24.2.17

Rafael Baena desde el más acá

Alfaguara publica la obra póstuma del autor que falleció en 2015, una hazaña literaria resumida aquí por su esposa
El novelista, periodista y fotógrafo Rafael Baena (1956-2015) con Amalia Carrillo, también literata, su esposa, madre de sus hijos y su primera lectora. / Claudia Rubio./elespectador.com

Estábamos acostumbrados a ver a Rafa siempre detrás de una cámara, persiguiéndonos por toda la casa y disparando fotos. Hacía experimentos con la luz, a veces inventaba montajes, y jugaba alrededor del tema. En una tarde cualquiera de 1993 sacó su mimada cámara Hasselblad para hacerles fotos a los niños, y tuvo de repente una epifanía: encima de un viejo baúl puso un revólver, en el tambor insertó cinco cigarrillos Pielroja y en una hoja escribió “Señor juez, Pielroja satisface plenamente el deseo de fumar”. La foto quedó en el archivo de 6x6 junto con tantos otros negativos y contactos que juiciosamente guardaba en sobres fechados.
Veintidós años después, a comienzos de 2015, me entregó el manuscrito de Memoria de derrotas, el último manuscrito de sus novelas que yo leería, y encontré esta misma anécdota entre sus páginas. Le dije que buscáramos el negativo en el archivo, y que tal vez podría ser la carátula del libro. A él le llamó la atención y lo escaneó. Nombró al archivo digital “Pre-munición”.
***
Nuestra casa estuvo constantemente habitada por los personajes de sus novelas, cada uno fue parte de nuestras vidas. Al desayuno y con el primer café de la mañana, el mayor Enrique Arce, Julia y Camila entraban en la cocina; el negro Rondón y Bolívar, los jinetes, los caballos, Micaela y Débora, Toño, Raquel, Samaria, Lorenzo, y tantos otros, se encarnaban y ocupaban nuestros espacios. En la ceremonia de los días, y en ese diálogo inefable que sostiene la órbita de la casa, entre la lista del mercado y los deberes cotidianos, me narraba emocionado qué pasaba con ellos y hacia dónde iban, discutíamos cada personaje como quien habla de un miembro de la familia o de un amigo. Durante diez años escribió con una disciplina de acero y con una pasión que lo desbordaba y lo blindaba contra la inapelable noción de que su reloj vital no funcionaba como el de los otros. El suyo era un reloj de cuenta regresiva acelerada, amenazador como el de una bomba explosiva: la enfermedad sin retorno. Desde el pasillo yo escuchaba el sonido del teclado y la velocidad de la digitación me señalaba si podía interrumpirlo. A las seis de la tarde daba por terminada la labor, y lo que quedaba de él tras el consumo de energía que le significaba la escritura, lo invertía en lecturas, partidos de fútbol o béisbol, o en encuentros con los amigos a los que tanto amó y cuidó con prudencia, que le devolvían con generosidad el aliento y la alegría como en un juego de espejos.
Cuando ponía punto final a cada libro se afiliaba al pesimismo, se tasaba vacío y abatido, nada era lo suficientemente estimulante. Sabía que tenía que descansar, ocupar su mente en otros asuntos por un tiempo prudente, pero ello le significaba un esfuerzo enorme: deambulaba por la casa, arrastrando la extensa cánula de oxígeno, como un astronauta perdido en el espacio y sin perspectiva de rescate tras el naufragio de la nave. Aun antes de terminar el libro, él ya sabía de qué iba el siguiente texto, entonces libraba una batalla interna entre la urgencia de sentarse frente al computador y la necesidad de un descanso mental saludable. “Estoy que me siento sobre las manos para no escribir”.
En su cabeza iba armando la estructura y le daba vueltas al asunto. De repente, en medio de la elaboración del almuerzo, cortando un tomate, por ejemplo, le llegaba como de otra parte una iluminación, una forma de seguir el rumbo, y corría al estudio para anotar la idea: “Tengo un rayo cogido por la cola”.
La música era fundamental. Elegía previamente las piezas que lo acompañarían a lo largo de la escritura, elaboraba listas de reproducción que se convertían en la banda sonora del proceso, y de la casa. Recuerdo que para ¡Vuelvan caras, carajo! buscó por varios días música de la época, y finalmente pude traer un disco que escuchamos por varios meses. Una noche de fiesta, Rafa, que no sabía bailar, puso el disco y nos mostró cómo bailaba Simón Bolívar; empataba hasta el infinito cortes de audio de cargas de caballería que sonaban mientras relataba las batallas. Siempre fue ahora o nunca fue escrita en clave de rock. Algunas veces lo vi salir de su estudio con lágrimas en los ojos porque había tenido que matar algún personaje, que podía ser un caballo. A los protagonistas femeninos les dedicaba mucho tiempo, intentaba sentir y pensar como mujer, me consultaba o llamaba a sus amigas para hacerles preguntas sobre cómo reaccionarían frente a tal o cual circunstancia. Para La bala vendida, por ejemplo, quiso narrar en primera persona a Micaela, pero se dio por vencido.
El marco histórico en el que vivían sus personajes lo arrojaba continuamente a la orilla de la investigación minuciosa y a su propio bagaje, que no era escaso. Estudiaba mapas, investigaba nombres y especies de flora y fauna, vestuarios, uniformes, pertrechos y armas, la marca de un piano, trayectos de carreteras, hasta lo más insospechado. Varias veces traje fotocopias desde la biblioteca cuando la red se quedaba corta, o pedía a las bibliotecas públicas internacionales un servicio especial.
La pulcritud del lenguaje, la palabra precisa, el ritmo, el tono, la calidez sensorial de las palabras eran parte de su ser. Rafa hablaba así, siempre con corrección, siempre con sintaxis, ¡incluso para pelear! Otro de sus desvelos era el respeto por el lector, por su inteligencia y por su paciencia: jamás aburrirlo, mantenerlo tan despierto como él se sentía cuando leía novelas de aventuras siendo niño. Admiraba mi capacidad para no languidecer, según él, entre La montaña mágica, de Mann, o La náusea, de Sartre. Siempre quería que estuviera “pasando algo”. Con el cine, por ejemplo, hacía un esfuerzo monumental por acompañarme a ver “el frenético ritmo del cine europeo”, cuando en el fondo de su corazón sólo le interesaba ver Star Wars y toda la saga de Indiana Jones, y vivía sorprendido por el hecho de que el jurado de la Academia de los Premios Óscar no le otorgara al Pato Lucas o a Baloo, el oso de El libro de la selva, el premio a Mejor Protagonista. Entonces peleábamos como niños y nos lanzábamos títulos de libros y películas como si fueran munición: yo decía Camus, él Mailer, yo lanzaba a Tolstoi, él bateaba a Vonnegut, le pateaba a Virginia Woolf y él la tapaba con Patricia Highsmith, hasta que alguien salía a calmarnos.
Fue un privilegio ser su primera lectora. Empezaba a rondarme mientras leía, no me hacía preguntas, pero escudriñaba mi rostro y se comía las uñas. Tal vez él escuchaba el paso de las hojas como yo escuchaba el sonido del teclado mientras escribía, en vilo. El proceso de escritura de Memoria de derrotas fue diferente a todos los demás, porque tenía la clarividencia de que sería su última novela. Esta vez no vinieron a casa sus personajes a tomar café y, quizá por el hecho de ser antihéroes, ninguno mostró interés por ser discutido. Los mantuvo ocultos, sin presentarlos. Hubo muchos comentarios sobre una nueva y atrevida estructura que lo tenía entre angustiado y entusiasmado, y esta novedad llamó mi atención porque para los textos anteriores siempre estaba claro el esquema de antemano. Aparte de eso sólo hubo silencio. Entonces todo sucedió al revés, y el proceso lo volcó al centro de sí mismo sin piedad, como un guante que se quita de la mano y queda expuesto del otro lado.
La certeza devastadora del fin lo lanzó a un camino que, más que creativo, fue de introspección total. Estuvo profundamente triste, pasó por una crisis personal, insultó y puteó a la vida, apeló a la huelga de hambre. Como nada de esto funcionaba incursionó en la ontología: se formuló preguntas espinosas sobre la vida y la muerte, buscó un asidero en el Fedón, indagando la posibilidad de la inmortalidad del alma, en la que nunca creyó. Naufragó con La muerte de Ivan Ilich, se estrelló con un ensayo de Elías Norbert, La soledad de los moribundos, observó con atención el curso del universo. Pero en ese debate existencial tan cruel nada ni nadie le sirvió finalmente de auxilio, no pudo encontrar sosiego. Al final fue él y solo él: resolvió una a una sus dudas, de manera autónoma y con su mejor estilo, aferrado como siempre a su brillante y lúcida mente, aceptó las condiciones y supo darles cara con su humor más negro y fino. En medio de este vórtice de emociones escribió y terminó su última novela.
“Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”, dice Pessoa en el fragmento que abre la novela, y es el espíritu del libro en gran medida. Memoria de derrotas, su antinovela, no es autobiográfica: es ficción regada aquí y allá con tintas de su vida, y es también la entrega final del texto, antes del cierre de edición. Como siempre, me cuesta mucho emitir un juicio objetivo sobre la escritura de Rafa, y quizás en este caso esa dificultad se vea incrementada por la evidente cercanía que existe entre el hilo narrativo y el hilo de nuestras vidas.
A pesar de ello, me atrevo a decir que Memoria de derrotas no es simplemente su antinovela, sino además y ante todo su novela absoluta, en el sentido de que logra condensar todos sus temas, sus felicidades y sus tristezas. Es como si él hubiese querido dejar aquí un retrato de sí mismo con el cual su familia y amigos pudiéramos dialogar, reír y llorar, un canal abierto entre este mundo y el otro. Como si hubiese creado esa vida después de la muerte, ese más allá del que ninguna religión y ningún sistema filosófico pudieron convencerlo finalmente. Esta novela es Rafa, para siempre.

Un estudiante halla una novela de Walt Whitman perdida desde hace 165 años

Vida y aventuras de Jack Engle había sido publicada de forma serializada en 1852, paralelamente a Hojas de hierba
Walt Whitman, poeta estadounidense./lavanguardia.com

Walt Whitman, considerado como el padre de la moderna poesía estadounidense, ha sido noticia esta semana tras la aparición de una novela con su firma que había permanecido perdida durante 165 años. Según informa el diario The New York Times, un estudiante universitario ha localizado Vida y aventuras de Jack Engle, un folletín que había sido publicada de forma serializada en 1852 y que anticipa ‘Hojas de hierba’, una de las cumbres de la lírica moderna.
Vida y aventuras de Jack Engle ha sido editada en papel por la Universidad de Iowa y en versión digital por The Walt Whitman Quarterly Review. Se trata de una novela de misterio urbano que relata en primera persona las aventuras de un huérfano. Según el diario, Zachary Turpin, un licenciado de la Universidad de Houston, es el autor de este importante hallazgo.
Vida y aventuras de Jack Engle ha sido editada en papel por la Universidad de Iowa y en versión digital
El joven encontró el pasado verano un cuaderno de notas en el que se podían apreciar esquemas sobre distintas tramas y tres nombres: Smytthe, Jack Engle y Wigglesworth. Tiró del hilo y halló un anuncio de 1852 del The New York Daily Times sobre la publicación de esta novela, descrita como “reveladora y entretenida”. Así que rastreó los últimos ejemplares de ese diario, ahora desaparecido, que guarda la Biblioteca Nacional, y halló los textos.
Turpin se ha convertido en todo un buscatesoros para los círculos literarios. El año pasado anunció el descubrimiento de Manly Health and Training, una especie de libro de autoayuda que Whitman habría publicado en 1858 en The New York Atlas y del que tampoco se sabía nada.
Zachary Turpin, un licenciado de la Universidad de Houston, es el autor de este importante hallazgo

Todo Todorov

 Cuando el pasado 7 de febrero murió en París, Tzvetan Todorov abrió el arco de las despedidas y el recuerdo de un brillante filólogo de meteórica carrera académica en París, adonde había llegado en los años 60 emigrado de su Bulgaria natal
Tzvetan Todorov, filólogo y filósofo búlgaro afincado en París./pagina12.com.ar

 Pero con el correr del tiempo, también fue un intelectual escindido entre el estudio inmanente de la literatura y la apertura hacia la Historia, entre el rechazo a las ideologías y la valiente indagación sobre la otredad. En los últimos años también fue un defensor de las libertades de Occidente que llegó a cuestionar las políticas de la memoria de la Argentina.
 En el mundo del Brexit y de Trump tiene sentido que Tzvetan Todorov se haya muerto. Si hubo un intelectual que desarrolló el concepto de alteridad, defendiendo el intercambio cultural y las fronteras abiertas, ese fue el exiliado búlgaro de nacionalidad francesa. Su crítica a los totalitarismos y a las ideologías en general (temas por los cuales se hizo conocido fuera de la academia en las últimas décadas) sumada a sus investigaciones sobre la Ilustración le valieron la consagración de “el último humanista”. Al menos así eligieron recordarlo en la catarata de necrológicas del 7 de febrero que acomodaron el personaje de acuerdo al color de cada publicación. Es que Todorov puede dar para mucho. En sus 77 años publicó unos 50 libros que van desde la teoría literaria hasta ensayos histórico-antropológicos, pasando por la filosofía del lenguaje y el estudio de la pintura renacentista. Hasta su muerte, fue director del Centro de Investigaciones sobre Arte y Lenguaje del Centro Nacional de la Investigación Científica (CNRS, por sus siglas en francés) además de profesor de las universidades Harvard y Yale. 
Pero solamente su obra de juventud hubiera bastado para hacerlo pasar a la historia. Porque existieron, al menos, dos Todorov. El primero fue un pilar fundamental para el desarrollo de la teoría estructuralista francesa. Discípulo de Roland Barthes, colega y amigo de Gerard Genette y de Lévi Strauss, fue uno de los introductores en occidente (junto a su compatriota Julia Kristeva y el ruso Roman Jakobson) de los textos de los lingüistas del Círculo de Moscú –los “formalistas rusos”– sistematizando una teoría de la literatura que hasta el día de hoy es bibliografía obligada de los estudios de Letras. Y el segundo Todorov es quien decide, a partir de los años 80, alejarse del campo de la teoría literaria y pasarse al estudio de la historia pero desde una mirada antropológica y filosófica, convirtiéndose en un historiador de las ideas, ahondando en los conceptos de mal, otredad, justicia y memoria. Su obsesión fueron los grandes relatos pero sin subirse al tren de los filósofos posmodernos. Fue, incluso, un afilado crítico de las democracias neoliberales. Pero la división de su producción no respondió solamente al agotamiento del Estructuralismo sino a un quiebre político e interno. 

El inmanente y el otro 

Hijo de bibliotecarios, Todorov nació en Sofia en 1939 y vivió bajo el régimen comunista, algo que lo marcaría de por vida. Si bien no sufrió una persecución explícita, durante su primera juventud sintió la opresión del pensamiento dominante y se refugió en lo que, en ese momento, parecía más alejado de la ideología marxista-leninista: el estudio de la literatura como un sistema cerrado de signos, bien lejos de la Historia. A principios del siglo XX había surgido en Rusia una camada de lingüísticas y escritores vinculados a la vanguardia futurista (muchos de ellos luego perseguidos por la Rusia revolucionaria) que se propusieron encarar los estudios literarios de forma totalmente opuesta a las escuelas decimonónicas. Si antes la crítica se orientaba a explicar una obra con criterio subjetivos, por su contexto social o la biografía de su autor, los “formalistas” (llamados así despectivamente) propusieron llevar los estudios literarios al rango de ciencia. Así, inventaron sistemas para analizar los géneros del discurso, el arte poética y las funciones del lenguaje. Con el Círculo de Moscú primero y luego el Círculo de Praga fueron pioneros en el abordaje de los textos como estructuras cerradas –la inmanencia– y sirvieron, justamente, como catalizador del Estructuralismo francés. “Me había ocupado del carácter material de la literatura, de su carácter verbal. Me concentré en hacer estudios formales, de esa manera no tenía que transgredir los principios del marxismo”, contó en una entrevista con el diario El País. Con sus estudios de filología y los textos de los formalistas en la valija, desembarcó en París con 24 años en plena ebullición sesentista y se puso bajo el ala de Barthes, quien fue su tutor de doctorado. En esos años publicó libros fundamentales para los estudios literarios como Teoría da la literatura de los Formalistas Rusos (1965), Literatura y significación (1967), Poética de la prosa (1970), Los géneros del discurso(1978) y el muy difundido Introducción a la literatura fantástica, (1970) donde desmenuza y establece las reglas del género. En esos años también funda la mítica revista Poétique junto a Genette, se casa en segundas nupcias con la ensayista feminista Nancy Houston, toma la nacionalidad francesa  e intenta hacer caso omiso a las simpatías comunistas de sus colegas y amigos. “Yo venía huyendo del comunismo y me sorprendía que personas a quienes yo admiraba mucho simpatizaran desde Francia con un régimen totalitario. Por eso en esos años intenté ser lo más apolítico posible”, dijo en una entrevista con la revista Le Nouvel Observateur. 
Pero a partir de los años 80 algo se quebró en él y fue saliendo de los sistemas literarios para entrar de lleno en lo real. Y, en lugar de seguir obviando el elefante en el cuarto y sostener su sobreadaptación francesa,  abrazó su calidad de extranjería, de “desplazado” (así se definía él) y se propuso tratar de entender, y de explicar, el concepto de otredad y cómo operó en los sistemas de opresión a lo largo de los tiempos. Todorov se alejaba así de la asepsia formal para embarrarse de contenido. 

Si mal no recuerdo

Esta segunda etapa, Todorov la inaugura escribiendo La Conquista de América, la cuestión del otro (1982), una obra donde sostiene que el improbable triunfo de Hernán Cortés sobre los Aztecas se debió, en gran parte, a que los originarios –a diferencia de los europeos– no tenían desarrollado la idea de otredad. No estaban en guardia. Ellos esperaban a un dios y Cortés se los fabricó. A este libro le seguirán algunos ensayos más sobre la Conquista pero su necesidad de ahondar en los encuentros o choques culturales y cuestiones en torno a la moral (qué es el bien, qué es el mal, qué es la justicia) lo llevaron a investigar el Holocausto y las experiencias totalitarias. Algunos libros destacables de esta etapa son Nosotros y los otros (1989) y Frente al límite (1991), donde indaga cómo el “Bien” y la decencia humana pueden desarrollarse incluso en las situaciones más adversas. Para esto entrevistó a sobrevivientes  de los campos de concentración nazis y estalinistas, inscribiendo, a la manera del collage, experiencias autobiográficas.  A partir de estos estudios, se fue interesando cada vez más en los mecanismos de construcción de la memoria –y sus relatos– y escribió Los abusos de la memoria (1995) y Memoria del mal, tentación del bien (2000), entre otros libros. Aquí continúa sus exploraciones sobre el Siglo de las Luces, y la moral, así como el vaivén entre totalitarismos y democracias modernas. En este libro retoma la idea ya desarrollada en Los abusos de la memoria que es el cuestionamiento a la construcción de las subjetividades a partir de los recuerdos literales y la condición de víctima. 

El difícil punto medio 

Todorov estaba obsesionado por la búsqueda de “la verdad y lo justo” y le escapaba como a la peste a los análisis maniqueos o “extremos”. Se mostraba en contra de los discursos mesiánicos en nombre de un bien superior –no sólo los totalitarios, también se manifestó varias veces en contra de la injerencia de las potencias occidentales en Medio Oriente– y su modelo eran aquellos que, lejos del heroísmo, habían resistido. Admiraba a los “insumisos”, adjetivo que usó para titular uno de sus últimos libros donde traza perfiles del etnólogo GermaineTillion, Malcom X, Nelson Mandela y Edward Snowden. “Era un hombre del justo punto medio. Intentó darle fuerza a la idea de moderación, algo que es difícil”, dijo de él la periodista Catherine Portevin, que le hizo varios reportajes. 
Esta búsqueda del “punto medio” fue el que lo llevó a  mirar con desconfianza, entre otras cosas, las políticas de Memoria, Verdad y Justicia argentinas, luego de una visita al país en 2010. Tras visitar la ex Esma y al Parque de la Memoria, luego de mostrar su empatía por el horror, escribió un artículo para el diario El País cuestionando la ausencia de información en los memoriales sobre el “terrorismo revolucionario” local, al que llega a comparar con el de Camboya. “Claro está que no se puede asimilar a las víctimas reales con las víctimas potenciales. Tampoco estoy sugiriendo que la violencia de la guerrilla sea equiparable a la de la dictadura. (...) Sin embargo, no deja de ser cierto que un terrorismo revolucionario precedió y convivió al principio con el terrorismo de Estado, y que no se puede comprender el uno sin el otro. Su tragedia va más allá de la derrota y la muerte: luchaban en nombre de una ideología que, si hubiera salido victoriosa, probablemente habría provocado tantas víctimas, si no más, como sus enemigos. (...) La cuestión que me preocupa no tiene que ver con la evaluación de las dos ideologías que se enfrentaron y siguen teniendo sus partidarios; es la de la comprensión histórica. Pues una sociedad necesita conocer la Historia, no solamente tener memoria”, dice en el artículo. ¿Falta de conocimiento de la realidad local y del Plan Cóndor? ¿O los peligros del punto medio? En cualquiera de los casos, sorprende su análisis apresurado porque Todorov tuvo la rara virtud de no expresarse en caliente. De hecho, sus apariciones mediáticas eran contadas. “Siempre se rehusó a hacer comentarios superficiales o a reaccionar inmediatamente después de una acontecimiento”, dijo Olivier Postel-Vinay, de la revista francesa Books en la necrológica de The New York Times. “El escribía una columna mensual para nosotros y siempre se estresaba mucho cuando le pedíamos opinar sobre hechos recién ocurridos”, agregó. 
Filólogo brillante, historiador incisivo y explorador de laberintos morales, Todorov construyó una obra para –casi– todos los gustos. Por eso no sorprende que luego de su muerte los distintos medios de prensa eligieran recordarlo según su conveniencia editorial.  “Defendió con ardor las democracias occidentales no cediendo nunca a las sirenas de una extrema izquierda particularmente influyente en su época en la Universidad francesa”, dijo en su obituario el diario conservador Le Figaro. “Todorov, heraldo del humanismo”, tituló Le Monde. En el plano local algunos diarios no tardaron en replicar su carta cuestionando el “relato” de los derechos humanos en Argentina y evitaron hablar de sus fuertes críticas a las políticas neoliberales. Lo cierto es que hay Todorov para todos y para armar. Algo que seguiremos haciendo porque, antes de morir de una enfermedad neurodegenerativa, dejó listo para publicar El triunfo del artista, un libro donde, en un gesto final, une a sus dos mitades: la literatura y la historia.

Primer mapa de los exiliados literarios

Un equipo de la UAB publica un monumental diccionario del éxodo intelectual español
Imagen de un campo de refugiados de republicanos españoles, al término de la Guerra Civil./lavanguardia.com

 Cecilia G. de Guilarte, corresponsal en el frente de batalla del País Vasco./lavanguardia.com

Hace 78 años en los campos de refugiados del sur de Francia y el Norte de África se hablaba castellano, euskera, gallego y catalán. Entre los miles de republicanos que abandonaron España en 1939 había centenares de escritores, ensayistas, dramaturgos y profesores, un éxodo de intelectuales que siguió su obra lejos de su país natal. ¿Quiénes fueron ? ¿Qué fue de ellos? ¿Qué escribieron? Aparte de los casos más notables, la mayoría ha permanecido anónima e invisible. Desde hace unos pocos días contamos con una foto de grupo y la imagen ofrece la magnitud del conocimiento que se perdió la España franquista. Esta foto de grupo es el resultado de casi veinte años de trabajo llevado a cabo por un equipo de la Universitat Autònoma de Barcelona, dirigido por Manuel Aznar Soler y Jose-Ramón López. Cuatro tomos de medio millar de páginas cada uno convierten el Diccionario bibliográfico del exilio republicano de 1939, una guía de escritores, editoriales y revistas del exilio en las cuatro lenguas del Estado.
“Sobre los escritores integrados en el canon, como Rafael Alberti o María Zambrano, hay mucha información, pero el resto fue víctima del silencio y el olvido durante el franquismo y hasta hoy seguían siendo inexistentes. Por eso nos pareció que recuperar su memoria era una cuestión necesaria y urgente para la salud de la democracia española, algo que tendría que haber sido un objetivo fundamental de la política cultural, y que, sin embargo, no se quiso hacer, ni siquiera durante los gobiernos socialistas”, dice Manuel Aznar.
“Las mejores novelas de la época fueron escritas en el exilio y aquí no se hablaba de ellas. Hoy nadie se atrevería a silenciar la existencia de Max Aub, Ramón Sender o Francisco Ayala. En cambio, Cela, un censor franquista, tenía toda la atención del régimen, que le dio apoyo a su revista Papeles de Son Armadans para hacer creer en el exterior que había una apertura política. Se sirvió de los escritores del exilio para labrarse una imagen que después le ayudaría a conseguir el Nobel. Los exiliados colaboraron con él y cuando algunos de ellos regresaron a España creyéndose célebres vieron con sorpresa que no los conocía nadie. La revista de Cela no la leía casi nadie”.
La mayoría de exiliados fueron a Francia y, sobre todo, a América. sobre todo a América Latina, por cuestiones de lengua. “Las capitales literarias en los años 40 ya no fueron ni Madrid ni Barcelona, sino Buenos Aires y México”, dice Aznar. A Francia fueron César Arconada y Alberto Sánchez y a los países del Este, sobre todo los comunistas, como Teresa Pàmies.
El diccionario recoge también la obra de los hijos del exilio. Vicente Rojo, Roger Bartra, Ramon Xirau... Según Max Aub, fueron los verdaderos trasterrados, niños nacidos ya en el exilio o que marcharon con sus familias a muy corta edad. Fue el caso de Angelina Muñiz-Huberman, nacida en 1936 en Hyères, al sur de Francia, huyendo de la guerra. Antes de los que alemanes entraran en París, su familia emprende el camino de Cuba y después el de Veracruz, en 1942. En México su madre le confesó su origen criptojudío. Muñiz siente cómo le han educado para un retorno al país de origen al que no conoce , un viaje de retorno que se aplaza de un año a otro, sin que llegue nunca un año. Trazó una poética del exilio, de todos los exilios, Gombrowicz, Brodsky, Joyce, etcétera, habló con una santa Teresa como si fuera una mujer contemporánea que vivió la Guerra Civil y no creyera en Dios. O con Dulcinea encantada, una de las republicanas que marcharon a Rusia y que cuando llegó a México no reconoció a sus padres, se volvió loca y se puso a intentar novelas mentales que no escribía. El diccionario recoge todas las entradas que sus autores han podido reunir de editoriales y revistas publicadas en el exilio. ¿Hubo entre los que se fueron y los que se quedaron celos y disputas? Manuel Aznar recuerda que León Felipe, al principio de la postguerra, dijo: ·”Nos hemos llevado la canción” y que, años más tarde, en los años cincuenta, al aparecer nuevos poetas como Gabriel Celaya, León Felipe rectifica por completo: “No, no os habéis llevado la canción”. 
Reportera de guerra
Las norteamericanas Martha Gellhorn y Virgina Cowles, la sueca Barbro Alving o la alemana Gerda Taro no fueron, entre otras corresponsales extranjeras, las únicas mujeres que dieron noticia de la Guerra Civil desde primera línea de fuego. Cecilia G. de Guilarte cubrió para el diario CNT Norte los frentes del País Vasco, Santander y Asturias.
Entre sus crónicas, la batalla de Irún y la ofensiva del general Mola. Sus buenas relaciones con los dirigentes anarquistas le facilitaron la primicia de entrevistar al único –y asustado– piloto alemán derribado en suelo vasco. Embarazada, dio a luz a su hija en Francia y volvió a España, ya con la causa republicana perdida. Se exilió de nuevo a Francia y ahí siguió su carrera periodística hasta que, con las tropas alemanas pisándoles los talones, logró embarcarse in extremis en el último barco que zarpaba hacia América.
Llegados a la República Dominicana, el dictador Trujillo no les dejó desembarcar y mantuvo el barco varado 45 días hasta que México les abre las puertas, gracias al presidente Lázaro Cárdenas, que logra desarticular la campaña que había montado la derecha mexicana para negar la entrada en el país de los refugiados republicanos .

Tras el rastro del nazismo narcotizado

Una investigación revela que el ejército alemán hizo un uso desmesurado de la metanfetamina
Tubo de Pervitina, marca con la que se vendió a la recién sintetizada metanfetamina durante el Tercer Reich./revista Ñ

El nazismo, se ha dicho muchas veces, contenía dentro de sí el germen de su propio aniquilamiento. Lo que no se ha dicho tanto es que ese germen, además de ideología, estaba atiborrado de cocaína, oxicodona y metanfetamina, el adictivo psicoestimulante inventado en Alemania, que llegaría a repartirse como caramelos cuando los nazis quisieron conquistar el mundo. Que la fuerza de destrucción del Tercer Reich fuese tan arrolladora como su fuerza autodestructiva se vuelve espectacularmente evidente en la investigación que el escritor alemán Norman Ohler hace en su libro High Hitler: un relato minucioso del uso y abuso de drogas sintéticas en la Alemania nazi, y del papel efectivo que la manipulación de la química neuronal jugó en las acciones de los soldados alemanes –y del propio Hitler– durante la Segunda Guerra Mundial.
La investigación echa luz sobre un capítulo opaco, contado mal o contado a medias, de la aventura bélica y utópica del nazismo, que quiso imponer la perfección aria al tiempo que drogaba masivamente a su mano de obra militar. Pero el relato de Ohler –que no es historiador de formación y cuyo primer libro de no ficción es este– no comienza tras el ascenso nazi sino durante la República de Weimar, donde la necesidad de autoabastecimiento se convirtió en la madre de una pujante industria farmacológica, y la necesidad social de evasión se tradujo en un consumo generalizado de morfina, cocaína, heroína y opio en el noctámbulo Berlín de los años 20.
Pero el nazismo acabó con todo eso. Los “venenos seductores”, inyectables o inhalables fueron reemplazados por desfiles, banderas y ejemplares de Mi lucha. Los adictos fueron perseguidos y las leyes contra el consumo de drogas se endurecieron en pos de la “higiene racial”. En 1937, sin embargo, el laboratorio Temmler sintetizó metanfetamina, la comercializó bajo el nombre de Pervitina, y pronto se convirtió en la droga favorita de la Alemania nazi, recetada para “renovar la alegría de vivir”. La consumían, escribe Ohler, “desde secretarias que la usaban para mecanografiar más rápido, o actores para ponerse a tono antes de la función, a escritores que empleaban la acción estimulante para pasar noches lúcidas frente al escritorio, u obreros en las cadenas de montaje de las grandes fábricas para aumentar la producción”.
Poco después la pastilla encontró usos militares sistemáticos. Tras comprobarse que durante la campaña contra Polonia la Pervitina había “contrarrestado los síntomas de agotamiento”, se decidió institucionalizar su uso a través de una disposición que tenía el inverosímil nombre de “Decreto sobre sustancias despertadoras”. Los laboratorios Temmler se abocaron a fabricar la descomunal cantidad de 35 millones de comprimidos para que los soldados que se aventurarían contra Francia no durmieran, no temieran, no huyeran y no dejaran nunca de atacar. La invasión de mayo de 1940, se sabe, fue un éxito. Pero poco después la suerte alemana iría en picada. Las malas decisiones militares se acompañaron por drogas cada vez más extremas, como el D IX, que combinaba oxicodona, cocaína y metanfetamina, y se repartió a jovencitos que tuvieron que manejar submarinos torpedo extraviados, alucinados y en pánico.
Pero como en una parábola total, el drogadicto más grande del libro es el propio Adolf Hitler, cuyo médico personal, Theodore Morell, le suministró entre 1941 y 1945 unas 800 inyecciones y preparados compuestos por más de 90 principios activos, de los que un mínimo de 18 eran sustancias psicoactivas. Ohler describe al detalle la biografía farmacológica del Führer –a disposición en los archivos alemanes pero nunca explorada en profundidad–, y llega a preguntarse si, al final de sus días, no le habrá preocupado menos la derrota en la guerra mundial que la tortura física que padecía a causa de la ruina en la que había convertido su cuerpo.
En charla con Ñ desde Cartagena, dondo fue invitado al Hay Festival, Ohler contó detalles sobre su proceso de investigación, explicó ciertas omisiones en la historiografía del nazismo, y habló sobre el impacto de las drogas en la decadencia del sistema y de su líder.
–Mientras escribías el libro ¿te preocupó la mirada de los historiadores sobre tu trabajo?
–No, solo pensaba en que había una historia que necesitaba ser contada y que nadie lo había hecho antes. Ni siquiera se me ocurrió que a los historiadores podría parecerles raro que un, por así decir, “no historiador” escribiera un libro de historia. Después, cuando empecé la etapa de producción y verificación de hechos me di cuenta de que el libro tenía que cumplir con estándares académicos, algo que no había previsto en el comienzo, cuando empecé a investigar, porque soy un novelista y… solo escribo.
–El nazismo es probablemente el capítulo de la historia humana sobre el que más se ha escrito e investigado. ¿En qué momento te diste cuenta de que tenías entre manos algo nuevo?
–Fue en Coblenza, un pueblito sin pretensiones al oeste de Alemania en el que está el Bundesarchiv, el Archivo Federal alemán. Me hospedé en un bed and breakfast que tampoco tenía pretensiones, me tomé un colectivo, y llegué al edificio; un lugar “muy alemán” en el que todo estaba bien organizado. Pedí ver los papeles de Theodore Morell, el médico de Hitler, y a los 20 minutos me llevaron al sótano y me los dieron. Desde el principio me di cuenta de que lo que tenía entre manos era fascinante; no me entregaron copias, sino originales. Sus cuadernos de puño y letra. Pasé días muy emocionantes en ese pueblo en el que normalmente no me habría quedado ni una tarde, y me di cuenta de que la relación Morell-Hitler era una gran historia para contar. Lo mismo me pasó en Friburgo, donde está el archivo del ejército alemán y donde investigué el uso masivo de metanfetaminas.
–En High Hitler argumentás que una de las razones por las que históricamente se pasó por alto el tema de las drogas en la Alemania nazi tiene que ver precisamente con la narrativa nazi acerca de la deseable “abstinencia” del pueblo alemán. ¿Habrá otras razones?
–Bueno, durante el proceso trabajé muy estrechamente con Hans Mommsen, el destacado historiador alemán del nacionalsocialismo, que murió repentinamente el año pasado. La primera vez que le mostré mi investigación se quedó completamente asombrado porque él lo sabía todo sobre el nazismo, pero nunca había oído que las drogas jugaran algún tipo de papel. Me dijo que suponía que los historiadores nunca se habían fijado en el tema porque no tenían idea sobre el mundo de las drogas. Y tiene sentido; en Alemania los historiadores trabajan dentro de las universidades y viven un poco dentro de sus torres de cristal. Tal vez se necesitaba que fuese un novelista quien se acercase al material. Por otro lado, los historiadores alemanes tienen una gran cantidad de técnicas y métodos para lidiar con el nacionalsocialismo, y las drogas nunca fueron una herramienta que usasen para examinar ni la historia en general ni, específicamente, la historia de ese período. Por eso puede que hayan pensado instintivamente que no era “políticamente correcto” investigar el tema y explicar a través de las drogas algo tan horrible como lo que sucedió durante el nazismo. Si ese fue el caso, creo que se equivocaron. Creo que es totalmente correcto y que mi libro demuestra que se pasó por alto algo importante.
–¿Tuviste indicios de que la SS usara drogas como lo hizo el ejército alemán?
–No encontré nada sobre eso, pero hubo un lugar al que no fui: el Museo Yad Vashem en Jerusalén, donde puede que haya material al respecto. Sin embargo, lo cierto es que la SS destruyó la mayoría de sus archivos en abril de 1945, mientras que los registros del ejército alemán todavía están disponibles. Cuando visité la Sanitätsakademie der Bundeswehr, en Munich, me dijeron que podía leer todas las cartas que los soldados alemanes habían escrito desde el frente durante la Segunda Guerra Mundial, para ver si había algo sobre la Pervitina. Y yo dije que sí, que claro, pero que seguramente eran un montón de cartas. Me contestaron que eran “un par de millones” y que estaban totalmente desorganizadas. En fin, estoy seguro de que todavía hay mucho más por descubrir, así que tal vez mi libro haya dado una visión general del tema, y un puntapié para seguir investigando.
–Hay algo que queda claro: los nazis habrían sido nazis con o sin drogas. Pero estas parecen haber torcido el destino de batallas clave. La pregunta es ¿qué tan lejos se puede llegar con este razonamiento? ¿Puede decirse que las drogas “cambiaron” el curso de la historia?
–Estoy totalmente convencido de que las drogas tuvieron un efecto importante en la estrategia alemana. Primero en la campaña contra Polonia, pero especialmente contra Francia en 1940, donde el tiempo era crucial y no dormir fue decisivo. Se trató de una de las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial; una que en cierto sentido sentó las bases para los desarrollos posteriores del conflicto. La metanfetamina no fue la única razón por la que el ejército nazi ganó allí, pero era parte de la estrategia elegida, de modo que, sin la droga, la estrategia podría no haber funcionado. Desde luego, nunca vamos a saberlo con seguridad, pero mi valoración es que en la campaña contra Francia el suministro de dosis de metanfetamina a los soldados fue central, y dado que el resultado de esa batalla fue clave para desarrollos ulteriores, diría que la droga sin duda tuvo una gran influencia en la Segunda Guerra Mundial.
–El libro se centra también en la drogadicción rampante de Hitler y su visible decadencia física y resolutiva, acompañada por recurrentes fracasos militares. Además de drogadicto, tu libro muestra al Führer como un mal estadista y un mal estratega. ¿Por qué todos le fueron leales hasta el fin?
–Bueno, tuvo que ver con el miedo; estamos hablando de un estado totalitario. Si te ponías en contra de Hitler no ibas a durar mucho. Tenía gente muy importante y leal alrededor, como Martin Bormann, el secretario del partido, o Heinrich Himmler, cúpula de la SS. El sistema entero se basaba en obedecer a Hitler. En la Alemania nazi no había discusiones libres acerca de cómo continuar con el esfuerzo bélico. Esa era la debilidad del sistema y por eso al final se derrumbó. Estaban seguros de que tenían una sola voluntad a seguir, y que eran más fuertes que las democracias porque en ellas había que llegar a acuerdos y eso las debilitaba. Pero en realidad eso era justamente lo que las hacía más fuertes, ya que las decisiones que tomaban eran racionales, mientras que las decisiones que se estaban tomando en Alemania eran por completo irracionales. Todo el sistema estaba destinado a fallar; incluso sin drogas habría fallado.
¿Qué hicieron las drogas por Hitler?
–Hitler, al parecer, era una persona muy carismática en un principio. Hasta 1941 fue capaz de convencer a todos de sus ideas; era intenso, claro, elocuente, y la gente realmente creía que estaba haciendo lo correcto. Más tarde sus decisiones se volvieron defectuosas al tiempo que empezó a usar más y más drogas para reemplazar el carisma natural que estaba perdiendo; quería sentir por sí mismo que era prodigioso y enérgico y que el resto creyera lo mismo. Por eso usó el opiáceo Eukodal: para permanecer tranquilo, enfocado, con la mente clara y completamente eufórico. Para seguir siendo convincente.
–Ninguno de los funcionarios que ordenó los experimentos humanos con drogas pesadas en el campo de concentración de Sachsenhausen, ni ninguno de los que permitió después que jóvenes de 16 años manipularan submarinos llenos de D IX en sangre fueron inculpados tras la guerra. ¿Por qué?
–La Marina salió limpia de la guerra. Dijeron que nunca tuvieron nada que ver con la “malvada SS”. Supongo que los investigadores internacionales de Núremberg no fueron lo suficientemente minuciosos.
–¿Qué pensás hoy sobre las películas acerca de los últimos días de Hitler? Por ejemplo la célebre La caída, protagonizada por Bruno Ganz.
La caída pasa absolutamente por alto la adicción de Hitler a las drogas. Para mí, por lo tanto, no es una representación muy exacta. Pero hay parodias en YouTube, de esas donde Hitler sale subtitulado, en las que aparece gritando por sus drogas. Son bastante graciosas y, podría decirse, más precisas.
​Estudió periodismo en Hamburgo y escribió para revistas como Spiegel, Stern, Geo y DIE ZEIT. Es autor de las novelas La máquina de cuotas (Debate, 1996), Mitte (2001) y Ponte City (2003). Coescribió el filme Palermo Shooting junto al realizador alemán Wim Wenders. High Hitler (en alemán Der totale Rausch y en España El gran delirio) es su primer libro de no ficción y está siendo traducido a veinticinco idiomas.

17.2.17

Con el tiempo que usted gasta en internet podría leer un libro al día

 Los colombianos invierten 5 horas y 40 minutos diarios en el ciberespacio, lo que significa más de la mitad de una jornada laboral. ¿Qué tanto esto se antepone al habito de lectura en papel?
Con el tiempo que usted gasta en internet podría leer un libro al día./semana.com


Para personas de gran éxito como Warren Buffett la clave del éxito es leer mucho. Sin embargo los colombianos invertimos más tiempo en internet que leyendo un libro.
Un estudio del año pasado realizado por la empresa IMS sobre el uso de los móviles en latinoamérica reveló que el 57,8% de la población de Colombia está conectada a internet por medio de cualquier dispositivo electrónico. Además de la población total encuestada, unas 804 personas, es decir, un 93%, usa algún dispositivo móvil para entrar a internet.
Además, los colombianos, según el IMS, invierten alrededor de 38 horas semanales en internet, lo cuál indica un promedio de 5 horas 40 minutos al día (Vea el estudio completo aquí), es decir, el mismo tiempo que se gastaría la lectura de un libro de 200 páginas.
¿Cómo están las cifras de lecturabilidad en Colombia?
Según la última Encuesta de Consumo Cultural realizada por el DANE y publicada el año pasado, el promedio de libros leídos por una persona de 12 años o mayor es de 4,2 libros al año. Es una cifra pequeña si pensamos que es menos de un libro al mes y mucho menos de hora diaria. (Vea la encuesta del DANE aquí)
Ahora bien, la conclusión casi inmediata sería afirmar que si los colombianos utilizarán el tiempo que utilizan en el consumo de internet, los indices de lecturabilidad mejorarían pero hay que tener en cuenta que en la encuesta realizada por el DANE también se muestra que de las personas de 12 años o mayores que afirmaron leer, el 57,2%, afirmó leer redes sociales y un 47% afirmó leer blogs, páginas de internet y foros online.
Por lo tanto, de alguna manera podría decirse que, en algún porcentaje, las horas que se invierten en el consumo de internet se suman al porcentaje utilizado por los colombianos para leer. Aún así es necesario incrementar el hábito de lectura en Colombia. Pero ¿cómo? Devolvámonos un poco.
¿Por qué no leen los colombianos?
Alrededor de un 56% de colombianos no lee porque no le intersa o no les gusta. Y ante eso pueden ser muchas las razones que hayan creado en la persona una aversión a la lectura o incluso razones que le hayan impedido a la persona acceder al libro; porque dicho sea de paso, en Colombia el acceso al libro es difícil y los programas que existen en el gobierno para promover la lectura en el país, aún son muy incipientes.
Además para Alberto Gómez, uno de los libreros de Wlborada 1047, una de las pocas librerias que hay en Bogotá, la lectura debe ser un ejercicio lento, reflexivo y no se trata tanto de sumar libros; no se trata tanto de cantidad sino calidad. Según este literato y librero consagrado, "la lectura en los colegios ha hecho mucho daño porque convierte la lectura más que en un hábito, en una tarea y en una obligación y además se mete una presión adicional que no debería tener como los exámenes y las calificaciones, en vez de leer porque le gusta".
Pero por otra parte, la razón puede tener también un ángulo histórico y es que en Colombia hasta 1986 el porcentaje de analfabetismo era considerablemente alto. Y para Luis Daniel Arreaza, otro de los libreros de Wilborada, "la mayoría de colombianos somos analfabetas funcionales, es decir, sabemos leer y escribir pero no utilizamos esas herramientas y eso complica un poco el asunto".
Aún así, la otra razón que estos dos libreros consideran importante cuando se indagan las razones por las que los colombianos no leen es que los libros en Colombia son caros y para una familia que gana el salario mínimo comprar un libro al mes implica invertir
¿Cómo generar un hábito de lectura en Colombia?
Lo primero es cambiar la forma como profesores les presentan la lectura a sus estudiantes. Según Alberto, un gran mal en Colombia es el plan lector porque es un negocio hecho por las editoriales para los profesores. Son libros de poca calidad, libros que no emocionan, libros que están escritos como por salir del paso. Además como se decia más arriba el acceso al libro es difícil. En Colombia existen bibliotecas pero son pocas en comparación a la población. En Bogotá son contadas las librerias - esos lugares en donde aún existe un personaje que sabe lo que está vendiendo, que sabe orientar al lector-son máximo 10 y debería haber al menos una biblioteca y una librería  por barrio.
En segundo lugar, es buscar un espacio en el día para leer, puede ser en las mañanas o en las noches, el momento que se ajuste mejor a sus ocupaciones pero, además, que usted genere una rutina con lo que lee, hágalo siempre a la misma hora y si puede en el mismo espacio.
Las redes sociales no son malas necesariamente
En internet, obviamente, se encuentra de todo y depende de cada lector lo que quiera buscar y lo que le interese pero en internet se encuentran algunos artículos muy buenos, bien escritos y con una muy buena narrativa y no por eso se está perdiendo el tiempo. Y si no existieran las redes sociales tal vez nadie se enteraría de esos artículos. Sin embargo es bueno recordar que todo debe leerse con un sentido crítico y no caer en la vanalidad de leer sólo los títulos o el sumario de lo que nos encontramos por medio de las redes.
Si es un lector de la era digital sería bueno que leyera el blog de Babelia, revista de cultura del diario El País, de España; también es recomendable que visite la web de Lecturas sumergidas, una revista cultural web; además, esta Letras Libres, una plataforma digital que combina reflexión política y una vocación marcada por la cultura; y no le puede faltar los suplementos culturales de The Guardian y The New York Times.
Hay tiempo para todo: leer libros y navegar en internet

Al menos es muy importante tener tiempo para todo. Por una parte, leer le proporciona a las personas que lo hacen el desarrollo de un pensamiento crítico y la capacidad de entablar cierta empatía con otras personas, pues se acostumbra el lector a acercarse a otras realidades que le permiten entender mejor la vida de otras personas y también la propia.

Por otra parte, según Luis Daniel, "es necesario volver a ver el libro como entretenimiento" porque es importante sacar tiempo para dispersarse y en ese sentido tanto redes sociales y los libros deben ser tratados de la misma manera. Además hoy en día hay libros para todos los gustos y de todas las temáticas posibles; que el tema es aburrido ya no es un argumento válido.
Finalmente, es obvio que para leer más es relevante quitarle tiempo a algunas actividades que no son muy provechosas, por lo tanto, busque quitarle tiempo a los momentos de estrés, a los momentos de "hacer nada" en la cama y deíquele más tiempo a la lectura; no importa si lo hace desde su tablet o desde su celular o si prefiere tener la experiencia, ya casi antigua, de tener un libro en las manos con todo lo que implica. El caso es que lea.

“En la literatura no hay progreso, sólo repetición”

 Enrique Vila-Matas,  escritor, publica  Mac y su contratiempo
Enrique Vila-Matas y sus reflejos, en un balcón del grupo Planeta. Ana Jiménez./lavanguardia.com

Hay un narrador llamado Mac que es un escritor aficionado, y parece que trabajaba antes como constructor, pero se ha ido al paro, o a la quiebra. En el barrio donde todo sucede –la parte alta del Eixample, aquí llamada El Coyote– habitan personajes extraños: una quiosquera pechugona, cada vez más mendigos, un joven que se hace pasar por periodista de La Vanguardia, una astróloga de pasado libertino... y especialmente un escritor consagrado, Ánder Sánchez, con el que el narrador coincide a menudo, a veces en la librería, otras en la calle Calvet... Todo resulta inquietante: el narrador oye voces, sospecha que su mujer podría ponerle los cuernos, parece ser que se ha cometido un crimen, o tal vez dos... La vida, vista como unos ejercicios de estilo. Y, sobre todo, un reto mayúsculo: reescribir la novela fallida de otro. Sobrevolando la acción, se deslizan las ideas: qué es la ficción y qué la realidad... Es como si Enrique Vila-Matas(Barcelona, 1948) quisiera decirnos: miren, esto es lo que sé hacer, y ya no importara nada más. Es su nueva novela, Mac y su contratiempo, que hoy publica Seix Barral. El escritor nos recibe en un despachito de su grupo editorial .
Su protagonista lee cada día el horóscopo y está seguro de que la astróloga le envía mensajes cifrados a través del signo de Aries.
Enseguida ve que eso es una vía muerta, pero se agarra a ella porque es un debutante con 60 años y le falta seguridad. Es una paranoia controlada que yo mismo tuve un tiempo. Leía las predicciones al final del día y por mucho que hablara de los hijos –que no tengo– siempre me las apañaba para reconducirlo a algo que me hubiera sucedido.
Este libro es un falso diario, con apariencia caótica pero en realidad de estructura muy definida.
Es diario, novela, libro de cuentos y ensayo, quizá sea un ensayo sobre la repetición. O un diario que no quiere ser novela, que no quiere que pase nada... pero la novela acaba imponiéndose.
Es como si aquí probara todo lo que sabe hacer, ¿siente que ha dado un salto?
Toda mi obra tiene coherencia, una extraña coherencia, que dijo un crítico. Si es un paso más, deben decirlo los lectores, estoy en sus manos.
¿Es cierto que la novela fallida de Sánchez es, en realidad, una de sus primeras obras?
Es una novela de 1986, Una casa para siempre, aquí la llamo Walter y su contratiempo, pero la reinvento, sólo he utilizado su esqueleto, la biografía muy rota de un ventrílocuo que asesina a un barbero.
Mucha gente la buscará ahora, tras leer esta.
No resiste la comparación. Yo cuento aquí que su autor la escribió muy borracho y lo único que he rescatado son sus aciertos, el tema del ventrílocuo, de la voz propia que buscan los escritores.
Cada capítulo de esa novela, Walter y su contratiempo, está ­escrito a la manera de un gran ­autor: Borges, Hemingway, Schwob, Cheever, Chesterton... ¿Usted hizo eso también?
No. Es una novela ficticia que lee un narrador que la quiere reescribir.
Hay elementos musicales: la repetición, vista como algo positivo.
En literatura se habla de la repetición como algo negativo: “Este se repite”. Kierkegaard la vio como algo positivo: es el mismo movimiento del recuerdo pero en sentido opuesto, como un recuerdo hacia delante. En la literatura no hay progreso ni cambio, sólo repetición, porque nunca ha existido la originalidad. En el arte todo es transmisión y circulación de ideas ajenas, desde el origen de los tiempos.
Los mendigos tienen su papel...
Es una escenografía que recuerda a Brecht. Joaquín Luna, en uno de sus artículos, ha hablado de los mendigos de alrededor de La Vanguardia. Son los mismos. Ahora hay muchos. Son el reflejo de la crisis, que ha ido introduciéndolos en el barrio.
Usted nunca ha sido político pero aquí hay párrafos muy crí­ticos.
¿Ah, sí? ¿Cuáles?
Mire, aquí este, y luego este...
Los mendigos, con los que he hablado personalmente, son todos muy distintos, me refiero a cada uno con sus peculiaridades: el que realmente quería hablarme de su resaca y de la noche anterior, el que me dijo que tres euros era demasiado dispendio... No pretende ser político, pero lo es, porque todo es político. Mi punto de vista es irónico y paródico, crítico en el fondo.
Habla del nouveau roman o la escuela de la dificultad, tan denostadas, pero que usted reivindica por sus aspectos positivos.
No rechazo nada. Trabajo con todo lo que haya, no tengo prejuicios. Dickens era más vanguardista que Robbe-Grillet. Yo mismo soy más moderno que posmoderno.
Pero usted va más allá que muchos posmodernos.
La novela está a la búsqueda desde su apoteosis del siglo XIX. Hay que buscar nuevas posibilidades, uno puede repetir Guerra y pazsin impedimento, pero el género entra en crisis porque ha llegado a un súmmum y la única manera de renovarlo es encontrar otras vías. Yo me he entretenido toda la vida buscando posibilidades, corres el riesgo de que no salga bien, pero el juego es más divertido que copiar lo hecho.
Perec es importante, en especial una de sus obras...
Tengo que aclararle que Mac se confundió al leer sobre 53 días, esta novela Perec no la construyó para que fuera póstuma, Mac lo leyó mal en internet. Ahora muchos creerán que 53 días está escrita como una tumba perfecta. Yo sí pensé mi libro con el riesgo de que fuera póstumo, por si moría mientras lo escribía.
Su obra es lo contrario del ideal de novela total, pero paradójicamente contiene muchas más cosas que estas.
Es una decisión estilística que tomé al principio de mi carrera: escribir ficción desde el espacio del ensayista, por eso son novelas conceptuales, con tantas citas.
Hay también una organización secreta...
Una Oficina de Ajustes, es una sensación que algunos tenemos: se producen muchas casualidades sospechosas, que encajan demasiado bien, parece que alguien las dirige... y al revés, cuando las cosas están muy desencajadas podría ser que alguien las desbaratara. Hay un cuento de Philip K.Dick al respecto.
¿Cuál fue su idea original?
Retomar un libro de mi pasado y tenerlo como punto de orientación. Siempre lo he hecho, en Dublinesca fue el Ulises de Joyce, luego no se parecen en nada pero siempre he tenido otra obra de referencia. En esta ocasión, ha sido un libro mío.
¿Ha sido más difícil que otros?
Sí, la segunda parte ha sido más difícil. Tenía claro cómo iría mejorando el libro del otro, eso es fácil, pero luego que el propio espejo del libro se reflejara hasta el punto de que el narrador viviera las aventuras que había leído era más difícil de hacer. Lo que me llevó más tiempo es describir el Mal. Esa escena en que descubre que su enemigo le odia de una manera tremenda. Trabajé mucho para comunicar ese momento en que descubres que una persona que habla contigo te desea profundamente que te vayan mal las cosas.
Hablemos del sobrino...
Es el sobrino de Sánchez por el sobrino de Rameau, el músico. Él, que no había hecho nada, quería estar a la misma altura que su tío y lo hizo a través de la crítica. Hoy es una postura común pero no tanto en el siglo XVIII. El sobrino no ha demostrado nunca sus dotes musicales, y precisamente por eso, en potencia, tal vez sea mejor que su tío.
Hay escenas de vida conyugal: ese marido que quiere rendirse pero no le dejan hacerlo.
El escritor, cuando discute, siempre está pensando que aquello lo podría escribir. Tiene otra vida, que se escapa de lo real. De ahí la pregunta que le hace a su mujer: ‘¿Puedo escribir esto que está pasando?’.
¿Hay elementos de su diario en este falso diario?
No, poca cosa, no hago autoficción, me han metido en este capazo, pero el único libro que hice de autoficción es París no se acaba nunca. Lo dicen de Bartleby y compañía, cuya primera línea empieza: “Soy un jorobado...” Hay jóvenes que cuentan su vida, eso ha pasado siempre, ya se quejaba Carlos Barral, que 95 de cada 100 manuscritos eran eso. Yo escribo siempre enmascarado.
Su narrador es despistado, temeroso, desvalido... Dan ganas de protegerle.
No busco eso, es más lo contrario de la prosa pretenciosa, del boato.