El rasgo que comparte esta comunidad de incondicionales es la admiración por el modelo hermenéutico que Foucault diseñó para el estudio de la historia de las ideas
Michel Foucault, se inventó casi un sistema de pensamiento, según Lynch. foto:fuente:elpais.com |
La obra de Michel Foucault
ha generado una nutrida comunidad de epígonos que, fascinados por la
inteligencia –y, más de uno, por el pomposo estilo del maestro– se han
multiplicado en los últimos treinta años hasta abarcar casi todos los
campos de lo que antaño se llamaba “ciencias humanas”. El rasgo que
comparte esta comunidad de incondicionales es la admiración por el
modelo hermenéutico que Foucault diseñó para el estudio de la historia
de las ideas que, como observó Paul Veyne, le hizo “revolucionar” esa disciplina. Grosso modo, hay dos tipos de foucaultianos: los que repiten una y otra vez las trouvailles
del maestro (una coma aquí y otra más allá, pero no dan un paso fuera
de la partitura) y los que han intentado convertir esa enseñanza en un
sistema de pensamiento, propósito que va allá de lo que el propio
Foucault alguna vez pensó para sus propias ideas. En cualquier caso,
estos segundos son los únicos interesantes. Entre ellos el propio Veyne,
los historiadores John Boswell y Peter Brown y, ya que estamos, el italiano Roberto Esposito.
Tenemos aquí, en los dos breves ensayos que Esposito dedica a la idea de persona, reunidos en El dispositivo de la persona,
un ejemplo muy evidente de cómo se puede desarrollar el pensamiento de
Foucault sin necesidad de incurrir en burdo epigonismo. Esposito
aborda una categoría, la de “persona”, que se interpone entre la idea
de sujeto que está apenas esbozada y casi ausente en el pensamiento
antiguo y la característica “impersonalización” que es propia de nuestra
época, en la que la ideología ha dejado paso a la biología política o
biopolítica. Su estudio examina de forma particularmente
ilustrativa la constitución y uso de la categoría de persona por obra de
los pensadores cristianos a partir del estatuto de la persona en el
derecho romano y reconstruye con precisión el modo como el cristianismo
se valió de las ambigüedades jurídicas de la persona para poner la ley
del cuerpo bajo las condiciones del espíritu cristianizado. Muestra
cómo, en gran medida, los filósofos de la primera modernidad dieron
cabida a esta herencia cristiana en su idea del sujeto. Y recuerda que
una de las mayores contribuciones de Foucault fue haber anotado, en la
crítica de esa tradición moderna, que en el proceso de subjetivación
está implicado un programa histórico y social de sometimiento. Que la humanización conlleva impersonalización y denegación encubierta de lo que Nietzsche llamó “la gran razón del cuerpo”.
Esposito, haciendo gala de una erudición impecable, sugiere una crítica implícita del humanismo contemporáneo y de la doctrina de los llamados “derechos humanos”, toda vez que éste, como observó Simone Weil –a la que cita elogiosamente–, introduce inadvertidamente la enorme carga de dominación, sometimiento, apropiación y, en última instancia, violencia, de la que está investido el “dispositivo persona” en el derecho romano para concluir que “la sacralidad de la persona humana funciona dejando, o expulsando, fuera de sí aquello que en el hombre no se considera personal y, por ende, puede ser violado tranquilamente”. La persona, pues, acaba por oficiar como una máscara de deshumanización.
Por cierto, la edición de Amorrortu, como ya es habitual: impecable.
Esposito, haciendo gala de una erudición impecable, sugiere una crítica implícita del humanismo contemporáneo y de la doctrina de los llamados “derechos humanos”, toda vez que éste, como observó Simone Weil –a la que cita elogiosamente–, introduce inadvertidamente la enorme carga de dominación, sometimiento, apropiación y, en última instancia, violencia, de la que está investido el “dispositivo persona” en el derecho romano para concluir que “la sacralidad de la persona humana funciona dejando, o expulsando, fuera de sí aquello que en el hombre no se considera personal y, por ende, puede ser violado tranquilamente”. La persona, pues, acaba por oficiar como una máscara de deshumanización.
Por cierto, la edición de Amorrortu, como ya es habitual: impecable.
El dispositivo de la persona. Roberto Esposito. Traducción de Heber Cardoso. Amorrortu. Buenos Aires / Madrid, 2012. 96 páginas. 12 euros.
Enrique Lynch
(Buenos Aires, 1948) es profesor de Estética en el Departamento de
Historia de la Filosofía, Estética y Filosofía de la Cultura de la
Universidad de Barcelona. Traductor de Michel Foucault, Jean-François
Lyotard y Paul de Man, es autor de ensayos como La lección de Seherezade (Anagrama), La televisión: el espejo del reino (Debolsillo) o Filosofía y/o literatura: identidad y/o diferencia (Fondo de Cultura Económica). www.lasnubes.net
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