30.9.16

La pasión por el detalle del cronista Gabo

Luzangela Arteaga, la periodista que colaboró con el Nobel en la reportería de Noticia de un secuestro, recuerda el proceso del libro a los 20 años de su publicación

Gabriel García Márquez en mayo de 1996 en Madrid./Santi Burgos./elpais.com

Darío Arizmendi, por aquel entonces y todavía hoy director de 6AM, de Caracol Radio, cogió a una ni siquiera treintañera Luzangela Arteaga, la retiró de la cabina del programa y le soltó sin más miramientos: “Yo soy muy amigo de Gabo, está preparando algo especial, no sé qué, pero me pidió a una persona detallista, reservada, alguien especial. He pensado en ti. Te vas mañana para Cartagena”.
-Así, con un golpe seco, entró en mi vida el maestro.Arteaga recuerda, en una tarde del eterno otoño bogotano, ya con 51 años, cómo llegó a la ciudad del Caribe colombiano, marcó al teléfono que le había dado Arizmendi y se dirigió a la casa “absolutamente blanca” de García Márquez. Aquel día se encontró con alguien “muy serio, analítico, enteramente diferente a lo que fue en adelante”. El Nobel colombiano le invitó a seguir y directamente se sentaron en una mesa de trabajo: “Mira, en esto estoy trabajando”, le vino a decir antes de leerle lo que sería el esbozo del primer capítulo de su próxima obra, Noticia de un secuestro, de cuya publicación este año se cumplen 20 años. En los siguientes dos años, Arteaga sería la sombra en la reportería con la que Gabo regresaba al periodismo.
Maruja Pachón y su marido, Alberto Villamizar, le habían propuesto a García Márquez escribir un libro a partir de la experiencia de ella durante su secuestro de seis meses dos años atrás. El escritor tenía bien avanzado el primer borrador cuando se percató, como cuenta en la introducción de la crónica, que no tenía sentido desvincular aquel rapto de otros nueve que ocurrieron por aquel entonces en una Colombia azotada por el narcotráfico y supeditada a los desmanes de Pablo Escobar, personaje implícito en toda la obra.
Es en ese instante cuando el papel de Arteaga, muy cauta a la hora de hablar del libro en estos 20 años, adquiere un papel fundamental. “Aquel día en su casa me contó los detalles interminables que quería corroborar”, recuerda la periodista. “Para él, fue un regalo maravilloso que todos los protagonistas de algo tan espantoso abriesen su corazón y se lo entregaran”. Pero no era suficiente. Gabo quería más. “Necesitaba ambientar lo que le contaban, lo de afuera, confirmar hasta el último detalle, saber cuánto frío hacía, los semáforos que había, las balas que disparaban, quería saberlo absolutamente todo. Esa fue mi tarea durante los dos años siguientes”.
Después de hacer interminables entrevistas, donde Gabo, como recuerda Maruja Pachón, iba y venía para sonsacar cada uno de los detalles a los personajes, su prima hermana y secretaria privada, Margarita, transcribía las horas de grabación. Después, se reunía con Arteaga: “Un encuentro con el maestro era sinónimo de tarea para dos meses”. Ambos se sentaban a revisar los apuntes sobre la transcripción, a hablar de los escenarios. De los detalles. Siempre los detalles. Fue ahí cuando Arteaga se percató de la grandeza del Nobel. “No había espacio para la duda y si la había, seguíamos hasta verificarlo. Si no lo conseguíamos, no se incluía”.
La minuciosidad de Gabo no tenía límites. “Quería ir a la casita donde llevaron a Maruja y a Beatriz, quería entrar al baño… O meterse en el carro donde las sacaron para trasladarlas al lugar en el que se encontraron con Marina. Le habían contado, como refleja en el libro, que podían respirar y ver un poquito. Él quería saber hasta dónde. Busqué durante dos años el carro pero fue imposible”, rememora Arteaga. Aunque ahora ríe, fue un trabajo exhaustivo de comprobación, de empeñarse a fondo. “Vivía con la angustia de no tener ninguna imprecisión, tuve el cuidado de que todo lo que le enseñaba lo acompañaba con un documento”, relata, mientras enseña una muestra de los papeles que aún conserva: recortes de periódicos, de revistas, documentos, derechos de petición… No todas se usarían. Algunas eran por mera curiosidad, como los resúmenes que le tuvo que hacer de las novelas que veía Pacho Santos, exvicepresidente de Colombia, durante su cautiverio.
Durante esos dos años, la joven Arteaga no podía contar nada a sus compañeros de profesión, a los que escudriñaba con algunos detalles como si se trataran de inocentes preguntas de periodista inquieta.
Las jornadas de trabajo presenciales con Gabo tenían hora de inicio pero nunca se sabía cuándo acababan. A medida que el libro se concretaba y la confianza entre ambos iba a más, los sobresaltos podían llegar en cualquier momento. Arteaga dejaba todo lo que estaba haciendo, como aquel domingo que se pasó pegada al teléfono después de dar de almorzar a sus hijas hasta bien entrada la noche. “Me llamó desde México, había estado hablando con Beatriz y le había contado el detalle del perfume que le había regalado uno de sus secuestrados y que le había dicho 'mi amor'. Estaba completamente indignado. Vivió tan intensamente lo que escuchó de sus protagonistas, lo llevó tan adentro que sintió la misma ira y frustración”.


—Uy, yo no le voy a contestar a usted más preguntas, le dijo entre risas.
García Márquez con los alumnos de la Escuela de EL PAÍS en 1996. 

Han pasado dos décadas y Arteaga ha vuelto a desempolvar la ingente documentación que guarda de entonces. Hablará de ello el próximo jueves en Medellín, durante los premios que organiza la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por el escritor. Será una forma de celebrar el vigésimo aniversario de la crónica que leyó por primera vez ante un grupo de estudiantes de la Escuela de EL PAÍS, en Madrid. Aquellos dos años fueron una lección de periodismo que Arteaga nunca olvidará. Como tampoco lo hará uno de sus últimos encuentros con Gabo. Al poco de publicarse Noticia de un secuestro, Darío Arizmendi supo que el escritor y periodista se encontraba a punto de coger un vuelo. “Ve al aeropuerto y le haces una entrevista”. Arteaga llegó, se saludó cariñosamente con Gabo y le contó la encomienda:

—Maestro, al menos no me puede culpar por intentarlo.
—No, le hubiese culpado si no lo hubieses hecho.


UNA FIESTA DE HISTORIAS


Una fiesta de historias para mentes curiosas es el lema de la cuarta edición de los Premios García Márquez que organiza, desde este jueves y hasta el sábado, la fundación que creó el Nobel colombiano, con sede en Cartagena e inspirada en la Escuela de Periodismo UAM/EL PAÍS. En la recta final del plebiscito que supondrá un punto de inflexión en la historia reciente de Colombia, el periodismo absorberá durante tres días la segunda ciudad del país. Martin Baron, director del Washington Post, ocupa el lugar más privilegiado entre los invitados, que hablarán, obviamente, de paz, pero también de música, literatura y periodismo latinoamericano. EL PAÍS, con motivo de sus 40 años, contará con un stand, proyectará el documental sobre el 23-F y ofrecerá varios talleres de periodismo en las escuelas.

La Cuba decadente y sensual de Padura

Juana Acosta protagoniza, junto a Jorge Perugorría, Vientos de La Habana, el nuevo filme de Félix Viscarret que se estrenará este viernes
Jorge Perugorría y Juana Acosta en Vientos de La Habana./elmundo.es
Las horas de Juana Acosta no están contadas. Cada minuto en su carrera profesional es oro, no por el dinero sino por lo preciado de su tiempo. Es de esas actrices que estén donde estén se hacen notar, y no tanto por su belleza, sino por su presencia. Así lo demostró la pasada semana en Zinemaldia cuando se produjo el preestreno mundial de Vientos de La Habana, dirigida Félix Viscarret y basada en Vientos de cuaresma, del cubano Leonardo Padura. Una película que se estrenará el próximo 30 de septiembre y que cuenta historias policíacas en mitad de la belleza decadente y sensual de La Habana.
Esta producción de Tornasol Films es un proyecto que combina la versión cinematográfica con la televisiva de las cuatro exitosas novelas de Leonardo Padura. La actriz, que hasta entonces no había tenido la oportunidad de trabajar con el escritor, le conoció en el Festival de San Sebastián: "Me pareció un hombre súper inteligente y dio la sensación de que estaba muy satisfecho con el resultado", explica. Uno de los motivos que lo avalan fueron las vocaciones frustradas que los une y que tanto interesaron a Acosta: Conde (Jorge Perugorría) es un policía, cuya real vocación es la escritura; y Karina (Juana Acosta), es ingeniera, pero ama la música, heredada de su padre que desde pequeñita la llevaba a escuchar los grandes del jazz en los bares de La Habana. "Es precisamente la parte de sus almas", explica, "la que se conecta. Y cuando lo hace explota con muchísimo fuego".



El objetivo de Felix Viscarret, comenta, no era retratar a la Cuba actual, de la que destaca su continuo desarrollo y avance, sino el de un país anclado, en el que no existen ni tablets, ni ordenadores, ni teléfonos móviles. "De todas maneras, tú vas a La Habana y es una ciudad que está detenida en el tiempo. Pero ese es uno de los grandes encantos de la ciudad", explica destacando la labor del director a la hora de retratar la atmósfera que se vive en el país: "Creo que por muchos momentos sientes ese calor, esa humedad y te dan ganas de salirte de la película y comprarte un billete a La Habana".
La colombiana ya trabajó hace más de una década en un corto con Viscarret y volvió a coincidir con él en la serie Hispania, un encuentro que sirvió para poner en marcha esta colaboración y que ha sido uno de los mayores retos de la actriz porque tenía que usar acento cubano, tocar el saxofón y aprender a conducir un Chevrolet de los años 50. Sin embargo, hubo un momento que le tenía especialmente preocupada de la grabación: cuando Karina le toca a Conde una canción de jazz desnuda y acompañada únicamente por un saxofón. "Cuando fui a ver la película tenía un poco de pavor, pero está muy justificado porque la relación de Karina y Conde es muy carnal", explica mientras recuerda a su personaje como uno de esos que tiene la necesidad de conectar con su mujer salvaje y volver a sentirse deseada y viva. "No por ello no es difícil hacerlo. Siempre es un poco incómodo porque hay mucha gente en el set, pero eso también te ayuda a controlarte porque es una escena muy íntima. Yo me relajé mucho porque sabía que la película la estaban cuidando hasta el último detalle", dice.

Ese trato tan directo con la gente le ha servido a la actriz para darse de bruces con una sociedad, de la que destaca su buen momento ya que "está cambiando muchísimo" y aunque ese proceso sea lento hay muchos intereses por parte de la población cubana para que el país acabe por despegar en el plano internacional: "Es curioso como muchos artistas internacionales, como Madonna o The Rolling Stones, están yendo a Cuba en los últimos meses pero, comentándolo con Jorge, echo de menos que los artistas europeos que siempre fueron, no hayan regresado". Así, hace un llamamiento para que la situación cambie y el país puede seguir adelante, aunque reconoce sentir algo de contracción al pensar que es importante que esos cambios se produzcan aun cuando estos generen miedos, los mismos que se vienen dando en si país de origen.


La actriz Juana Acosta. FÉLIX VALIENTE"
El proceso de paz en Colombia está siendo muy lento. La posible firma de un histórico acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC es el primer paso de muchos que tenemos que dar", explica sobre un procedimiento del que aún queda votar un plebiscito el próximo 2 de octubre a favor o en contra del proceso de paz. La actriz ha vivido de cerca el conflicto cuando uno de sus hermanos estuvo secuestrado por la guerrilla durante seis meses, una víctima más entre los ocho millones que existen en el país. "Hay gente", concluye, "que está por el no y gente que está por el sí. Yo estoy por el sí, y en campaña porque creo que nos merecemos después de 52 años de guerra que ha azotado a mi país. Por nuestros hijos y por las próximas generaciones creo que es fundamental, creo que nunca se había llegado tan cerca a un acuerdo como el que está consiguiendo ahora el presidente Santos. He aprendido a perdonar y creo que tenemos que apostar por el sí".

La memoria del escritor y su doble

 Ricardo Piglia Está ya en las librerías  Los años felices, el esperadísimo segundo tomo de sus diarios novelados: cultura y política entre 1968 y 1975. Las imágenes inéditas, pertenecientes a su archivo personal, corresponden a este período

Ver y contar. Piglia, en los años 70./revista Ñ

Cada escritor tiene su doble. Leemos en el segundo tomo de Los Diarios de Emilio Renzi , de Ricardo Piglia: “El doble que sostiene la escritura: el otro escribe y yo asisto a su trabajo”. Para decirlo pavesianamente, el oficio de vivir da trabajo y provee un salario; en otras ocasiones, kafkianamente, cuesta trabajo escribir; y también, por ráfagas, escribir da felicidad.Pero ¿quién es Renzi? Una anotación de 1969 nos orienta: “Estoy pensando el seudónimo y el doble como una manera no corporal del suicidio.” Pero ¿quién escribe? ¿Qué lugar tiene ese yo? Renzi nos responde: “El yo es una figura hueca, hay que buscar en otro lado…”.
Los sueños
Buscando en otro lado, nos encontramos con el primer texto del libro, titulado “El bar”. Allí Renzi le comenta al barman La interpretación de los sueños (“gran texto autobiográfico, dicho sea de paso”), y también le confiesa que “uno nunca es uno, nunca es el mismo, y como no creo a esta altura que exista una unidad concéntrica llamada el yo…”. Como prueba sólo basta citar a Pevese, un autor que se repite a lo largo de estos diarios: “En el sueño, eres autor y no sabes cómo acabara.” Es con esta incertidumbre que el escritor de Los años felices , inventa un estilo.

Si en otras novelas de Ricardo Piglia la ciudad está ausente, en estos diarios la ciudad está presente. El escritor nos deja las huellas de su paso por Buenos Aires. Renzi y su doble, deambulan por bares, cafés, restaurantes, librerías y editoriales. En Mar de Plata, se condensan: la familia, la infancia, el color del mar y los amores difíciles. Y como posta, entre ambas ciudades, la ciudad de La Plata.
La amistad
En Los años felices encontramos más de una referencia a la amistad y a los libros. Estas anotaciones es posible orientarlas por una frase de Proust: “En la lectura, la amistad a menudo nos devuelve su primitiva pureza. Con los libros, no hay amabilidad que valga”. Hay que reconocerle a los diarios de Renzi esta práctica proustiana.

Los setenta
En los años setenta, más de un joven o una chica se hubiera dejado cortar la cabeza por La maga o por Oliveira, los dos personajes de Rayuela . En esos años, el cortazarismo predominaba como estética. Renzi interpela cierta poetización de la literatura que el cortazarismo había impuesto a los escritores de su generación. Renzi apuesta a que la irrupción del ensayo ficcional en la ficción, disloque esa retórica cortazariana impuesta porRayuela.

Las revistas
Es una época en que las revistas literarias ocupaban un lugar decisivo en la escena no sólo literaria sino también política y que se condesó en el sintagma: una política de la cultura.

Los libros , Nuevos Aires , El escarabajo de oro , la futura Literal .
En la redacción de Los libros , Renzi discute o acuerda con: Héctor ‘Toto’ Schmucler, German García, Carlos Altamirano, Beatriz Sarlo o David Viñas. El discurso de Renzi puede pasar de la barricada al tedio.
Literatura y política
Estamos a comienzos de 1969, los setenta están próximos, Renzi, un escritor y un intelectual se sitúa en los intersticios: “Nunca dejo que la política tenga una incidencia directa en lo que escribo”. El contexto obliga a tomar posiciones: “Lección repetida: no me gusta el lenguaje de los políticos de izquierda, aunque intento no perder sus posiciones. Debo defender mi soledad, aislarme, no sólo de la política, aunque está demasiado presente en estos tiempos”. Pero Renzi encuentra los intersticios para que la literatura intervenga en el tópico: Literatura política. “Se trata de estar frente a la realidad como un escrito y no como un espectáculo.”.

Los encuentros
La lectura es un encuentro con un libro o con un escritor. A veces, es difícil separar uno del otro; y este encuentro elide la cuestión del origen y por eso es atemporal y siempre está sucediendo: “ El juguete rabioso , los cuentos de Hemingway, el diario de Pavese, que nunca he podio soltar, que cada vez he vuelto a descubrir… Es visible que fueron esos encuentros que hicieron de mí lo que soy, por eso los veo como un encuentro y no como un origen”.

Los escritores imaginarios
Renzi = Piglia, podría entrar en esta serie que se propone en el diario: “Hamlet=Stephen Dedalus=Quentin Compson =Nick Adams= Jorge Malabia”. Podrían entrar, según esta anotación de los diarios: “Soy feliz y libre cuando no escribo, y si escribo no puedo ser feliz ni libre.” Como Bouvard y Pecuchet : no hay Renzi sin Piglia y no hay Piglia sin Renzi. Y por qué no “hacer entonces una historia de los escritores imaginarios”.

Uno de estos escritores imaginarios es David Viñas, o David, según el matiz del encuentro. Porque mas allá de las citas pautadas entre ambos, es como si Renzi y su doble se encontraran con David telepáticamente a cualquier hora y en cualquier lugar de la ciudad: “David es visto por mí como un escritor imaginario. Lo pienso como un Silvio Astier en la mitad de la vida”.
El espía sin mapa
Esta figura de escritor, dispone de sus armas, diría joyceanas: la soledad y el aislamiento. Renzi no es un solitario, está separado por la singularidad que le va a otorgar a su proyecto.

Hay un fragmento del diario que se detiene en cómo Malcom Lowry trabaja en la construcción de un escritor imaginario. Este escritor es Sigbjørn Wilderness quien en sus diarios ( Through the Panama ), teme ser confundido con un espía También recuerda que a Firmin, el cónsul de Bajo el volcán , lo asesinan por estar acusado de espía. En esta instancia ficcional, Renzi retoma la pregunta de Wilderness: ¿Qué es un escritor?, y se responde. “La figura del escritor como un espía en territorio enemigo era ya la definición que daba Benjamin a Baudelaire…”. Y refiriéndose a los diarios de Wilderness: “Hay algo en los diarios en que la figura del escritor se asemeja a un espía incursionando en un territorio enemigo.” Las moscas de Piglia
La literatura argentina tiene sus moscas. Las de Arlt en un aguafuerte; las de Zelarayan cuando pide piedad por esas imbéciles moscas; las de Masotta que son imbéciles sin ninguna piedad; las que a Leónidas Lamborghini se le “pegan” de Kafka; las de Gombrowicz que interrumpen al lector. Citando las cartas de Scott Fitzgerald, Renzi como Gatsby, releva sus “reglas” de escritor: “No te preocupes de la opinión pública. No te preocupes del pasado. No te preocupes del dinero. Del pasado. Del futuro. De hacer carrera. De que otros te superen. De triunfar. De fracasar. De los mosquitos. De las moscas….”. Podemos decir que para Renzi no hay ninguna mosca.

Santo o comediante
En el bar, su musa mexicana se ríe a carcajadas con las divertidas aventuras de Renzi como un aspirante a santo. En otro pasaje de los diarios, después de enunciar sus reglas de manera solemne, la voz de una mujer ironiza sobre semejante aspiración: “Hay que ser un santo para cumplir con esas reglas, dijo ella.” Renzi siempre quiso escribir en clave de comedia, y confiesa que fueron esos días de su vida los que consiguieron el toque de humor que estaba buscando: “Por eso, tal vez, los voy a llamar mis años felices, porque al leerlos y al transcribirlos me divertí viendo lo ridículo que es uno; hice sin querer de mi experiencia una sátira de la vida en general y también en particular”.

El humor y el género de la sátira, le permiten dislocar al yo, y que exista uno, como particular. En las últimas páginas del diario, con la aparición de Nombre falso, en 1975, se transcriben unos elogios encendidos sobre el libro. En el mito del canto de las sirenas, Ulises decidió atarse al mástil y taparse los oídos con cera. Kafka, en cambio, declara que el problema de este mito, no es su canto sino su silencio. Renzi supo salir airoso de algo más difícil que el silencio, el canto elogioso. Para ello, se vale de un recurso, el chiste: “Basta ver de lejos para que la ironía y el humor conviertan los empecinamientos y las salidas de tono en un chiste.” Contra él mismo
Estos diarios tienen la originalidad y el valor de no ser póstumos, están escritos cuando la obra comenzaba a escribirse y forman parte de ella y hasta se podría decir: son la obra.

De entrada, Renzi define un diario como la ordenación según los días de la semana y el calendario pero a la vez dice: “Sólo lo imprevisto hace posible, para mí, la felicidad.” ¿Qué sucede con la contradicción que plantea la contingencia?
Imposible resolver esa contradicción, por la vida misma. En cambio, la escritura parece ofrecer una posibilidad que Renzi no deja escapar: “Curioso el olvido que me borra una frase en el momento en que estoy por escribirla. En el lugar de esa pérdida hay otra frase que ya no recuerdo ni reconozco. La escritura ausente”. La escritura sí, pero no el estilo.
Renzi redobla la apuesta: “Para mí, solo valen los diarios escritos contra uno mismo”. Renzi utiliza distintos recursos para que ese “contra sí mismo” sea posible. La salida preferida es la fuga: “Tomar una biografía real y escribirla como si fuera mía. Introducir en ese fárrago de datos extraños. Mi tono personal y mi propia conciencia sería un modo de escapar de mí mismo, quedarme sólo con el estilo”. Sueño flaubertiano y de cualquier escritor que se precie de tal, como Piglia lo es. Yo diría: quedarse a solas con el estilo: “Pienso que lo mejor que he escrito en estos cuadernos ha sido resultado de la espontaneidad, de la improvisación (en el sentido musical del termino), nunca sé lo que voy a escribir y a veces, esa incertidumbre se convierte en estilo.” Escribir “en contra de uno mismo”, según la conversación que en el bar Renzi tiene con el barman, no es otra cosa que soportar la incertidumbre como estilo.
Y el estilo es lo único que legitima la literatura por sí misma. En una de las anotaciones más lúcidas del diario, sobre todo por su actualidad, leemos: “Esto quiere decir, que en esta época la literatura ya no se justifica a sí misma, hay que legitimarla”.
Luis Gusmán es psicoanalista y autor de tres ensayos y quince novelas, entre ellas, “Hasta que te conocí”.

Tras los pasos de Milan Kundera en París

¿Cómo es la vida en París de uno de los escritores más importantes de la historia? SoHo le pidió a un reportero que le siguiera la pista y reconstruyera el perfil del autor de La insoportable levedad del ser, quien no habla con la prensa hace más de 30 años
Milan Kundera le huye a la notoriedad y  esa cosa llamada fama./Catherine Héile./soho.com.co

Milan Kundera nació en Checoslovaquia. Se estableció en Francia en 1975”. La biografía autorizada del autor son esas dos frases, que en la más reciente reimpresión de su novela, La fiesta de la insignificancia, también han desaparecido. Puede que a Kundera le siguieran pareciendo demasiado, porque distraían al lector, pero no nos lo dirá; en 1985, decidió dejar de dar su opinión.
El silencio de Kundera cumple tres décadas, y hoy, primero de abril de 2016, él cumple 87 años. Un edificio ha explotado a pocas cuadras de su apartamento y los policías, con sus armas desenfundadas, evacúan la zona. Desde el cielo —el primer cielo completamente azul de este año en París—, los helicópteros de los noticieros intentan tener en exclusiva imágenes del supuesto atentado, pero la causa del estallido había sido apenas una estufa de gas.
En los países que no tienen Día de los Inocentes, la fecha oficial para los chistes es el primero de abril. Una estufa que hace pensar en un ataque terrorista un primero de abril sería una broma involuntaria en ese oscuro sentido del humor que Kundera le heredó a un cierto Franz Kafka. “Pero antes de que Kundera llegara a dar su cátedra, todos en Francia pensábamos que Kafka era un autor serio —me dice Albert Bensoussan, encargado por la Universidad de Rennes para recibir al autor, cuando en 1975 llegó a instalarse en la capital de la región francesa de Bretaña—. Fue él el primero que nos mostró el lado cómico de su obra”.
La elección de Francia como destino de Kundera se había ido perfilando desde el otoño de 1968. En ese momento, todo el mundo miraba hacia su natal Checoslovaquia, invadida por los rusos. Y preciso fue publicada la traducción francesa de su libro La broma, una especie de sátira del comunismo. Así, Kundera se convirtió, un poco a su pesar, en un símbolo de la disidencia. Cuando recibió el Premio Medicis, cinco años más tarde, ya las simpatías que despertaba en el extranjero capitalista lo habían llevado a perder su cátedra en el Instituto de Estudios Cinematográficos de Praga, la capital checa. En parte por eso, apenas le llegó la propuesta de trabajar en Rennes, el escritor y su esposa, Vera, llenaron de discos el Renault Ondine que tenían y viajaron por tierra durante 30 horas. De esa manera, dejaron atrás la ciudad donde la única actividad de escritura autorizada que Kundera seguía teniendo era la de redactar horóscopos.
“Llegaron a mi casa a las 4:00 de la tarde. Amables a pesar de semejante viaje. Me impresionó su estatura, porque Kundera debe medir casi 1,90. Esa apariencia haría que sus estudiantes lo llamaran Marlon Brando”, recuerda Bensoussan. El apartamento que él les había reservado a los Kundera estaba en el piso 30 de la torre Les Horizons, el edificio más alto de Rennes. El escritor solía decir —luego lo escribiría— que en los días despejados podía ver desde allí el Hradcany, el castillo de Praga.
En Rennes, la pareja tenía apenas una cama, un par de sillas, una máquina de escribir y un atril para las partituras de música clásica. Les gustaba salir, ir a nadar, pero Milan no le aguantaba el ritmo a Vera, quien se defendía mucho mejor que él con el francés. Un día, Kundera vio una partitura puesta al revés sobre el atril y se convenció de que había entrado un espía. Entonces decidió guardar todas sus libretas bajo llave, en un cofre que confiaba a Bensoussan cada vez que salía con su esposa de la ciudad.
“Cada día pasábamos cuatro horas ayudándole a preparar sus cursos y en la noche íbamos a un restaurante esloveno en el que ponían música gitana —cuenta Bensoussan—. Allí se bebía slivovitz, un aguardiente de ciruela. Vera y Milan tomaban mucho, supongo que por la soledad, y se aficionaron al byrhh, un tipo de vermut. En lugar de tirar las botellas vacías, Kundera las pintaba de blanco y dibujaba sobre ellas rostros que hacían pensar a veces en monstruos, a veces en bufones”.
Esas botellas sostenían tablones que a su vez sostenían libros. Primero, organizó los que había podido traer de Praga. Luego, los que compraba en la librería Les Nourritures Terrestres, que las hermanas Yvette Bertho y Jeanne Denieul habían abierto en 1947. “Entre ellos se creó una relación muy cercana. Recuerdo una cena en la que ellas escribieron en el pastel de Milan ‘Živý literatura!!’, ‘¡¡Viva la literatura!!’, en checo”.
Kundera pasó algo más de tres años en Rennes. Sin embargo, nunca menciona la ciudad en su obra de ficción y, según declaró para el periódico Libération, esa fue “la primera ciudad fea” que encontró en el camino. Para Martin Danes, periodista del portal de noticias Rue 89, puede que ese disgusto se debiera al clima gris de Bretaña: en checo, la palabra lluvia es cercana a “adversidad”.
—De todas maneras —dice Bensoussan—, cada vez pasaba más tiempo en París. Nunca fue amigo de promocionar sus libros, pero en esa época todavía no podía prescindir de las lecturas en público y de las entrevistas, así que cuando terminó su contrato, se mudó a la capital, a la rue o calle Littré, ¿sabe dónde queda?
—¿Por Montparnasse?
—Exactamente donde termina la rue de Rennes.
Patrick Louis Lalanne, quien trabajaba en la oficina postal de esa calle, dice que los esposos Kundera eran prácticamente sus “amores platónicos”: “Todo mundo notaba que Milan era todo un caballero”, recuerda.
En 1985, Kundera dio la que fue tal vez su última entrevista. Solo accedió a darla porque la periodista Olga Carlisle era hija del pianista Leonid Andreyev, a quien el escritor admiraba. En la charla, dijo que ya no tenía ninguna esperanza de regresar a Checoslovaquia: “En Francia me voy a quedar por siempre y esta es mi verdadera patria”, sentenció. No se trataba solo de una declaración sentimental, sino de una realidad administrativa. El entonces presidente francés, François Mitterrand, le había dado cuatro años atrás —y al mismo tiempo que a Julio Cortázar— la ciudadanía francesa. En ese momento, Kundera puso fin a sus dos años de apátrida, pues el gobierno checo, como castigo por su deserción, le había quitado la nacionalidad.
“Esa decisión también implicó que sus obras fueran prohibidas en Checoslovaquia —recuerda Bensounna—, así que Kundera sabía que nunca sería publicado en el idioma en que escribía. Escribir solo para traductores fue un drama que se agravó cuando comenzó a leerse en francés y se dio cuenta de que su lenguaje, que era sobrio y muy cuidado, aparecía lleno de alambiques. Entonces decidió que todos sus libros fueran traducidos de nuevo. Ese fue apenas un paso intermedio antes de que en 1993 comenzara a escribir directamente en francés”.
“Como él mismo revisó línea por línea, no es exagerado decir que ahora sus obras del periodo de lengua checa también están escritas en francés”, cuenta el académico canadiense François Ricard. Considerado el más grande conocedor de Kundera, Ricard fue el encargado de los posfacios de esas nuevas versiones y de la curaduría de su obra completa, publicada en la colección Pléiade de la editorial Gallimard.
“Cuando nos conocimos, hace más de 35 años en Montreal, Kundera me dijo que confiaba en mí porque yo era el primero que no lo veía como a un disidente sino como a un novelista —dice Ricard—. Nos volvimos amigos y siempre supe que iba a tardar en aceptar su entrada a la colección Pléiade, porque, con raras excepciones, esas ediciones vienen con anotaciones críticas y una biografía detallada del autor”.
La editorial no tuvo problema en aceptar que no hubiera ninguna nota de pie de página y que, en lugar de la vida del autor, la biografía se ocupara de cada una de sus publicaciones. Ricard trabajó durante cuatro años junto a Vera y Milan en sus archivos para establecer esa ­edición definitiva. Los archivos no incluyen borradores, pero sí todas las traducciones de los libros del escritor checo. Y en papel, por supuesto, porque el autor no autoriza las ediciones digitales.
Milan Kundera suele comer en el restaurante Le Récamier. Aunque los empleados del lugar coinciden con su amabilidad, aseguran que no le gusta que le tomen fotos.
Los Kundera no tienen televisor y Milan no escucha radio. Del mundo se entera por la prensa y por las visitas. Sus amigos, uno tras otro, me dicen que, a pesar de que su rechazo a las solicitudes de los medios haya terminado por darle una imagen de ermitaño, Kundera nunca ha dejado de recibir gente. Las buenas cenas y el alcohol de 41 grados siguen siendo frecuentes tanto en su apartamento parisino —al que durante muchos años solo se podía entrar si se decía un cierto refrán en checo por el citófono—, como en la casa de playa que tiene en el balneario de Le Toquet, a donde huía varios meses tras cada libro terminado y donde ahora pasa cada vez temporadas más largas.
Kundera apreció la actuación de Juliette Binoche en la versión cinematográfica de su libro La insoportable levedad del ser, hecha por Philip Kaufman, pero la manera como mostraron a Sabina (“una puta que se viene todo el tiempo”) le arruinó la película. Desde entonces, a su voto de nunca volver a dar entrevistas añadió el de jamás autorizar una adaptación de su obra.
Eso le dijeron a la arpista Anja Linder cuando se presentó a las oficinas de Gallimard con una carta para Kundera y la maqueta del disco que quería realizar: una selección de temas clásicos inspirados en La insoportable levedad del ser. Su compañera, Frédérique Bel, participaría con la lectura de fragmentos de la obra. A pesar de las advertencias, semanas después recibió en su celular la llamada de un número privado, y quedó de verse con Kundera.
“Había leído toda su obra desde el colegio —cuenta—. Cuando entré al Récamier, el restaurante donde me había dado la cita, me estaba esperando junto a Vera. Entonces me puse a temblar. Me tomó las manos entre las suyas, con mucha dulzura y le dijo a su esposa, vamos a pedirle uno de esos suflés tan ricos que hacen acá para que se tranquilice”.
En ese encuentro, y en varios de los que siguieron, Kundera siempre llegó antes que ella, y vestido de negro. Hablaron sobre todo de música. Kundera suele recurrir en sus novelas a meter partituras. La estructura musical es una constante y, en la época en la que hablaba públicamente, decía que la manera en que se divide la narración retoma el principio de la fuga. “También la manera como terminan sus capítulos… me dan la impresión de un acorde con mucha fuerza”, dice Linder.
Regards Imaginaires, el álbum de Anja, fue prensado en 2015. Los agradecimientos principales son para Vera y Milan Kundera por haber aceptado la única autorización en tres décadas para la adaptación de una de sus obras. Aún la llaman de vez en cuando, ya sin utilizar la opción de numero privado, y le obsequiaron un ejemplar autografiado de la edición de la colección Pléiade, que ella me muestra orgullosa en la pantalla de su teléfono.
En la parada de bus que queda saliendo de la estación de metro Sèvres-Babylone, hay un mapa de las calles aledañas en el que un círculo marca los puntos a los que se puede llegar caminando en cinco minutos. Ese círculo basta para abarcar el restaurante Récamier y el Hotel Lutetia, cerrado actualmente, en el que Kundera solía empinar vasos de vodka; también el kiosco de revistas en el que el periodista italiano Bernardo Valli lo vio comprar un ejemplar del diario Le Monde que rezaba en la portada: “¿Es Grecia un país europeo?”. Ese artículo corresponde al 17 de noviembre de 2011.
Porque encontrarse con Kundera en París es todo un acontecimiento. El novelista francés Philippe Claudel menciona en su más reciente libro cómo lo marcó haberlo visto un día, tranquilamente sentado, en uno de los cafés del sector. El 15 de abril de hace un año —me acuerdo porque era día de eclipse—, yo entrevistaba a Claudel para la revista Arcadia y me hablaba de ese encuentro, que había tenido lugar en el mismo café en el que estábamos sentados, el Babylone. “Pero no fue un encuentro —me aclaró Claudel—, no me atreví a molestarlo”.
El día está soleado. El maître del Babylone arregla las mesas exteriores.
—¿Cómo me dice que se llama el señor?
—Milan Kundera. Es muy conocido.
—Espere busco.
Entramos al café.
—¿Tú has visto a este señor —le pregunta a uno de los meseros, un moreno muy joven.
—Claaaaaro. Cuando está en París viene a desayunar todos los días con su esposa. Es de los clientes que se ponen a hablar con uno y siempre recuerdan lo que uno les contó la vez pasada.
—¿Pero cómo no lo vas a conocer? —grita desde la barra un hombre que dice llamarse Dominique—. Cuando me lo encuentro por la calle me saluda de beso.
—Prefieren ocupar la mesa del fondo —continúa el mesero—, la única redonda del bar, pero si está ocupada, se sientan muy discretamente en cualquier otra. Piden café y tostadas y leen la prensa.
—Lo único es que no le gusta que le tomen fotos —remata Dominique—. No creo que se niegue, pero inspira un respeto que hace que uno tampoco se atreva. De eso hablamos con Gérard, el jefe del Récamier. Son sus clientes hace años y hasta hace poco se atrevió a sacarse una foto con ellos.
El Récamier es un local discreto en el que se puede comer por 40 euros. A pesar del precio, gama media en París, la lista de quienes lo han visitado incluye a Laura Bush y Michelle Obama, además de Cabu (el asesinado director de Charlie Hebdo), Tim Burton, Yoko Ono y Edgar Morin. No hacer ningún comentario sobre los clientes —decir con una sonrisa cortés que nadie allá hace comentarios sobre los clientes— es uno de los mandamientos de la casa.
La caseta de revistas que menciona Bernardo Velli está en el punto donde la rue Récamier se encuentra con la rue de Sèvres. “Lo conozco, claro —dice Daniel Macron, el dueño del kiosco—. Viene casi todos los días y compra Le Figaro. Creo que es Le Figaro. Tengo clientes que me han dejado obras para que se las firme y a veces le pido el favor”. El puesto de revistas de Macron también cuenta entre sus clientes al exalcalde de París Bertrand Delanöe.
“Yo no conocía a Kundera —confiesa Macron—, hasta que un día el corresponsal de The New York Times John Vinocur lo vio en la caseta y me lo dijo. No me queda tiempo para leer entre todas estas revistas, pero cuando fui a visitar a mi hija a Moscú le conté y ella me hizo leer La insoportable levedad del ser. Al regreso, le conté que mi hija era violonchelista y, muy contento, me dio un autógrafo para ella… ¿Hace cuánto tiempo que viene? Tal vez siete u ocho años. Llevo aquí doce, pero no sé si hace doce él ya vivía en esta calle”.
En este kiosko de revistas, cerca de la casa de Kundera, el escritor compra el diario Le Figaro. Cuando se enteró que a la hija del dueño le gustaba mucho su obra, le envió un autógrafo.
Ya vivía, sí. Su primer apartamento en París lo dejó a mediados de los años noventa, por la época en que se estaba pensionando de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales (Ehess, por su sigla en francés). Esa ha sido su segunda y última mudanza en los últimos 40 años.
Lakis Proguidis me recibe en la oficina vecina al teatro del Odéon, donde, junto a su esposa, ha estado por dos décadas al frente de la revista L’Atelier du Roman, que surgió de un seminario sobre novela que Kundera dirigió en la Ehess. La tesis de doctorado de Proguidis fue la única que Kundera aceptó dirigir durante sus 14 años como profesor. Con el tiempo, el estudiante de origen griego se convertiría en la mano derecha del autor checo.
“El primer año, el seminario estaba abierto a todo el que quisiera inscribirse —cuenta Proguidis—, pero Kundera comenzó a sentirse incómodo porque la mayoría de los estudiantes venían por verlo a él y no para discutir sobre la novela como forma de arte. Entonces decidió que quienes se inscribieran deberían presentar un ensayo de diez páginas. Los leía, y de los 40 que se presentaban él se quedaba con ocho o diez. Aun así, intentaba que su seminario fuera el más cosmopolita de la escuela”.
Kundera dedicaba las clases a sus autores fetiche: Musil, Kafka, Broch y Gombrowicz. “De la novela de Europa Central decía que tenía más en común con la de América Latina que con la del resto de Europa. También decía que había un amor por el barroco impensable, por ejemplo en Francia. Kundera exponía con fluidez y nadie se atrevía a interrumpirlo. Eso solo cambiaba cuando traía su magnetófono para hacernos escuchar obras de música clásica que relacionaba con los autores con los que estábamos trabajando”. Y entre esas obras estaban las composiciones de Leoš Janácek.
Es probable que Janácek haya sido el primer compositor que Milan Kundera escuchó en la vida. Había sido el maestro de uno de los mejores amigos de su padre. Nunca lo conoció, pues el músico murió siete meses y medio antes —y 100 kilómetros al este— del nacimiento del futuro novelista. Pero las fidelidades de Kundera duran toda la vida.
Philippe Labro y yo hemos intercambiado llamadas durante semanas. Me da nombres, me recomienda encuentros, pero nunca dice nada de los Kundera. Con el tiempo, voy entendiendo que no es un gesto de descortesía conmigo, sino de delicadeza con ese vecino y amigo de años del que dijo “tiene uno de los rostros de hombre más bellos que yo haya visto”. En su Fiesta de la insignificancia, Kundera hace decir a uno de sus personajes que “amistad” es la única palabra sagrada en su vocabulario de incrédulo.
Labro es el autor del único perfil del novelista checo publicado en los últimos años. En el breve texto, que apareció en la revista Paris Match, cuenta que cuando le dijo a Kundera que “la risa, la burla y la broma” atravesaban toda su obra, pero que con La fiesta de la insignificancia “había ido más lejos”, Kundera sintió que la conversación se estaba volviendo entrevista y, como no da ninguna, respondió con una sonrisa muda e indulgente. En otro de sus textos, publicado en 2003 en la revista L’Express, Labro confesó que desde su apartamento veía una lucecita prendida hasta tarde. Era la de su vecino, Kundera.
Estoy cerca del edificio del escritor. Ahora que las sirenas se han callado, intento imaginar de cuál de las ventanas de esta calle saldrá la música de Janácek. Así sabré que Kundera está tras ella. Si ocurriera hoy, primero de abril, tal vez la música de Janácek se transformaría en un vals festivo y, como en las íntimas recepciones recurrentes en sus novelas, al cumpleaños de Kundera irían llegando Labro y Lakis y Albert con sus esposas. Y Philippe Sollers y Anja Linder y los meseros del Babylone y el señor del kiosco con su hija recién llegada de Moscú.
Conozco el refrán checo, santo y seña para entrar a esa fiesta que no tendrá lugar: Máme doma kocoura (tenemos un gato en casa)... pero no lo usaré nunca. Mientras pienso en eso, comienzo a escribir una carta que haré fotocopiar y meteré en cada buzón de la calle: “Querida Vera: soy un periodista colombiano y me han pedido que escriba sobre Kundera. Mientras más me adentro en su mundo, más los admiro a ustedes dos, más pienso conocerlos y más me siento un intruso. No juzguen, por favor, a las personas que han hablado conmigo. Han sido tan discretos como yo impertinente, y lo poco que han dicho lo han dicho con inmenso respeto y cariño. Hoy es primero de abril. Un edificio ha explotado en el barrio sin que fuera un atentado, pero sobre todo Milan está de cumpleaños. Ese tipo de bromas con doble filo son las que hacen soportable nuestra vida. Transmítale, por favor, mis felicitaciones”.
Milan Kundera camina como cualquier anónimo.