo que no existe una contraposición entre los bárbaros y los otros (¿nosotros?). Aun quien combate muchos aspectos “bárbaros” no está patéticamente out, y puede contribuir a la transformación de la realidad. La civilización de los Habsburgo, tan experta en invasiones bárbaras, no las demonizaba ni las enfatizaba; se limitaba a decir: “Sucedió que...”

Alessandro Baricco: “Sucedió que...”, bellísimo. Cuando pensé en escribir Los bárbaros tenía precisamente un estado de ánimo de ese tipo. “Está sucediendo que...” No tenía en mente contar un apocalipsis ni tampoco anunciar alguna salvación. Sólo quería decir que estaba sucediendo algo genial, y me parecía absurdo no tomar nota de ello.

Claudio Magris: Indagas espléndidamente la estrecha relación que había entre profundidad, rehuida por los bárbaros, y esfuerzo, sublimada y honda moralidad del trabajo y del deber que a menudo conduce al sacrificio y a la violencia. Pero la profundidad no está necesariamente ligada a la falsa ética del sacrificio. Sumergirse y volverse a sumergir en un texto –en un amor, en una amistad, en vez de tocarlos de pasada como lo hacen hoy los bárbaros– no quiere decir deslomarse cavando como un forzado en una mina, pero es como zambullirse repetidamente en el mar y descubrir cada vez nuevas luces y colores que enriquecen las precedentes, o como hacer el amor muchas veces con una persona amada, cada vez más intensamente gracias a la libertad de la confianza incrementada.

Alessandro Baricco: La profundidad, ese es un hermoso tema. Sabes, mientras escribía Los bárbaros consagré mucho tiempo a entender y a describir la formidable reinvención de la superficialidad que esta mutación está realizando. Y me parece fantástico lo que hemos logrado hacer al rescatar una categoría que oficialmente era la identificación misma del mal, y devolverla a la gente como uno de los lugares reservados al Sentido. Pero me doy cuenta de que esto no significa de ningún mundo demonizar, automáticamente, la profundidad. Tú precisamente hablas de amistad, de amor, y si observas a los jóvenes de hoy, casi todos típicos bárbaros, encontrarás el mismo deseo de profundidad que podíamos tener nosotros. O si piensas en su necesidad religiosa, encuentras una ansia de verticalidad que no logras conjugar del todo con la cultura del surfing. En definitiva, ¿sabes qué pienso? Que la mutación ha desmontado la dicotomía de lo superficial y lo profundo: ya no son dos categorías antitéticas. Son las dos movidas de un único movimiento. Son los dos nombres de una única cosa. Te diré más: la superficialidad, en las obras de arte bárbaras, ya no es distinguible como tal, no más de cuanto tú puedas distinguir entre la cosa y el adorno en un cuadro de Klimt, o la pura aritmética en una suite de Bach.

Claudio Magris: Aunque soy más alérgico que tú a los bárbaros, querría defenderlos de una imagen totalitaria. En Google veo también una –aunque inmensa– redecilla semejante a aquella con la que los niños pescan en el mar cangrejos y conchillas. No tengo necesidad de Google para saber algo sobre Goethe, “linkeadísimo”, porque lo encuentro también fácilmente en otra parte, como en el pasado. En cambio Google me ha dado información sobre un personaje mínimo en el que me estoy interesando, una negra africana del siglo XVI, convertida en dama de corte en España, raptada por caribeños, que llegó a ser más tarde su reina. Los blogs corrigen la unilateralidad bárbara de los medios, que hablan sólo de aquello de lo que se habla y se sabe. No creo que Faulkner pueda desaparecer, sería mejor que desapareciera Google; pero creo que Google puede en todo caso ayudar a hacer redescubrir la grandeza de Faulkner a muchos ignorantes. Los bárbaros que invadieron el Imperio romano fueron sus herederos, leyeron y difundieron los Evangelios...

Alessandro Baricco: Los bárbaros que invadieron el Imperio romano eran a menudo poblaciones ya parcialmente romanizadas, guiadas por caudillos que procedían de las filas de los oficiales del ejército imperial.

Claudio Magris: La profundidad, escribes, es a menudo fundamentalista. Ha conducido, en nombre de valores fuertes, a la guerra y a la destrucción. No creo sin embargo que la muchedumbre bárbara, inocente, pacifista de los consumidores de video juegos sea idónea para exorcizar la violencia; la veo en todo caso desarmada e ingenua y, por lo tanto, fácil presa de las persuasiones colectivas que llevan a la guerra. En tu extraordinaria apostilla a Homero, Ilíada dices –y concuerdo plenamente– que la guerra no se derrota con el abstracto pacifismo sino con la creación de otra belleza, desligada de aquella, por más alta que sea, como en la Ilíada. No veo, sin embargo, en los consumidores de Matrix a estos constructores de paz.

Alessandro Baricco: Aparentemente es así. Pero cada tanto me pregunto, por ejemplo, si una de las razones por las cuales, después de las Torres Gemelas, no nos hemos precipitado en una verdadera guerra de religión en amplia escala, no es justamente la barbarie difusa de las masas occidentales y cristianas: la nueva sospecha que les inspira todo lo que se da en forma mítica les impide adherirse en modo visceral a los posibles eslóganes guerreros que en el pasado, y por siglos, han abierto una brecha muy grande entre la gente.

Claudio Magris: Los bárbaros de los que hablamos son occidentales, aunque comprenden elementos de otras culturas. Hoy la así llamada globalización mezcla en escala planetaria otras culturas, tradiciones, niveles sociales, casi épocas diversas, e introduce también valores de profundidad y de esfuerzo, absolutos, fundamentalismos. Una nueva muchedumbre de excluidos se asoma al mercado de la civilización: respecto de ellos, nuestros bárbaros pronto parecerán aristocráticos de otro ancien régime. Por cierto, pasará tiempo antes de que los clandestinos de cualquier lengua y cultura levanten verdaderamente la voz, pero...

Alessandro Baricco: Es cierto. Cuando hablamos de humanismo o de romanticismo, hablamos de mutaciones relacionadas con un mundo pequeñísimo (Europa, y ni siquiera toda), mientras que hoy cualquier mutación se debe confrontar con todo el mundo, porque está obligada a dialogar con todo el mundo. Será una aventura fascinante.

Claudio Magris: Hay otra mutación en acto, no sólo cultural sino antropológica, genética, biológica, que podrá generar una humanidad radicalmente distinta de la nuestra, dueña de su corporeidad, capaz de orientar a su gusto el propio patrimonio genético y de conectar las neuronas propias a circuitos electrónicos artificiales, portadora de una sensualidad que no tiene nada que ver con la que, más o menos, es todavía la nuestra. Por cierto, pasará mucho tiempo de todos modos antes de que algo así pueda ocurrir. Pero no tendrá sentido preguntarse si este hombre o su clon será verdaderamente “otro” respecto de nosotros, si será horizontal o profundo, así como no tendría sentido preguntárselo respecto de nuestros antepasados simiescos o quizá roedores.

Alessandro Baricco: ¿Lo crees? No sé. A mí me parece una frontera bastante más cercana, un destino que pertenece al hombre como lo conocemos hoy, a ese animal. Porque creo que una de las adquisiciones fundamentales del hombre moderno ha sido la de imaginar y generar una continuidad en su camino, una continuidad casi indestructible. No importa cuánto tiempo será necesario, pero cuando conectemos nuestras neuronas con circuitos electrónicos artificiales habrá todavía, junto a nosotros, una mesa de luz y sobre ella un libro: quizá sea de titanio, pero será un libro. Y lo que hacemos cada día, hoy, quizá sin siquiera saberlo, es elegir qué libro será: ¿puedes imaginarte una tarea más alta y divertida? ~
Traducción del italiano de Hugo Beccacece / © La Nación
© Corriere della Sera

22.2.09

Orwell vive



Por: Alejandro Gaviria

EN 1949, HACE 60 AÑOS, FUE PUBLIcada 1984, la última novela de George Orwell. El aniversario ha pasado hasta ahora desapercibido.
Pero constituye una excusa oportuna para reiterar la vigencia de las advertencias del novelista inglés. Sesenta años después de su publicación, 1984 no ha perdido vigencia. Por el contrario, sus predicciones se han convertido, para bien o para mal, en profecías.

Algunas de las profecías ya se han hecho realidad. El “gran hermano” está por todas partes, ha multiplicado su alcance gracias a las tecnologías de información. En los últimos años, millones de cámaras han sido instaladas en las principales ciudades del mundo. Los agentes de policía pasan buena parte del tiempo detrás de una pantalla, atentos a cualquier movimiento extraño. El año pasado, dos estudiantes estadounidenses diseñaron un mecanismo de comunicación que le permite a cualquier persona transmitir en tiempo real a una central informática las imágenes o los videos grabados en su teléfono celular. Si alguien observa un suceso sospechoso puede transmitir las imágenes y las coordenadas exactas del acontecimiento. En poco tiempo, el “gran hermano” tendrá millones de ojos a su disposición y el control social alcanzará una dimensión insospechada.

Pero 1984 no es una novela de ciencia ficción. Es ante todo una novela política. Y en particular, una novela sobre el poder de la mentira y las mentiras del poder. En 1984, el Ministerio de la Verdad dice mentiras, el Ministerio de la Paz hace la guerra y el Ministerio del Amor practica la tortura. La situación parece perversa. Pero no es irreal. Incluso en las democracias avanzadas, los gobiernos emplean decenas de profesionales de la mentira con el propósito de distorsionar la realidad, de encubrir o exagerar según convenga. Previsiblemente los profesionales de la mentira son llamados asesores de imagen o expertos en comunicación. Los eufemismos, a la mejor manera orwelliana, sirven incluso para enaltecer a quienes los inventan por encargo.

En 1984, el poder tiene la capacidad de inventar una realidad conveniente. La verdad es promulgada por el partido: si el partido dice “2+2=5”, esa es la verdad. El totalitarismo, ya lo sabemos, comienza con la propaganda, con la manipulación de las emociones. Pero incluso en los regímenes democráticos, el poder depende de las mentiras. La televisión, por ejemplo, es muchas veces usada como medio de adoctrinamiento masivo, de fabricación de la verdad. “Si no controlamos la televisión no controlamos nada”, le dijo un militar aliado a Vladimiro Montesinos en un momento de lucidez orwelliana.

Tal vez sea equivocado juzgar un novelista por la pertinencia de sus profecías. Pero con Orwell el ejercicio es inevitable. En 1984, Orwell quiso, ante todo, plantear un escenario probable, implausible en algunos detalles pero no descabellado. Si el poder político adquiere la capacidad de vigilar la vida de las personas y de controlar la realidad, las consecuencias, quien lo duda, serían catastróficas. “El problema —escribió Orwell— es la aceptación del totalitarismo por los intelectuales de todos los colores. Lo moraleja de esta pesadilla peligrosa es simple: no permitan que ocurra, depende de ustedes”.



agaviria.blogspot.com

21.2.09

Queremos tanto a Julio


Por: Julio César Londoño

HASTA UN LECTOR DE PERIÓDICOS es capaz de adivinar que el título alude a Julio Cortázar.
Pero no se preocupen, no los voy a abrumar, no soy fan suyo ni experto en el tema, nunca llegué al cielo de Rayuela porque practico una religión que me veda la lectura de novelas: soy de la secta de los cuentistas de los últimos días, y la sola visión de una novela me enroncha.

Sobre la importancia de este argentino afrancesado, o de este francés agauchado, no hay ninguna duda. La prueba está en que grandes figurones de las letras recuerdan con exactitud dónde y cómo lo vieron por primera vez: Gabo, por ejemplo, cuenta que fue en el café Old Navy del bulevar Saint Germain. “Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”.

Borges aseguraba que él fue el primero en publicarlo; que fue en Prisma, “una revista literaria más o menos secreta”, donde Cortázar vio su nombre en letras de molde por primera vez, en la firma del cuento La casa tomada. “Me honra haber sido su instrumento”, confesó Borges con una modestia inédita, y agregó: “El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto consta de un número determinado de palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo verificamos que algo precioso se ha perdido”.

Claro que Cortázar no pertenece a la Santísima Trinidad de la literatura latinoamericana, al exclusivo club de sus genios (Rulfo, Gabo y Borges) pero sí está por encima de los meramente aplicados (Vargas Llosa, Cabrera Infante, Fuentes, Sábato, Donoso…)

En Paisaje con figuras, uno de los libros más deliciosos de la historia de la crítica, Antonio Caballero afirma que “Cortázar escribía el idioma castellano con el oído experto del traductor profesional, atento a los murmullos de otras lenguas y a la respiración de otras tradiciones literarias: ese oído, esa amplia oreja picuda que se movía como las de los caballos, atenta al menor soplo sonoro”.

Lo de traductor se refiere al hecho de que Cortázar se aburría en francés con los fárragos de la ONU, pero se desquitaba jugando en español. Y experimentaba bastante. Quizá demasiado. Puede ser por esto que su nombre se está desdibujando y ya no es tan leído como hace 20 años. En su obra hay mucho humor, y la historia de la literatura aprecia más la tragedia; hay muchos experimentos tremendistas, y la historia los prefiere clásicos: el culteranismo de Góngora es ahora una pieza de museo. La poesía de León de Greiff, notable, sin duda, es menos apreciada que la de Silva, Barba Jacob o Aurelio Arturo. ¿A quién le importa hoy que en El otoño del patriarca se haya atentado por enésima vez contra los signos de puntuación? Al revolucionario Joyce se lo respeta, sí, pero ¿quién lo lee? “Cortázar cedió a la facilidad de sus propios dones, a la coquetería, al abuso de manierismos ya cortazarianos”, dice Caballero.

Entonces, ¿por qué queremos tanto a Julio? Por muchas razones: porque desencorsetó el español, porque descubrió filones modernos (La autopista del sur) y nos dejó mecanismos de relojería tan preciosos como Continuidad de los parques, divertimentos tan felices como los de Historias de cronopios y de famas, cuentos tan conmovedores como Cartas de mamá, traducciones tan tersas como Memorias de Adriano, estudios tan reveladores como el que hizo sobre Poe, y panfletos tan sutiles como Canción de Solentiname. ¡Merci, che!

Los premios ya no son garantía de calidad



Escrito por Cañasanta

Hubo una época en que los premios otorgados por grandes editoriales eran señales inequívocas de la calidad literaria y llegaron incluso a tener carácter consagratorio. Es el caso, por ejemplo, de los famosos premios Biblioteca Breve entregados por Seix Barral.

La editorial, una de las más importantes en lengua española en las décadas de los sesenta y ochenta, se dio el lujo de premiar, entre 1962 y 1967, a algunas de las mejores novelas escritas en ese tiempo, como ‘La ciudad y los perros’, del joven Mario Vargas Llosa; ‘Los albañiles’, de Vicente Leñero; ‘Tres tristes tigres’, de Guillermo Cabrera Infante; ‘Últimas tardes con Teresa’, de Juan Marsé; ‘Cambio de piel’, de Carlos Fuentes...

La relación entre el éxito comercial y la calidad literaria de un texto, sin embargo, siempre ha sido riesgosa, polémica e incluso contradictoria. Desde antiguo, las editoriales han tenido que capear los cuestionamientos que veían en sus premios meras estrategias comerciales. Es interesante comprobar que, luego del ‘boom’, los premios empezaron a considerar con mucha diligencia las obras que salían de este lado del mar.

Para el poeta y catedrático Iván Oñate, entre las décadas de los sesenta y ochenta, “hubo una coincidencia entre el éxito comercial y la calidad, pero luego las editoriales necesitaban alimentar el interés del nuevo mercado con nuevas obras. Así se creó un ‘boom junior’ y otras estrategias”. Estrategias que han llegado, para el poeta, hasta el punto de que en la actualidad “un premio no es garantía de calidad literaria. Aunque, sin duda, es preferible que existan premios a que no haya nada”.

De similar opinión es Édgar Freire Rubio, consumado librero, para quien muy rara vez, en la situación actual, un éxito comercial soporta el paso del tiempo. Él considera en su análisis a la globalización, “puesto que con ella se banalizaron muchos bienes culturales. Hoy hay que hacer una diferencia entre el texto literario y el mero producto literario. Hoy, no es secreto para nadie, muchos premios están arreglados a través del ‘palanqueo’.

Estos premios, incluso, van de acuerdo a las modas sociales y literarias”.

Oswaldo Obregón, director de editorial Planeta Ecuador, cree que la cuestión se parece a un partido de fútbol.

“Uno dice ‘pero este ha debido ganar’, pero no ganó. En el ‘boom’ las editoriales premiaron grandes obras, pues participaban grandes obras. Si ahora se juzga que las obras no tienen la misma calidad eso no es culpa del premio, los jurados premian la mejor obra entre las que llegan”.



http://www.canasanta.com/opinion/

20.2.09

¿El nuevo Gran Hermano?


Latitude, la nueva herramienta de Google, el portal más grande de Internet, ha desatado una gran polémica. Su finalidad, rastrear por la red los movimientos de amigos y familiares en tiempo real, ha sido catalogada como la versión digital del "Gran Hermano", eterno vigilante de la novela 1984, de George Orwell.

Los temores de la violación de la privacidad se dispararon de inmediato. Sin embargo, muchos renuncian de manera voluntaria a este derecho cuando de seguirles la ruta a otros se trata. Ocurrió con el celular, después con Facebook y Twitter: con el primero hay una localización inmediata; con el segundo, interacción social al instante, y el lema del tercero, bastante elocuente, es: "¿qué estás haciendo en este momento?". En consecuencia, los defensores de Latitude arguyen que el usuario decide cuándo activarlo y a quién dejar conocer su paradero.

A pesar de que la herramienta es completamente voluntaria, no deben subestimarse los posibles usos indebidos ni los efectos que puede ocasionar en la cotidianidad. Primero con el celular, luego con los mensajes instantáneos, y ahora con las redes sociales, cada vez es más difícil 'desaparecer' a voluntad. Los espacios privados se reducen y las aplicaciones de la red y los aparatos electrónicos invaden hasta los más íntimos rincones de la vida en forma permanente. Con Latitude, la disponibilidad virtual se transforma ahora en la información del paradero del usuario en el mundo físico.

El primer campanazo de alerta ante la nueva herramienta ocurrió en San Francisco hace unas semanas: gracias a la plataforma de mapas de Google, se localizaron físicamente, con dirección y nombre, a quienes apoyaron la Enmienda 8 para evitar los matrimonios gays en E.U. En consecuencia, varios recibieron amenazas de muerte en la puerta de sus casas. Esto no implica que Latitude sea una amenaza per se, pero su alcance debe prever la resistencia de los usuarios a una invasión de la privacidad.

El reversazo de Facebook esta semana, en materia de uso y distribución del material de sus usuarios, revela que la voz de los cibernautas cobra cada vez mayor importancia. Hasta ahora, redes sociales, de música y de video eran una vía ilimitada para el lucro de grandes compañías. Pero el éxito de la protesta mundial para que Facebook dejara de utilizar con fines comerciales fotos, videos, textos y música de los usuarios es una luz de esperanza para quienes creían que la globalización de las comunicaciones venía con el peligroso fin de la privacidad y de los derechos de autor.


editorial@eltiempo.com.co

19.2.09

Déjame sueltas las manos...



Pablo Neruda
Déjame sueltas las manos...
DÉJAME sueltas las manos
y el corazón, déjame libre!
Deja que mis dedos corran
por los caminos de tu cuerpo.
La pasión —sangre, fuego, besos—
me incendia a llamaradas trémulas.
Ay, tú no sabes lo que es esto!

Es la tempestad de mis sentidos
doblegando la selva sensible de mis nervios.
Es la carne que grita con sus ardientes lenguas!
Es el incendio!
Y estás aquí, mujer, como un madero intacto
ahora que vuela toda mi vida hecha cenizas
hacia tu cuerpo lleno, como la noche, de astros!

Déjame libre las manos
y el corazón, déjame libre!
Yo sólo te deseo, yo sólo te deseo!
No es amor, es deseo que se agosta y se extingue,
es precipitación de furias,
acercamiento de lo imposible,
pero estás tú,
estás para dármelo todo,
y a darme lo que tienes a la tierra viniste—
como yo para contenerte,
y desearte,
y recibirte!

¿Qué es el amor?



Desmayarse, atreverse, estar furioso,
aspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien, centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño,


creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño,
esto es amor; quien lo probo, lo sabe.



15.2.09

El jugador



Por: Juan Gabriel Vásquez

ESTÁ BIEN: HABLEMOS DE JULIO Cortázar. Todo el mundo lo está haciendo por estos días. Uno va por ahí, desprevenido, y de cualquier esquina sale alguien hablando de Cortázar, llamándolo “el gran cronopio”, contando cuántas veces ha leído Rayuela según el tablero de dirección, recitando el capítulo del beso, hablando un poco en glíglico, diciendo “Queremos tanto a Julio” y haciéndole un guiño al de al lado, convencido de haber encontrado una referencia a la obra que a nadie se le había ocurrido antes.
Pero nada de eso le importa a Cortázar, cuyos buenos libros son tan buenos que sobreviven incluso a esos fetichismos. Esta semana Cortázar cumplió 25 años de muerto, y a mí, por lo menos, no se me ocurre otro muerto en la literatura latinoamericana que siga tan vivo entre sus lectores.

Hablando de Cervantes y Quevedo, Borges dijo una vez (cito de memoria y mal, sin duda) que a Quevedo se le admira de lejos, pero que de Cervantes podemos ser amigos. Pues esta semana el escritor peruano Fernando Iwasaki me dijo algo asombrosamente similar sobre Borges y Cortázar. No lo cito porque no recuerdo sus palabras, pero es verdad: uno es el padre de la literatura latinoamericana moderna, y el otro es siempre nuestro contemporáneo, un tipo con el cual intercambiamos libros. Cuando uno piensa en Borges piensa en un hombre viejo y ciego y apoyado en un bastón, una suerte de sabio de la montaña, nuestro propio Tiresias; cuando uno piensa en Cortázar, en cambio, piensa siempre en un hombre joven que juega con gatos y toca la trompeta y hace dibujos simpáticos en sus cartas, aunque ese hombre tenga setenta años y esté a punto de morir. La gente que lo conoció hablaba de su eterna juventud, de su pacto con el diablo, y eso, de alguna manera, está en sus libros.

A Cortázar lo sorprendía que Rayuela, la historia de un intelectual cincuentón escrita por un intelectual cincuentón, hubiera debido su éxito a los jóvenes. “Yo pensé que estaba escribiendo un libro para la gente de mi edad”, dijo. “Cuando apareció el libro la gente de mi edad no lo entendió”. A nosotros, en cambio, nos sorprende menos. Tal vez porque las fotos de Cortázar en 1963, año de publicación de Rayuela, son las fotos de un jovencito, casi un adolescente. Y tal vez porque, a diferencia de lo que pasó en 1963, ya no hay nadie que no entienda que Rayuela es una gigantesca mamadera de gallo. Y tal vez porque ahora es evidente el lugar que ocupa Rayuela en la obra de Cortázar, que es toda un solo juego: un juego serio, sí, pero es que así es como juegan los niños.

Así sucede en los libros anteriores (Historias de cronopios y de famas), y así también en los posteriores (Último round, Los autonautas de la cosmopista e incluso Un tal Lucas). Todos juegos, juegos elaborados y nada banales, pero juegos al fin y al cabo. Incluso en sus primeros cuentos fantásticos, que son su literatura más “literaria” o más “perfecta”, Cortázar apelaba a una cierta nostalgia: nostalgia de un mundo como el mundo infantil, donde existe el otro lado de las cosas, donde no todo es explicable por medio del positivismo racionalista. Y a veces se me ocurre que el pacto con el diablo fue ese: la capacidad de escribir una obra de una seriedad incuestionable que fuera, al mismo tiempo, una invitación a abrir la puerta para ir a jugar.





7.2.09

El adiós a un hombre poco comprendido


Palabras Combativas

Por: Christopher Hitchens

LA MAYORÍA DE LAS CELEBRACIOnes y elegías para el gran John Updike fue profundamente blanda. Fue elogiado como un bardo y cronista del gran estadounidense medio (clase media, mentalidad media, y así sucesivamente). El escritor de uno de sus obituarios lo captó casi de manera correcta, cuando dijo que, para algunos, Updike parecía un dechado de la burguesía mientras que para otros resultaba un incómodo guía de la liberación sexual y de la subversión.
Tal vez mucho depende de cómo uno llega por primera vez a un autor.

En mi colegio inglés para pupilos, durante la década del sesenta, una copia de uno de los primeros trabajos sobre Rabbit (Rabbit, Run) pasó de mano en mano en el dormitorio como un texto ilícito. Hasta el día de hoy, no me he animado a ir y escudriñar el texto, pero en un momento “ella” aparentemente estaba actuando como si deseara darse vuelta como un guante, mientras que “él” podía sentir algo como el interior de un “velvet slipper” (una pantufla de terciopelo). Oh, querido Jesús, ¿Qué era todo esto? Yo ardía y deseaba enterarme con fervor, y del mismo modo que lo habría deseado Alexander Portnoy. Me quedé asombrado más tarde al descubrir que tanto Updike como Philip Roth estaban considerados en Estados Unidos como serios autores de ficción.

Otro aparente obstáculo para una apreciación completa de Updike fue su abierta postura wasp (siglas para white, anglosaxon, protestant: blanco, anglosajón, protestante). Eso nunca fue más torpemente mostrado que en su poco analizado ensayo On not being a dove. Allí, Updike decía: “Yo iba a reuniones y contribuía con la Naacp (Asociación para el Progreso de la Gente de Color) e incluso le presté dinero a un hombre negro que conocíamos levemente, y que nunca lo devolvió. Continuamente apoyé a toda persona que intentaba avanzar en su posición, siempre que el gasto no fuese excesivo”.

Esta no era la manera en que la mayoría de las personas eligió recordar aquella década. Y además de eso, Updike fue casi el único entre los literatos norteamericanos que apoyó al gobierno de Lyndon B. Johnson en Vietnam. El ensayo debe releerse en la actualidad porque, inclusive si no contiene ninguna razonada defensa de la propia guerra, insiste de un modo suave pero valiente en que Estados Unidos es superior a sus enemigos, tanto extranjeros como nacionales, y puede por consiguiente estar acertado incluso cuando está equivocado. Cuando le preguntaron cómo podía un “escritor” tomar partido sobre la guerra, Updike al comienzo quiso decir que la opinión de los escritores no tenía más valor que cualquier otra, pero concluyó diciendo que “en mi propio caso, al menos, siento que mi necesidad profesional por la libertad de palabra y de expresión me predispone hacia un gobierno cuya Constitución las garantiza”. Por lo tanto, no conviene reclutar escritores, o no es recomendable involucrarse con escritores que pueden usar palabras tan mesuradas y comedidas con semejante efecto.

En la única ocasión que tuve una entrevista y una conversación con Updike, yo estaba interesado en la cuestión de la “raza”. Updike recién había publicado Brazil, su primera travesía fuera de los límites de los Estados Unidos desde The Coup en 1978. Ambas novelas se ocupan del exotismo y del cruce de razas. Cuando leí la primera, me pareció que contenía una alusión al resurgimiento del aborrecimiento islámico por Estados Unidos. (Basta leer las espantosas diatribas del personaje de Updike, Hakim Ellellou, el teocrático dictador militar de la tierra de Kush, que parecen alzar la cortina de futuras diatribas).

Bueno, dijo Updike, con su habitual y por cierto infalible amabilidad: sus opiniones en todo ese tipo de temas habían experimentado un poco de actualización desde 1978, y por cierto desde 1968. Para empezar, él no era realmente un wasp —no puede existir un nombre más esencialmente holandés que Updike— pero agregó con típica timidez que dos de sus hijas se habían casado con africanos y que ahora él tenía ciertos nietos genuinamente “afroamericanos”. Parecía altamente complacido por este pensamiento, y advertí que la primera edición de sus memorias, Self-consciousness, que contenían aquel ensayo original contra los “sixties”, está dedicada a “mis nietos John Abloff Cobblah y Michael Kwame Ntiri Cobblah”. Estos nombres, que en mi opinión son ashanti-ghaneses, me hacen pensar si el presidente Barack Obama desaprovechó una oportunidad, y todos nosotros perdimos una experiencia, al no invitar a todo el clan Updike para que estuviera presente mientras que uno de los mejores escritores del país todavía podía darnos una “invocación”.

Tal vez Updike estaba demasiado enfermo para ese momento. Y pareció que algo había andado mal con su confianza hacia el final de su vida. Su novela del 2006, Terrorist, fue un fracaso de coraje como también un fracaso de estilo, al hacer un absoluto picadillo del perfil del homicida-suicida de Nueva Jersey supuestamente “criado en casa”. Y su importante trabajo en el “Talk of the Town” del New Yorker sobre el 11 de septiembre de 2001, pareció sugerir que este asalto a nuestra sociedad civil no fue un evento tal como para que valiera realmente la pena pelear por él. Qué endeble de parte suyo. Tras mantener por tanto tiempo que Vietnam fue una guerra justa, se mostró tan vacilante y tan neutral cuando apareció una verdadera crisis. Y aún así tal vez no era tan endeble para un hombre de una delicadeza irónica y reservada que prefería muy levemente estar equivocado en nombre de las objeciones correctas que estar correcto en nombre de las equivocadas.





* Periodista, comentarista político y crítico literario, muy conocido por sus puntos de vista disidentes, su ironía y su agudeza intelectual.(Traducción de Mario Szichman)c.2009 WPNI Slate

FESTIVALEROS


Por Antonio Caballero

Este es el Año de la Astronomía. ¿Cómo puede Colombia contribuir al magno evento científico? ¡Ya está! ¡Con un festival! O varios. Un festival de astrónomos aficionados en Villa de Leyva, y un festival New Age de la Luna en Chía, y una carrera de observación por el desierto de la Tatacoa. Charlas. Conversatorios. Eso además, nos dicen, trae turismo.

Y eso no es todo. Hay además un Festival de las Artes en Barranquilla: lo inaugura la veterana estrella del porno soft Sylvia Kristel. También hubo una obertura erótica (prohibida por la Iglesia local) en la Feria de Manizales, además de toros y pasodobles. Y en Cartagena, un festival de música clásica con los instrumentistas de cámara de Londres y de Viena tocados con sombrero vueltiao. Ah, y el Hay Festival, claro, con una Infanta de España y un conversatorio de integración pluricultural transoceánica entre los cantautores Juanes y Miguel Bosé, y otro, en serbocroata con traducción simultánea, entre una poeta guatemalteca y un novelista del Industán. Y parrandas vallenatas en las casonas coloniales de nuestra Disneylandia tropical, hasta el amanecer.

Y eso no es todo. En Bogotá se presentan el pianista pop Elton John y Vicente Fernández, "el Sinatra de la ranchera". Y el Festival de Teatro ofrece un espectáculo de puñaladas traperas con tantos muertos en el escenario como en una tragedia de Shakespeare. Colombia es pasión. Y una cata de vinos. Y unos mimos. Y unos payasos. Y un festival de strip tease.

Los festivales son estupendos, no lo pongo en duda. De astronomía o de gastronomía (y también los hay de juegos de palabras), de literatura o de música o de cine o de teatro, o, ambiciosamente, "de las artes". En algunos he participado, como invitado a una charla o como simple asistente, y me parecen, lo repito, muy bien. Lo repito para que no se me niegue el derecho a criticarlos alegando que respiro por la herida del resentimiento por no haber sido invitado a tomar parte en el jolgorio. Los festivales son estupendos. Pero no sustituyen aquello que festejan: las ciencias astronómicas, las artes plásticas, musicales o escénicas. Son apenas un ersatz de ellas: un sustituto barato y de mala calidad. Una charla no es una conferencia, y una conferencia no es un libro. Los festivales no reemplazan la cultura, como parece que estamos creyendo aquí. Son sólo un placebo de cultura, que distrae al paciente pero no tiene el menor efecto sobre su organismo.

Hablo de efectos culturales, no de otra índole. No es que crea en las propiedades curativas de la cultura, percibida por tantos en Colombia como una especie de sanalotodo bálsamo de Fierabrás. Leí el otro día, a propósito de la transmisión por televisión de óperas del Metropolitan de Nueva York en cines bogotanos, que eso "era un bálsamo". No lo es.

Me dirán que no critique lo poco que hay. Pero no lo critico porque lo haya, y ni siquiera porque sea poco: sino porque siendo tan poco nos lo quieren hacer tragar como si fuera mucho. Los festivales no son cultura: son mero entretenimiento. Somos los herederos del espíritu filisteo del Pacificador Pablo Morillo, el que hizo fusilar al sabio Caldas con el argumento de que España no necesitaba sabios. Pero fusilamientos sí: reality shows. Esa de Morillo era ya la España de la decadencia, que había dejado de crear, y que no tenía otra manifestación cultural (fuera de los fusilamientos) que las corridas de toros. Ante cualquier incidente (la pérdida del imperio, digamos), la respuesta era siempre la misma: ¡Gran Corrida Patriótica! Pero corrida, no festival. También en los toros, a los que soy aficionado, se establece claramente la diferencia cualitativa: los toros son cosa seria, los festivales son entretenimiento.

Y no es que no haya cosas serias en Colombia, culturalmente hablando. Revistas, publicaciones editoriales, salones de artes plásticas, bibliotecas, encabezadas por la Nacional y la Luis Ángel Arango. Museos. Ah, ese infortunado Museo Nacional que el Alcalde Bogotá no quiso dejar ampliar interponiendo en el camino su vasto cuerpo de mula muerta, adornada de cintas y muñequeras con cascabeles como una mula de... sí: de festival.

La vida triste de Richard Yates



Por: Juan Gabriel Vásquez

HACE UNOS DÍAS ESTUVE VIENDO Revolutionary Road, la última película de Sam Mendes.
Si usted no sabe de qué le hablo, no se preocupe: la culpa es de esa extendida costumbre de traducir los títulos de las películas apelando al lugar común, a la cursilería ramplona o a la simplificación para tontos. Ni siquiera en España, donde la costumbre también existe, se atrevieron a tanto: Revolutionary Road se llama en los teatros españoles Vía revolucionaria, una traducción literal que no toma por imbéciles a los espectadores ni cree que las abstracciones bobas siempre vendan más que los títulos originales. En Colombia se llama Sólo un sueño. Pues bueno: fui a ver Sólo un sueño. Y es una película extraordinaria.

Pero hoy no quería hablar de la película, sino de lo que hay detrás: una novela y un autor. Revolutionary Road es una de las novelas más tristes de la historia de las novelas tristes y la primera en tomarle el pulso a la posguerra norteamericana para luego decir que el país no estaba tan saludable como nos lo querían hacer creer. La década de los cincuenta en Estados Unidos es un mundo donde dos emociones conviven: el optimismo y el miedo. Optimismo por la guerra que acaban de ganar; miedo al enemigo número uno, el comunismo. Los años cincuenta son los de la felicidad suburbana llena de neveras nuevas, y también los de Joseph McCarthy y las cazas de brujas. Y el primero en hacer el escrutinio de ese mundo, en averiguar qué pasaba con el alma humana cuando se le sometía a las presiones del American Dream, fue el autor de Revolutionary Road: el señor Richard Yates.

La vida de Yates es tan triste como sus libros. Fue un alcohólico toda su vida, igual que los dos escritores que más admiraba en el mundo: Hemingway y Fitzgerald. Lo que profesaba por Fitzgerald era, más que admiración, una suerte de idolatría. Como Fitzgerald, tuvo un breve paso por la guerra (la primera en un caso, la segunda en el otro); como Fitzgerald, vivió años determinantes en París; como Fitzgerald, en fin, Yates fue autor de una gran novela, y todas las demás fueron desilusiones. Revolutionary Road es a los años cincuenta lo que El gran Gatsby es a la Era del jazz, y no podemos pensar que Yates no hubiera estado consciente de ello cuando la escribía. Un personaje de Saying Goodbye to Sally, uno de sus grandes cuentos, se compara todo el tiempo con su ídolo: “Pensó que eso es lo que hubiera hecho F. Scott Fitzgerald en un momento semejante”.

Pero no sólo era alcohólico, sino también fumador, y fue el cigarrillo (un enfisema) lo que acabó matándolo en 1992. En alguna parte cuenta Richard Price que al final de su vida, necesitado de dinero, Yates aceptó una invitación a leer en una biblioteca de Nueva York. Vivía en Alabama en ese momento: llegó a Nueva York y esa misma noche tuvo que ser hospitalizado. Cuando los médicos le obligaron a cancelar la lectura, Yates pidió una grabadora y un ejemplar de Revolutionary Road. Eso fue lo que escucharon los asistentes a la biblioteca: la voz destrozada de un enfermo de enfisema que leía, desde dos parlantes, el primer capítulo de la novela. Moriría seis meses después, y diecisiete años antes de que una película con Kate Winslet lo pusiera de moda. A él, que en su momento fracasó como guionista de Hollywood, le hubiera parecido irónico.

1.2.09

“Soy un contador de historias, todo lo demás da igual”


Por: Eduardo Lago* /

La persecución por ‘Los versos satánicos’ ha deformado totalmente la imagen de este gran escritor. Descubrámoslo ahora que su última novela, ‘La encantadora de Florencia’, llegó a Colombia con el sello de la Editorial Mondadori.

Madrugada de invierno de un año sin precisar, unos minutos antes del amanecer. Un jumbo de Air India secuestrado por un grupo terrorista islámico estalla en pleno vuelo sobre el Canal de la Mancha. Mientras caen en picado sobre una playa de la costa inglesa, dos pasajeros que han sobrevivido milagrosamente al atentado comentan despreocupadamente la insólita situación en que se encuentran...

Así arranca Los versos satánicos, una de las novelas más polémicas de todos los tiempos. El nombre de su autor, Salman Rushdie, adquirió una notoriedad sin precedentes entre millones de personas de Oriente y Occidente que jamás llegarían a abrir el libro. ¿La razón? Que en ciertos pasajes figuran alusiones a una religión que se asemeja al Islam, cuyo libro sagrado retoca por su cuenta un escriba imaginario que responde al nombre de Salman.

Lo que sucedió tras la publicación de la novela es de sobra conocido: algunos líderes religiosos musulmanes interpretaron literalmente la estratagema novelística de Rushdie, juzgando que su obra constituía una blasfemia contra el Islam.

El Gobierno iraní presidido por el ayatolá Jomeini promulgó una fetua (condena de muerte) contra el autor, ofreciendo una cuantiosa recompensa a quien ejecutara la sentencia. El libro fue prohibido en numerosos países y quemado en diversos actos de repudio público, desencadenándose violentos disturbios y manifestaciones que costaron la vida a varias personas en tres continentes.

Tanta humareda nos puede hacer olvidar un dato esencial: Salman Rushdie es uno de los narradores con mayor talento de nuestra época. En opinión de Christopher Hitchens, al controvertido autor de Dios no es bueno, de no haber sido por la fetua, hace tiempo que le habrían concedido el Premio Nobel de Literatura.

Ingenioso, inventivo y versátil; caracterizado por un rigor y solidez poco comunes; capaz de saltar entre la realidad y la fantasía con asombrosa agilidad, así como de hibridar tradiciones y géneros aparentemente irreconciliables, el corpus novelístico de Salman Rushdie —cuya última novela, La encantadora de Florencia (Mondadori), se publica a finales de febrero en España y ya está en las librerías colombianas— sorprende por la brillantez de su lenguaje, por la audacia de sus planteamientos narrativos y por su destreza técnica. En persona, Salman Rushdie desborda vitalidad. Dotado de un talento inusual para la narración oral, su conversación es tan versátil, amena, ágil, torrencial e imaginativa, como el sinfín de historias que se cruzan en las páginas de sus libros.

Eduardo Lago: En 1981 publica Hijos de la medianoche, considerada su obra más importante.

Salman Rushdie: Lo empecé a escribir sin saber muy bien dónde iba a parar. Cuando pienso en el lío en que se metió el joven que era yo, entonces me asusto. Hay que ser muy joven y muy estúpido para atreverse a escribir un libro tan arriesgado, sobre todo teniendo en cuenta que mi primera novela no había ido lo que se dice precisamente bien. Al principio sólo quería escribir una novela sobre la infancia. Luego se me ocurrió la idea de los 1.001 niños dotados de poderes mágicos y tuve que aceptar las consecuencias de tal decisión. Los poderes mágicos de los niños se derivan del hecho de que su nacimiento coincide con el de India como nación independiente.

E.L.: ¿Fue difícil escribir Vergüenza tras aquel éxito?

S.R.: El destino de ese libro fue de lo más curioso. Pasó inadvertido, aplastado entre el éxito de Hijos de la medianoche y el escándalo que se desató en torno a la publicación de Los versos satánicos. Han tenido que pasar muchos años para que la gente se fijara en él. Hoy día, de todos mis libros, seguramente es el que más atención

recibe en cursos universitarios, debido a la actualidad de los temas que aborda: el poder militar, el fanatismo religioso, el choque de civilizaciones. En cierto modo fue un libro premonitorio, ya que esos temas son hoy mucho más urgentes y relevantes que cuando lo escribí.

E.L.: ¿Qué le llevó a escribir Los versos satánicos?

S.R.: Es una novela sobre gente que emigra a Occidente desde el sureste asiático: India, Pakistán y Bangladesh. Ese es un aspecto importante: el tema de la inmigración y sus consecuencias. Por otra, están las múltiples historias que se entrecruzan en el libro, vertebradas por la figura del Arcángel Gabriel. Veo el libro como una serie de instantáneas que permiten seguir la carrera del Arcángel Gabriel (risas), una especie de biografía que no respeta el orden cronológico. Me pareció una idea divertida. Aún no había descubierto que tener ideas divertidas puede costarte caro: corres el riesgo de que se te acuse de blasfemo. Los ataques contra el libro fueron tan virulentos que nadie se percató de sus aspectos humorísticos. Los versos satánicos es esencialmente una novela cómica. Todos los procedimientos que utilizo son cómicos, aunque el efecto acumulativo final no lo sea. Es algo que aprendí de Kafka. El castillo es una sucesión de escenas cómicas, aunque el efecto de conjunto no sea cómico. Mi mayor frustración fue ver que nadie pensaba en Los versos satánicos como libro. La gente veía en él un alegato, un eslogan, un panfleto. El Salman Rushdie del que hablaba la gente no tenía nada que ver con mi persona. Ahora que han pasado 20 años desde que se publicó, es un alivio ver que por fin se habla del libro que escribí, no de una entelequia. Siento que he recuperado la novela.

E.L.: ¿Lo sorprendió la reacción que desató la publicación?

S.R.: Totalmente. Es decir... todos mis libros habían sido mal vistos por quienes sustentan opiniones religiosas ortodoxas islámicas. Hijos de la medianoche no les gustó, Vergüenza no les gustó, así que cuando publiqué Los versos satánicos di por hecho que tampoco les gustaría. Lo que no me esperaba era una reacción tan virulenta. De no haber intervenido Jomeini, decretando mi condena a muerte, el libro hubiera tenido una trayectoria normal.

E.L.: ¿Le resultó muy difícil mantenerse fiel a sus principios como escritor y tratar de seguir adelante después de la fetua?

S.R.: Mucho, sobre todo al principio. Hubo un momento, unos meses después del ataque, en que creí que no sería capaz de seguir adelante. Estaba molesto, herido, a punto de perder el equilibrio. Me salvó pensar que no era ni mucho menos el primer escritor que padecía una persecución así. La historia de la literatura está plagada de episodios trágicos, como el Gulag. Dostoievski llegó a estar frente a un pelotón de fusilamiento... Ovidio murió en el exilio, Jean Genet escribió gran parte de su obra en la cárcel. La lista es muy larga. Me dije que si ellos habían tenido la entereza de resistir frente a las dificultades, yo estaba obligado a hacer otro tanto. Quizá le parezca una afirmación grandilocuente, pero tengo un concepto muy elevado de la literatura, y si quería ser un digno representante del arte literario, tenía la obligación de no desmoronarme.

E.L.: ¿Los años de reclusión afectaron su proceso creativo?

S.R.: Lo primero que escribí fue un libro para niños, Harún y el mar de las historias. Es un libro extraño, una especie de cápsula de tiempo que flota entre el silencio y el lenguaje. La imagen embrionaria es muy poderosa: raptan a una princesa con intención de coserle la boca. La imagen procede de un relato muy breve, que había escrito hacía años y no sabía qué uso darle. Tenía algunos otros relatos y decidí construir con ellos un libro para que lo leyera mi hijo, que tenía 11 años.

E.L.: El último suspiro del moro es un proyecto muy distinto...

S.R.: Me dio miedo escribirlo, porque era el primer libro para adultos que publicaba tras Los versos satánicos, y puse mucho empeño en el esfuerzo. En él regreso a mi ciudad natal, sólo que es una Bombay que no tiene nada que ver con el de Hijos de la medianoche. El Bombay de El último suspiro del moro es una ciudad tenebrosa. Se puede ver como la continuación de Hijos de la medianoche. Es la misma ciudad, sólo que vista a través de los ojos de un adulto, no de un niño de diez años. Ese libro marca el comienzo de lo que se ha convertido en mi mayor preocupación: mostrar elementos comunes a distintas culturas. Hijos de la medianoche y Vergüenza dan cuenta de lo que ocurre en el subcontinente indio. Incluso, Harún y el mar de las historias es así. Con El último suspiro del moro intenté transmitir otro mensaje: No podemos vivir aislados, cada uno en su parcela del tiempo o del espacio. Lo que nos pasa a nosotros le ha pasado antes a otra gente. Muchas veces he pensado que el detonante de la llegada de Occidente a las Indias Meridionales, la razón que motivó la llegada de Vasco de Gama a Oriente, que es un momento crucial de la historia, no obedeció a un prurito de conquista ni a un afán de dominación. La razón por la que Oriente y Occidente acabaron por encontrarse fue la sed de dar con algo tan precioso como las especias. Cuando caí en la cuenta, me pareció fascinante. Pensé que si toda la historia de Oriente y Occidente se basa en el deseo de pimienta (risas), entonces tenía que poner pimienta en el centro del libro, de modo que toda la novela tenía que crecer a partir de un grano de pimienta, y así fue como surgió.

E.L.: Hablemos de su última novela, La encantadora de Florencia. La crítica ha dicho que supone el regreso de Rushdie a sus orígenes.

S.R.: Al principio de la conversación hablábamos de las historias que logran alcanzar el blanco de la verdad sirviéndose de medios fantásticos, historias en las que la narración pura se constituye en un objetivo por sí mismo. Eso es lo que me propuse con este libro: recrear al desnudo el placer de narrar. El libro supone un despojamiento de cuanto es superfluo para descender a la esencia pura y rutilante del arte de contar historias, sin más. Puse mucho cuidado en evitar que el libro fuera demasiado largo. El mundo que se describe en La encantadora de Florencia es de tal riqueza y complejidad que si lo hubiera escrito como si se tratara de una novela histórica convencional habría necesitado, qué sé yo, 1.200 páginas. Pero no era esa la clase de libro que quería escribir.

E.L.: Hay también una celebración de la palabra primigenia, un canto al lenguaje como tal.

S.R.: Si hay algo que he aprendido a lo largo de mis años como escritor, es a sentirme cada vez más cerca de los lectores. Intento ponerme en su lugar y comprender cómo se acercan al texto. El encanto de Florencia es una novela ambientada en una época en la que los referentes literarios son nada menos que Ariosto, Cervantes y Shakespeare. Así que me dije que podía darme permiso para imprimirle al lenguaje una riqueza de la que carece el lenguaje del siglo XXI. Me propuse escribir la clase de libro que les hubiera gustado leer a los personajes de mi novela. Si se fija, la manera de narrar la historia no es muy distinta a la forma de ficción narrativa que se cultivaba en India y la Europa de aquel tiempo. Otra cosa que quería conseguir es dotar al libro de un sentimiento de plenitud, la idea de que la vida es muchas cosas a la vez.

E.L.: ¿Se puede hablar de un adiós a la política?

S.R.: En el sentido de que me cansé de que la gente me viera como a una figura pública. Por supuesto que hay política en la novela, en parte el libro versa sobre el poder. Hay personajes como Maquiavelo y el Emperador Akbar, dos figuras históricas fascinantes, una que representa a Occidente y otra a Oriente. Hay mucho que decir acerca de los dos. Me interesaba reivindicar a Maquiavelo, que ha sido objeto de muchos malentendidos... Pero sí, hay un intento deliberado por alejarme de los temas que aparecen a diario en los periódicos. Es como si me hubieran dado la posibilidad de presentarme al mundo por primera vez y mi respuesta hubiera sido: Salman Rushdie es un contador de historias, todo lo demás da igual.

*Escritor español (1954). Doctor en Literatura de la Universidad de Nueva York, profesor de literatura en el Sarah Lawrence College desde 1993 y director del Instituto Cervantes de Nueva York desde 2006. En 2006 ganó el Premio Nadal con ‘Llámame Brooklyn’, novela que obtuvo el Premio de la Crítica de narrativa castellana y el Ciudad de Barcelona. Su segunda novela es ‘Ladrón de mapas’ (2008).

Angloindio de buena cuna y buena pluma

Escritor y ensayista británico, nacido en Bombay, India, en 1947. Hijo de una rica familia musulmana de Bombay, Salman Rushdie se educó en Cambridge, donde estudió historia. Su literatura debe mucho al realismo mágico latinoamericano (se ha declarado admirador de las obras de Gabriel García Márquez) y a la cultura europea e hindú. Con su novela Hijos de la medianoche ganó en 1981 el prestigioso premio británico Booker. En 2001 fue investido Caballero por la Reina Isabel II. Algunas de sus obras más importantes son: Grimus (1975), Vergüenza (1983), La sonrisa del jaguar (1987), Los versos satánicos (1988), El suelo bajo sus pies (1999) y Furia (2001).

Años de dificultad extrema

Amenazado de muerte, Rushdie se vio obligado a vivir en rigurosa reclusión, cambiando constantemente de domicilio, rodeado día y noche de una escolta de policías secretos. Tres personas relacionadas con la publicación de Los versos satánicos sufrieron atentados. El traductor de la novela al japonés fue asesinado.

El gobierno iraní suspendió oficialmente la condena a muerte en 1998, aunque diversos grupos radicales se negaron a acatar la decisión. Hoy Rushdie recibe ocasionalmente notas que le recuerdan la fatídica sentencia. En 2005 el ayatolá Alí Jamenei declaró que la condena seguía en vigor. En 2007, la Reina Isabel II lo nombró Caballero de la Orden del Imperio Británico, gesto que desató una nueva oleada de furia en su contra. Durante todo este tiempo, el autor angloindio ha procurado mantenerse fiel a sus principios éticos y estéticos. Entre 2004 y 2006 ejerció como presidente del PEN American Center, organización que desde su sede neoyorquina vela por la libertad de expresión y la independencia de los escritores de todo el mundo.

La opinión de Rushdie es contundente: “Sin el derecho a ofender”, observó en una ocasión, “no se puede hablar de libertad de expresión”. En otro momento apostilló: “No hay nada más fácil que impedir que un libro nos ofenda. Basta con cerrarlo”.