31.7.12

Tres maridos, múltiples amantes

 "Sola. Estoy sola. Siempre estoy sola. Sea como sea". Los versos de la mujer más triste del mundo, escritos en uno de sus cuadernos rescatados hace apenas dos años, desnudan a una Marilyn Monroe insegura; asustada

Con James Dougherty, el 19 de junio de 1942.  Archivo
El día de su boda con Joe DiMaggio, en 1954. Gtres
Trabajando con Yves Montand en 1960. Gtres
El día de su boda con Arthur Miller, en 1956. Gtres
Marilyn Monroe en una fiesta con Tony Curtis en 1955. fotos:Gtres.fuente:elmundo.es

Siempre lo fue: la mujer más deseada de Hollywood nunca se quiso y buscó el consuelo en multitud de hombres. Pero no logró sacudirse la sensación de abandono. Ni sus tres maridos ni sus múltiples amantes —de los hermanos Kennedy a Elia Kazan pasando por Tony Curtis y Marlon Brando— lograron que fuese feliz.
Marilyn buscaba la autoestima en otros. Quizás su complicada infancia, con un padre ausente, una madre desequilibrada, hogares de acogida y agresiones varias, hizo que el mito anhelase el abrazo protector de un hombre. Apenas tenía 16 años cuando se casó por primera vez. Era 1942 y el elegido, un obrero aspirante a policía llamado James Dougherty.  Ex capitán de fútbol y delegado de clase, tenía 20 años cuando empezó a salir con Norma Jean Baker. No conoció a Marilyn Monroe. Su familia había sido vecina de Grace Goddard, amiga de la madre de Norma Jean, que vivía entonces con ellos. «Iban a mudarse y decidimos casarnos para impedir que volviese a una casa de acogida. Estábamos enamorados», recordaría más tarde Dougherty. Así, el gran mito sexual se convirtió en ama de casa en una relación que, en apariencia, funcionaba, aunque algunas de sus cartas dejaron ver después que su marido era infiel.
Dougherty fue reclutado para la II Guerra Mundial y en su ausencia, la joven se convirtió en una modelo cotizada en Los Ángeles. Y buscó la compañía de otros hombres para mitigar la soledad que le angustiaba. Hollywood pronto la reclamó y ella tramitó un divorcio que se concretó en septiembre de 1946. Habían estado juntos cuatro años. Al volver a casa, Dougherty intentó convencerla de que volviese, pero ella se negó. Iba a convertirse en Marilyn. «Quería firmar un contrato con la 20th Century Fox en el que decía que no podía estar casada», contó Dougherty en 1984.
Su segundo gran hombre fue Joe DiMaggio, el jugador de béisbol con el que se casó cumpliendo el sueño americano de ver juntos a dos de sus mitos: el ídolo de los Yankees con la diva de Hollywood. Se casaron en 1954 —antes, el escritor Robert Slatzer asegura haber sido su esposo durante una semana en 1952, aunque no hay pruebas de ello—, pero el compromiso duró sólo nueve meses, pese a que siguieron viéndose durante años. El deportista, muy conservador, era incapaz de adaptarse a la vida de la estrella. Le parecía una ofensa que la deseasen más hombres y vivió históricos ataques de celos. Quería apartarla del espectáculo y guardarse toda su explosividad para él, pero ella no cedió. Que la amó lo demuestra el hecho de que durante los 20 años que siguieron a su muerte, envió un ramo de flores a su tumba tres veces por semana. La Parisien Florist, de Hollywood, tenía el emotivo encargo.
A Arthur Miller, el intelectual, el judío, le vio por primera vez en 1951, cuando ella tenía 25 años y él, diez más. Se casaron cinco años después —cuando aún se especulaba con una reconciliación con DiMaggio—, en una ceremonia en la que Marilyn se convirtió al judaísmo. Por aquel entonces, los medios ya habían creado una Marilyn superficial, adicta, sexy a rabiar, pero problemática y depresiva. El dramaturgo, ganador de un Pulitzer, quiso salvarla. Parecían felices, pero apenas tres años después el matrimonio encallaba y en 1960, Marilyn tuvo una sonada aventura con el francés Yves Montand cuando rodaban 'El multimillonario'
Marilyn Monroe y Arthur Miller estuvieron juntos hasta 1961. Fue quizás el hombre que mejor pudo entender el vacío que la asfixiaba, el más capaz de valorar su talento y hacérselo creer a ella, pero acabó agotado de esa personalidad enfermiza y la abandonó para marcharse con la fotógrafa Inge Morath, a la que conoció en el rodaje de 'Vidas rebeldes'. Paradojas de la vida, Miller había escrito para Marilyn esa historia en la que intentaba explicar sus contradicciones. «¿Puede un hombre sonreír cuando contempla a la mujer más triste del mundo?», le hizo decirle en la ficción a Gable.
La lista de amantes de Marilyn fue interminable. Como Elia Kazan, descrito así en las cartas que escribió a su psiquiatra, el doctor Ralph Greensom, en 1961: «Me quiso durante un año, y una vez me acunó cuando tenía una angustia muy grande. Y me sugirió que me psicoanalizara». También Marlon Brando quiso cuidarla. Le conoció antes de que fuesen estrellas y mantuvieron una relación intermitente durante años. Quizás fue siempre más amigo que amante y la defendió a muerte cuando la industria empezó a rechazarla por el suplicio que suponía trabajar con el huracán autodestructivo hacia el que derivaba. 
Con Tony Curtis también tuvo una historia que iba y venía. Durante ocho años. Y según el propio actor, incluyó un aborto involuntario. La relación comenzó en 1950 y se reactivó en el rodaje de 'Con faldas y a lo loco'. Marilyn estaba casada con Miller y Curtis con Janet Leigh —la actriz asesinada en 'Psicosis'—, que estaba además embarazada, pero eso no impidió que Tony y Marilyn 'recayesen'. Según ha contado Curtis en sus memorias, ella se quedó embarazada y perdió el bebé poco después de reunirle en una habitación con su marido para contárselo. «Me quedé ahí petrificado. Se hizo el silencio y podía oír el ruido de las ruedas de los coches chirriando en Santa Mónica», describió. Aunque no se ha confirmado, lo cierto es que el actor nunca ha sido cariñoso con la memoria de Marilyn y ha aireado sin pudor intimidades.
Ríos de especulación ha desatado también las aventuras que mantuvo con los Kennedy, John y Robert; documentada en los archivos del FBI y la CIA, preocupados por la amistad de Marilyn con comunistas de Hollywood y por los secretos que pudiese saber del presidente. Existe un informe de 1965 que habla de «fiestas sexuales» con los Kennedy, Monroe, Sammy Davis Jr. y Frank Sinatra, otro de sus amantes fieles durante años. De su relación con el entonces presidente de los EEUU hay pocas pistas. Algunas voces cuentan que él no paró hasta tenerla en su cama y después se desentendió, mientras las más conspirativas añaden que los servicios secretos y los propios Kennedy se encargaron de borrar las pistas. Hay todo tipo de versiones de esta relación, pero no hay testigos. Lo que sí hemos visto todos, y no olvidamos, es ese cumpleaños feliz en el Madison Square Garden, el 19 de mayo de 1962. Tres meses más tarde la diva fallecía en California.
Marilyn sufrió sola y sufrió junto a sus hombres. Ella misma dijo que una estrella era un objeto. Y detestó serlo. Sola. Siempre se sintió sola. Hasta su trágica muerte.

Una humanización despersonalizada

El rasgo que comparte esta comunidad de incondicionales es la admiración por el modelo hermenéutico que Foucault diseñó para el estudio de la historia de las ideas 

Michel Foucault, se inventó casi un sistema de pensamiento, según Lynch. foto:fuente:elpais.com
La obra de Michel Foucault ha generado una nutrida comunidad de epígonos que, fascinados por la inteligencia –y, más de uno, por el pomposo estilo del maestro– se han multiplicado en los últimos treinta años hasta abarcar casi todos los campos de lo que antaño se llamaba “ciencias humanas”. El rasgo que comparte esta comunidad de incondicionales es la admiración por el modelo hermenéutico que Foucault diseñó para el estudio de la historia de las ideas que, como observó Paul Veyne, le hizo “revolucionar” esa disciplina. Grosso modo, hay dos tipos de foucaultianos: los que repiten una y otra vez las trouvailles del maestro (una coma aquí y otra más allá, pero no dan un paso fuera de la partitura) y los que han intentado convertir esa enseñanza en un sistema de pensamiento, propósito que va allá de lo que el propio Foucault alguna vez pensó para sus propias ideas. En cualquier caso, estos segundos son los únicos interesantes. Entre ellos el propio Veyne, los historiadores John Boswell y Peter Brown y, ya que estamos, el italiano Roberto Esposito.



Tenemos aquí, en los dos breves ensayos que Esposito dedica a la idea de persona, reunidos en El dispositivo de la persona, un ejemplo muy evidente de cómo se puede desarrollar el pensamiento de Foucault sin necesidad de incurrir en burdo epigonismo. Esposito aborda una categoría, la de “persona”, que se interpone entre la idea de sujeto que está apenas esbozada y casi ausente en el pensamiento antiguo y la característica “impersonalización” que es propia de nuestra época, en la que la ideología ha dejado paso a la biología política o biopolítica. Su estudio examina de forma particularmente ilustrativa la constitución y uso de la categoría de persona por obra de los pensadores cristianos a partir del estatuto de la persona en el derecho romano y reconstruye con precisión el modo como el cristianismo se valió de las ambigüedades jurídicas de la persona para poner la ley del cuerpo bajo las condiciones del espíritu cristianizado. Muestra cómo, en gran medida, los filósofos de la primera modernidad dieron cabida a esta herencia cristiana en su idea del sujeto. Y recuerda que una de las mayores contribuciones de Foucault fue haber anotado, en la crítica de esa tradición moderna, que en el proceso de subjetivación está implicado un programa histórico y social de sometimiento. Que la humanización conlleva impersonalización y denegación encubierta de lo que Nietzsche llamó “la gran razón del cuerpo”.

ESpositolibrimagesCAZNRFSEEsposito, haciendo gala de una erudición impecable, sugiere una crítica implícita del humanismo contemporáneo y de la doctrina de los llamados “derechos humanos”, toda vez que éste, como observó Simone Weil –a la que cita elogiosamente–, introduce inadvertidamente la enorme carga de dominación, sometimiento, apropiación y, en última instancia, violencia, de la que está investido el “dispositivo persona” en el derecho romano para concluir que “la sacralidad de la persona humana funciona dejando, o expulsando, fuera de sí aquello que en el hombre no se considera personal y, por ende, puede ser violado tranquilamente”. La persona, pues, acaba por oficiar como una máscara de deshumanización.

Por cierto, la edición de Amorrortu, como ya es habitual: impecable. 
El dispositivo de la persona. Roberto Esposito. Traducción de Heber Cardoso. Amorrortu. Buenos Aires / Madrid, 2012. 96 páginas. 12 euros.



Enrique Lynch (Buenos Aires, 1948) es profesor de Estética en el Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Filosofía de la Cultura de la Universidad de Barcelona. Traductor de Michel Foucault, Jean-François Lyotard y Paul de Man, es autor de ensayos como La lección de Seherezade (Anagrama), La televisión: el espejo del reino (Debolsillo) o Filosofía y/o literatura: identidad y/o diferencia (Fondo de Cultura Económica). www.lasnubes.net

Murió Héctor Tizón, voz y memoria de la puna

Tenía 82 años. Acababa de publicar un libro repasando sus grandes historias, las mismas que contó en obras magistrales como Fuego en Casabindo, La mujer de Strasser o La belleza del mundo. Recibió varios premios, entre ellos el grado de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras que concede el gobierno de Francia  

MEMORIAL DE LA PUNA. La Puna, la frontera, son el origen de la literatura de Héctor Tizón. foto:José Mateos.fuente: Revista Ñ.

Ha muerto Héctor Tizón, que tuvo tiempo de escribir y publicar su Memorial de la Puna. Allí continuó y dejó abierta su obra retomando esas grandes historias mínimas, las de sus novelas, las de su tierra desértica. Ha muerto Tizón, no su literatura, y con la noticia ese último librito se lee cual testamento. "El olvido es más fuerte e irremediable que la muerte. Sólo está muerto aquéllo que definitivamente hemos olvidado", dijo. O escrbió.
Murió en Jujuy Tizón, donde eligió vivir. Magistrado, exiliado, ciudadano universal y de Yala, se eligió a éste último para hablarles a los otros. Desde esa experiencia eligió contar el mundo, desde esos hombres y mujeres que se enfrentan a ellos mismos en la soledad y el silencio. Es curioso, ahora, la contratapa de su último libro, el lugar en el que las editoriales exageran las virtudes de sus autores, le queda chica: "Ya es un hombre sabio al que la vida no le escamotea sus verdades", dice. Hacía rato lo era.
Había nacido, por casualidad, en Rosario de la Frontera, Salta, el 21 de octubre de 1929. Pero siempre su vida transcurrió en Yala. Allí pasó su infancia, y quizá allí mismo decidió que ese cruce entre el desierto y las yungas sería el teatro de operaciones para contar y contarse a sí mismo. Desde temprano, Tizón debió navegar entre dos lenguas, la de los libros y la quechua. Ni sus años en La Plata o en México, ni el exilio en España, o su carrera diplomática en Milán le cambiaron el foco. Su literatura se nutre también de esas experiencias, pero fluye siempre de su sangre alto peruana.
En sus historias hay un escenario concreto, pero sus problemas son universales, filosóficos, y muy humanos. En México, adonde viajo como diplomático, publicó en 1960 su primer libro, A un costado de los rieles. Luego, ya de regreso en la Argentina vinieron Fuego en Casabindo y Sota de bastos, caballo de espadas, entre otros. Casabindo, Yala, Humahuaca, Cochinoca... En esas primeras obras necesitó ponerle nombre y apellido al espacio geográfico. Hasta dibujaba mapas para anclar sus historias, para preservar los buenos tiempos, aquéllos de los que hablaban los viejos.
No siempre reinaron la oscuridad y la pobreza en el norte argentino. Y quiso Tizón salvar aquel vago recuerdo de grandeza. Libró entonces una batalla contra el tiempo para mantener los mitos de estas tierras arrasadas por el viento, las viruelas y el alcoholismo. "En un remoto rincón de la puna, los sobrevivientes... buscan en el pasado las huellas de ilusiones perdidas", escribió. Buscaba conservar esas voces, enrumbadas a morir.
Después, el tiempo le enseñó que lo que tiene que perderse se pierde. Y más en la puna. Abandonó pronto las localizaciones. Quizá ese cambio haya operado en tiempos del exilio, entre 1976 y 1982 cuando alternó casa en Madrid, París y Milán. Fue cuando, paradójicamente, muchos de sus personajes también perdieron los nombres. Sin mapa, sus personajes siguieron haciendo crujir la tierra dura y estéril a cada paso, y el amanecer siempre diáfano los siguió sorprendiendo en los caseríos de una Puna sin nombre. Sus dramas son los de la condición humana.
Contra la intelectualización literaria, contra el palabrerío inútil, se volvió un buscador incansable de atmósferas sencillas. Pero épicas. Misión que comparte con escritores como John Berger, buceando en su memoria pequeños actos, enmarcados por un mundo insondable. La tía Gertrudes, Doroteo, Venancio, Jacinta... Seres taciturnos, limitados, solos, son construcciones contra el ruido citadino. Pura apología del silencio. Hombres y mujeres que no usan la lengua para decir tonterías. Silencio y también soledad. Fue Tizón un enemigo del despilfarro y el exceso. Y es esa una característica de sus paisajes, de sus sentimentales historias puneñas.
Nos remite a lugares y a la vez los crea, este ex embajador, vagabundo, exiliado y regresado, como alguna vez se definió. Pero la soledad también es deseo. Allí están Laura y la mujer de Strasser, sensuales, con nada en común más que una evidencia de la pasión permanente. Sus libros también tienen un vínculo curioso y casi oculto con la historia mundial. En Memorial... retoma la historia del dinamitero de La mujer de Strasser, que no es otro que el Mariscal Tito, el hombre poderoso que gobernó Yugoslavia durante cuarenta años y que en la década del treinta vivió en Jujuy y trabajó junto al padre del escritor en el tendido del ferrocarril. También vuelve sobre el Conde de Montseanou, un noble belga venido a menos que se ganaba la vida tocando el piano en un prostíbulo de La Quiaca. Nombres y apellidos para personajes que no los necesitan.
Sean quienes sean, vengan de donde vengan, sus historias y personajes, vibran al compás de la oralidad de los bosques y las quebradas, de los vientos de la Puna y el desierto, de las pasiones, el sexo, los ritos de la muerte... Quizá guarden algo del diplomático radical "yrigoyenista", del abogado que llegó a ser juez de la Corte Suprema jujeña. Pero habría que volver a Yala, a otros pueblitos jujeños, aunque sea a través de un libro, y preguntar en los boliches, en las procesiones, en el río o en esas calles de frontera. Sus historias siguen allí, como Tizón mismo. Hay que ir a buscarlos: sólo está muerto aquello que definitivamente hemos olvidado.

El viajante que robaba cartas de amor

Scott Fitzgerald y el inédito que le rechazó The New Yorker

Noticias del mundo literario

Scott Fitzgerald y su mujer Zelda. foto.fuente:elpais.com

Sólo algunas ambiciones literarias terminan en éxito, pero prácticamente todas se tropiezan con uno o varios rechazos por el camino. Que se lo digan a Jorge Luis Borges, Joyce Carol Oates, Sylvia Plath, o al mismísimo F. Scott Fitzgerald, que se topó con un no rotundo de The New Yorker en 1936. Casi ocho décadas más tarde, el semanario estadounidense ha dedicido publicar Thanks for the light, un texto breve y aún inédito del autor de Suave es la noche. En Argentina la revista Eñe también recupera una entrevista nunca antes publicada con Juan José Saer y en el Reino Unido ya se han desvelado la docena de novelas que compiten por el prestigioso Man Booker Prize.
ESTADOS UNIDOS
En 1936 F. Scott Fitzgerald envió un relato a The New Yorker que la revista rechazó y que ahora, 76 años después, acaba de publicar. Thank you for the light (Gracias por el fuego) cuenta la historia de la señora Hanson, una venderdora de corsés y fajas en la cuarentena que se muda a una nueva ciudad donde no ven con buenos ojos su adicción al tabaco -"Ella era viuda y no tenía parientes cercanos a los que escribir por las noches, y ver más de una película a la semana le dañaba la vista, así que fumar se había convertido en un importante signo de puntuación en la larga frase que para ella suponía un día en la carretera"-. Aunque no todo fueron negativas: F. Scott Fitzgerald publicó tres relatos breves y dos poemas entre 1929 y 1937 en las páginas de The New Yorker. (vía The New Yorker)
Antes de que termine 2012 llegarán a las salas de cine las adaptaciones de El Gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald, Anna Karenina de Leon Tolstoi o Los miserables de Víctor Hugo y parece que la tendencia no va a extinguirse. Según informa GalleyCat, FremantleMedia y Random House se han aliado para crear Random House Television, una división que se dedicará a desarrollar contenidos para televisión a partir de libros editados por el grupo editorial. (vía GalleyCat)
P.D.: Y una adaptación más para la lista: Vida de Pi de Yann Martel. He aquí el tráiler:



ARGENTINA
"La cita fue en el bar de un hotel, cerca de la estación Montparnasse y a pocos metros de su casa, según dijo. Juan José Saer ya se había ubicado en una pequeña mesa redonda y parecía relajado. Tenía un pulóver de lana color habano con una campera de gamuza, y una leve sonrisa, amigable, que daba confianza. Era el 24 de febrero de 1997". Norma Rodríguez persiguió por teléfono a Juan José Saer hasta que el autor de El limonero real o El entenado le concedió una ansiada entrevista que ahora se publica por primera vez. (vía Revista Eñe)
REINO UNIDO
Entre la docena de novelas que optan al Man Booker Prize 2012 hay cuatro debuts, tres publicadas por pequeños sellos independientes y una escrita por una veterana escritora, Hilary Mantel, que ya se hizo con el galardón en 2009. Según cuenta The Guardian, en esta edición el jurado se ha centrado en "novelas no en novelistas" y en "textos no en reputaciones" para elaborar una lista de seleccionados que ignora a autores consolidados como Zadie Smith, Ian McEwan, Martin Amis o John Banville. (vía The Guardian) 
En la antigua Grecia los poetas celebraban las virtudes de los deportistas olímpicos y en la National Public Radio se han propuesto recuperar la tradición invitando a autores como el chino-australiano Ouyang Yu, la mexicana Mónica de la Torre, el esloveno Ales Steger, el estadounidense Kazim Ali o la sudafricana Mbali Vilazaki a escribir poemas para la ocasión. En la web de NPR pueden leerse, escucharse y votarse las obras resultantes. (vía NPR) 
ESPAÑA
Quienes estén en Santander o alrededores pueden acercarse esta tarde al Paraninfo de La Magdalena a escuchar al escritor Agustín Fernández Mallo, protagonista de los Martes literarios de esta semana, que hablará -entre otras cosas- de su postpoesía y de la regeneración de la narrativa en castellano. (vía Universidad Internacional Menéndez Pelayo) 
INDIA
Publishing Perspectives publica una entrevista con el periodista y gurú mediático Raghav Bahl, que describe el buen momento que atraviesa el sector editorial en India. (vía Publishing Perspectives)
CHINA
Allí desembarcará en otoño la revista literaria Granta, que se ha aliado con el grupo editorial Shanghai 99 Readers Culture para lanzar su versión china. (vía Melville House Books)

¿Lenin?

“Lenin en la Puerta del Sol” se titula un apartado preliminar en que Bértolo sugiere “la necesidad de repensar políticamente temas tan 'leninistas' como la organización de descontento y la protesta”

Vladimir Ilich Ulianov, también llamado Lenin. Creador del Estado Soviético.foto:internet.fuente:elcultural.es

Semanas atrás, observaba Ignacio Sotelo que “se han escrito montañas de papel sobre la durísima crisis que nos aflige, sin que apenas haya saltado a la palestra el nombre de Marx, el primero que describe las crisis económicas, vinculándolas al modo de producción capitalista”.

Sotelo escribía esto en un artículo titulado “Reivindicación de la parresia” (El País, 4 de junio), término éste que designaba en la democracia griega la cualidad consistente en atreverse a decir lo que uno piensa aun a riesgo de contradecir la opinión dominante, con todo lo que ello comporta.

El silencio en torno a Marx sería para Sotelo un indicio elocuente de los efectos cada vez más intimidantes que esa opinión dominante ejerce sobre todos. Sobre los economistas, sin duda, pero también, de forma aún más sangrante, sobre los intelectuales, a quienes cumpliría más que a nadie ostentar esa cualidad de la parresia que Sotelo echa en falta.

En general, los intelectuales también prefieren no acordarse de Marx, no cabe duda; si bien entre ellos su nombre aparece invocado de vez en cuando con murmullos más o menos respetuosos o displicentes, y hasta da ocasión a encendidas apologías, como la que le dedicó hace poco Terry Eagleton en su libro Por qué Marx tenía razón (Península, 2011).

En cualquier caso, el silencio en torno a Marx se le antoja a uno lleno de ruido en contraste con el que rodea a Lenin, ése sí un silencio glacial. Al fin y al cabo, Marx es un teórico del pensamiento económico y político a quien nadie niega su condición de clásico y su importante papel fecundador de la modernidad. Lenin, en cambio, es un revolucionario asociado a uno de los episodios de la historia moderna más unánimemente anatemizados en la actualidad: la construcción de la URSS y el ensayo de una sociedad comunista bajo la férrea dirección del partido que el propio Lenin lideró hasta su muerte, en medio de extraordinarias tensiones.

Aprovechando el encargo que le hiciera un editor para una colección de “Clásicos del Pensamiento Crítico”, Constantino Bértolo ha asumido el reto de proponer no sólo una antología sumarísima y muy enjundiosa de los escritos de Lenin, sino también una relectura de esos escritos a la luz de las circunstancias actuales. El resultado se titula, muy elocuentemente, Lenin: el revolucionario que no sabía demasiado (Catarata), y es un libro tan intempestivo como pertinente, que se enfrenta con valentía a los prejuicios que pesan como losas sobre la demonizada figura de Lenin, y que invita a retomar a éste “como interlocutor válido para el diseño de una estrategia desde la que enfrentarse a los obstáculos que hoy encuentran quienes desean recuperar el horizonte de la emancipación”.

Bértolo centra su análisis en los años inmediatamente posteriores a la toma del poder por los bolcheviques. Ello le permite poner de relieve, “frente al tópico de un Lenin sectario, dogmático e intelectualmente sordo”, la naturaleza profundamente pragmática, ceñida siempre a las circunstancias y en consecuencia flexible, del pensamiento -”lleno de matices, meandros y curvas”, no falto de dudas y retrocesos- de quien dejó dicho: “No existe la verdad abstracta. La verdad es siempre concreta”.

La interpelación al movimiento 15-M queda bien clara desde un comienzo. “Lenin en la Puerta del Sol” se titula un apartado preliminar en que Bértolo sugiere “la necesidad de repensar políticamente temas tan 'leninistas' como la organización de descontento y la protesta”. Una tarea que pasa, según él, por una reconsideración crítica de las experiencias del pasado, a las que cabe arrancar otras enseñanzas que las que prescriben el enjuiciamiento y condena de la revolución rusa como una catástrofe sin paliativos.

“Los sabios dicen que la izquierda está en crisis. No me extraña: si no es capaz de reivindicar lo que hizo bien en el pasado, es improbable que haga algo bien en el futuro. “Estas palabras de Javier Cercas, que Bértolo aísla arteramente del contexto en que fueron empleadas, ilustran el trasfondo polémico de este libro, que se sirve de Lenin para postular un rearme de la izquierda en el arsenal de esas experiencias de las que abjuró con quizá demasiada precipitación. Rearme que habría de empezar por la reapropiación de un vocabulario vigente todavía, sí, por mucho que sepultado bajo los eufemismos destinados a camuflar la perpetuación del destructivo sistema que nos ha traído hasta aquí.

Proletario, imperialismo, capataz, explotación... ¿se acuerdan? Rasquen en términos como empleado, globalización, director de recursos humanos o cultura empresarial y ahí los tienen, vivos y coleantes.

30.7.12

Los comienzos de novela más portentosos que a todos nos hubiera gustado escribir

Gabriel García Márquez: Homenaje: 85.45.30*   

El párrafo inicial que nos introduce en Macondo, la sensorial primera frase de Lolita o el extrañamiento con que Kafka nos alerta de cómo Gregorio Samsa se convierte en un bicho son algunos de los comienzos de novela más portentosos de la literatura. Muchos escritores matarían por un inicio así

Gabriel García Márquez, autor de la celebradísima Cien años de soledad, en Homenaje: 85.45.30, en el Café Literario Bibliófilos de la Biblioteca Virgilio Barco, en Bogotá. foto:archivo.fuente:aviondepapel.tv.

Gabriel García Márquez conducía dirección Acapulco para pasar allí sus vacaciones. Durante el trayecto, le asaltó una frase: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
El escritor colombiano frenó el coche. Dio la vuelta y convenció a su mujer. Tenía que escribir urgentemente lo que primero intentó titular como La casa grande y luego fue Cien años de soledad.
Desde aquella epifanía, García Márquez decidió escribir durante 18 meses una novela que persiguió durante años.
El comienzo de Cien años de Soledad resuena a cuento infantil, a un érase una vez. El escritor colombiano y Premio Nobel lo cuajó con un binomio fantástico.
El “hielo” y un “pelotón de fusilamiento” son significados ajenos que, juntos, nos abren la puerta a un mundo mágico, ese Macondo, donde las cosas aún no tenían nombre y había que señalarlas con el dedo.
Es uno de los inicios novelescos más portentosos de la literatura. Como así lo fue la sensorialidad pecaminosa de Lolita de Vladimir Nabokov.
El autor ruso siempre decía a sus alumnos que la mejor literatura era la que nos producía un hormigueo en la médula espinal. El tormento de Humbert Humbert nos cruge la espina dorsal cuando leemos este primer párrafo:
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta”.
Aunque quizás sea La metamorfosis de Franz Kafka la novela corta con el inicio más contundente. La literatura kafkiana siempre se inicia en media res –con la acción empezada-.
“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón”.
De ahí que los primeros párrafos de la obra Kafka, que parecen finales, causen tanto sobresalto en el lector. Su literatura sobrecoge, porque proyecta en nosotros un extraño sentimiento de angustia sin respuesta. ¿Por qué se convierte Samsa en insecto?
Kafka elimina la causa y narra la consecuencia. Genera en el lector la empatía con la culpa de sus personajes. La omision de la explicación de por qué son culpables es la clave de toda la literatura kafkiana.
Otro de los portentos primeros párrafos de la novela por el cual cualquier escritor se revuelve de envidia e incluso mataría, quizás sea la aventura submarina narrada por Herman Melville.
El arranque de Moby Dick, en esa primera persona, nos retrata de una manera casi perfecta la psicología del protagonista que luego navegaría con el obseso capitán Ahab en busca de la ballena blanca.
“Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación”.
Sin embargo, deberíamos regresar a uno de los clásicos españoles más leídos en el mundo para alegrarnos de un comienzo patrio como este. La primera frase de El Quijote es una de las que más estudiada por los filólogos.
Don Miguel de Cervantes convirtió su novela de caballería en un libro poliédrico que cada siglo cuenta con una interpretación nueva: canto a la libertad, oda a la locura romántica, crítica social de la decadencia de la hidalguía...
El Quijote es una novela de personaje –cuenta más el protagonista que la trama-. De ello dan fe estas primeras líneas.
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.
No en vano, un inicio de novela así, con esa intromisión del narrador (de cuyo nombre no quiero acordarme), se presume insuperable.
*85 años de Gloria. 45 años de la publicación de Cien años de soledad. 30 años del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura. Homenaje. Café Literario Bibliófilos: La increible y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Sábado 4 de agosto: 3pm. Biblioteca Pública Virgilio Barco. Biblored.

La muerta viva

Las series de televisión disputan la hegemonía del arte de narrar a la novela, que ha perdido su antigua capacidad de influir en una cultura cada vez más fragmentada. ¿Crisis de estancamiento o de crecimiento? La muerte del género es todo un género

¿Un par de estudiosos de la novela, o lectores estudiosos del género de la novela? foto.fuente:elpais.com

Ortega no es Zizek, pero La rebelión de las masas es un ensayo tan atento a las mutaciones de la sociedad moderna que, a la altura de 1930, ya incluía chistes. Como ese del hombre al que, cuando quiere confesarse, el cura le pregunta si se sabe los mandamientos. Su respuesta: “Mire usted, padre, yo los iba a aprender, pero he oído un runrún de que los iban a quitar”.
Con el propio Dios como muerto más ilustre, la cultura occidental está llena de cadáveres simbólicos, incluidos aquellos que, aparentemente, llevan siglos gozando de buena salud. Es el caso de la novela, un género literario cronológicamente muy tardío si lo comparamos con el teatro o la poesía, milenarios, pero que desde su nacimiento vive asediado por ese mismo runrún de que lo van a quitar. De ahí que esa clase de libros que todo el mundo sabe reconocer pero casi nadie se atreve a definir no deje de generar debates y, por supuesto, bibliografía, ya se trate de describir sus mecanismos, analizar su capacidad para reflejar su tiempo o calibrar su fuerza para cuestionarlo. A eso se dedican tres libros recientes como La imaginación histórica, del historiador Justo Serna; ¿Qué fue de la modernidad?, del crítico británico Gabriel Josipovici, y La escritura desatada, del catedrático de literatura José-Carlos Mainer.
Desde la perspectiva de la historia cultural, Serna trata de responder a una pregunta tan sencilla como endemoniada: ¿qué idea del pasado y el presente de un país se haría un lector que, después de un cataclismo, solo contara con un puñado de novelas por todo documento? El país, por cierto, es España y los novelistas, Eduardo Mendoza, Luis Landero, Arturo Pérez-Reverte, Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas.
Por su parte, Josipovici, que ha enseñado literatura en Oxford y Sussex, también plantea dos preguntas. Mejor dicho, él plantea una y su editor, otra. La del autor está en la cubierta: “¿Qué fue de la modernidad?”. La del editor, según costumbre, en la contracubierta: “¿Qué tienen Kafka, Virginia Woolf y Borges que no tienen Philip Roth, Irène Némirovsky o Julian Barnes?”.

“Ha funcionado durante más de doscientos años. No tenemos por qué dudar de que lo siga haciendo”, sostiene Mainer
Si La imaginación histórica es un voto de confianza a la ficción porque sus autores han sabido “expresar lo que sus destinatarios precisan”, ¿Qué fue de la modernidad? es todo lo contrario, una denuncia contra escritores que, dice Josipovici, producen “objetos manufacturados con esmero” y “exquisitamente fabricados para que no percibamos las costuras”. ¿Su pecado? Olvidar que escribir significa hoy tener presentes la precariedad y las responsabilidades de la literatura. Recordando a Barthes, el crítico británico sostiene que “ser moderno consiste en reconocer que hay cosas que ya no se pueden hacer”. Si Paul Valéry se burlaba de la trama de las novelas aludiendo al socorrido “la marquesa salió a las cinco”, Josipovici critica a los que creen que la modernidad radica en usarse a sí mismos como personajes pero no dudan ni de la valía de lo que escriben “ni de su destreza para dar con el lenguaje que mejor se ajusta a sus necesidades”. La novela sigue siendo el espejo a lo largo del camino que quería Stendhal, pero un espejo roto. Eso no significa que no puedan seguir escribiéndose novelas sino que, tirando del hilo hegeliano de la muerte del arte, estas han “perdido su capacidad de explicar coherentemente el mundo”.
Finalmente, La escritura desatada es la reedición puesta al día de un ensayo que se convirtió en clásico en el mismo año de su aparición (2000) y que —de su tormentosa historia a su poliédrica definición pasando por sus componentes— cartografía el mundo de las novelas. Ese es el subtítulo de una obra ampliada ahora para dar cabida a aspectos decisivos en la última década: la narrativa femenina, la relación entre novela y ensayo o la llamada autoficción. El libro, no obstante, sigue abriéndose con unas páginas que recuerdan que el género nació ya rodeado de enemigos.
Un género sin pedigrí
Cuando se le pregunta a qué atribuye la cíclica muerte y resurrección de la novela, José-Carlos Mainer remite a su “falta de pedigrí”. “Continuamente la están matando porque nació sin antecedentes, o con muchos pero ninguno determinante. La novela moderna surge de un montón de formas narrativas y de la idea del diálogo, pero sin que nadie sepa cómo ha de ser. Los primeros que ven un poco claro su importancia son los románticos alemanes a principios del XIX”. Eso, sumado a que “los escritores tienen cierta tendencia apocalíptica, hace que cíclicamente se diga que la novela ha llegado a su fin”. Mainer, sin embargo, no se alarma: “Como la cosa ha funcionando durante más de doscientos años, no tenemos por qué dudar de que lo siga haciendo”.

“No es un cataclismo sino una evolución. No hay causas internas, es un cambio de hábitos sociales”, dice Luis Goytisolo
Parece, sin embargo, que la duda es el oxígeno que respira la novela (o los novelistas), de ahí que la hayan puesto en crisis desde, como reza el título de un estudio pionero, “la mañana siguiente al naturalismo”. Se diría, de hecho, que esa mañana no acaba de terminar nunca. En 1996 Jonathan Franzen, el penúltimo gran-novelista-a-la-manera-clásica, publicó ¿Para qué molestarse?, un texto hoy mítico al que todo el mundo se refiere como “el artículo del Harper’s”, en referencia a la revista que lo publicó. Franzen, que en noviembre publicará en España una recopilación de ensayos —Más afuera (Salamandra)—, se preguntaba allí “cuánto menos importan ahora las novelas a la mayoría de los norteamericanos que cuando se publicó Trampa-22”, la novela antibelicista de Joseph Heller, o sea, en 1961, según él, el último ejemplar de su especie que había influido en la cultura de su país. La imposibilidad de influir, decía, recibe el nombre de crisis.
Para responder a su propia pregunta Franzen recurrió a un estudio sobre 24 horas de la vida de la cultura estadounidense. En él encontró 21 referencias a la televisión, ocho al cine, cuatro a la radio y solo una a la narrativa (Los puentes de Madison). En su propio artículo, el novelista recordaba que la portada de la revista Time, antaño consagrada dos veces a James Joyce, había pasado a ser ocupada, entre el gremio de novelistas, por Scott Turow y Stephen King. “Los dos son escritores honorables”, aclaraba, “pero nadie duda de que merecieron las portadas por la magnitud de sus contratos”. Con el dólar como “rasero para medir la autoridad cultural”, el mismo semanario que durante décadas aspiraba a formar el gusto de sus lectores ahora servía solo para reflejarlo. Así estaban las cosas en 1996 en medio —¿ya en medio?— de “la hegemonía banal de la televisión” y —sin Twitter ni Facebook— “la fragmentación electrónica del discurso público”.

 
Aunque Gabriel Josipovici sugiera en su ensayo que a la novela actual le pasa lo que a la revista Time —no forma el gusto, lo refleja—, Franzen no sabía por entonces que él mismo ocuparía esa portada cuando, en 2010, publicara Libertad, pero su diagnóstico era rotundo: el siglo XIX, “cuando la novela era el medio primordial de instrucción social”, quedaba muy lejos. Para él, la autoridad de la novela había sido “un accidente de la historia” derivado del hecho de “no tener competidores”. “El novelista”, escribía, “tiene cada vez más cosas que decir a lectores que cada vez tienen menos tiempo de leer”. Cinco años después de publicar aquel ensayo, Franzen se destapó con la monumental Las correcciones —en mayo HBO renunció a convertirla en serie de televisión por su supuesta complejidad— y 14 más tarde, con la citada Libertad, dos novelones que suman más de mil páginas.
Es costumbre que los novelistas acompañen sus avisos sobre el fin de la novela con la publicación de… una novela, pero es cierto que Franzen retocó su artículo del Harper’s en 2002 para incluirlo en Cómo estar solo (Seix Barral). En el prólogo a ese libro el autor se recuerda a sí mismo como “una persona muy iracunda y teórica” y habla de su “antiguo fanatismo” después de aclarar, no sin ironía, que aquel célebre texto hablaba en realidad de “abandonar su sentido de la responsabilidad social como novelista y de aprender a escribir ficción por la pura diversión de hacerlo”.

“Lo que se publican son entretenimientos. Hoy la ‘gran novela’ no tendría lectores sino estudiosos”, afirma Eduardo Mendoza
Pero como la publicación de una novela, así tenga 700 páginas, no cambia los hábitos culturales de Occidente, Jonathan Franzen reconoció que, aunque él ofrecía su ayuda para apagarlo, se había declarado un incendio. “Sí, la tecnología seduce a muchos más jóvenes ahora que hace 20 años”, le dijo el año pasado a otro novelista, el colombiano Juan Gabriel Vásquez, en una entrevista publicada en El País Semanal, “y puede que se avecine un periodo de decadencia sostenida de la novela, pero el público es todavía muy grande. Aun si fuera pequeño, contaría con mi lealtad. Si seguimos escribiendo como si importáramos, seguiremos importando a la gente que lee novelas. La manera de conservar nuestro territorio no es darnos por vencidos y comenzar a escribir para nosotros mismos, sino tratar de escribir libros que sean relevantes”.
“Nuestro deber de entretener”
“El hecho de que sobreviva un mercado para la ficción literaria ejerce una disciplina útil sobre los escritores, al recordarnos nuestro deber de entretener”, había dicho el mismo Franzen, iracundo y teórico, en aquel artículo que le persigue. Con menos ira y teoría que los defensores de la vanguardia y menos crítico con Philip Roth, el novelista —en sus dos reencarnaciones— estaba señalando que el problema no es el autor sino el lector. Lo mismo que decían los que alertaban de la enésima mutación de la novela, un género de por sí mutante cuya consagración pasó por el nacimiento de la burguesía primero y por el triunfo de la masa después. “El escritor no puede olvidar al público que lo lee, incluso si no pretende halagarlo”, afirman los franceses Roland Bourneuf y Réal Ouellet en La novela, un ensayo de referencia que este año cumple cuatro décadas. ¿Qué sucede cuando el que se olvida es el público? ¿Cuando se multiplican los competidores de la novela? ¿Cuándo estos —el cine, la televisión, los videojuegos— son una evolución audiovisual suya?
Luis Goytisolo, que en febrero pasado reunió en un solo volumen los cuatro libros de su obra magna, Antagonía (Anagrama), y que en septiembre publicará nueva novela —El lago en las pupilas (Siruela)—, ha sido uno de los narradores que más ha analizado el futuro de su oficio. Antes incluso de indagar en el impacto de la imagen en la narrativa española contemporánea durante su discurso de ingreso en la RAE (1995), Goytisolo había hablado ya del declive de la novela. ¿La razón? Que ha ido dejando paulatinamente de ser “un medio de expresión adecuado para una sociedad en la que el libro no cesa de perder importancia frente a los audiovisuales”. Más de una década después, Goytisolo todavía recuerda, con humor, el eco de sus palabras en un tiempo en que, además, la Red estaba lejos de conocer su expansión actual y parecía ciencia ficción su alusión al papel “de la informática” a la hora de acortar los mensajes y reducir el léxico: “Me llamaron catastrofista”, rememora, “como si hablara de un cataclismo y no de una evolución. Los géneros empiezan y acaban. No pasa nada”. Pero matiza: “No son causas internas, son los hábitos sociales los que crean esta situación. Hay géneros que quedan anticuados y son sustituidos por otros. Yo me refería a la novela como se ha entendido en el siglo XIX y XX”. Los grandes autores de esos siglos, dice, serán leídos siempre, “pero no de forma masiva, ni mucho menos. No desaparecerán, pero irán a un nicho limitado. ¿El siglo XXI? Yo me pregunto cuánta gente de 20 años lee novelas. Si la gente no las lee, ¿por qué no van a dejarse de escribir?”.

“Puede que deje de serla reina del mambo, pero no hay crisis. La novela del siglo XX siempre fue elitista”, según Guelbenzu
Más expeditivo aún que Goytisolo, Eduardo Mendoza es uno de los más desacomplejados notarios de la crisis de la novela. Desacomplejado y madrugador. Durante un curso de verano de 1998, el autor de La ciudad de los prodigios declaró que la “novela de sofá” había muerto. Al menos en el primer mundo. Otra cosa sería la periferia, las antiguas colonias, motor continuo de renovación para las lenguas europeas. La falta de épica —sustrato último del género—, la ausencia de un trauma colectivo y lo “relativamente previsible” de los destinos individuales no permitían ya “echar al vuelo la imaginación”. La novela en el sentido clásico, decía Mendoza, apela “a un tipo de interés que el lector actual no siente”.
¿Qué queda pues? La novela como entretenimiento, responde un autor que —en paralelo al irónico deber de entretener del propio Franzen— incendió las columnas de opinión de los periódicos. Por entonces, las redes sociales no volaban ni en la imaginación. Algunos de sus colegas añadieron matices a sus argumentos (Javier Marías, Félix de Azúa); otros trataron de desmontarlos (Vargas Llosa, Muñoz Molina, Andrés Trapiello).
Cuando se le recuerda aquel episodio que removió el plácido estanque de la literatura y que para algunos no fue más que una serpiente de verano, Eduardo Mendoza, de vacaciones, se explica por teléfono: “No me refería a la muerte de la novela, que es algo muy pretencioso, sino a un tipo determinado de novela y a lo que representó la del siglo XIX. Años después no hay nada que desmienta lo que dije. Otra cosa es que se sigan publicando libros donde el formato novela se mantiene, pero que no son la novela, son entretenimientos en forma de novela”, dice un autor que desde entonces ha publicado media docena de títulos y que hace tres meses publicó, con enorme éxito, otro de sus entretenimientos: El enredo de la bolsa y la vida (Seix Barral). ¿Ya no hay sitio para la gran novela? Antes de volver a sus vacaciones, Mendoza responde: “En estos momentos ni hay un ambiente para crearla ni, si se pudiera crear, encontraría lectores. Encontraría estudiosos. Lo que ha muerto no es la novela, sino el lector de novela del siglo XIX como ha muerto el que iba a escuchar los sermones de grandes predicadores en el siglo XVII. ¿Podría salir un predicador que atronara en la catedral de Toledo? Sí, pero estaríamos hablando de otra cosa”.
De la muerte de la novela a la muerte del lector

“Narrativos son el cine, la TV y el cómic; la novela ya no es el lugar que plantea los cambios sociales”,apunta Fernández Porta
El director de aquel ya célebre curso del 98 fue José María Guelbenzu, que certifica el cambio de actitud del lector citando a Philip Roth, esta vez para bien. Guelbenzu recuerda que el autor de La mancha humana afirmó hace ya tiempo que lo que muere no es la novela sino el lector complejo, “que es el que puede leer novela compleja”. “Por ahí, por este mundo que vive de flashes y frases cortas e ingeniosas tipo Twitter es posible que se produzca un desajuste y la exigencia sea de cosas breves, rapiditas, digestivas y ocurrentes”, dice el escritor español, que, no obstante, está convencido, de que todo “se volverá a ajustar porque la gente dispuesta a reflexionar no se echa para atrás”.
El propio Guelbenzu ha recorrido él solo casi todos los caminos de la narrativa española reciente: de El mercurio —un hito del experimentalismo publicado en, otro hito, 1968— a la novela negra —en septiembre aparecerá un nuevo título de su serie policiaca, Muerte en primera clase (Destino)—. Todo ello sin abandonar la novela que él llama “de gama alta”, que ya no experimenta con el lenguaje sino con la estructura —acaba de aparecer una edición académica de El río de la luna (Cátedra), premio de la Crítica en 1981—.
Novelista en español, crítico de literatura extranjera y antiguo editor de ambas cosas, Guelbenzu no contempla la palabra maldita: “Ninguna crisis”, dice. Y se explica: “La que está más fuerte que nunca es la novela tradicional, que es a la que están apelando todos los best sellers y todos los que quieren serlo, los que escriben con exposición, nudo y desenlace con toda tranquilidad. De eso se escribe más y cada vez se lee más. Por otro lado, la novela de calidad ha sido siempre elitista. Otra cosa es que, con el tiempo, Anna Karenina se haya convertido en lectura obligada. Salvo la novela del XIX, que es popular y sienta el canon del género, la del siglo XX es claramente elitista, y no creo que haya muerto. Tiene el público que tenía, que es un público cultivado”.
Ganar la batalla, perder la guerra

En el futuro no publicará ningún escritor con menos de 5.000 amigos en Facebook, dice la última broma editorial
Respecto a la posible competencia del cine, la televisión e Internet en el campo de la narrativa, Guelbenzu augura una buena convivencia. Distinto es saber quién marca eso que los políticos llaman agenda y Franzen capacidad de influir: “Puede que lo audiovisual se imponga y se haga masivamente cargo del acto de contar historia, pero no quiere decir que la novela se acaba. Seguirá su camino. Lo que ocurre es que la novela ha sido la reina del mambo durante un par de siglos y puede que deje de serlo, sin dejar de tener la misma calidad de siempre”. Quedan lejos, en efecto, los tiempos en que la popularidad de la novela de Victor Hugo consiguió que Notre Dame se restaurara según lo inventado por el escritor en lugar de atendiendo a la traza original. ¿Tiene nombre la nueva reina? Guelbenzu no lo ve claro, pero lo entrevé: “Quien está tomando con firmeza el relato de las historias, quien ahora es capaz de contarlas con hondura y potencia expresiva son las series de televisión. Más que el cine, que está infantilizado entre superhéroes y efectos especiales”.
La crisis de la literatura es un género literario en sí mismo. Lo dice Eloy Fernández Porta, que recuerda a John Barth señalando, ironías posmodernas, el primer testimonio de ese género en un papiro egipcio. Barcelonés de 1974, es decir, 30 años menor que José María Guelbenzu, Fernández Porta había publicado dos libros de relatos antes de embarcarse en ensayos sobre la literatura en tiempos de sincretismo entre la élite y la masa, la televisión y el cine, la Red, la música y el arte contemporáneo. El resultado son títulos como Afterpop. La literatura de la implosión mediática (Berenice, 2007; Anagrama, 2010) o Emociónese así. Anatomía de la alegría (con publicidad encubierta), que publicará, también en Anagrama, en octubre próximo.
Según Fernández Porta, la novela ha ganado la batalla. La afirmación es tan rotunda que desconcierta a su interlocutor. Pero, ahí llegan los matices, no lo ha hecho en la guerra tradicional. En su opinión, el género ha sobrevivido por tres vías. Una: “novelizando” las series de televisión. Dos: reconfigurando los grandes productos de Hollywood en sagas, “un tipo de organización tomado de la literatura”. Tres: consiguiendo que la novela gráfica haya relegado al álbum como género fundamental del cómic. Una victoria que lleva dentro su propia derrota: “La narratividad ha ganado la partida, pero la novela ya no es el lugar en el que se plantean las transformaciones sociales. Por no hablar de que el libro ya no puede arrogarse el monopolio de la literatura”.

 
 ¿El the end de la novela?
En los años cuarenta, el estudioso francés Jean Suberville llegó a enumerar hasta 30 tipos de novela haciendo uso de facultades clasificatorias casi borgianas —deportiva, de capa y espada, de animales…— . Eso teniendo en cuenta que algunas, como la cortesana y la pastoril, antaño triunfantes, habían pasado, literalmente, a la historia. Hoy la novela negra, la histórica y, últimamente, la erótica han tomado el relevo. ¿Cómo hablar de crisis ante el florecimiento editorial de formatos tan identificables? Eloy Fernández Porta lo explica con una palabra: reacción. “La apelación a la narrativa tradicional no es más que una reacción ante algo que se acaba. Justo cuando se entrevén grandes transformaciones en la lectura, la literatura se vuelve regresiva y trata de apostar por formas muy codificadas”.
También Luis Goytisolo considera que la llamada al orden es una forma de defensa. “Los novelistas suelen resistirse a aceptar que cultivan un género progresivamente anacrónico —algo que los poetas tienen más que asumido—, y ello tanto más cuanto mayor sea la tentación de probar suerte subiéndose al carro del best seller”. Goytisolo lo dijo con estas palabras en un artículo, publicado en 2004 en este periódico, que trataba de responder a una idea casi tan recurrente como la muerte de la novela: nunca se ha leído tanto. Las buenas historias que promueve el mercado, decía, “responden a un intento de contrarrestar el creciente desinterés del público hacia la creación literaria”.
Como toda crisis es a la vez una catástrofe y una oportunidad, aquellos que ven la novela en situación crítica consideran que la rotura del espejo de Stendhal produce muchos espejos pequeños. “Dado que el mainstream es ya novelístico”, dice Fernández Porta, “es posible que los textos literarios que se publiquen sean más antinarrativos, experimentales y originales. En España el patrón es el realismo; en Argentina, por ejemplo, no. Pensemos en César Aira”.
Tradicionalmente la narrativa ha reaccionado de dos formas al empuje de los medios audiovisuales, hoy rampantes: asumiendo sus técnicas —la elipsis, por ejemplo— o separándose de ellas y privilegiando su propia herramienta, el lenguaje. Nada nuevo por el lado de la estética. Los novelistas seguirán ahí: mientras exista un ser humano, existirá alguien que cuente su historia. O que se la invente. “Las crisis de la novela no son de estancamiento sino de crecimiento”, dice Mainer. La sociología ya es otra cosa. Si crisis, según Franzen, es la imposibilidad de influir en la cultura, la dispersión de la era digital hará que la influencia cultural de la novela también sea dispersa, es decir, más débil. La proliferación de editoriales pequeñas es buena muestra. Por si fuera poco, otra crisis, la económica, amenaza con eliminar cualquier riesgo, el artístico incluido. Doris Lessing tuvo que ver cómo, meses antes de recibir el Nobel en 2007, su editorial británica le rechazaba un libro porque no vendía y algunos editores españoles cuentan ya un chiste, otro, oído a sus colegas neoyorquinos: en el futuro no se publicará a ningún escritor con menos de 5.000 amigos en Facebook. Citando a Juan Ramón Jiménez, el poeta Francisco Brines suele decir que la poesía no tiene público sino lectores. ¿En cuál de las dos pistas bailará en el futuro la anciana reina del mambo?
La escritura desatada. El mundo de las novelas. José-Carlos Mainer. Menoscuarto. Palencia, 2012. 380 páginas. 22 euros.
¿Qué fue de la modernidad? Gabriel Josipovici. Traducción de Gregorio Cantera. Turner. Madrid, 2012. 264 páginas. 18 euros.
La imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles contemporáneos. Justo Serna. Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2012. 260 paginas. 20 euros.

La imagen y la imaginación
Nos parece más antiguo un coche de hace 10 años que una locomotora de hace 20. Lo dice Ortega en el mismo capítulo de La rebelión de las masas en que cuenta el chiste del hombre que se va a confesar. La idea de progreso casa mal con las artes, pero parece inevitable preguntarse qué hay de nuevo. Así, José María Guelbenzu, que no cree en la crisis del género, no deja de apreciar un “estancamiento” en lo que él llama la novela de calidad, “la que tiene que seguir hacia adelante con nuevas formas expresivas”. De las propuestas de los últimos años, la única que le convence es “el camino que marcaba Sebald, que no sé si está agotado: ese que en la tensión entre verdadero y verosímil decide incluir las dos cosas y mezclarlas. Nada de lo que se vende aparatosamente como nuevo va más allá que las vanguardias del siglo XX”.
Superados los prejuicios morales contra la invención —“hoy parece más bien que estamos muy a favor de la imaginación”—, José-Carlos Mainer descree del carácter utilitario de la novela. “Las costumbres de las ballenas se reflejan mejor en un tratado de zoología que en Moby Dick”, afirma en La escritura desatada. Otra cosa son las posibilidades expresivas del “camino de Sebald”, la autoficción, que Mainer considera “una variante de la novela histórica relacionada con la nueva crónica periodística” y en la que hay “una elaboración y una presencia del autor que no es una simple objetivación en el sentido tradicional”.
Si los premios son síntoma de algo, ahí están los últimos nacionales de Narrativa, concedidos a dos libros que transitan por caminos difícilmente asimilables a la novela: Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, y Anatomía de un instante, de Javier Cercas. “Es un género plenamente legítimo que, fijémonos, se ha producido junto a la producción de novelas históricas en serie que se da actualmente”, prosigue Mainer, “ese que se ha convertido en el centro de interés de los lectores de novela popular, que siempre han existido”.
Como género abierto en el que todo cabe —la escritura desatada de la que habla el Quijote—, la novela entra y sale del resto de los géneros tomando cualquier recurso que le pueda ser útil, pertenezca a la Historia, a la poesía, el teatro o el cine. Su relación con este último es, además, de doble dirección. Sin embargo, por más que su estructura narrativa, como la de las series televisivas y muchos videojuegos, esté tomada de la novela, la competencia tiene un límite. “Es la disputa entre leer y ver”, dice José-Carlos Mainer cuando se le pregunta por una hipotética pérdida de hegemonía de la novela. “La lucha es difícil porque leer es arduo, es mucho más complicado que darle a un botón y esperar que pase algo. Afecta en los dos sentidos, y eso es lo preocupante: no solo el cine expone con mayor verosimilitud y atractivo la parte más imaginativa de las novelas sino que compite muy claramente en el realismo. La clave está en que la gente se incline por lo más fácil o por leer, que es una operación no puramente receptiva y que exige entender rectamente lo que se dice, poner en marcha la imaginación y prolongar la literatura en la lectura”. Con todo, si el espacio del costumbrismo está ocupado —“y a veces muy bien ocupado”— por las series de televisión, la novela tiene su “mayor potestad”, según Mainer en las imaginaciones complejas y en las referencias cultas. “No las simples que se aprecian de una sola vez sino esas que apelan a hechos, sentimientos o ideas que tienen detrás un sustrato y que en la literatura están absolutamente vigentes. En una novela de Coetzee es donde no hay competencia posible”.

Un escritor salvaje

Este año se estrenan dos documentales sobre el autor: Estrella distante, de Daringa Guevara y Jordi Lloret, y Roberto Bolaño. La batalla futura, de Ricardo House

Roberto Bolaño, que estás en los cielos...foto.fuente:elespectador.com

Luis Sebastián Rosado espera a Alberto Moore y a su hermana en el negocio de don Néstor Pesqueira. Apacible, prestándole atención al cumplimiento de sus propios cánones. Pensando, acaso, que de esta manera su vida será perfecta: el suceso planeado, el resultado esperado. Los sobresaltos para qué.
Nada en la vida es perfecto, sin embargo, y esto lo sabe de sobra el chileno Roberto Bolaño, autor del episodio. De su pluma —en un lenguaje propio de la clase alta, alejado de él, pero manejado con una maestría notable— sale la idea: el personaje debe ser atacado por los “real visceralistas”, lo más indeseable de la escena literaria mexicana.
Lo rodean, lo asustan, le hablan de poesía y le insultan a su adorado Octavio Paz. Pero lo interesante viene luego, cuando se van con él y sus dos amigos a un bar de mala muerte para que la noche los envuelva con sus oscuros movimientos: un baile entre hombres, una pelea, un trago, luego otro, un nubarrón de imágenes; la borrachera, el vómito dentro del carro de Albertico Moore. Los real visceralistas destruyendo a cualquiera que tenga que ver con literatura y que no sean ellos mismos.
Todo esto en apenas seis páginas de las monumentales 600 que le dedica Bolaño a Los detectives salvajes, una novela obligada dentro de su obra, que juega con la paciencia del lector a través de distintas voces narrativas. Una odisea literaria calificada por Ignacio Echavarría como “la novela que Borges hubiera aceptado escribir”.
Los real visceralistas tuvieron un lugar en este mundo durante la juventud mexicana de Bolaño. Se llamaron los “infrarrealistas”. Hacían revueltas, gritaban “¡Octavio Paz es un idiota!” en conferencias de Octavio Paz, robaban libros y, si la novela no exagera, estar con ellos en las atardecidas calles de México suponía una experiencia sublime. “Lo que molestaba mucho al estatus de la literatura mexicana era que no estábamos con ninguna mafia, con ningún grupo de poder”, acepta Bolaño en Off the Record, ya famoso pero con la tranquilidad que reposa en los ojos de quien no se ha traicionado nunca.
Ser un pandillero literario fue apenas una de las etapas que vivió. Una determinante, claro, pero no más importante que cualquiera de las demás: el padre enamorado de sus hijos; el hombre enfermo, dueño de un hígado destrozado que finalmente lo condujo a la muerte; el extranjero que, al volver a Chile, se sorprendió “porque todos eran chilenos, cuando yo estoy acostumbrado a ser el único chileno”; la figura mítica que, según Mario Vargas Llosa, ayudó a propulsar una “obra donde había calidad”.
Su vida es sin duda interesante, llena de acertijos que muchos queremos descifrar, como tratándose de una más de sus novelas. Dos nuevos documentales sobre este interrogante siempre abierto aparecen este año en Chile: Estrella distante, de la artista Daringa Guevara y el escritor Jordi Lloret, reconstrucción de la vida del chileno “desde sus propias palabras”, y Roberto Bolaño. La batalla futura, del director Ricardo House, que contiene varias entrevistas a familiares y amigos. Todo con tal de calmar un poco la sed que experimentan los lectores, compulsivos por saber más y más sobre su pequeño dios.
Se sabe que transversal a su vida camina un hombre fundamental: el escritor persistente.
Un poeta de verdad
Igual que a Julio Cortázar, a Bolaño le prescribieron dejar de leer cuando era niño. Abnegado, como siempre, jamás abandonó el hábito. Todo el tiempo estuvo ávido de encontrar nuevos autores, algún poeta desconocido que supiera respetar esa “fragilidad” con la que describió a la literatura: aquellos que no la entienden son unos canallas. Son escritores de humo. No existen. Son basura.
Bolaño leía como un enfermo todo lo que le cayera en las manos. Esa primera obsesión vino a reflejarse mucho después en lo complejo de su obra literaria. Pero sobre todo leía poesía: “Muchísima poesía. Siempre he admirado esas vidas tan desmesuradas, tan arriesgadas”, asegura. Esa admiración fue lo que lo llevó por la senda tortuosa del oficio de escribir. Una apuesta que, aparte de la gloria, le supuso también un sufrimiento incalculable.
“Yo creo que el verdadero poeta lo puede soportar todo (…) el ejercicio de la poesía, la comunión del poeta con esas cristalizaciones verbales, permiten precisamente que el poeta, después de eso, lo pueda soportar todo”, afirma, como aventurándose a describirse.
Hoy, nueve años después de su muerte, Bolaño es una estrella literaria que lectores alrededor del mundo veneran con una abnegada pasión. Pero eso es hoy. Bolaño nunca la tuvo fácil. Desde muy joven se echó encima la cruz de ser un “poeta de verdad”. Y esto lo hizo a pulso, escribiendo contra todo pronóstico. Escribiendo así muriera de hambre. “Escribiendo con mi hijo en las rodillas. Escribiendo hasta que cae la noche con un estruendo de los mil demonios, los demonios que han de llevarme al infierno. Pero escribiendo”, se oye decir en el documental El último maldito.
La amargura es cierta. Detrás de esa escritura de culto estuvieron los rechazos de todas las editoriales: Seix Barral, Anagrama, Destino, Planeta. Los concursos literarios a los que podía presentarse —a veces el dinero le hacía falta para las copias— tampoco le reportaban ningún crédito. Pese a vivir como un salvaje, en la pobreza y a la sombra, siempre persistió. A Roberto Bolaño “había que verlo trabajar para saber que estaba absolutamente seguro de lo que estaba haciendo”, confiesa Juan Villoro.
La llama que se mantuvo ardiendo en su pecho, pese a todos los obstáculos, desencadenó por fin el incendio. La literatura nazi en América lo sacaría del anonimato. Con ese pequeño impulso publicó luego Estrella distante. Nunca se rindió. Si la literatura era su condena, también sería su tabla de salvación.
Llega Los detectives salvajes. En ella se descubre a un escritor poderoso, que no teme entregar un libro laberíntico e inmenso. El Premio Herralde viene por unanimidad. El Rómulo Gallegos, el más importante del hemisferio, lo sucede. Pero en el trasfondo de toda esta vida pomposa de escritor de las más altas cimas, persiste Roberto Bolaño, un hombre sencillo, apasionado, con un agudo sentido del humor.
Esa simpleza se da porque todo es momentáneo y él lo sabe de sobra. Pronto la enfermedad hepática lo matará. Y así, moribundo, emprende un libro de mil páginas llamado 2666.
Toda esta vida azarosa supo encauzarse en una obra literaria que, a juicio de muchos, constituye lo mejor que ha salido de América Latina después del llamado Boom.
Bolaño confiesa que se salvó de la locura riéndose de sí mismo. Cuando le preguntan si su hijo Lautaro va a ser escritor, contesta: “Sólo espero que sea feliz. Así que mejor que sea otra cosa”. Le comentan que por ahí un crítico literario anda diciendo que él es el escritor con más futuro de América Latina. No tiene ningún reparo en responder: “Yo soy el escritor latinoamericano con menos futuro. Eso sí, soy de los que tienen más pasado, que al cabo es lo único que cuenta”. Parece que, en realidad, sí ha contado mucho.

Todas las cartas del amor de Fernando Pessoa y Ofélia

Se publica por primera vez la correspondencia que el escritor mantuvo con el único amor de su vida, una chica bien de una familia burguesa lisboeta

El escritor Fernando Pessoa en 1914, a los 26 años de edad. foto.fuente: elpais.com

“Fernando: Hoy no tuve suerte. Mis cosas son últimamente así, siempre salen mal. Deseaba tanto que llegara la hora... y al final usted llegó aburrido de su vida y de mí. ¿Ya no le gusto Fernandito?”. “Ofélia: Toda mi vida gira en torno a mi obra literaria, buena o mala, lo que sea, lo que pueda ser. Todos (…) tienen que convencerse de que soy así, de que exigirme sentimientos —que considero muy dignos, dicho sea de paso— de un hombre común y corriente es como exigirme que sea rubio y con los ojos azules”. El primer fragmento de carta (escrito en septiembre de 1929) pertenece a Ofélia Queiroz, por entonces de 29 años. El segundo, escrito días después, a un Fernando Pessoa de 40, ya alcoholizado, que se dirigía a la única mujer de la que se enamoró en su vida y con la que iba a cortar para siempre poco después. La especialista portuguesa Manuela Parreira Da Silva acaba de reunir en un único volumen (Cartas de amor de Fernando Pessoa e Ofélia Queiroz, editorial Assírio & Alvim), las cartas que se cruzaron (a veces de usted, a veces de tú) el mayor poeta de la literatura portuguesa y una chica bien de una familia burguesa lisboeta.
Ambos se conocieron a finales de 1919, en una oficina comercial donde Ofélia, por entonces de 19 años, entró a trabajar de secretaria y donde Pessoa, de 31, se empleaba por horas traduciendo al inglés cartas de negocios. A los pocos meses, en febrero de 1920, el poeta, enamorado por primera vez en su vida, montó una escena de folletín a la chica, declarándose melodramáticamente una tarde de invierno en la que estaban los dos solos en la oficina. A la chica, aunque salió despavorida, la teatral prueba de amor exagerado le gustó. Y le escribe la primera carta: “Pienso mucho en usted, en que estoy despreciando a un chico [su novio de entonces], que me adora (…) voy a serle franca: temo mucho que esos transportes de amor suyos sean de poca duración (…) si Fernandito nunca pensó en tener familia, le pido que me lo diga…” A esta carta inquisitiva y clara Pessoa respondió así: “Quien ama verdaderamente no escribe cartas que parecen requerimientos de abogado. El amor no estudia tanto las cosas, ni trata a los otros como acusados”.
Con todo, la relación se entabla. La pareja vive diez meses como novios. Parreira da Silva asegura que del lenguaje de algunas cartas se desprende que no fueron unos amores tan platónicos como se pensaba y que hay giros que dejan entrever algún que otro escarceo erótico nunca demasiado aclarado. Hay paseos, reticencias de Pessoa a conocer a la familia de ella, cursiladas (“todas las cartas de amor son ridículas”, escribió más tarde, en un poema célebre) y un constante deseo de ella para que él se comprometa más. Pessoa llega incluso a fantasear con ganar un premio millonario participando en unos pasatiempos ingleses a los que es muy aficionado con la intención de casarse. Pero, entre otros problemas, entre los dos se interpone la figura de Álvaro de Campos, uno de los heterónimos de Pessoa, una de las personalidades en las que transmutaba el poeta.
Hay incluso cartas firmadas por A. de C. A Ofélia le resultaba particularmente odioso el personaje: “No me gusta, es malo”, escribe en junio de 1920. En noviembre dejan de verse. Pessoa se despide con una carta enigmática y triste: “Mi destino pertenece a otra Ley, de cuya existencia Ofelita nada sabe, y está subordinado cada vez más a Maestros que no conceden ni perdonan”.
Nueve años después, el azar les une de nuevo. Ofélia ya es una mujer de 28 años y Pessoa, un hombre adicto al aguardiente obsesionado con terminar una obra que es un laberinto inacabable. Ella ya no habla de boda. Y él vuelve a distanciarse y al final, las cartas se convierten en un desesperado monólogo de ella pidiendo, casi inútilmente, al otro que le escriba, anticipando una ruptura que se produce a finales de 1929.
En 1935, meses antes de morir, Pessoa vio su único libro publicado en vida, el soberbio poema Mensaje. “Un día, llamaron a la puerta y la criada fue a abrir”, —relató la misma Ofélia, muchos años más tarde—. “Era alguien que traía un libro. Al abrirlo vi que era Mensaje, con una dedicatoria. Cuando pregunté quién lo había traído, por la descripción de la chica, me di cuenta de que lo había hecho el mismo Fernando. Corrí hacia el portal, pero ya no lo vi”.

Roberto Arlt, el mejor de todos

Hace 70 años moría el gran novelista argentino. Popular e incisivo, describió los cambios de paisaje y subjetividad de su época. Todavía influye a los escritores

ELEGANCIA. Roberto Arlt, posando de balcón a balcón. foto: archivo clarin.fuente: Revista Ñ

El 26 de julio de 1942 moría en Buenos Aires Roberto Arlt. Tenía sólo 42 años y su muerte pasó casi inadvertida para la prensa. Por aquellos días los Aliados combatían contra los alemanes en Egipto y empezaba una nueva etapa de la Segunda Guerra. En Argentina fue un domingo “plomizo”, como a él le gustaba llamar a los días nublados. Entre las noticias literarias, las revistas estaban ocupadas en el desagravio a Jorge Luis Borges, por entonces relegado del Premio Nacional de Literatura.
Lo velaron en la misma sede del Círculo de la Prensa donde unas horas antes había ido a votar. En la ceremonia de despedida habló el escritor Nicolás Olivari y el poeta Horacio Rega Molina leyó un soneto. Al día siguiente, el diario El Mundo sacó su última aguafuerte: “Un paisaje en las nubes”. Unos días después el periodista Augusto Mario Delfino escribió: “Lo cremaron en el cementerio del Oeste. Bajo el cielo gris, alzándose en la lluvia, una nubecita de humo blanco anunció el fin”.
Por sus Aguafuertes , la popular columna que escribió desde 1928, se destilaron sus temas: su ácida mirada sobre el amor y la política, el dinero, la traición, las ciencias ocultas, las modificaciones en el paisaje de la ciudad, con sus “chimeneas de carbón”, “sus “torres de transformadores de alta tensión” y las nuevas fantasías y delirios de sus habitantes. Autor de novelas centrales de la literatura argentina y de relatos como los de El criador de gorilas (1941), Arlt también se destacó como dramaturgo, llevando adelante él mismo muchas de sus puestas en el Teatro del Pueblo: obras como África , en 1938.
Como si todavía siguiera escribiendo, con los años su obra se ha agigantado. Es un ineludible punto de referencia para escritores y críticos como David Viñas, Adolfo Prieto, Oscar Masotta, Horacio González, Alan Pauls. Entre los libros sobre Arlt más importantes de los últimos años se destaca Arlt va al cine de Patricio Fontana (2009), un exquisito paseo por las películas y los cines que alimentaron su escritura.
Como crítico, siempre simulaba evitar los bultos de la historia: ir a la trama, destacar la actuación de un actor y esos aspectos que entran en los afiches. Él sencillamente veía otras cosas. Reparaba en algo que aparecía perdido en algún ángulo de la pantalla, y tenía un “caprichoso” sistema para distinguir entre las buenas y las malas películas. Esto le valió que lo terminaran enviando a reseñar las películas de Clase B, acaso las que más le gustaban. Con esa mirada desviada también leía. Y también interpeló a los acontecimientos de su época. Fue el suyo el tiempo violento de entreguerras y el de “la década infame”. Como periodista, en 1931 le tocó “presenciar” el fusilamiento del militante anarquista Severino di Giovanni. Prefirió centrarse en la cara de los que, humillados por la dignidad del condenado ante el pelotón, sólo atinaban a ponerse pálidos y a morderse los labios. El grito de di Giovanni antes de morir contrastaba para él con el frac, los zapatos de baile, la galera de uno de los espectadores. Un tiempo después Arlt lo puso a di Giovanni como personaje de una de sus novelas. Narrar para él también era saber elidir. Podría decirse que su mirada desenfocaba, pero no: enfocaba bien, lo hacía en los pequeños lugares, recalaba en ese detalle apenas perceptible y en el que siempre se acurruca el corazón mínimo de la verdad. Viajó por el interior, por Uruguay y Brasil, y más tarde por España y Marruecos. Escribió sobre todo. Y cuando estuvo a punto de caer en algún precipicio saltó sobre las cosas del mundo con su mirada incisiva capaz de identificar de un solo golpe de ojo cosas que para muchos parasarían desapercibidas.
Cuando alguna vez le preguntaron cuál era el escritor más importante de su generación, Arlt se nombró a sí mismo. Hoy sabemos que fue bastante modesto: venía de otra parte y vio las cosas que sus contemporáneos no. En la medianoche del 31 de diciembre de 2012 se liberan sus derechos.