Una exposición recupera libros salvados de las llamas y otros que sobrevivieron ocultos tras la dictadura de Pinochet. Sin una lista negra definida, los militares hasta quemaron textos del cubismo pensando que era una tendencia de Cuba. Una historia de miedo y censura que se puede rastrear hasta hoy
Para Ramón Castillo, al acto de llevar los libros a la hoguera se sumó la ausencia de textos en las casas. (Koen Wessing/Nederlands Fotomuseum, courtesy Hollandse Hoogte, The Netherlands. UDP) |
"Biblioteca recuperada: Libros quemados y escondidos a 40 años del golpe", exposición en la sala Nicanor Parra de la UDP./revista Ñ |
"Nos sacaron al patio a formarnos y lavarnos con agua en
toneles, en otros artefactos había parafina o bencina, montones de
libros, nos hicieron prenderles fuego, recuerdo ediciones de la revista
cubana Bohemia, libros de artes sobre le cubismo, publicaciones de la
editorial Quimantú, libros de Marta Harnecker y todo lo de Marx, Engels y
Lenin. Libros que llegaban en camiones militares y en varios kilos, la
orden era de quemarlos todos (...)Al medio día fuimos subidos a unos
buses y agachados en el piso con las manos entrelazadas en la nuca
fuimos trasladados- más tarde reconocimos el lugar- era el Estadio
Nacional”, dice el testimonio de un militante comunista detenido en la
Escuela Militar.
Este crudo relato es parte de una
investigación de Karin Ballesteros, bibliotecóloga y parte del equipo de
investigación y exposición de “Biblioteca recuperada: Libros quemados y
escondidos a 40 años del golpe” que exhibe la Universidad Diego
Portales en la sala Nicanor Parra y que tiene como curador a Ramón
Castillo, director de Escuela de Arte de la UDP.
Ballesteros ya
había indagado en el tema y encontró escasa documentación sobre la quema
y destrucción de libros durante la dictadura. Pero los chilenos sabían
de vecinos, familiares y padres que los ocultaban. Paredes ahuecadas,
hoyos en los patios traseros de las casas, depósitos en entretechos o
simplemente un cambio de tapas eran camuflajes válidos. Entre muchos de
los autores prohibidos estaban Pablo Neruda, Hernán Valdés, Guillermo
Atías, de Armando Uribe y textos de la editorial Quimantú y del
cantautor Patricio Manns.
Con la excusa del 11 de septiembre,
a 40 años del golpe de Estado, Ballesteros y equipo salieron a buscar
esos libros. Los que se salvaron de las llamas, los que siguen
apareciendo en escondites olvidados y otros tantos dejados en herencia
por quienes tuvieron que partir al exilio o la clandestinidad con lo
puesto. También se reunieron testimonios, brutales. Historias tras la
hazaña de esconder un libro corriendo el riesgo de ser asesinado, por
ejemplo. Fueron bibliotecas enteras las saqueadas por completo luego que
las familias eran detenidas en sus casas. Una estrecha relación entre
la destrucción de libros y la muerte.
“Donde se queman libros, se
queman personas”, grafica Karin, parafraseando a Heinrich Heine. Y como
no, si las noticias mostraban los allanamientos a departamentos y casas
donde hombres y mujeres eran arrastrados del brazo, mientras que un
segundo militar se encargaba de desgarrar las hojas de los libros para
luego quemarlas. Rostros altivos, bestiales, como una imagen sacada de
la Alemania de 1933, barbarie que se siguió replicando en otros países y
en otros momentos.
Para Castillo la quema de libros es una
metáfora de la destrucción de las palabras, de la imposibilidad de los
chilenos de conservar sus estanterías, de dejar a un país sin nada hasta
despojarlos por completo hasta de sus palabras. “Nos quedamos con un
país que carece de libros (...) cuando se destruye un libro, también se
destruye a las personas que los poseen y llega el temor, la rabia y el
absurdo”
Castillo relata que en medio de la investigación, se
dieron cuenta que no había una lista de libros prohibidos muy precisa. A
diferencia de lo que ocurrió en la Argentina, en Chile la destrucción
fue indiscriminada y hasta pueril. Tan sólo un ejemplar de un libro de
Neruda calificaba para que la biblioteca fuera a las llamas en su
totalidad. “Uno piensa que el primer objetivo tras el golpe de Estado
fue toda la literatura marxista pero los militares quemaban libros de
cubismo porque los asociaban una tendencia de Cuba. Son anécdotas
reales, también ocurrió con La serie roja, un libro de medicina, es
decir había mucha ignorancia, una instrucción tan básica, que cuando los
soldados tenían que llevar a cabo esto, ni ellos mismos sabían lo que
estaban haciendo”, comenta Castillo.
Otro claro ejemplo fue el
allanamiento y cierre de la editorial Quimantú durante el golpe. Esta se
originó como iniciativa del gobierno de la Unidad Popular y del
presidente Salvador Allende, con colecciones de libros y revistas de
bajo costo para acercar la cultura a la gente. Los textos y revistas se
vendían en quioscos y librerías. La editorial operó entre el año 70 y 73
y en 38 meses editó 11 millones de libros. El 12 de septiembre fue
allanada, cerrada y sus libros también fueron quemados. “Comparado con
todo eso, la recuperación es mínima, claro, pero son 800 textos y 300 de
ellos fueron donados, una forma más profunda de conmemorar esta fecha”,
dice Castillo.
Para el curador, el acto de llevar los libros a la
hoguera impactó en la ausencia de libros en las casas. Un trabajo
eficaz de la dictadura que decantó en un que evolucionó hasta hoy. Se
perdió la cercanía con la literatura y eso se traduce en los escasos
hábitos de lectura de la población. (Según datos de la UNESCO sólo un 7%
de los chilenos lee por placer)
“Sumado a eso en diciembre 1976
se constituye el IVA del 19% a los libros, ese fue el último golpe a los
libros, en ese momento pasaron de ser un objeto personal a un bien de
lujo, de consumo”, remata.
La muerte de las ideas
En
los días del golpe, la poeta y cronista Carmen Berenguer se preparaba
para volver a Chile desde los Estados Unidos. Ella y su marido planeaban
finalizar su beca en la Universidad de Iowa, y volar a Santiago el 17
de septiembre. Dudaron. “El día anterior había hablado en un colegio
secundario sobre el alto nivel cultural que había alcanzado Chile, su
nivel de lectura. Ahora se nos presentaba la disyuntiva de volver o no.
Finalmente regresamos en octubre de 1973”, comenta.
Tras su
retorno a Chile, se instaló en la casa de un amigo que viajó fuera del
país. Lo primero que la escritora encontró fue una gran cantidad de
revistas escondidas en el entretecho, y ocultos bajo tablas despegadas
del piso. “Mi madre me dijo que algunos de mis libros habían sido
quemados, también vi mucha gente que trataba desesperadamente de
deshacerse de ellos quemándolos en chimeneas, enterrándolos en la
tierra... Eso produjo mucha angustia en la sociedad chilena”, evalúa.
Berenguer
recuerda haber hojeado a escondidas libros de Roque Dalton y Otto René
Castillo, textos que le regaló un profesor que dictaba un curso acerca
del Testimonio en América Latina. “Leí Confieso que he vivido
a escondidas en 1983. También recuerdo que para publicar un libro
tenías que pedir autorización al Ministerio del Interior, en mi caso
publiqué Bobby Sand desfallece en el muro, sin permiso”
Para
la historiadora de la UDP Solene Bergot, la censura fue tan bien
impuesta, que el temor al libro como material subversivo y peligroso
caló hondo en la población. El impacto fue tal, que las personas optaron
por destruir y esconder sus libros. Para Bergot, no sólo hubo censura,
sino también auto-censura. “Esto es un logro de la exhibición presentada
en la Universidad, haber rescatado testimonios de estas quemas que dan
cuenta de un fenómeno generalizado y a veces sin fundamento real, es
decir que por rumores que circulaban, las personas empezaron a botar,
quemar, enterrar y esconder los libros que ellos consideraron que les
podrían traer problemas. El régimen militar, en este sentido, fue capaz
de alterar la percepción racional de los ciudadanos y reemplazarla por
el miedo...”.
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