30.9.13

Para García Márquez, Mutis no murió, "se fue a Nueva York"

Se fue Mutis, dejándonos a Maqroll el Gaviero...


"Los amigos no mueren, sino van a un viaje muy largo", dijo el autor de Cien años de Soledad sobre la muerte del escritor Álvaro Mutis

Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez fueron grandes amigos entre libros./revista Ñ

Para Gabriel García Márquez, su amigo Álvaro Mutis no murió. Para Gabo, el escritor colombiano se fue “en un largo viaje a Nueva York”. Eso le dijo Mercedes Barcha, la mujer de Gabo, a José Gabriel Ortiz, el embajador de Colombia en México, donde Mutis vivió desde 1956. Para su marido, dijo Barcha, “los amigos no mueren, sino van a un viaje muy largo a Nueva York”. Se lo dijo, contó el embajador, en el funeral del escritor colombiano que murió el domingo a la noche en la capital mexicana, a raíz de una neumonía.
Ortiz también contó que las cenizas del autor serán esparcidas donde él mismo pidió: en el río Coello, en Colombia, al lado de la quinta donde su familia pasaba los veranos, en los recesos del colegio belga donde pasó su infancia.
En estos días, muchas figuras despidieron a Mutis, poeta, narrador y uno de los autores del realismo mágico, que ganó el Premio Cervantes en 2001.
Entre ellas estuvo el escritor chileno Jorge Edwards: “García Márquez estaba en desacuerdo con mi libro sobre Cuba, y él hacía de intermediario, me arreglaba las situaciones. ‘Hablé con Gabito’, decía, y nos juntaba. Eran situaciones muy cómicas, muy humorísticas”.
El presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, dijo que “la obra de Álvaro Mutis, rica en ideas, en emociones y personajes únicos, confirma la vocación americana de nuestra cultura y alienta el proyecto integrador y diverso de la creación en español” .
En nuestro país, Argentina, se consiguen, entre otros libros del autor, una Antología personal con prólogo de Octavio Paz que editó Argonauta; Summa De Maqroll El Gaviero Poesia 1948-1988 (Editorial Visor); Relatos de mar y tierra, (Debolsillo) y Amirbar (Norma).
Como libro electrónico, están también las Cartas de Alvaro Mutis a Elena Poniatowska (que el autor mandó desde la cárcel) y Estación México (Santillana).

Las postales de Borges, inéditos inesperados

En un libro que publicará próximamente Emecé, el coleccionista Nicolás Helft propone una singular biografía del creador de El Aleph; su texto es acompañado por tarjetas y misivas que Borges envió a su familia y otros destinatarios durante sus veraneos o viajes de conferencias; esos textos breves y ocasionales iluminan, con estilo inconfundible, momentos poco conocidos de su vida

Jorge Luis Borges, la adolescencia y la madurez del autor, escanciadas en textos mínimos.../adncultura.com

Cuando parecía que todos los cajones habían sido hurgados, que era imposible encontrar un texto desconocido, una anécdota ignorada de Jorge Luis Borges, sucede lo imprevisto. El coleccionista Nicolás Helft, director de Villa Ocampo en San Isidro, escribe una breve biografía del autor de Ficciones contada en escenas por medio de cartas, reproducciones de manuscritos, anotaciones perdidas en cuadernos y, sobre todo, imágenes de las postales que "Georgie" (ésa era su firma) envió a sus familiares y amigos más íntimos desde 1910 hasta 1971. El resultado de este trabajo biográfico es Borges. Postales de una biografía (Emecé).
Las postales, según señala el biógrafo, son "un género menor, casi invisible, pero revelador y no menos literario que otro". Es cierto. Esos mensajes, en general, banales (su principal misión es decir: "Aquí estoy. Pienso en ustedes") no sólo aportan información y son documentos; a veces, como en el caso de Borges, uno llega a vislumbrar en un giro al escritor admirado.
¿Por qué un lector como Helft se convierte en un coleccionista borgeano y en biógrafo? ¿Acaso lo que interesa no es la obra de Borges? Arriesguemos una hipótesis. Cuando uno lee a un autor que cuenta para la propia vida, es muy difícil hacerse a la idea de que no hay textos nuevos, porque eso significa que el diálogo quedó interrumpido por el límite definitivo de la muerte. Para combatir la resaca de angustia que produce ese límite, uno de los recursos es internarse en una biografía, ya sea como autor o como lector. Los datos verificables (fechas, horarios, circunstancias) nos permiten crearnos un espejismo donde aquel límite no existe, donde podemos evitar las esquinas peligrosas de la obra que nos ha conmovido y, al mismo tiempo, seguir en contacto con ella. Las biografías prolongan la vida post mórtem de los hombres de letras. Siempre habrá episodios de sus existencias por descubrir, varias versiones del mismo hecho, una serie inacabada de particulares que, por principio, nunca tendrá término. También hay otro modo de ser derrotado en la batalla contra la muerte: el coleccionismo, que acumula fetiches, reliquias. Los objetos son una manera de conjurar el vacío.


 
El álbum de Helft se abre con una imagen tan hermosa como conmovedora: un dibujo infantil de Georgie en el que se ve a un tigre. La fascinación por la fiera sagrada cuya piel representaría para Borges la escritura de Dios aparece ya a esa edad temprana. La primera anécdota del libro se remonta a los tres años de Georgie y la contó "Madre" en una entrevista grabada, que se reproduce en el libro:
Bueno, ahora le voy a contar un cuento que es. en fin. un poco shocking. pero que da la idea de lo que era el chico. Georgie no quería sentarse a hacer sus... cosas, en el water. No quería sentarse tampoco en el bidet.
-¿Entonces, ¿dónde te vas a sentar? -le dije un día.
Había unas latas de galletitas muy grandes, cuadradas, que arriba tenían un agujero. Bueno, él eligió eso. Entonces se sentó y dijo:
-Estoy en el trono de la noble igualdad.
Era tan gráfico, era tan cierto. que yo me quedé con la boca abierta. Fue la primera revelación para mí de que Georgie era un chico genial. [...]
Varias de las postales familiares, enviadas por Georgie y Norah desde lugares de vacaciones, están dirigidas a Fanny Haslam, la abuela paterna de Borges. En esos años, los Borges (el padre, Jorge Guillermo, doña Leonor, sus hijos y Fanny Haslam) vivían en Palermo, en la calle Serrano, en una casa rodeada por un jardín, donde había un molino y una palmera que Norah no se cansaba de dibujar. La familia veraneaba en Montevideo, en Villa Esther, una amplia casa de los primos Haedo. Más tarde lo harían en Adrogué, en el hotel Las Delicias.
Jorge Guillermo Borges era un abogado de tendencia anarquista, muy culto, con poco sentido práctico. Consiguió un trabajo administrativo en un juzgado, pero no hizo carrera y debió pedir el retiro antes de tiempo porque estaba casi ciego. En busca de una cura, Jorge Guillermo y Leonor resolvieron viajar a Europa en 1914 para consultar a un oftalmólogo renombrado. Pensaban quedarse unos meses. El peso se cotizaba muy alto y era más barato vivir en el extranjero (París, Londres o Ginebra) que en Buenos Aires. A poco de llegar, estalló la guerra y la familia se refugió en Suiza (país neutral). Se instalaron en Ginebra y permanecieron allí hasta 1921.
Durante esa primera estadía europea, Georgie estudió en el Collège Calvin donde se hizo de dos amigos, Maurice
Abramowicz y Simon Jichjilinsky, ambos judíos y comunistas. Era inevitable que el Borges adolescente también se sintiera atraído por el comunismo.
Terminada la guerra, en diciembre de 1918, los Borges viajaron a Barcelona y después a Mallorca, donde pasaron el verano. En el invierno de 1920, continuó la vida nómada. La familia pasó una primera etapa en Sevilla y, por último, llegó a Madrid. Georgie frecuentó las tertulias literarias y se apasionó por el ultraísmo y la figura de Rafael Cansinos-Asséns. En Madrid, se hizo amigo del escritor Guillermo de Torre. Éste trató de mezclarse en todas las actividades de los Borges, porque se había enamorado de Norah, con la que se casaría.
Georgie, ya de regreso en Ginebra, le escribió a su futuro cuñado una postal con la imagen de un sileno, en junio de 1920. En ella, hace una alusión al ultraísmo y adopta el tono de un conocedor y un "consumidor" de alcoholes, prostitutas y modistillas.
En 1921, los Borges regresaron a Buenos Aires. Georgie descubrió una ciudad completamente distinta de la que había dejado, mucho más cosmopolita e interesante de lo que había supuesto. En la década de 1920, desarrolló una formidable actividad: escribió seis libros (el primero, Fervor de Buenos Aires), fundó las revistas Prisma y Proa y cristalizó la mitología porteña de los compadritos y los arrabales.
La patria le reservaba a Borges una "novia" o, con más precisión, un enamoramiento, Concepción Guerrero (Conce), y la amistad con Macedonio Fernández. Los dos escritores se reconocieron de inmediato como pares, a pesar de la diferencia de edad y de obras. Los dos se tuvieron fe. De ese reconocimiento, el libro de Helft aporta sendos manuscritos de Macedonio y Georgie, reproducidos en esta nota. También hubo otra novia o amistad fugaz, la platense Elsa Astete, que habría de convertirse mucho después, en la década de 1960, en la primera esposa de Georgie.
En la década de 1930, Borges entró a trabajar en el diario Crítica, lo que lo obligó a dirigirse a un público más amplio y también a escribir con rapidez. Su nombre empezó a ser cada vez más conocido aunque, naturalmente, Borges todavía no era Borges. Con todo, su prestigio era suficiente para que Victoria Ocampo lo incluyera en el comité de redacción de la revista Sur, que apareció en 1931. De ese año o del siguiente, data el comienzo de la amistad de Georgie con el jovencísimo Adolfo Bioy Casares y con Silvina Ocampo.
Cuando el suplemento que dirigía en Crítica cerró, Georgie empezó a trabajar en una biblioteca municipal del barrio de Boedo. Ya no eran tan pocos en los círculos literarios quienes pensaban en él como el autor más interesante de su generación. Entre los amigos que lo apoyaban estaba el novelista uruguayo Enrique Amorim, en cuya casa de Salto Oriental fueron tomadas varias fotografías que muestran a Georgie en traje de baño, infrecuentemente seguro y deportivo.
El último día de 1941 apareció el libro de cuentos El jardín de senderos que se bifurcan, que contenía algunos de los relatos más importantes de Borges, entre ellos, "Pierre Ménard, autor del Quijote". Cuando se otorgó el Premio Nacional de Literatura de 1942, la distinción recayó en la novela campera Cancha larga, de Eduardo Acevedo Díaz, que no podía resistir la comparación con El jardín... Había incomprensión en esa injusticia, pero también una visión política que enfrentaba a los nacionalistas con los liberales, partidarios de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Victoria Ocampo publicó en Sur un número de desagravio a su colaborador y amigo; por otra parte, la Sociedad Argentina de Escritores organizó una cena en homenaje al autor. La reacción oficial no tardó demasiado. En 1943, Borges fue "ascendido" en el escalafón municipal y pasó a ser nombrado "inspector de aves". Humillado, Georgie renunció a su trabajo de bibliotecario y a su "ascenso". Para poder ganar algo de dinero, se puso a dar conferencias, impulsado y ayudado por Victoria Ocampo y Esther Zemborain de Torres Duggan. Tuvo un éxito imprevisto, si se tiene en cuenta que hasta ese momento le resultaba casi imposible hablar en público. Fue el comienzo de su carrera de conferenciante internacional. Primero, viajó por toda la Argentina (Resistencia, Bahía Blanca, Sierra de la Ventana, Santiago del Estero, etc.) y por el Uruguay, hablando sobre Martin Buber, Shakespeare, Almafuerte, Banchs, Lugones, Joyce. Terminaría cruzando el océano. Las postales registran esos itinerarios.
A partir de la década de 1940, la intelligentsia argentina sabía que el mejor escritor del país era el autor de Ficciones y El Aleph. Cuando cayó el gobierno de Perón en 1955, Georgie fue nombrado director de la Biblioteca Nacional: era el ingreso al paraíso soñado y perdido, el reino infinito de los libros, que la ceguera le impedía leer. La consagración internacional le llegó en 1961 con el premio otorgado por el Congreso Internacional de Editores, en Formentor.
A partir de 1961, todo se volvió más fácil en el plano literario. En cuanto a la vida privada, Borges se casó, sin quererla, con Elsa Astete, la platense cortejada en la juventud. "Madre" veía venir la muerte, temía que Georgie quedara a la deriva y, por lo tanto, promovió el casamiento con una mujer que a ella no le caía mal. Fue uno de los graves errores de Leonor Acevedo y un ejemplo de lo funesta que puede ser la obediencia debida.
En Buenos Aires, Elsa y Georgie se aburrían mutuamente con ahínco diario. También debieron convivir en el extranjero. Viajaron a Estados Unidos en dos ocasiones y vivieron allí unos meses. Esas estadías fueron una tortura para él porque pusieron en evidencia, ante testigos, el abismo que lo separaba de su esposa. A los tres años de la unión, Borges y Elsa Astete se separaron. La ruptura fue planeada en Buenos Aires con un tacto y una eficacia notables por Norman Thomas Di Giovanni, el traductor de Borges al inglés.
La entrada de Di Giovanni en la vida de Borges, en 1967, le infundió vitalidad al escritor, que había quedado aliviado, pero también sacudido por la ruptura matrimonial. La colaboración entre ambos fue muy fructífera. Duró hasta 1975 o 1976. Norman se convirtió en una especie de agente literario con el que Georgie traducía, leía, escribía y viajaba. En julio de 1975, se produjo lo temido: Leonor Acevedo murió, pero a esas alturas una mujer, la definitiva, había hecho un lento y discreto ingreso en el mundo de los Borges.
María Kodama frecuentó a Borges desde muy joven; primero fue una de las alumnas que asistía a las clases de anglosajón; después, la discípula con la que compartía charlas, caminaba por Buenos Aires y tomaba té. Quien los veía pasear por las calles no podía dejar de mirarlos. El poeta anciano, ciego, pero con una extraña prestancia que lo hacía resaltar en una multitud, y la bella muchacha euroasiática formaban una pareja novelesca. Era inevitable que él se enamorara de ella y que ella quedara cautivada por él. Durante un tiempo bastante largo ninguno de los dos le reveló al otro esos sentimientos, pero Di Giovanni se dio cuenta de lo que María significaba para Georgie. En 1971, Norman le organizó un viaje de trabajo a Borges en Estados Unidos, después debían ir a Londres, pero en el medio, el traductor insertó una escala en Islandia, la tierra a la que Borges siempre había querido ir, la comarca del ensueño y los textos legendarios. Por si fuera poco, allí le esperaba a Borges otra sorpresa: se les uniría María Kodama. De la alegría de Georgie, queda el testimonio de la última postal enviada a la madre desde Reykjavik. El encuentro de María y Georgie selló el comienzo de la historia de amor entre ambos. Ese capítulo terminaría en Ginebra, la ciudad de la juventud, el 14 de junio de 1986. Desde entonces, todos los años, el 24 de agosto, María celebra con amigos el cumpleaños de Borges.
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    Montreux, 16 abril 1916
    Mademoiselle Norah Borges
    Rue de Malagnou 17
    Genève,
    Suisse
    Mi querida Norah:
    Te escribo desde Montreux, del Hotel Victoria, el mismo donde estuvimos nosotros. Llegamos bien i (sic) fuimos a visitar el Castillo de Chillon. Nos encontramos ahí con una señora oriental que charló con nosotros todo el tiempo. El lago estaba magnífico. Mañana vamos para Les Avants. Adiós. Recuerdo. Un beso de Georgie.
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    Ginebra, 5 junio 1920
    Señor Guillermo de Torre - Ateneo
    Calle del Prado- MADRID - ESPAGNE
    Salud, Torre avanzada. Que te parece el pseudo-clasicismo ñoño del sileno ese?
    Te lo envío desde Jinebra (sic) tierra hasta ahora invenciblemente monda y desnuda de ULTRA pero abundantemente provista de alcoholes prostitutas chocolate formalidades y midinettes.
    Te extiende 5 dedos arborescentes
    Jorge-Luis Borges
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    Londres
    20 agosto 1923
    Señor don Macedonio Fernández
    calle Rivadavia 2748
    Buenos Aires
    Argentina Republic
    ¿A qué puntualizar con intensidad de palabras la caterva de días -ninguno alegre, todos turbios, alguno angustiosísimo- que han pasado por mí desde que le dije adiós a Conce y a Buenos Aires.
    Mejor a divertirse con tonteras visuales como el grabadito persa en el dorso.
    Tuyo Jorge
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    Una carta de Macedonio a Borges
    "Borges, que tiraba papeles y manuscritos, conservó hasta el final de su vida esta nota premonitoria de Macedonio Fernández." (Nicolás Helft)
    "Nadie cree en mí excepto vos. Trata de creerme tambien cuando te digo que tu estilo es el más ardiente que he conocido y que serás escritor universal en literatura. Desde que me sorprendiste con tu fé en mí, que nadie la ha tenido ni los que me conocen desde hace veinte años, acaricio una esperanza nueva y muy querida para mí, muy necesitada en mi situación general. Creo que me harás conocer y triunfar quizá. Cree lo que te digo: no seas así amargo y negador contigo mismo y con mi fé en vos.
    Rivadavia 2748. Altos"
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    Postal con Casa Rosada,
    25 de diciembre
    Dearest Mother: disculpa la horreur fadasse -la frase es de Verlaine- del reverso, apta (como decía Heine de los alemanes que lo visitaban en París) para preservarte de la nostalgia. Mucho me alegraron tus líneas y las de Norah. El veinticuatro vi un film mediocre, pero que me conmovió y que me gustaría rever contigo: Marie Louise, tomado en los cantones centrales de Suiza, con cielos, nubes y montañas enternecedoras. Hablando de montañas, ¿cómo anda The tree of life de Machen? Mandie ya está ilustrándolo. En estos días salió la revista; pronto la recibirán. Mañana iré a lo de Ortiz Basualdo, se discutirá el destino de la revista, no demasiado claro, por cierto. Madre, te extraño muchísimo. El inconexo estilo de esta tarjeta y la creciente degeneración de la caligrafía te indicarán, acaso, el opresivo calor que aquí nos agobia. Ya sabrás que la operaron a Clota; sigue mejor. Abrazos a Norah y a las chicas.
    Yours ever. Georgie
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    Postal con Busto a Sarmiento,
    Resistencia
    Dearest Mother: De Resistencia, que no es una gran ciudad (y quizá, agregaría Paul Groussac, el epíteto huelga), te dará una idea suficientemente monótona y desarreglada la imagen del reverso. El hotel es una versión territorial del hotel provinciano de Santiago. La gente es muy simpática; anoche comí con una hija de Gerchunoff y con su marido. Ayer hablé (entiendo que bien) sobre los poetas gauchescos: "Vaya un cielito rabioso", etc.; hoy sobre Almafuerte; mañana sobre Banchs y Lugones. Afectos y un abrazo.
    ¿Qué tal Folio on Mary White, o lo que sea? Georgie
    Los días son calurosos; las noches (a juzgar por la única que he pasado) son más bien frías.
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    Postal del Ferrocarril Sud
    Buenos Aires
    Sábado
    Querida Madre: ¡Dos noches y dos cartas tuyas! Aquí, todo más o menos igual. Contrariamente a mis temores, la demora en pagar colaboraciones no es una especie de signo premonitorio; ello se debe a un accidente padecido por Estrugamou (a quienes visitamos el lunes) y la revista está preparándose. Dile a Norah que Cortázar agradeció las ilustraciones "tan (ilegible) y tan fieles". Concluyó en estos días la redacción de un largo argumento, lo demás es mecánico. Lo importante es el hallazgo de continuas y pequeñas sorpresas y simetrías.
    Voy a comer ahora a casa de Helena Udaondo. Creo que Mandie irá también.
    (No sé si te dije que Anita Berry está muy grave. Los otros días la vi.)
    Abrazos.
    Georgie
    ¿Qué dicen las niñas? Tengo tantas ganas
    de verlos a todos.
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    Reykjiavik
    14 Abril 1971
    Querida madre: mucho más increíble que Islandia es el hecho de que María Kodama haya arribado aquí, con noticias tuyas. Reykiavik es menos monumental que la Municipalidad de Lomas e infinitamente más linda, por extraño que parezca. Muchison (en cuya casa paré un par de días en Cambridge) te manda sus afectos, así como Joan Alonso, los Marichal, el gran poeta -es decir Guillén, no Magdalena Harriague, Anderson Imbert, Pezzoni, and so on and so forth. Me siento muy feliz y estoy contando los días para la vuelta. Un beso
    Georgie
    Norah, siempre pienso en ustedes y en el jardín desde el balcón

Guerra al silencio

Nuevos Escritores Latinoamericanos

Wendy Guerra vive en Cuba y sus libros se editan en todo el mundo, pero no en su país. Sus novelas componen un poderoso retrato generacional de los incómodos nietos de la revolución.  El Nobel colombiano Gabriel García Márquez elogió su capacidad para los diálogos

Wendy Guerra siempre ha tenido su verdadero refugio en la poesía. / Daniel Mordzinski./elpais.com

Wendy Guerra es famosa desde antes de ser escritora premiada en Europa y traducida a un buen puñado de lenguas. Su figura y nombre están en el disco duro de toda una generación de cubanos que crecimos con los dos únicos canales de televisión, aparato de fabricación soviética para verlos, en blanco y negro casi siempre, y a expensas, eso sí, de ser interrumpidos por los familiares cortes de electricidad a que obligaba y todavía obliga la carencia…
Como presentadora de espacios que pretendían mostrar lo más de la creación musical, variedades, y como actriz, en diferentes programas dramatizados, siempre en horarios de máxima audiencia, Wendy no era la única Lolita de nuestra isla preñada de utopías y Avtomat Kaláshnikova, pero sí era el deseo de los de la clase y el deseo de los profesores, también: y presiento que ella aunque distante lo sabía, siempre lo ha sabido.
Así sacaba lasca a sus textos —los que decía en aquellos programas de los que gracias a las nuevas tecnologías todavía se puede ver alguno— húmedos, sudorosos, siempre en el límite de una televisión por naturaleza escrupulosa, mojigata y totalmente parcial, coordinada por personas del aparato ideológico de un partido. El único partido autorizado del país.
Pero Wendy flotaba sobre todo eso. A su temprana notoriedad le sumó la escritura, donde siempre ha tenido su verdadero refugio, su verdadera casa: la poesía. En el temprano 1987 y con apenas unos 17 años, ganó el concurso nacional 13 de Marzo de la Universidad de La Habana, y si bien es cierto dobló celebridad, también le granjeó buen número de críticas que le achacaron, lo que hacen los críticos en Cuba, alguna razón y muchas insinuaciones…
Porque Wendy Guerra nació en un país diferente donde el igualitarismo transformó la capacidad para apreciar la diferencia, y de asumirla, tolerarla. Rara especie de oxímoron, confusión vital a largo plazo.
“No tenía una casa donde nacer. Era el invierno de 1970 y ya nos encontrábamos en una crisis terrible. Los 10 millones de arrobas de cañas que pedía Fidel no fueron posibles, el país estaba a oscuras, ni carnavales, ni fiestas, no había nada para celebrar y muy poco para comer, vestir, fumar o alumbrarse. Vine al mundo en un pequeño hospital de provincia y mi madre me llevo con ella al cuarto de títeres del teatro guiñol de Güines. Mis primeros recuerdos están relacionados con el mundo del teatro infantil, con aquellos títeres que no fueron quemados por los verdugos de la parametrización y quedaron colgados por el pescuezo frente a mi cuna. Nosotros les llamamos Los Mártires, por lo que resistieron, como teníamos pocos juguetes, los títeres fueron mis primeros compañeros de juego, luego nos mudamos a la ciudad más hermosa de Cuba, Cienfuegos, una ciudad afrancesada y discreta, el patio de mi casa era el mar, aprendí a nadar sola encontrando la laguna dulce dentro de la corriente salada y conviví con un mundo soviético de militares e ingenieros nucleares que se movía y decidía por nosotros de una manera oculta y a la vez presente, autoritaria. Veía pasar los submarinos en Cayo Carenas y mis amigos descubrían la ‘antenita’ o el ‘lomo’, sabiendo que debajo de esas aguas del Caribe un mundo ruso nos espiaba. Mis recuerdos infantiles son muy adultos, prologuistas de graves problemas de los mayores, personaje secundario de los verdaderos problemas de los niños.
Juicios, delaciones, despedidas, exilios, todo esto sucedía a mi lado mientras yo intentaba comportarme como una niña común en un país que había decidido ser diferente”.
Con grandes antecedentes a los que asume, cita, y hasta completa, fue el premio Nobel de Literatura, el colombiano residente en Cuba, Gabriel García Márquez, quien le diera un toque de atención, elogiara los diálogos que por alguna razón —quién lo supiera— leyó en unos diarios personales de la autora durante un taller que impartía en una escuela de cine en un pueblo colonial vecino de La Habana.
Más de 30.000 páginas dejó escritas Anaïs Nin, una de las dos referencias cuando se piensa en escritoras de diarios. La otra, quizá más conocida todavía, sigue siendo la niña Ana Frank. Son evidentes las diferentes condiciones en que ambas realizaron sus apuntes.
"Mis recuerdos infantiles son muy adultos: juicios, delaciones, despedidas, exilios, todo esto sucedía a mi lado"
En 1922 viajó a Cuba la escritora francesa con la intención de conocer a la familia paterna. De este viaje se sabe, o mejor dicho, se sabía poco. Consta entre los originales que no han sido publicados, y que aseguran llegan a ser un total de 15.000 páginas de diarios, inéditos, custodiados por alguna biblioteca de Estados Unidos, algo así. Uno de esos diarios casi vacío es el que Anaïs tuvo la intención de escribir sobre su viaje a la isla, pero, dios sabrá cuál es la razón, no rellenó… De esta oportunidad se sirve Wendy Guerra en Posar desnuda en La Habana para completar el recorrido de Anaïs, y en el antes casi vacío cuaderno se mimetiza, nos pone de voyeur invitado asumiendo una sensibilidad muy parecida a la de la esposa de Hugo Guiler, amante de Henry Miller. A sus posibles contradicciones y dudas.
Dueña de una vigorosa convivencia de la ficción dentro de un subgénero poco bien explotado literariamente, como es el diario, que supuestamente exige una franqueza mayor, o por lo menos una implicación real, directa, verdadera. En el año 2006 ganó el primer Premio Bruguera dando un giro potencial a su proyección, llegando su obra galardonada Todos se van a lectores de Alemania, Bulgaria, Suecia, Francia, Estados Unidos, entre otros.
Como una grande y placentera ironía, aquello que en un inicio había sido concebido en secreto, para dentro, se devolvía a cientos de ojos y en diferentes idiomas.
Wendy internacional. Una Wendy para el mundo entero.
“Yo siento la literatura como un diario de vida, como una intervención pública dentro de un mundo privado. Ana Mendieta es la gran artista visual cubana que me ha inspirado en este arte de mostrar el dolor, el ardor de las cosas que los otros silencian. Yo saco mis traumas y mis alegrías a la luz, hemos sido obligados a cerrar la boca dentro de Cuba demasiado tiempo, estas arterias interiores las he ido apuntando en mis diarios personales, las he ido incubando desde niña, luego las reescribo de modo que pueda tener un interés real para el resto del mundo, pues muchos autores insulares creen que hablar solos y de problemas muy endémicos ayuda al género, y no es así, voy adelante con una novela que integre personajes y tramas verosímiles en medio de una vida que como siempre he dicho no está sucediendo en Occidente. Vivimos en un territorio occidental con síntomas y conflictos de otro mundo.
"No puedo mentirle al diario y no me gusta mentirle al lector. La ficción integra una gama de complejas heridas escritas antes en mi piel de diarios"
Elegir contar la verdad, sin embargo, y vivirla, no es suficiente. No en La Habana, donde leer puede ser un ejercicio contestatario, y hasta peligroso. Donde narrar el día a día sin caer en los maniqueísmos ni adulteraciones establecidos, puede como poco conducir a eso que Wendy Guerra define como “parte de un duro silencio”, cuando no a sufrimientos más reales y físicos. Sus libros tienen la misma estrella de lo prohibido, y lo prohibido naturalmente lleva más luz aunque también más sufrimiento. Wendy sufre el privilegio de saberse leída en un sitio donde instituciones y editoriales ignoran sus libros, que es una manera avanzada de la censura. Se iguala en azar a una larga lista de autores semiinvisibles, consciente de que no es la única.
“Como Eliseo Alberto Diego, José Ponte y María Elena Cruz Varela, Cabrera Infante, Reinaldo Arenas y una infinita lista de autores cubanos no soy editada en mi patria. Eso tiene una explicación muy simple, el Estado es dueño y señor de todo y no hay opciones, ellos han decidido dejarnos fuera de juego, yo no existo para ellos. Pertenezco a una dinastía de autores silenciados y cuando entro a mi isla, luego de haber sido traducida a tantas lenguas, siento un potente silencio sobre mí. No estoy sola, soy parte de un duro silencio”.
“La poesía es mi protección mágica; cuando tengo miedo recito los poemas de mi madre, en los hospitales y en las aduanas”
Pero ella siempre regresa, aunque todos se vayan.
“Un escritor sin país es un niño sin padre. Estoy huérfana”.
Y volvemos a la poesía, que es donde más segura se encuentra. Quizá por aquello de ser la patria más amplia de los géneros literarios, o por una sencilla bendición divina, da lo mismo. Establece la controversia con los críticos: pone imágenes y lenguaje florido en sus libros de narrativa.
Elige un personaje real para una vida de ficción o se metamorfosea en Nieve, una niña que crece mientras cuenta, y mientras cuenta, vamos cayendo sin tocar fondo, no nos lo permite, en la cruel constatación de una vida real. Una niña, Nieve, que desde su nombre incluye una contramanifestación para una isla en el Caribe, y que lleva igual, aunque más intrincada, referencia al título de un libro de culto pretendidamente poco estudiado, escrito y publicado en el siglo XIX por otro coterráneo con menos fortuna, Julián del Casal, uno de nuestros escasos dandis, de nuestras grandes supersticiones que en el mismo año 1892 en que se formaban partidos y se encauzaba la independencia de la isla, decidió o encontró el modo de publicar sus versos.
De la nieve evadida e imposible del bardo modernista habanero a la Nieve que dibuja escenas de su vida sin enajenamientos ni remiendos. Del légamo al éxtasis se llega sin perder la poesía.
“La poesía es mi protección mágica, cuando tengo mucho miedo recito los poetas de mi madre, en los hospitales y en las aduanas, en los vuelos intercontinentales cuando hay mal tiempo recito poemas que son mis compañeros de vida y de viaje. No tengo familia y creo que los poetas que yo amo son todo lo que tengo.
Me gusta mucho Sigfredo Airel, Antonio Ponte. Quiero hablar de poetas cubanos porque no son conocidos, pero soy una enamorada de la poesía japonesa, francesa y norteamericana. Quiero hablar de Eliseo Diego, de Lezama Lima, y quiero compartir esta, un pequeño fragmento de un poema de mi madre, la desconocida poeta Albis Torres que dice: ‘Mi país es ese instante único / que ahora mismo sucede en todas partes, / orillas de la tierra, / lugares a los que no sé ir / ni puedo, y llego sin embargo. / Amo esa alquimia de olas y pacientes orillas. / No hay mejor patria / ni asta en que poner / bandera alguna”.
Con Wendy Guerra conversé de muchas más cosas alguna vez. Del silencio que imponen los Gobiernos y de la felicidad y el coste de saberse un ente libre. De los poetas amigos y de los que ya se fueron a mejores vidas. Siempre la encontré agradecida, fuerte en los propósitos y ambiciosa del futuro. Wendy sabe quién es, se gusta, nos recuerda que cualquier feo de la vida, con glamour e inteligencia siempre, se salva. Que no hay que irse de Cuba aunque no te publiquen, pues la gente se las ingeniará para encontrar los libros editados fuera y leerlos.
“He terminado un libro llamado: Negra. Una novela que atesora (por primera vez en la ficción) las recetas de la mágica tradición afrocubana en un contexto social convulso. Un libro que habla del racismo y del dolor. Un libro que ocurre entre Francia y Cuba. Estoy ahora mismo en la escritura de mi nueva novela: Hija única, es mi nuevo proyecto. Escribo cada semana desde La Habana en mi blog de El Mundo, ‘Habáname’, que cuenta la vida de los cubanos en la isla desde una perspectiva muy personal.
Agradecer que compren mis libros y reciban noticias de un mundo que ha decidido defenderse de todo y aplazar el recuento, agradecer el hecho de ser querida como autora y aceptada en países que no son el mío. Agradecer el hecho de ser hija adoptiva de un país que antes ya me había legado su lengua, que es mi gesto para vivir. Gracias…”.

Actriz, poeta y novelista

Wendy Guerra nació en La Habana en 1970. Pronto trabajó como actriz en cine y TV, graduándose en Dirección de Cine, en la especialidad de guion, en el Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana, fábrica de artistas por donde salió lo mejor, casi siempre, del arte que se ha hecho en la isla en los últimos 30 o 40 años. Tiene tres libros de poemas publicados: Platea oscura, 1987; Cabeza rapada, 1996; Ropa interior, 2008. Su libro Todos se van (Bruguera, 2006), la puso en la órbita de los grandes eventos. Seguido del no menos aclamado, Nunca fui primera dama (Bruguera, 2008). Ha recibido varias becas de especialización: en París, Nueva York, Los Ángeles, para la búsqueda de información sobre la escritora Anaïs Nin. De ese trabajo resultó su tercera novela: Posar desnuda en La Habana (Alfaguara, 2011). En noviembre publicará su cuarta novela, Negra (Anagrama). Ha sido traducida a 13 lenguas, pero sus novelas no han sido publicadas ni comercializadas en Cuba. En 2010, el Gobierno francés le otorgó la Orden de Chevalier des Arts et des Lettres. Todo esto más o menos pone en su currículo, al que siempre le faltan sus dos ojos negros, la picardía innata de la actriz, novelista, poeta.

Negra. Wendy Guerra. Anagrama. Barcelona, 2013. 328 páginas. 18'90 euros. Se publicará en noviembre.

Perder todo

Thomas Wolfe fue una voz torrencial que susurró en los oídos de los autores estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX. Pasó muchos años fuera de circulación en castellano hasta que la editorial Periférica recuperó Una puerta que nunca encontré y El niño perdido, dos novelas que forman parte de su ambicioso proyecto literario truncado por una muerte prematura a los 38 años 


Tom Wolfe, autor estadounidense fallecido prematuramente./pagina12.com.ar

En una de sus recaídas, Scott Fitzgerald habló mal en una entrevista –irónicamente– de un colega suyo llamado Thomas Wolfe. El editor de ambos, el gran Maxwell Perkins, le pidió a Scott que le escribiera a Wolfe aclarando un poco qué era lo que había querido decir en la entrevista. Y cosa de evitar algún encontronazo emocional, Fitzgerald trató de echar agua en algunos puntos acerca del arte de escribir novelas: sobre el porqué de la corrección, Flaubert, y qué sano es cortar frases con un hacha bien afilada. La respuesta no tardó en llegar. Y, a diferencia de la extensión de la carta de Scott, la de Wolfe era larga. Muy larga. “Me decís que un gran escritor como Flaubert dejaría afuera de su novela de manera consciente cosas que cualquier fulano no dudaría en dejar adentro. Bueno, no te olvides, Scott, que un gran escritor no sólo es bueno por lo que deja afuera (leaver-outer) sino por lo que pone adentro (putter-inner), y que Shakespeare, Dostoievsky y Cervantes eran grandes por todo lo que dejaron dentro, así como Flaubert será recordado por todo lo que decidió dejar por fuera.”
Probablemente, no haya un extracto (o sí, seguramente haya muchos, muchos más) que mejor defina la literatura de Thomas Wolfe, que el que la editorial Periférica vuelve a poner en circulación después de años de olvido con dos textos breves –El niño perdido y Una puerta que nunca encontré–. Wolfe nació en 1900 en Asheville, un pueblo muy chiquito de Carolina del Norte, y murió de tuberculosis en 1938. En apenas 38 años se las arregló para escribir una infinidad de páginas, novelas, obras de teatro, cuentos cortos y largos, y convertir su propia vida en un reverso de la ficción con la que expandió los límites de la novela norteamericana. Wolfe fue el menor de ocho hijos. Vivió su infancia sobreprotegido por su madre –que alquilaba habitaciones para visitantes ocasionales–, sufrió las obligaciones del padre –quien vivía de tallar lápidas–, padeció de muy chico la muerte de su hermano Grover a causa de la fiebre tifoidea y – quizás exageró su sufrimiento– las limitaciones del pueblo chico. El pequeño Thomas quería conocer ciudades (viajó seis veces a Europa), convertirse en un gran dramaturgo. Intentó perseguir esa vocación durante los tres años y medio que duró en Harvard, pero sus largos soliloquios y sus fracasos escénicos lo hicieron desistir. Acto seguido, volcó todo ese torrente de palabras en su primera novela: El ángel que nos mira.
Su debut literario marcó un hito silencioso por partida doble: generó la expectativa arbitraria y confusa de que había un gran escritor en una novela prematura (Sinclair Lewis lo mencionó en su discurso del Premio Nobel) y generó un vínculo con el editor Maxwel Perkins, antológico editor de Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. Perkins tuvo un papel sustancial en la que sería la obra magna de Wolfe: Del tiempo y el río. El editor mandó a imprimir la novela antes de que Wolfe la diera por terminada, porque había percibido que ese anhelado punto final no existía. Eran más de mil páginas, donde Wolfe daba rienda suelta a todas sus contradicciones, y liberaba durante cinco años de productividad a todos los fantasmas de su adolescencia. Si con El ángel que nos mira había recibido cartas amenazadoras de gente de su pueblo que se había encontrado en la novela, en Del tiempo y el río Wolfe cortó relación con su pasado al convertir todo ese material en una novela bella y deforme: retoma la historia de Eugene Gant, su alter ego, y la desarrolla en sus años de formación literaria atravesados por la muerte del padre. Esa novela supuso la consagración y a la vez, como dijera Faulkner, su fracaso. No volvería a escribir nada tan intenso y arrollador, tan perfectamente imperfecto.
Toda la producción posterior de Wolfe está relacionada con esa novela-río. Los dos textos que la editorial Periférica rescata, si bien tienen distintas fechas de escritura, están relacionados con la historia de Eugene, de su padre y su hermano. Una puerta que nunca encontré fue concebida para una revista literaria y refleja la experiencia de Wolfe en Brooklyn. Revela las frustraciones que supone insertarse en la vida moderna de una metrópolis, todas las esperanzas que se ven apagadas por las luces de la ciudad. Narrada en primera persona, sin distinción de personajes, Una puerta... simula la forma de una confesión. El texto carece de estructura (Wolfe diría que esa carencia es justamente su estructura), el narrador hilvana en una misma voz lo que piensa de la gente con plata, del recuerdo de su madre y lo que le revela el rostro de un hombre viejo: “Todo el saber de sus millones de lenguas se hallaba en esa única voz inefable: el conocimiento que un hombre acumula a lo largo de toda una vida de trabajo, rabia y desesperación me hablaba al atardecer y permanecía dentro de mí durante toda la angustia de la noche”.
El niño perdido, por su parte, fue escrito un año antes de la muerte del autor. Wolfe vuelve una vez más a la muerte de su hermano, pero en una forma breve, en una nouvelle. El texto está separado en cuatro partes; la primera narra un episodio donde un niño tiene un problema con un vendedor de caramelos a quien le intenta pagar con estampillas; la segunda y la tercera parte son los recuerdos de la madre, casi como una voz de la conciencia, que le dicta detalles, sensaciones, olores, relacionados con el hijo perdido, y la última parte narra el regreso del hermano a la casa donde vivía de chico y donde su hermano murió. No hay giros ni cambios ni desbordes dramáticos. Wolfe contiene en este texto, de una belleza peculiar y salvaje, el retrato oblicuo de su propia experiencia después de perder a su hermano. La memoria se teje por capas y por retazos polifónicos, y así avanza la escritura en El niño perdido, sostenida por el tono y el lirismo de su prosa.
El proyecto de Wolfe es comparable con la comedia humana de Balzac; sus personajes se repiten, se reencuentran, se pierden y mueren o viven en lugares oscuros de ese mundo revelado por intermitencias. Pero la diferencia entre ambos autores es sustancial: mientras que en Balzac la literatura era un reflejo de los diversos estratos sociales interconectados entre sí por las historias de sus personajes, Wolfe está más interesado por las percepciones y por la memoria, por cómo el tiempo crece y deforma y cómo la literatura puede reflejar ese paso del tiempo sin necesidad de contenerlo en una forma cerrada. Su literatura es expansiva, crece como el sedimento de un río. La escritura de Wolfe no deriva de la novela decimonónica francesa e inglesa, esa forma estructural y dramática excede al torrente verborrágico que libera la narrativa de Wolfe. Su linaje, si bien lo podemos vincular con Melville, está relacionado con Thoreau y –sobre todo– con Walt Whitman. Wolfe es (y será) recordado también por ser, como señaló Faulkner, uno de los grandes fracasos de la literatura norteamericana. Fracaso, quizá, por haber buscado desesperadamente una síntesis perfecta entre arte y vida, por haber territorializado su breve experiencia con una escritura abarcativa, demencial, megalomaníaca, sin dejar de ser íntima y personal.
A pesar de que Scott Fitzgerald se llevara bastante mal con Wolfe, al punto tal de que este último se lamentara varias veces haberlo conocido e incluso alegara que el autor de El Gran Gatsby estaba atentando contra su propio trabajo, Fitzgerald reconoció en Wolfe a un maestro. Lo mismo hicieron Hemingway, Faulkner y los escritores de la Generación Perdida. Pero no sólo ellos, la escritura de Wolfe se percibe en los largos párrafos inconscientes de Kerouac y en la intención/tensión vital de la escritura beat. Se percibe en Steinbeck, y su búsqueda por abrir los cercos del realismo etnográfico. Phillip Roth reconoció haberse desvelado en su juventud con sus novelas. Se percibe hasta en Paul Auster. Thomas Wolfe quizá sea uno de los escritores para escritores más secretos y escondidos, muy citados en papers y muy poco leídos y reeditados. Un escritor que se alza no como una sombra terrible e insondable, sino como voz tersa y madura, pero a la vez frágil e íntima; una sombra que se permite mutar de lectura en lectura, y propagarse por entre distintas escrituras como un mapa borroneado para un territorio infinito y desconocido.

Daños colaterales de la Guerra Fría

La Berlinische Galerie repasa el arte creado en Berlín desde 1945, que muestra el desigual impacto de la partición alemana

Untitled, de Florian Merkel./elpais.com

En 1945 también se derrotó una manera restrictiva de apreciar el arte en Alemania. Lo que había sido degenerado dejó de serlo con la caída de Hitler y su régimen. Se levantaron los vetos a las vanguardias. Pero los artistas –supervivientes, retornados o futuros– ignoraban que a la vuelta de la esquina les aguardaban impactos de la Guerra Fría.
El arte no salió indemne de la partición del antiguo país en dos bloques antagónicos. A cada paso un poco más distantes aunque siguiesen hombro con hombro, máxime desde el 13 de agosto de 1961, cuando un muro de 156,4 kilómetros se levantó entre ellos. En el Berlín occidental se cultivó de todo y, tal vez por venganza de la Historia o por complejo de perdedor, se miró a Estados Unidos como el nuevo ombligo del mundo. Muchos querían ser Jason Pollock. La abstracción, denigrada por el nazismo, corrió libre.
Al otro lado del muro se miraba a Moscú. Sus artistas tenían una misión que cumplir dentro del estado comunista, como la industria farmacéutica o las fábricas de Trabis. El único estilo apreciado por el poder era el figurativo: los artistas visitaban factorías para empaparse de paisajismo laboral. El Gobierno de la RDA (República Democrática Alemana) tenía su propia teoría artística: el realismo socialista. La encrucijada se abría ante dos caminos tenebrosos: la senda oficial (pintura tradicionalista) o el atajo hacia la marginalidad. Solo en los ochenta, con las reformas iniciadas en el bloque comunista, se ensancharon las vías de expresión artística.
Mann mit Koffe (1983), de Trak Wendisch.
La exposición Arte en Berlín de 1945 hasta ahora, que se puede visitar en la Berlinische Galerie (pese a su nombre, un museo público de arte moderno) y que se inauguró en el marco de la Berlin Art Week, es una ocasión única para cotejar las dos almas alemanas durante sus cuatro décadas de separación. Mientras Fred Thieler investigaba por el camino de la abstracción expresionista, en la otra parte de la ciudad abundaban cuadrillas obreras, escenas históricas, personajes misteriosos o escenas anónimas. “Puedes ver que es la pintura en una sociedad que se siente prisionera, aunque tratan de contar una historia. En los ochenta comienza la rebeldía entre los artistas aunque sea de una forma indirecta”, señala Guido Fassbender, comisario de la muestra.
Bunk! Evadne in Green Dimension (1952), de Eduardo Paolozzi.
En 1983, seis años antes de la caída del muro, Trak Wendisch pintó a un hombre con una maleta. “Parece en una estación de tren, pero no sabes lo que significa. Los artistas desarrollaron su propio lenguaje secreto”, apunta Fassbender. Envuelto en una atmósfera entre azulada y grisácea, el viajero camina con los cuellos de su abrigo alzados en mitad de la noche. También había escenas cotidianas de ocio, como Am Tresen, pintado en 1977 por Harald Metzkes. “Eran obras sobre lugares de encuentro colectivo, quizás alguno de los retratados pertenecía a la Stasi”, bromea el comisario.
Obra de Helmut Middendorf.
A partir de 1989, pocas cosas del este triunfaron en la Alemania reunificada. Para los artistas también fue duro. Fassbender cita a Cornelia Schleime como una de las pocas excepciones. “Para ellos se dio una situación curiosa porque compartían el mismo lugar pero sus sociedades de origen eran muy distintos”, precisa.
En el mercado capitalista no apreciaban ni los temas ni las técnicas de los creadores comunistas. “Sus motivos no eran fáciles de entender para gente de fuera de la RDA. Ellos eran protagonistas de un mundo viejo, nada interesante para el mercado del arte en esa época”, señala Clemens Klöckner, investigador del centro. No es la única razón que, en su opinión, contribuyó al desinterés por los creadores de la antigua RDA. El colapso de la Alemania comunista les dejó sin mercado natural y, a los ojos del nuevo, “sus trabajos no eran comparables a los de colegas occidentales como Richter o Polke”. La caída del muro no les arrastró a todos. Klöckner cita a pintores como Cornelia Schleime, Via Lewandowsky o Hans Scheib: “Han sido ampliamente conocidos, aunque no hayan tenido una gran valoración en el mercado del arte”.
Pese al impacto de la Historia en el mundo del arte a partir de 1945, la exposición de la Berlinische Galerie ha optado por rehuir el orden cronológico y las limitaciones por razones de disciplina (se incluyen escultura, pintura, fotografía, arquitectura y obra gráfica) o nacionalidad. Además de creadores alemanes, la muestra se abre a aquellos que, en algún momento de sus trayectorias, han creado obra en Berlín como Peter Eisenman (Newark, Nueva Jersey,1932); Richard Serra (San Francisco, 1939) o Eduardo Paolozzi (Leith, Escocia, 1924-Londres, 2005), pionero del pop-art y que tuvo una estrecha relación con Alemania, como profesor y como creador (perteneció al colectivo Artist Exchange Scheme). Unos cuantos que sí han sido celebrados por el mercado.

29.9.13

El cuento del domingo


Álvaro Mutis

El último rostro
El último rostro es el rostro con el que te recibe la muerte.
-De un manuscrito anónimo de la Biblioteca
del Monasterio del Monte Athos, siglo XI. 

Las páginas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos años después de terminada la segunda guerra mundial. Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el último de cuyos miembros murió en Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la caída de Francia y llevaron consigo algunos de los más preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rubíes y zafiros, obsequio del mariscal José Poniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el príncipe de Nimbourg-Boulac, la colección de monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos días después de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.
Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski y al hojearlos en busca de ciertos detalles sobre la batalla de Bailén, que allí se narra, nuestra vista cayó sobre una palabra y una fecha: Santa Marta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el interés sobre la derrota de Bailén se esfumó bien pronto a medida que nos internábamos en los apretados renglones de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban ordenados y hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta y ciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una misma época.
Miecislaw Napierski había viajado a Colombia para ofrecer sus servicios en los ejércitos libertadores. Su esposa, la condesa Adéhaume de Nimbourg-Boulac, había muerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buen polonés, buscó en América tierras en donde la libertad y el sacrificio alentaran sus sueños de aventura truncados con la caída del Imperio. Dejó sus dos hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarcó para Cartagena de Indias. En Cuba, en donde tocó la fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura delación y encerrado en el fuerte de Santiago. Allí padeció varios años de prisión hasta cuando logró evadirse y escapar a Jamaica. En Kingston embarcó en la fragata inglesa "Shanon" que se dirigía a Cartagena.
Por razones que se verán más adelante, se transcriben únicamente las páginas del Diario que hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un hombre y las circunstancias de su muerte, y se omiten todos los comentarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio de la historia de Colombia que diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramático fin de una vida.
Napierski escribió esta parte de su Diario en español, idioma que dominaba por haberlo aprendido en su estada en España durante la ocupación de los ejércitos napoleónicos. En el tono de ciertos párrafos se nota empero la influencia de los poetas poloneses exiliados en París y de quienes fuera íntimo amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien alojó en su casa.
29 de junio. Hoy conocí al general Bolívar. Era tal mi interés por captar cada una de sus palabras y hasta el menor de sus gestos y tal su poder de comunicación y la intensidad de su pensamiento que, ahora que me siento a fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece haber conocido al Libertador desde hace ya muchos años y servido desde siempre bajo sus órdenes.
La fragata ancló esta mañana frente al fuerte de Pastelillo. Un edecán llegó por nosotros a eso de las diez de la mañana. Desembarcamos el capitán, un agente consular británico de nombre Page y yo. Al llegar a tierra fuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antaño fuera convento de monjas. Bolívar se trasladó allí desde el pueblecito cercano de Turbaco, movido por la ilusión de poder partir en breves días.
Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios un tanto mustios y gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en una pequeña sala de muebles desiguales y destartalados con las paredes desnudas y manchadas de humedad. Al poco rato entró el señor Ibarra, edecán del Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando de vestirse y nos recibiría en unos momentos. Poco después se entreabrió una puerta que yo había creído clausurada y asomó la cabeza un negro que llevaba en la mano unas prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra señas de que podíamos entrar.
Mi primera impresión fue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitación vacía, con alto techo artesonado, un catre de campaña al fondo, contra un rincón, y una mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevo las paredes vacías llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia total de muebles y adornos. Únicamente una silla de alto respaldo, desfondada y descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente. Pensé, por un instante, que seguiríamos hacia otro cuarto y que esta sería la habitación provisional de algún ayudante cuando una voz hueca pero bien timbrada, que denotaba una extrema debilidad física, se oyó tras de la silla hablando en un francés impecable traicionado apenas por un leve «accent du midi».
-Adelante, señores, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del mobiliario, pero estamos todos aquí un poco de paso. No puedo levantarme, excúsenme ustedes.
Nos acercamos a saludar al héroe mientras unos soldados, todos con acentuado tipo mulato, colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras éste hablaba con el capitán del velero, tuve oportunidad de observar a Bolívar. Sorprende la desproporción entre su breve talla y la enérgica vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y húmedos que se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso color moreno, pero a través de la fina camisa de batista, se advierte un suave tono oliváceo que no ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de los trópicos. La frente, pronunciada y magnífica, está surcada por multitud de finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al rostro una expresión de atónita amargura, confirmada por el diseño delgado y fino de la boca cercada por hondas arrugas. Me recordó el rostro de César en el busto del museo Vaticano. El mentón pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto la impresión de melancólica amargura, poniendo un sello de densa energía orientada siempre en toda su intensidad hacia el interlocutor del momento. Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con uñas almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable.
Un gesto del Libertador -olvidaba decir que tal es el título con que honró a Bolívar el Congreso de Colombia y con el cual se le conoce siempre más que por su nombre o sus títulos oficiales- me impresionó sobremanera, como si lo hubiera acompañado toda su vida. Se golpea levemente la frente con la palma de la mano y luego desliza ésta lentamente hasta sostenerse con ella el mentón entre el pulgar y el índice; así permanece largo rato, mirando fijamente a quien le habla. Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo una pregunta, interrumpiendo bruscamente una larga explicación del capitán sobre su itinerario hacia Europa.
-Coronel Napierski, me cuentan que usted sirvió bajo las órdenes del mariscal Poniatowski y que combatió con él en el desastre de Leipzig.
-Sí, Excelencia -respondí conturbado al haberme dejado tomar de sorpresa-, tuve el honor de combatir a sus órdenes en el cuerpo de lanceros de la guardia y tuve también el terrible dolor de presenciar su heroica muerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a la otra orilla.
-Tengo una admiración muy grande por Polonia y por su pueblo -me contestó Bolívar-, son los únicos verdaderos patriotas que quedan en Europa. Qué lástima que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustado tanto tenerlo en mi Estado Mayor -permaneció un instante en silencio, con la mirada perdida en el quieto follaje de los naranjos-. Conocí al príncipe Poniatowski en el salón de la condesa Potocka, en París. Era un joven arrogante y simpático, pero con ideas políticas un tanto vagas. Tenía debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses y a menudo lo ponía en evidencia, olvidando que eran los más acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla de hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor. Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Murió como un gran soldado. Cuántas veces al cruzar un río (he cruzado muchos en mi vida, coronel) he pensado en él, en su envidiable sangre fría, en su espléndido arrojo. Así se debe morir y no en este peregrinaje vergonzante y penoso por un país que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena.
Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresuró respetuosamente a interrumpir al enfermo con voz un tanto quebrada por encontrados sentimientos:
-Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted sabe cuánto amor y cuánta gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha hecho por nosotros.
-Sí -contestó Bolívar con un aire todavía un tanto absorto-, tal vez tenga razón, Carreño, pero ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de Bogotá, ni cuando pasamos por Mariquita.
Se me escapó el sentido de sus palabras, pero noté en los presentes una súbita expresión de vergüenza y molestia casi física. Tornó Bolívar a dirigirse a mí con renovado interés:
-Y ahora que sabe que por acá todo ha terminado, ¿qué piensa usted hacer, coronel?
-Regresar a Europa -respondí- lo más pronto posible. Debo poner orden en los asuntos de mi familia y ver de salvar, así sea en parte, mi escaso patrimonio.
-Tal vez viajemos juntos -me dijo, mirando también al capitán.
Éste explicó al enfermo que por ahora tendría que navegar hasta La Guaira y que, de allí, regresaría a Santa Marta para partir hacia Europa. Indicó que sólo hasta su regreso podría recibir nuevos pasajeros. Esto tomaría dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira esperaba un cargamento que venía del interior de Venezuela. El capitán manifestó que, al volver a Santa Marta, sería para él un honor contarlo como huésped en la "Shanon" y que, desde ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades que exigía su estado de salud.
El Libertador acogió la explicación del marino con un amable gesto de ironía y comentó:
-Ay, capitán, parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba.
Permaneció en silencio un largo rato; sólo se escuchaba el silbido trabajoso de su respiración y algún tímido tintineo de un sable o el crujido de alguna de las sillas desvencijadas que ocupábamos. Nadie se atrevió a interrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en el quieto aire del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad británica se puso en pie. Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Salió apenas de su amargo cavilar sin fondo y nos miró como a sombras de un mundo del que se hallaba por completo ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo:
-Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compañía a este enfermo. Charlaremos un poco de otros días y otras tierras. Creo que a ambos nos hará mucho bien.
Me conmovieron sus palabras. Le respondí:
-No dejaré de hacerlo, Excelencia. Para mí es un placer y una oportunidad muy honrosa y feliz el poder venir a visitarle. El barco demora aquí algunas semanas. No dejaré de aprovechar su invitación.
De repente me sentí envarado y un tanto ceremonioso en medio de este aposento más que pobre y después de la llaneza de buen tono que había usado conmigo el héroe.
Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la fragata en busca de aire fresco. Cruza la sombra nocturna, allá en lo alto, una bandada de aves chillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada y añeja de la bahía. Allá al fondo, la silueta angulosa y vigilante del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraña atmósfera que me recuerda algo ya conocido no sé dónde ni cuándo. Las murallas y fuertes son una reminiscencia medieval surgiendo entre las ciénagas y lianas del trópico. Muros de Aleppo y San Juan de Acre, kraks del Líbano. Esta solitaria lucha de un guerrero admirable con la muerte que lo cerca en una ronda de amargura y desengaño. ¿Dónde y cuándo viví todo esto?
30 de junio. Ayer envié un grumete para que preguntara cómo seguía el Libertador y si podía visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regresó con la noticia de que el enfermo había pasado pésima noche y le había aumentado la fiebre. Personalmente, Bolívar me enviaba decir que, si al día siguiente se sentía mejor, me lo haría saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinieron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla y un oficial cuyo apellido no entendí claramente. «El Libertador se siente hoy un poco mejor y estaría encantado de gozar un rato de su compañía», explicó Montilla repitiendo evidentemente palabras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bolívar el hombre de mundo detrás del militar y el político. Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante frecuentador de los sajones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi hogareña, que me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de Fernán Núñez. A esto habría que agregar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogosidad, que lo han hecho, según es bien conocido, hombre en extremo afortunado con las mujeres.
Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le habían colgado una hamaca. Dos noches de fiebre marcaban su paso por un rostro que tenía algo de máscara frigia. Me acerco a saludarlo y con la mano me hace señas de que tome asiento en una silla que me han traído en ese momento. No puede hablar. El edecán Ibarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muy violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no importunar al enfermo y éste se incorpora un poco y me pide con una voz ronca, que me conmueve por todo el sufrimiento que acusa:
-No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estaré bien y podremos conversar un poco. Me hará mucho bien..., se lo ruego..., quédese.
Cerró los ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresión de alivio borra las arrugas de la frente. Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonríe. Tomé asiento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Transcurrido un cuarto de hora pareció despertar de un largo sueño. Se excusó por haberme hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato. «Hábleme un poco de usted -agregó-, cuál es su impresión de todo esto», y subrayó estas palabras con un gesto de la mano. Le respondí que me era un poco difícil todavía formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le comenté de mi sensación en la noche, frente a la ciudad amurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vivido no sé dónde, ni cuándo. Empezó entonces a hablarme de América, de estas repúblicas nacidas de su espada y de las cuales, sin embargo, allá en su más íntimo ser, se siente a menudo por completo ajeno.
-Aquí se frustra toda empresa humana -comentó-. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la hueca retórica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida. ¿Sabe usted que cuando yo pedí la libertad para los esclavos, las voces clandestinas que conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis compañeros de lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los Andes para vencer en el Pantano de Vargas, en Boyacá y en Ayacucho; los mismos que habían padecido prisión y miserias sin cuento en las cárceles de Cartagena el Callao y Cádiz de manos de los españoles? ¿Cómo se puede explicar esto si no es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de aquellos que no saben quiénes son, ni de dónde son, ni para qué están en la tierra? El que yo haya descubierto en ellos esta condición, el que la haya conocido desde siempre y tratado de modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta incómodo, en un extranjero molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hado extraño dispone que yo muera con un pie en el estribo, indicándome así que tampoco mi lugar, la tumba que me corresponde, está allende el Atlántico.
Hablaba con febril excitación. Me atreví a sugerirle descanso y que tratara de olvidar lo irremediable y propio de toda condición humana. Traje al caso algunos ejemplos harto patentes y dolorosos de la reciente historia de Europa. Se quedó pensativo un momento. Su respiración se regularizó, su mirada perdió la delirante intensidad que me había hecho temer una nueva crisis.
-Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer -comentó señalando hacia su pecho-; no vamos a detener la labor de la muerte callando lo que nos duele. Más vale dejarlo salir, menos daño ha de hacernos hablándolo con amigos como usted.
Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me conmovió, naturalmente. Seguimos conversando. Volví a comentarle de Europa, la desorientación de quienes aún añoraban las glorias del Imperio, la necedad de los gobernantes que intentaban detener con viejas mañas y rutinas de gabinete un proceso irreversible. Le hablé de la tiranía rusa en mi patria, de nuestra frustración de los planes de alzamiento preparados en París. Me escuchaba con interés mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorría el rostro.
-Ustedes saldrán de esas crisis, Napierski, siempre han superado esas épocas de oscuridad, ya vendrán para Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandeza para todos. Mientras tanto nosotros, aquí en América, nos iremos hundiendo en un caos de estériles guerras civiles, de conspiraciones sórdidas y en ellas se perderán toda la energía, toda la fe, toda la razón necesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio, coronel, así somos, así nacimos...
Nos interrumpió el edecán Ibarra que traía un sobre y lo entregó al enfermo. Reconoció al instante la letra y me explicó sonriente: «Me va a perdonar que lea esta carta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su alma». Me retiré a un rincón para dejarlo en libertad y comenté algunos detalles de mis planes con Ibarra. Cuando Bolívar terminó de leer los dos pliegos, escritos en una letra menuda con grandes mayúsculas semejantes a arabescos, nos llamó a su lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido.
Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los naranjos en flor. Suspiró hondamente y me habló con cierto acento de ligereza y hasta de coquetería:
-Esto de morir con el corazón joven tiene sus ventajas, coronel. Contra eso sí no pueden ni la mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los próximos ni el capricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Necesito estar solo un rato. Venga por aquí más a menudo. Usted ya es de los nuestros, coronel, y a pesar de su magnífico castellano a los dos nos sirve practicar un poco el francés que se nos está empolvando.
Me despedí con la satisfacción de ver al enfermo con mejores ánimos. Antes de tornar a la fragata, Ibarra me acompañó a comprar algunas cosas en el centro de la ciudad que tiene algo de Cádiz y mucho de Túnez o Algeciras. Mientras recorríamos las blancas calles en sombra, con casas llenas de balcones y amplios patios a los que invitaba la húmeda frescura de una vegetación espléndida, me contó los amores de Bolívar con una dama ecuatoriana que le había salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrentó, sola, a los conspiradores que iban a asesinar al héroe en sus habitaciones del Palacio de San Carlos en Bogotá. Muchos de ellos eran antiguos compañeros de armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras esta tarde.
1º de julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el regreso de la fragata. Ciertas vagas razones, difíciles de precisar en el papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy, se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no el rencor, de quienes todo le deben.
Si mi propósito era alistarme en el ejército de la Gran Colombia y circunstancias adversas me han impedido hacerlo, es natural que preste al menos el simple servicio de mi compañía y devoción a quien organizó y llevó a la victoria, a través de cinco naciones, esas mismas armas. Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y lealtad sin límites, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad de educación y de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras relaciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que sólo conmigo trata y cuando lo hace es con el placer de quien renueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma francés que le brotan en su charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del consulado por Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina.
El Libertador ha tenido una recaída de la cual, al decir del médico que lo atiende -y sobre cuya preparación tengo cada día mayores dudas-, no volverá a recobrarse. La causa ha sido una noticia que recibió ayer mismo. Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campaña en donde descansaba un poco de la silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agitado murmullo, tocaron a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó el enfermo incorporándose.
-Correo de Bogotá, Excelencia -contestó Ibarra. Bolívar trató de ponerse en pie pero volvió a recostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcancé un vaso con agua, tomó de ella algunos sorbos e hizo pasar a su edecán. Ibarra traía el rostro descompuesto a pesar del esfuerzo que hacía por dominarse. Bolívar se le quedó mirando y le preguntó intrigado:
-¿Quién trae el correo?
-El capitán Arrázola, Excelencia -contestó el otro con voz pastosa y débil.
-¿Arrázola? ¿El que fue ayudante de Santander?... Ese viene más a espiar que a traer noticias. En fin... que entre. ¿Pero qué le pasa a usted, Ibarra? -inquirió preocupado al ver que el edecán no se movía.
-Mi general..., Excelencia..., prepárese a recibir una terrible noticia.
Y las lágrimas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar media vuelta y salir. Afuera volvió a hablar con alguien. Se oían carreras y ruidos de gente que se agrupaba alrededor del recién llegado. Bolívar permaneció rígido, mirando hacia la puerta. Entró de nuevo Ibarra seguido por un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de color oscuro. Su mirada inquieta recorrió la habitación hasta quedarse detenida en el lecho donde le observaban fijamente. Se presentó poniéndose en posición de firmes.
-Capitán Vicente Arrázola, Excelencia.
-Siéntese Arrázola -le invitó Bolívar sin quitarle la vista de encima. Arrázola siguió en pie, rígido-. ¿Qué noticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están las cosas por allá?
-Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento culpable de ser quien tenga que dárselas.
Los ojos inmensamente abiertos de Bolívar se fijaron en el vacío.
-Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrázola. Serénese y dígame de qué se trata.
El capitán dudó un instante, intentó hablar, se arrepintió y sacando una carta del portafolio con el escudo de Colombia que traía bajo el brazo, se la alcanzó al Libertador. Éste rasgó el sobre y comenzó a leer unos breves renglones que se veían escritos apresuradamente. En este momento entró en punta de pie el general Mantilla, quien se acercó con los ojos irritados y el rostro pálido. Un gemido de bestia herida partió del catre de campaña sobrecogiéndonos a todos. Bolívar saltó del lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le gritó con voz terrible:
-¡Miserables! ¿Quiénes fueron los miserables que hicieron esto? ¿Quiénes? ¡Dígamelo, se lo ordeno, Arrázola! -y sacudía al oficial con una fuerza inusitada- ¿¡Quién pudo cometer tan estúpido crimen!?
Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrázola, quien lo miraba espantado y dolorido. De un manotón logró soltarse de los brazos que lo retenían y se fue tambaleando hacia la silla en donde se derrumbó dándonos la espalda. Tras un momento en que no supimos qué hacer, Montilla nos invitó con un gesto a salir del cuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la habitación me pareció ver que sus hombros bajaban y subían al impulso de un llanto secreto y desolado.
Cuando salí al patio todos los presentes mostraban una profunda congoja. Me acerqué al general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le pregunté lo que pasaba. Me informó que habían asesinado en una emboscada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio José de Sucre.
-Es el amigo más estimado del Libertador, a quien quería como a un padre. Por su desinterés en los honores y su modestia, tenía algo de santo y de niño que nos hizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tropa- me explicó mientras pasaba su mano por el rostro en un gesto desesperado. Permanecí toda la tarde en el pie de la Popa. Vagué por corredores y patios hasta cuando, entrada ya la noche, me encontré con el general Montilla, quien en compañía de Silva y del capitán Arrázola me buscaban para invitarme a cenar con ellos.
-No nos deje ahora, coronel -me pidió Montilla- ayúdenos a acompañar al Libertador a quien esta noticia le hará más daño que todos los otros dolores de su vida juntos.
Accedí gustoso y nos sentamos en la mesa que habían servido en un comedor que daba al castillo de San Felipe. La sobremesa se alargó sin que nadie se atreviera a importunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entró en el cuarto con una palmatoria y una taza de té. Permaneció allí un rato y cuando salió nos dijo que el Libertador quería que le hiciéramos un rato de compañía. Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sábana empapada en el sudor de la fiebre, que le había aumentado en forma alarmante. Su rostro tenía de nuevo esa desencajada expresión de máscara funeraria helénica, los ojos abiertos y hundidos desaparecían en las cuencas, y, a la luz de la vela, sólo se veían en su lugar dos grandes huecos que daban a un vacío que se suponía amargo y sin sosiego según era la expresión de la fina boca entreabierta.
Me acerqué y le manifesté mi pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catre sin saber qué decir ni cómo alejar al enfermo del dolor que le consumía. Con voz honda y cavernosa, que llenó toda la estancia en sombras, preguntó de pronto dirigiéndose a Silva:
-¿Cuántos años tenía Sucre? ¿Usted recuerda?
-Treinta y cinco, Excelencia. Los cumplió en febrero.
-Y su esposa, ¿está en Colombia?
-No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella.
De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo más té y le hizo tomar al enfermo unas cucharadas que le habían recetado para bajar la temperatura. Bolívar se incorporó en el lecho y le pusimos unos cojines para sostenerlo y que estuviera más cómodo. Iniciábamos una de esas vagas conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de repente empezó a hablar un poco para sí mismo y a veces dirigiéndose a mí concretamente:
-Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su propósito. Un primer golpe de guadaña para probar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido, Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada, su avanzar con los hombros un poco caídos y el cuerpo desgonzado, dando siempre la impresión de cruzar un salón tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de frotar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses silbadas y huidizas que imitaba tan bien Manuelita haciéndole ruborizar. Sus silencios de tímido. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y francas... Cómo debió tomarlo por sorpresa la muerte. Cómo se preguntaría con el último aliento de vida, la razón, el porqué del crimen... «Usted y yo moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quién nos mate después de lo que hemos pasado»... Siempre iluso, siempre generoso, siempre crédulo, siempre dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas que él sin notarlo ni proponérselo, cultivaba en sí mismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos... Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombrío con los chillidos de los monos siguiéndonos todo el día. Mala gente esa... Siempre dieron qué hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los más humillados quizá, los menos beneficiados por la Corona y por ello los más sumisos, los menos fuertes. ¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aquí nada. La muerte se llevó a los mejores, todo queda en manos de los más listos, los más sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte...
Recostó la cabeza en la almohada. La fiebre le hacía temblar levemente. Volvió a mirar a Ibarra.
-No habrá tal viaje a Francia. Aquí nos quedamos aunque no nos quieran.
Una arcada de náuseas lo dobló sobre el catre. Vomitó entre punzadas que casi le hacían perder el sentido. Una mancha de sangre comenzó a extenderse por las sábanas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba delirante: «Berruecos... Berruecos... ¿Por qué a él?... ¿Por qué así?».
Y se desplomó sin sentido. Alguien fue por el médico quien, después de un examen detenido, se limitó a explicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuerzas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuya identidad no podía diagnosticar.
Me quedé hasta las primeras horas de la madrugada cuando regresé a la fragata. He meditado largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitán mi decisión de quedarme en Cartagena y esperar aquí su regresó de Venezuela, que calcula será dentro de dos meses. Mañana hablaré con mi amigo el general Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor aumenta y de las murallas viene un olor de frutas en descomposición y de húmeda carroña salobre. 

Álvaro Mutis Jaramillo; Bogotá, Colombia, 1923. México, 2013. Escritor y poeta colombiano. Autor destacado por la riqueza verbal de su producción y una característica combinación de lírica y narratividad, participó en sus inicios del movimiento de poetas agrupados en torno a la revista Mito. Influido por Pablo Neruda, Octavio Paz, Saint-John Perse y Walt Withman, empleó la poesía como vía de conocimiento para el acceso a universos desconocidos, a nuevos mundos donde fuese posible el amor y la buena muerte. Su álter ego es Maqroll, un aventurero sombrío y a la vez inocente, que canta a la frágil condición humana. Su obra ha sido reconocida con galardones tan prestigiosos como el Príncipe de Asturias (1997) y el Premio Cervantes (2001).

Álvaro Mutis
Hijo del abogado internacionalista Santiago Mutis Dávila y de Carolina Jaramillo, en 1925 su padre ingresó al servicio diplomático y la familia hubo de trasladarse a Bruselas, donde el jefe de familia había sido nombrado ministro consejero. En Bélgica nació, en 1928, su hermano Leopoldo, y en 1931 murió repentinamente su padre. La afligida madre retornó a Colombia y se instaló en la finca Coello (ubicada en la confluencia de los ríos Coello y Cocora, en el departamento del Tolima). La finca había pertenecido al abuelo materno, el pionero Jerónimo Jaramillo Uribe, uno de los fundadores de Armenia, y doña Carolina acababa de heredarla. Mutis permaneció en Bruselas estudiando en el colegio Saint Michel de los padres jesuitas, en el que se empapó de conocimientos históricos, muy especialmente sobre Bizancio.
La finca Coello, y en general Colombia, representaron en esos años para Mutis un sitio de vacaciones. Sin embargo, la experiencia del contacto físico con el trópico, con el clima de la tierra caliente, el aroma del café, el plátano y los árboles frutales marcarían su posterior producción literaria. Pese a que para Mutis el mundo era Europa, los reiterados viajes en barco a Colombia (en pequeños buques de carga y pasajeros, que llegaban a Buenaventura tres semanas después de zarpar, al cabo de las cuales había que desplazarse en automóvil, tren y caballo hasta el hogar materno) fueron otra experiencia fundamental en la formación del escritor. No es raro, entonces, encontrar que el personaje principal de las novelas de Álvaro Mutis, Maqroll el Gaviero, se debata entre ciertas contradicciones, viva entre Europa y América, en mundos totalmente contrastantes, considere el Viejo Continente como la cuna de la civilización y al Nuevo Mundo como la fuerza, y que, insatisfecho con uno y otro, intente crear en sus aventuras un universo acorde con sus ideales.
Álvaro Mutis no acabó el bachillerato. Por problemas financieros de su madre, hubo de abandonar el colegio en Bruselas y se matriculó en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá. Pero no le interesaba estudiar el pensum regular; le gustaba leer libros de historia, de viajeros y de literatura, y no le preocupó aprender matemáticas y otras minucias. En 1941, con sólo dieciocho años, prefirió casarse con Mireya Durán, con quien tendría tres hijos.
Como muchos de los grandes escritores contemporáneos, cumplió un exigente periplo de lecturas formativas que se inició con Julio Verne y Emilio Salgari, pasó por Honoré de Balzac y Flaubert y por los maestros rusos (Dostoievski, Tolstoi, Chéjov) para terminar, en esa primera etapa, con Kafka, Werfel y Rilke. De los latinoamericanos también leyó mucho, pero quien más lo conmovió fue Pablo Neruda con su Residencia en la tierra. En el Colegio del Rosario tuvo como profesor de literatura a Eduardo Carranza, quien le enseñó la importancia de poetas como Juan Ramón Jiménez y los españoles de la generación del 27.
Una vez casado, y para ganarse la vida, se vinculó a la radio. Inicialmente, en 1942, trabajó en la emisora Nuevo Mundo, que con los años se convirtió en la matriz de la Cadena Radial Colombiana, Caracol. Allí reemplazó a Jorge Zalamea en la dirección del programa "Actualidad literaria". Se relacionó con el mundo intelectual y bohemio de Bogotá y conoció al crítico Casimiro Eiger, a quien Mutis agradecería el facilitarle la entrada en el mundo de las letras. Este misterioso personaje escapado de las obras de Proust ejerció cierto papel tutelar en la joven intelectualidad de entonces, similar al que cumplió Ramón Vinyes en el Grupo de Barranquilla.
Se hizo también amigo de los críticos y escritores Hernando Téllez y Eduardo Zalamea; frecuentaba los tradicionales cafés El Molino, El Asturias y El Automático, donde se acercó a dos generaciones distintas de poetas: los Nuevos y los de Piedra y Cielo. Conoció además a los hermanos Otto y León de Greiff, el primero de ellos muy importante en su formación como melómano. En 1942 fue contratado por la Radiodifusora Nacional como locutor de noticias, actividad en la que permaneció hasta 1946, cuando la Compañía Colombiana de Seguros lo nombró jefe de redacción de su revista institucional Vida; allí aparecieron sus primeros escritos: pequeños retratos literarios de Joseph Conrad, Alexander Pushkin, Antoine de Saint-Exupéry o Joachim Murat. Y también su primer poema, titulado "La creciente".
Durante esa época tuvo un acercamiento importante a los surrealistas: Saint-John Perse, traducido por Jorge Zalamea, André Breton y su Poisson salubre. Este último fue determinante en sus primeros poemas, pues quiso ser surrealista, al punto que sus versos iniciales los iba a titular "La cebra perfumada". También recibió la influencia del poeta venezolano Juan Sánchez Peláez, agregado cultural de la Embajada de Venezuela en Bogotá, quien lo llevó a un mundo mágico, a un vocabulario deslumbrante. En 1947 conoció al poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, que era el embajador de Guatemala en Colombia, y a los pintores Fernando Botero y Alejandro Obregón.
El año siguiente se hizo amigo de Ernesto Volkening, quien, al igual que Casimiro Eiger, cumplió un papel importantísimo en el periplo literario de Mutis. Eiger conoció fragmentos de la obra de Mutis y lo animó a publicar algunos textos en el suplemento del periódico La Razón, que dirigía Alberto Zalamea. Por ese entonces existía el grupo de los Cuadernícolas, el cual, aunque no era homogéneo, gustaba de publicar sus versos en cuadernos. Mutis siguió la moda y, junto con Carlos Patiño Roselli y alentado por Volkening, publicó el cuaderno de poesía La balanza, con ilustraciones de Hernando Tejada, que se agotó por incineración el 9 de abril de 1948. El cuadernito recibió algunas críticas y Mutis esperó cuatro años para publicar su segundo libro: Los elementos del desastre, que por su frescura y pureza conmovió el mundo de las letras colombianas.
El trabajo consta de catorce poemas que configuran una visión apocalíptica del hombre, en los que se muestran la duda, el miedo y la destrucción, elementos que aniquilan al ser humano. Este libro contó con la lectura crítica de Volkening y con él se configuró Mutis como el principal poeta joven colombiano. Mientras se consolidaba como escritor, inició una importante carrera como relacionista público y publicista pues, desde un comienzo, comprendió que con la literatura no iba a percibir mayores ingresos. Fue director de publicidad de la Compañía Colombiana de Seguros y de Bavaria, jefe de relaciones públicas de Lansa, y, tras la quiebra de esta última compañía, pasó a ser en 1954 jefe de relaciones públicas de la Esso. Tales empleos le obligaban a viajar, con lo que conoció todo el país y parte del mundo. Muchos de sus poemas de esa época los escribió en aviones, aeropuertos y cuartos de hotel.
Los dos años que permaneció en la Esso fueron de casi total receso literario; sin embargo, Maqroll el Gaviero nació de las experiencias de Mutis en los planchones petroleros que recorrían el río Magdalena, desde Barrancabermeja hasta Barranquilla. Cabe destacar que Gaviero es el marino que desde el sitio más alto del barco vigila por todos los demás; su símbolo para el oficio de la poesía. En la Esso, Mutis manejaba importantes cantidades de dinero que la compañía destinaba a diferentes actividades: un buen porcentaje era para obras de caridad, y muy especialmente para el Secretariado Nacional de Asistencia Social (SENDAS). Pero el poeta le dio un uso distinto: lo invirtió en quijotescas empresas culturales y la compañía lo demandó, pues estaban en juego sus relaciones con la dictadura. Mutis tuvo que viajar con urgencia a México en 1956.
Era la segunda ocasión que visitaba ese país (la primera había sido en 1952) y desde entonces se convirtió en su lugar de residencia. Entró en contacto con el gran cineasta español Luis Buñuel y el productor Luis de Llano. Buñuel siempre soñó con llevar al cine la novela de Mutis La mansión de Araucaíma (1973), "relato gótico de tierra caliente". Gracias a ambos, Mutis consiguió empleo en una agencia de publicidad para la televisión. Se vinculó de lleno a la vida cultural mexicana y se hizo amigo de los escritores Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Carlos Fuentes y Elena Poniatowska.
No perdió los lazos con Colombia, pues esporádicamente colaboró en la revista Mito. En 1959, la prestigiosa revista publicó como separata el libro Reseña de los hospitales de ultramar, que significó la aparición en el mundo de las letras del romántico personaje de Maqroll el Gaviero, que viene a encarnar la conciencia del poeta. En 1959 se hicieron efectivas las demandas en su contra y fue recluido en la cárcel mexicana de Lecumberri durante un año y tres meses. Una nueva experiencia para su formación como escritor, pues, además de conocer la poco gratificante vida carcelaria, logró superar miedos y fantasmas. De ese período de su vida es necesario resaltar la disciplina que tuvo en devorar libros; leyó por segunda vez los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, de quien tenía un retrato en su celda. Dio forma a los relatos "Saraya", "El último rostro", "Antes que cante el gallo" y "La muerte del estratega", a algunos poemas de Los trabajos perdidos (1965), y escribió el Diario de Lecumberri (1960), resultado directo de su estadía en la cárcel, en el que narra, de manera conmovedora, la vida y muerte de "Palitos". El libro fue publicado por la Universidad Veracruzana.
Tras la cárcel, algunos años después, Mutis pasó a ser gerente de ventas para América Latina de la Twentieth Century Fox y luego de la Columbia Pictures (en donde permaneció hasta jubilarse en 1988), empresas que le permitieron seguir viajando por el mundo. Entre 1960 y 1973 es relativamente poco lo que hizo en literatura: en 1962 publicó cuatro textos con el seudónimo de Álvar de Mattos (diplomático portugués) en la revista Snob, dirigida por Salvador Elizondo y Emilio García Riera: "Pequeña historia de un gran negocio", "Historia y ficción de un pequeño militar sarnoso", "El general Bonaparte en Nizza" y "El incidente de Maiquetía o Isaac salvado de las jaulas". En 1964, en la Casa del Lago de la Universidad Nacional Autónoma de México, dictó una serie de conferencias dedicadas a sus devociones literarias: Valéry Larbaud, Joseph Conrad y Marcel Proust. Tales conferencias serían publicadas ese mismo año en la revista de la UNAM, dirigida por Jaime García Terrés.
En 1965 se publicó su libro Los trabajos perdidos, con el que obtuvo el Premio Nacional del nadaísmo para poesía de ese año. Entonces ya era considerado el mejor poeta colombiano del momento, aunque, definitivamente, su visión de la literatura y del país era sumamente pesimista. Decía, por ejemplo, que "la literatura es para mí una servidumbre dolorosa, y no siento por ella la menor simpatía. Me abruma un poco, por ejemplo, la agobiante montaña de literatura que producimos los colombianos y que nos oculta en muchos casos la miserable realidad de nuestra situación ante el mundo". Su enfoque sobre la violencia fue descarnado y realista: "La violencia en Colombia es el resultado de las seculares represiones e inhibiciones a que se ha visto sometido el colombiano por razones históricas y sociales. Como fenómeno me parece sano y recomendable, es un despertar. Todas las civilizaciones se han basado en sacrificios humanos, en violencia, en humillación y en sangre. ¿Por qué los colombianos creímos estar libres de esta servidumbre? Tal vez por retóricos y artificiales nos creímos de veras que éramos la Suiza de América. No hay que olvidar que los suizos llenaron de sangre a Europa como soldados mercenarios antes de formar su idílica confederación".
En 1973, se publicó en España Summa de Maqroll el Gaviero (1947-1970) que contenía las obras Primeros poemas, Los elementos del desastre, Los trabajos perdidos, Reseña de los hospitales de ultramar y Recuento de ciertas visiones. En 1977 inició la columna semanal "Rincón Reaccionario" en el periódico Uno más Uno, que después continuó en El Sol de México y en el diario Novedades. En 1978, se publicó una segunda edición de La mansión de Araucaíma, junto con los cuatro relatos escritos en la cárcel.
Sólo en 1982 volvió a aparecer un nuevo libro de poemas de Álvaro Mutis: Caravansary, que publicó el Fondo de Cultura Económica; ese año su gran amigo Gabriel García Márquez, a quien había conocido en 1950, ganó el premio Nobel de Literatura. Mutis, junto con otros amigos mutuos como Guillermo Angulo, Álvaro Castaño Castillo y Gloria Valencia de Castaño, Alfonso Fuenmayor, Gonzalo Mallarino, Alejandro Obregón, Hernán Vieco y Fernando Gómez Agudelo, fueron invitados especiales del autor de Cien años de soledad a la ceremonia de entrega del Nobel en Estocolmo. Al año siguiente se le concedió en Colombia el Premio Nacional de Poesía.
Semblanza biográfica: biografiasyvidas.com.Texto y foto:ciudadseva.com.