Dos grandes mitos del Siglo XX retrataron la vida cotidiana de la Rusia estalinista
El escritor estadounidense John Steinbeck, retratado por Robert Capa. foto.fuente:elpais.com |
Robert Capa
era un tipo que robaba sin piedad los libros que se cruzaban en su
camino, capaz de pasarse horas en el cuarto de baño, incluso cuando
compartía habitación, y que se ponía muy nervioso, a pesar de su
experiencia, con todo lo relacionado con su material de trabajo. Además,
era un políglota autodidacta y experimental. “Capa habla todos los
idiomas menos el ruso. Habla cada idioma con acento que corresponde a
otro. Habla español con acento húngaro, francés con acento español,
alemán con acento francés e inglés con un acento que nunca ha sido
identificado. Después de un mes aprendió algunas palabras de ruso con un
acento que, en general, se podía considerar uzbeko”. Así describe John Steinbeck
a su compañero de viajes, con el que formó una de las parejas más
extraordinarias de la literatura y la fotografía, capaz de saquear toda
la bebida del cuerpo de prensa extranjero en el Moscú de la posguerra
pero también de resumir el siglo XX en una niña que se mueve entre
escombros en las piedras de Stalingrado.
En 1948, cuando el Telón de Acero ya había caído sobre Europa
—Churchill pronunció su famoso discurso que marca el comienzo de la
Guerra Fría el 5 de marzo de 1946 en Misuri—, Steinbeck y Capa
decidieron visitar la URSS todavía devastada por las consecuencias de la
Gran Guerra Patria y en plena dictadura estalinista.
Capa era ya un mito de la fotografía bélica. Sus imágenes de la Guerra Civil española
y del conflicto mundial le habían convertido en uno de los reporteros
más famosos de su tiempo. Apátrida, herido profundamente desde la muerte
de Gerda Taro
en Brunete en 1937, Capa siempre buscaba el movimiento, un nuevo viaje.
John Steinbeck era ya uno de los escritores más importantes de EE UU,
aunque no ganaría el Nobel hasta 1962. Obras como De ratones y hombres y Las uvas de la ira
—con la que recibió el Pulitzer en 1940— le habían convertido en el
narrador fundamental de la Gran Depresión que arrancó en 1929, aunque
también le habían granjeado acusaciones de izquierdismo de la derecha
estadounidense.
Durante la Segunda Guerra Mundial, escribió filmes de propaganda y fue enviado especial del New York Herald Tribune, al que convenció para que le mandasen a retratar la URSS. El resultado, que Capitán Swing
acaba de publicar en castellano en una cuidada traducción de María
Pérez Martín, es un libro magnífico, como relato de viajes, como
disquisición sobre el periodismo, por su humor y la inteligencia de las
descripciones, que combinan la prosa de Steinbeck con la mirada única de
Capa —aunque es una pena que la impresión de las fotos deje mucho que
desear—. En sus tiempos fue acusado de tener una visión demasiado
clemente de la Unión Soviética y es cierto que el libro ofrece un vacío
fundamental: la ausencia en sus páginas de la represión estalinista, del
terror, aunque en un viaje tan controlado por las autoridades era casi
imposible que viesen o intuyesen lo que estaba ocurriendo. Sin embargo,
la vida cotidiana de los ciudadanos corrientes emerge de sus páginas
magistralmente.
En solo unos párrafos y apenas una imagen, Steinbeck y Capa resumen
la Segunda Guerra Mundial, cuando describen a una niña descalza y sucia
que se movía en busca de basuras entre las ruinas de Stalingrado —la
batalla decisiva del conflicto, el punto de inflexión para la derrota de
los nazis, que arrasó la ciudad tras meses de combates—. “Cuando
levantó su cara, vi uno de los rostros más bellos que he visto en mi
vida. En alguna parte del terror del combate, algo se había quebrado y
ella se había retirado al confort del olvido. (…) Nos preguntamos
cuántos podría haber como ella, mentes que ya no podían tolerar seguir
viviendo en el siglo XX, que se habían retirado a las antiguas colinas
del pasado humano, a la vieja selva del placer y del dolor y de la
supervivencia. Era un rostro con el que soñar durante mucho tiempo”,
escribe el novelista.
Stalingrado es una de las paradas de un periplo que empieza en Moscú y
que también les lleva a Ucrania y a Georgia, a aeropuertos en los que
pasan horas, a granjas colectivas, a celebraciones de campesinos, todo
ello relatado con un humor delicioso: “Pero apareció un griego. En
tiempos de tensión siempre aparece un griego, en cualquier parte del
mundo”; “Habíamos comprado una navaja en Francia que tenía una hoja para
todas las situaciones físicas del mundo y para algunas de las
espirituales. Con ella se podía reparar el reloj o el canal de Panamá”.
Sin embargo, al igual que su principal defecto es su ignorancia de la
represión, la principal virtud del libro es lo que convierte a Capa y
Steinbeck en dos de los creadores más humanos del siglo XX: su capacidad
para describir a las personas, para contar cómo la historia se
construye con seres humanos corrientes, como la niña de los escombros en
Stalingrado.
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