Las relaciones familiares han constituido un tema tradicional para la creación, especialmente la literaria
Portada Entra en mi vida, de Clara Sánchez, donde explora las adopciones como tema literario. foto:clarasanchez.com.fuente:lavanguardia.com |
Hay prototipos eternos en el imaginario colectivo. El avaro, el
traidor, la mujer fatal, los amigos.., son algunos ejemplos, como nos lo
confirma cualquier diccionario de personajes y argumentos de la
literatura universal. Pero también hay otros que surgen con los tiempos,
que nacen –y a veces mueren– en un lugar y una época. Fue el caso del pícaro
en el Siglo de Oro español, o de las prostitutas y mineros que sacó a
escena el naturalismo decimonónico. Es, con todo, bastante raro que un
argumento nuevo, sin precedentes –o casi–, aparezca y se desarrolle con
claridad, destacando inequívocamente en la intrincada selva de la
bibliografía. Y esto es lo que está sucediendo ante nuestros ojos con un
tema prácticamente inédito hasta finales del siglo XX: la adopción.
Las relaciones familiares son, como es lógico, una constante en la
ficción de cualquier época. Pero sorprende el desequilibrio en su
representación. Padre e hijo, hermanos varones y (con mucha menos
frecuencia) padre e hija, madre e hijo, son los grandes protagonistas.
Hermanas y madres e hijas, en cambio, han estado casi ausentes de la
literatura (con alguna excepción, como la tragedia griega) hasta que en
el siglo XX empieza a haber, en gran número y no como rara excepción,
escritoras. Con este reequilibrio, el panorama de la literatura sobre
temas familiares parecía ya completo. Hasta que una nueva realidad
social, la adopción, ha generado un tema que aunque ya se trataba en
algunos clásicos (de Edipo a Cumbres borrascosas) sólo ahora se convierte en una verdadera corriente.
El corazón y las lágrimas
La evolución, si la observamos en la bibliografía española, es
transparente. Empieza en los años 50, con ensayos sobre el aspecto
jurídico, en particular la herencia y la nacionalidad de los hijos
adoptivos. Y no hay prácticamente nada nuevo, hasta que a finales de
siglo, de pronto, se produce un boom. A los primeros testimonios que
encontramos registrados en el catálogo de la Biblioteca Nacional (uno,
traducido, de 1987: ¿Por qué me adoptaron?, de Carol Livingston; otro, nacional, de 1995: Tú, nuestro sueño. Crónica de una adopción internacional,
de Puri Biniés), sucede, concretamente en 1999, un aluvión de libros de
todo tipo: más testimonios, guías prácticas, consejos psicológicos,
ayuda pedagógica, jurisprudencia, cuentos para niños... Y la actitud
dominante está muy clara. Es la que expresa en 1990 la novelista
italiana Natalia Ginzburg en un curioso librito titulado Serena Cruz o la verdadera justicia.
Comentando un caso real, el de una niña filipina que las autoridades
retiraron a sus padres adoptivos italianos por haber mentido en cuanto a
su filiación, Ginzburg se rebela contra quienes “desconfían de la
generosidad y temen los impulsos emotivos, el corazón y las lágrimas”.
En el imaginario colectivo de finales del siglo XX, el niño desamparado
del Tercer Mundo y la pareja occidental son los protagonistas de una
obra cuyo argumento es simple: el amor todo lo puede. Así parecen
certificarlo dos obras publicadas en el 2000 y 2003 respectivamente: Carta al meu fill adoptat de Pilar Rahola y La filla del Ganges
de Asha Miró. Dos puntos de vista, el de una madre adoptiva y el de una
hija adoptada (confirmando lo que ya se perfila como una regla general:
sobre este tema escriben autoras, más que autores), que coinciden en el
canto a la adopción como una historia de buenos sentimientos que
conduce forzosamente a un final feliz. No todo es color de rosa
La década transcurrida desde entonces apunta claramente una doble
tendencia. Por una parte, sigue desarrollándose la bibliografía
profesional… en la que algo, sin embargo, ha cambiado. Lo indican a las
claras los títulos o subtítulos de las obras más recientes, con términos
como retos, desafíos, fracaso. Libros como el de Lila Parrondo (Adoptar: otra forma de ser padres) o Carme Vilaginés (L'altra cara de l'adopció) ponen en guardia contra la idealización y el buenismo de la entusiasta década de los 90.
La segunda tendencia es también muy clara: es el paso del ensayo a la
creación literaria. Primero hubo testimonios de adoptantes y adoptados
que no eran profesionales de la literatura: en Jo sóc adoptat. Onze històries reals (2004), Marta Clos y Pepa Masó recogen el punto de vista filial, mientras que Indómito y entrañable,
de J.L. Giménez Alvira (2010), refleja la (espeluznante) experiencia de
unos padres. Luego, el testigo pasó a escritoras que eran adoptadas y
que decidieron contarlo. La británica Jeanette Winterson se dio a
conocer en 1985 con una novela que la lanzó a la fama, Fruta prohibida,
sobre una niña adoptada, como lo fue ella en la vida real, por una
pareja de fanáticos religiosos. En el 2011 ha publicado un testimonio (¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?)
donde cuenta lo que sucedió después: cómo localizó a sus padres
biológicos. En un contexto muy distinto –más próspero, liberal y culto–,
la estadounidense A.M. Homes narra cómo a sus treinta años descubrió
–sin buscarlos– a sus progenitores (La hija de la amante,
2007). Lo que tienen en común estos testimonios con los ensayos
publicados en los últimos años es su tono agridulce. “Ser adoptada es
ser adaptada, que te amputen un miembro y después te lo reimplanten”,
escribe Homes. “Recobre o no su función, siempre quedará la cicatriz.”
Aunque no duda de que ha sido mejor crecer con sus padres adoptivos que
con los biológicos (ella, soltera y jovencísima, él, mucho mayor, casado
y con otros hijos), el reencuentro con estos le provoca emociones
dolorosas y contradictorias. Winterson, por su parte, no parece haber
querido mucho a quienes la adoptaron, pero tampoco se siente a gusto con
los que la procrearon, a los que aprecia pero no consigue perdonar del
todo.
La hora de la ficción
Y por fin, parece que ha llegado la etapa siguiente: la adopción como
tema puramente literario. La han abordado en los últimos años un puñado
de autores –autoras, más bien– españoles y extranjeros. Con Sangre inocente
(1980), P.D. James fue la primera, y la que da una visión más negra del
asunto: al cumplir dieciocho años una joven adoptada decide buscar a
sus padres biológicos; los encuentra... y descubre que son una pareja de
violadores y asesinos. La colisión de estos personajes, además del
padre de la niña violada y asesinada, que busca venganza, convierten el
sueño, común a muchos adoptados, de unos verdaderos padres maravillosos, en pesadilla. Igualmente perturbador, por otros motivos, es Huérfanos de sangre
(2010), en el que el fotógrafo y reportero francés Patrick Bard
denuncia, en forma novelada, las mafias de adopción y tráfico de niños
en Guatemala.
Siguiendo con las novelas extranjeras, en poco tiempo se han traducido entre nosotros tres que abordan la adopción. En Al pie de la escalera
(2009), de la norteamericana Lorrie Moore, la protagonista trabaja como
niñera para una pareja que está a punto de adoptar a una niña mulata
(como en la vida real lo hizo Lorrie Moore –un niño, en su caso), y
observa, de muy cerca pero desde fuera, todo el proceso, incluida su
ambigüedad moral: esos padres generosos, pero también narcisistas, que
se ven a sí mismos poco menos que como héroes... El lenguaje de las flores
(2011), de la también norteamericana Vanessa Diffenbaugh, tiene por
protagonista a una niña turbulenta que pasa de una familia de acogida a
otra; es una novela convincente y bien documentada (la autora ha sido
madre de acogida), que se ha convertido rápidamente en best seller. Lo
mismo puede decirse de La hija del monzón (2011), de Shilpi
Somaya Gowda, un relato honesto, ameno, de interés más periodístico que
literario, sobre las niñas abandonadas (cuando no abortadas o
asesinadas) en la India y su vida subsiguiente al ser adoptadas por
parejas occidentales.
Por su parte, tres autores españoles han publicado en los últimos años novelas sobre adopción. En El alfabeto de los pájaros
(2011), de Nuria Barrios, una niña china adoptada por españoles inventa
un cuento para entender su historia; es un hermoso texto, fantasioso y
poético, con ecos de Alicia en el país de las maravillas. Muy
distintas son las obras de Benjamín Prado y Clara Sánchez: no tratan de
adopciones legales sino de robo o tráfico de bebés. En el 2002, Prado
vio un reportaje de TV3 sobre hijos de presas republicanas que les
fueron arrebatados para entregarlos a familias respetables; de ahí salió Mala gente que camina
(2006), cuyo tema no es tanto lo que les sucedió a esos niños como un
fresco (y un duro juicio) del franquismo y sus intelectuales. La última
novela de Clara Sánchez, Entra en mi vida (2012), nos presenta a
dos adolescentes madrileñas. Una, hija de un taxista y una vendedora de
cosméticos, sospecha que la primera hija de sus padres, supuestamente
muerta al nacer, fue en realidad comprada por una familia rica; la
busca, la encuentra y le revela la verdad. La obra tiene hechuras de
libro juvenil: ambas protagonistas son nobles y esforzadas, resuelven
dificultades y misterios por arte de magia y se enfrentan a unas
adversarias (la madre y abuela adoptivas, la amiga y la monja que
robaron al bebé) desalmadas y manipuladoras. Un maniqueísmo (como el de Mala gente que camina) literariamente discutible por más que históricamente esté justificado.
En todo caso, esto no es más que el principio. Por su frecuencia,
pero también o sobre todo por su carácter intrínsecamente novelesco (con
secretos, sorpresas, emociones profundas, identidades dudosas,
conflictos de lealtades…), la adopción está destinada a convertirse en
un gran tema literario.
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