Una exposición que condensa la vida de la Real Academia Española inicia los actos del tricentenario. La institución ha resistido diferentes convulsiones históricas
Casilleros donde se almacenan las fichas de las palabras en la RAE. /Luis Sevillano./elpais.com |
En la Real Academia Española (RAE)
hay una vida dentro y otra fuera que no siempre han confluido con
armonía. No es lo mismo hacer diccionarios con Carlos III en el trono
que con Fernando VII. Ni se debate sobre semántica y ortografía igual en
tiempos de paz que cuando resuenan trompetas de guerra. En sus tres
siglos de historia, mientras en las sucesivas sedes de la Academia sus
integrantes se afanaban en rellenar fichas sobre palabras, fuera se
sucedían reyes, repúblicas, dictaduras… Algunos autores llamaban a la
puerta para entrar —el éxito no estaba garantizado como bien sabe Emilia
Pardo Bazán— y otros rechazaban las invitaciones de la institución (el
supersticioso Jacinto Benavente creía que el ingreso le acercaba a la
muerte y alguna razón no le faltaba: no hay más que ver el perchero, con
un correturnos por antigüedad que acerca hacia la primera percha
conforme se suceden los decesos).
En La lengua y la palabra, la exposición que recorre los 300 años de la RAE, organizada entre la institución y Acción Cultural Española, se ha seleccionado un poco de todo, “de la historia interna y de la externa; de la historia de la palabra y de la no palabra”, sintetizó el director, José Manuel Blecua, al presentarla ayer en la Biblioteca Nacional, donde esta tarde será inaugurada por la Reina. Con ella arrancan las actividades para festejar el tricentenario, que culminarán en 2014 con la publicación de la versión vigésimo tercera del Diccionario. Y son 300 años pero es la primera fiesta. El secretario de la Academia, Darío Villanueva, sorprendió al revelar que no se habían conmemorado las efemérides anteriores: “Aunque sea una celebración modesta, nos sacaremos una espina”.
En el primero, el trasiego bélico que vivía la península, convertida en escenario de guerras napoleónicas, impidió los fastos. Ni el consenso prevalecía entre los académicos ni la casa permanecía al margen. Ambos asuntos fueron solventados por Fernando VII a su manera: destituyó al director, Ramón Cabrera —además de borrarle de la lista de académicos— y ordenó excluir a los afrancesados. Entre 1913 y 1914 la fiesta quedó en casa, con una sesión privada entre los académicos. El director de entonces, Antonio Maura, opinaba que una guerra mundial a la vuelta de la esquina no creaba atmósfera para alharacas.
Por vez primera pues la osadía del marqués de Villena y sus siete amigos de tertulia, que en 1713 decidieron poner a España a la altura de sus vecinos con la elaboración de un diccionario de la lengua, recibirá una merecida exaltación. Con el refuerzo de otros tres compañeros, los ocho tertulianos lograron en solo 26 años reunir una obra con 42.000 palabras en un siglo sin Internet ni Facultades de Filología ni coches (de los contratiempos de ello da fe en una carta de socorro un académico que se quedó sin mula). Incluso irían más allá: en un siglo publicaron el Diccionario de autoridades, la Ortografía, la Gramática y el Diccionario chico (el de autoridades sin autoridades), precursor de las versiones que conocemos.
Un diccionario no alimenta el estómago ni repara un electrodoméstico ni sirve para desplazarse, pero los comisarios de la muestra, la historiadora Carmen Iglesias y el científico José Manuel Sánchez Ron —ambos miembros de la RAE—, realzan otro valor en el catálogo: “La lengua, la palabra, no es lo que llamamos ‘la realidad’, pero solo la lengua y la palabra nos proporcionan un marco significativo para entender parcelas de esa realidad y, con ello, poder conformarlas y contribuir a su transformación”. Joseph Brodsky, al que citan, era drástico: “Cuidad vuestro vocabulario como si se tratase de vuestra cuenta corriente”.
La exposición sigue un recorrido cronológico para ilustrar la vida de la casa en tres siglos. Lo hace con piezas de lujo: hay retratos firmados por Goya, Sorolla, Zuloaga y tesoros bibliográficos de Gonzalo de Berceo, Juan Manuel (El conde Lucanor), la primera edición de lujo del Quijote en español (y 13 reproducciones en terracota de sus personajes elaboradas para esa tirada) o el primer catecismo difundido en América que recurría a las imágenes para salvar la incomunicación lingüística (el espíritu santo se identifica con un colibrí, desde luego más atractivo que las insulsas palomas europeas).
Por supuesto están las obras lingüísticas. Hay objetos curiosos: el perchero, el toisón de oro de Víctor García de la Concha, el talón por 6.000 euros donado por el Rey, un sillón, un vídeo pseudoclandestino de una sesión, las felicitaciones de Mingote, el manuscrito de Los santos inocentes o el discurso de Salvador de Madariaga, leído en 1978, cuatro décadas después de su elección. La historia se completa con sus huecos. El más grande es el de las mujeres, por más que en 1784 fuese nombrada académica honoraria Isidra Quintina de Guzmán. Hasta 1978 no entró la primera de pleno derecho (Carmen Conde). Por el camino la casa había desdeñado a María Moliner —la exposición incluye su Diccionario—, Gertrudis Gómez de Avellaneda o Emilia Pardo Bazán. Casi frente al retrato de doña Emilia luce el de su “miquiño”, don Benito [Pérez-Galdós]. Irónicamente ellas no entraron en la RAE pero sí hicieron su historia.
En La lengua y la palabra, la exposición que recorre los 300 años de la RAE, organizada entre la institución y Acción Cultural Española, se ha seleccionado un poco de todo, “de la historia interna y de la externa; de la historia de la palabra y de la no palabra”, sintetizó el director, José Manuel Blecua, al presentarla ayer en la Biblioteca Nacional, donde esta tarde será inaugurada por la Reina. Con ella arrancan las actividades para festejar el tricentenario, que culminarán en 2014 con la publicación de la versión vigésimo tercera del Diccionario. Y son 300 años pero es la primera fiesta. El secretario de la Academia, Darío Villanueva, sorprendió al revelar que no se habían conmemorado las efemérides anteriores: “Aunque sea una celebración modesta, nos sacaremos una espina”.
En el primero, el trasiego bélico que vivía la península, convertida en escenario de guerras napoleónicas, impidió los fastos. Ni el consenso prevalecía entre los académicos ni la casa permanecía al margen. Ambos asuntos fueron solventados por Fernando VII a su manera: destituyó al director, Ramón Cabrera —además de borrarle de la lista de académicos— y ordenó excluir a los afrancesados. Entre 1913 y 1914 la fiesta quedó en casa, con una sesión privada entre los académicos. El director de entonces, Antonio Maura, opinaba que una guerra mundial a la vuelta de la esquina no creaba atmósfera para alharacas.
Por vez primera pues la osadía del marqués de Villena y sus siete amigos de tertulia, que en 1713 decidieron poner a España a la altura de sus vecinos con la elaboración de un diccionario de la lengua, recibirá una merecida exaltación. Con el refuerzo de otros tres compañeros, los ocho tertulianos lograron en solo 26 años reunir una obra con 42.000 palabras en un siglo sin Internet ni Facultades de Filología ni coches (de los contratiempos de ello da fe en una carta de socorro un académico que se quedó sin mula). Incluso irían más allá: en un siglo publicaron el Diccionario de autoridades, la Ortografía, la Gramática y el Diccionario chico (el de autoridades sin autoridades), precursor de las versiones que conocemos.
Un diccionario no alimenta el estómago ni repara un electrodoméstico ni sirve para desplazarse, pero los comisarios de la muestra, la historiadora Carmen Iglesias y el científico José Manuel Sánchez Ron —ambos miembros de la RAE—, realzan otro valor en el catálogo: “La lengua, la palabra, no es lo que llamamos ‘la realidad’, pero solo la lengua y la palabra nos proporcionan un marco significativo para entender parcelas de esa realidad y, con ello, poder conformarlas y contribuir a su transformación”. Joseph Brodsky, al que citan, era drástico: “Cuidad vuestro vocabulario como si se tratase de vuestra cuenta corriente”.
La exposición sigue un recorrido cronológico para ilustrar la vida de la casa en tres siglos. Lo hace con piezas de lujo: hay retratos firmados por Goya, Sorolla, Zuloaga y tesoros bibliográficos de Gonzalo de Berceo, Juan Manuel (El conde Lucanor), la primera edición de lujo del Quijote en español (y 13 reproducciones en terracota de sus personajes elaboradas para esa tirada) o el primer catecismo difundido en América que recurría a las imágenes para salvar la incomunicación lingüística (el espíritu santo se identifica con un colibrí, desde luego más atractivo que las insulsas palomas europeas).
Por supuesto están las obras lingüísticas. Hay objetos curiosos: el perchero, el toisón de oro de Víctor García de la Concha, el talón por 6.000 euros donado por el Rey, un sillón, un vídeo pseudoclandestino de una sesión, las felicitaciones de Mingote, el manuscrito de Los santos inocentes o el discurso de Salvador de Madariaga, leído en 1978, cuatro décadas después de su elección. La historia se completa con sus huecos. El más grande es el de las mujeres, por más que en 1784 fuese nombrada académica honoraria Isidra Quintina de Guzmán. Hasta 1978 no entró la primera de pleno derecho (Carmen Conde). Por el camino la casa había desdeñado a María Moliner —la exposición incluye su Diccionario—, Gertrudis Gómez de Avellaneda o Emilia Pardo Bazán. Casi frente al retrato de doña Emilia luce el de su “miquiño”, don Benito [Pérez-Galdós]. Irónicamente ellas no entraron en la RAE pero sí hicieron su historia.
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