La escritora fallece a los 75 años en Barcelona de una pulmonía, padecía párkinson. Dirigió durante casi 40 años la editorial Lumen
Esther Tusquets, escritora y editora, en una imagen de 2009. foto: Carmen Secanella.fuente:elpais.com |
“Tengo sensación de final y quiero empezar a ir ligera de equipaje. A
mi edad, uno se lo puede permitir todo”. Hace apenas poco más de dos
años que la editora y escritora Esther Tusquets (Barcelona, 1936)
justificaba así que se hubiera acentuado levemente su siempre latente
irreverencia, que dejó en negro sobre blanco en sus últimos libros de
memorias, como en Confesiones de una vieja dama indigna (2009). Ese viaje que intuía ha acabado hoy a los 75 años en el hospital Clínico de Barcelona por una pulmonía, punta de iceberg
de un párkinson que padecía desde hacía años. Este martes será
enterrada en Cadaquès (Girona), el mismo mar de (casi) todos sus
veranos.
“Lo que sé del mundo y de la vida lo he aprendido en las novelas”,
aseguraba hace un año para justificar así que en el último traslado a un
piso más pequeño abandonara todo el ensayo de su biblioteca. Curioso:
nunca fueron su vocación pero su vida fueron los libros. Durante 40 años
dirigió la editorial Lumen, destacado sello de la particular santísima trinidad que en la Transición formó junto a Tusquets Editores y Anagrama.
Como en muchas cosas en la vida de Esther Tusquets, fue un proceso un
poco azaroso. Su padre, Magí, compraría en 1960 la editorial religiosa
fundada en Burgos 20 años atrás para su hija, de siempre una niña
difícil, hechizada por el teatro pero poco sociable, angustiada y
triste, como se autorretrató; pero que con 23 años y licenciada en
Filosofía y Letras tras estudiar con inusual brillantez en el rígido
Colegio Alemán, aceptó el reto: “No tenía vocación de editora pero me
gustó enseguida”.
La biblioteca familiar de casa haría las veces de despacho donde, con
su hermano Óscar (éste, arquitecto, al frente del diseño y con el que
este mismo año contrastaron a cuatro manos sus recuerdos en Tiempos que fueron)
empezaría a construir una editorial que arrancó encargando narraciones
infantiles a autores consagrados en magníficas ediciones, quizá porque
tenía en la cabeza la gran colección de libro infantil del XIX que
atesoraba. Como Ana María Matute había acabado de ganar el Premio Nadal,
ella fue la primera y el suyo el primer libro que publicó bajo su
mandato: El saltamontes verde.
Inmediatamente vendrían colecciones como Palabra e Imagen, combinación de textos y fotos que le proporcionaron su primer best-seller, Izas, rabizas y colipoterras,
con textos de Camilo José Cela e imágenes de Joan Colom sobre el barrio
chino de Barcelona. Para la literatura de creación destinó Palabra en
el tiempo, a la que puso al frente a un antiguo profesor suyo, Antonio
Vilanova. Así fueron apareciendo Beckett, Styron, Woolf, Joyce, Céline…,
siempre autores de calidad (algunos nunca antes editados en España,
como Susan Sontag) y que en el caso español a veces eran descubrimiento
personal, como ocurrió con Gustavo Martín Garzo, que pasó de publicar en
un sello local a ganar el Premio Nacional de Literatura con El lenguaje de las fuentes.
En otros casos, y consecuencia de su generosidad, sus descubrimientos
fueron para otros, como cuando animó a Álvaro Pombo a presentarse al
primer premio Herralde de novela, de la que ella fue jurado. También
creó una excepcional colección de poesía nada rentable en aquella época,
así como, con los años, la ya emblemática Femenino Singular, colección
sólo para mujeres escritoras. “Podría decir Joyce o Woolf, pero hoy
estoy orgullosa de haber editado a Bassani”, sorprendía a quien le
preguntaba por ello la que la superagente Carmen Balcells bautizó como
“la gran dama de la edición”. Ella no la escogió de representante porque
“me parece arbitraria”: otra indigna confesión…
La apuesta por la calidad no fue barata: Lumen perdió dinero los
siete primeros años de su mandato. Necesitó de un segundo éxito como las
tiras de una niña díscola argentina, Mafalda, de Quino. A ella le
gustaba mucho y empezó gestiones para incorporarlo a su catálogo, pero
los derechos pertenecían a Carlos Barral, que vía su esposa, Yvonne, se
los cedió. Hizo exactamente lo mismo con un semiólogo italiano, Umberto
Eco. “Si Barral se hubiera quedado con Quino y Eco, de otro manera le
hubieran ido las cosas”, reconocía ella misma.
Eco simboliza el tipo de relaciones que mantuvo con sus escritores,
basadas en una fuerte amistad personal que sellaba fidelidades
infinitas. Quizá por eso se limitó a poner como anticipo 500.000 pesetas
de la época cuando Eco terminó el que sería su gran best-seller mundial, El nombre de la rosa.
Asentado el sello en las librerías pero también dentro de casa (en
1969 marchaban su hermano y la esposa de éste, Beatriz de Moura, que
fundaron Tusquets tras el inevitable choque de trenes de personalidades
entre ambas mujeres), la estabilidad pareció despertar la vocación
escritora de Tusquets, que en 1978 se tradujo en la publicación de su
primera novela, El mismo mar de todos los veranos, a la que siguieron El amor es un juego solitario (Premio Ciudad de Barcelona, 1979) y Varada tras el último naufragio, que integran La trilogía del mar. Para no volver, Con la miel en los labios, ¡Bingo!, dos volúmenes de relatos (Siete miradas en un mismo paisaje y La niña lunática y otros cuentos), que reunió Fernando Valls en Carta a la madre y cuentos completos, fueron configurando su siempre delicada pero muy fluida prosa. En cualquier caso, ella siempre salvó como su mejor libro Correspondencia privada.
A mediados de los 90, cuando la edición ya entró de lleno en la
industria del ocio, se hacía difícil que una editorial trabajara con un
ambiente tan familiar que sus adorados perros juguetearan entre
originales o que no dedicara ya más tiempo a los números que a la
literatura en sí. “No encontraba a nadie que llevara bien el negocio y
por eso decidí venderla”. La afortunada sería, en 1996, la multinacional
Bertelsmann, a través de Random House Mondadori, a la que vendió el
80%. Como en ella, todo rocambolesco: fue hablando con el representante
de la firma alemana en el transcurso de una partida de bridge, juego que le enseñó su padre y que, junto al bingo y el póquer, acabarían generándole una a veces descontrolada ludopatía.
“No añoro mi etapa de editora; no volvería por nada del mundo; es un
negocio muy complicado: el azar es la mitad del oficio”, declaraba hace
poco, pero sí que tras jubilarse creó en 2002 un pequeño sello con su
hija Milena, RqR. Aparcada esa vertiente, renació la de escritora, pero
esta vez ya con esa famosa sensación de ir dejando lastre, que
impregnaba su literatura pero que acentuaría centrándose directamente en
recuerdos y memorias: Confesiones de una editora poco mentirosa, Habíamos ganado la guerra y Confesiones de una vieja dama indigna.
“Es una escritora proustiana que utiliza la memoria como arma de
conocimiento. Con ella realiza un espléndido ajuste de cuentas con las
costumbres de la España del último medio siglo”, decía de ella Ana María
Moix, una de sus mejores amigas (“era tan racional y certera como
apasionada”) y con la que pactó que, de fallecer la otra, no escribirían
su necrológica. Esther Tusquets ya hizo la suya con los libros
redactados y editados.
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