Tenía 82 años. Acababa de publicar un libro repasando sus grandes historias, las mismas que contó en obras magistrales como Fuego en Casabindo, La mujer de Strasser o La belleza del mundo. Recibió varios premios, entre ellos el grado de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras que concede el gobierno de Francia
MEMORIAL DE LA PUNA. La Puna, la frontera, son el origen de la literatura de Héctor Tizón. foto:José Mateos.fuente: Revista Ñ. |
Ha muerto Héctor Tizón, que tuvo tiempo de escribir y publicar su Memorial de la Puna.
Allí continuó y dejó abierta su obra retomando esas grandes historias
mínimas, las de sus novelas, las de su tierra desértica. Ha muerto
Tizón, no su literatura, y con la noticia ese último librito se lee cual
testamento. "El olvido es más fuerte e irremediable que la muerte. Sólo
está muerto aquéllo que definitivamente hemos olvidado", dijo. O
escrbió.
Murió en Jujuy Tizón, donde eligió vivir. Magistrado,
exiliado, ciudadano universal y de Yala, se eligió a éste último para
hablarles a los otros. Desde esa experiencia eligió contar el mundo,
desde esos hombres y mujeres que se enfrentan a ellos mismos en la
soledad y el silencio. Es curioso, ahora, la contratapa de su último
libro, el lugar en el que las editoriales exageran las virtudes de sus
autores, le queda chica: "Ya es un hombre sabio al que la vida no le
escamotea sus verdades", dice. Hacía rato lo era.
Había nacido,
por casualidad, en Rosario de la Frontera, Salta, el 21 de octubre de
1929. Pero siempre su vida transcurrió en Yala. Allí pasó su infancia, y
quizá allí mismo decidió que ese cruce entre el desierto y las yungas
sería el teatro de operaciones para contar y contarse a sí mismo. Desde
temprano, Tizón debió navegar entre dos lenguas, la de los libros y la
quechua. Ni sus años en La Plata o en México, ni el exilio en España, o
su carrera diplomática en Milán le cambiaron el foco. Su literatura se
nutre también de esas experiencias, pero fluye siempre de su sangre alto
peruana.
En sus historias hay un escenario concreto, pero sus
problemas son universales, filosóficos, y muy humanos. En México, adonde
viajo como diplomático, publicó en 1960 su primer libro, A un costado de los rieles. Luego, ya de regreso en la Argentina vinieron Fuego en Casabindo y Sota de bastos, caballo de espadas,
entre otros. Casabindo, Yala, Humahuaca, Cochinoca... En esas primeras
obras necesitó ponerle nombre y apellido al espacio geográfico. Hasta
dibujaba mapas para anclar sus historias, para preservar los buenos
tiempos, aquéllos de los que hablaban los viejos.
No siempre
reinaron la oscuridad y la pobreza en el norte argentino. Y quiso Tizón
salvar aquel vago recuerdo de grandeza. Libró entonces una batalla
contra el tiempo para mantener los mitos de estas tierras arrasadas por
el viento, las viruelas y el alcoholismo. "En un remoto rincón de la
puna, los sobrevivientes... buscan en el pasado las huellas de ilusiones
perdidas", escribió. Buscaba conservar esas voces, enrumbadas a morir.
Después,
el tiempo le enseñó que lo que tiene que perderse se pierde. Y más en
la puna. Abandonó pronto las localizaciones. Quizá ese cambio haya
operado en tiempos del exilio, entre 1976 y 1982 cuando alternó casa en
Madrid, París y Milán. Fue cuando, paradójicamente, muchos de sus
personajes también perdieron los nombres. Sin mapa, sus personajes
siguieron haciendo crujir la tierra dura y estéril a cada paso, y el
amanecer siempre diáfano los siguió sorprendiendo en los caseríos de una
Puna sin nombre. Sus dramas son los de la condición humana.
Contra
la intelectualización literaria, contra el palabrerío inútil, se volvió
un buscador incansable de atmósferas sencillas. Pero épicas. Misión que
comparte con escritores como John Berger, buceando en su memoria
pequeños actos, enmarcados por un mundo insondable. La tía Gertrudes,
Doroteo, Venancio, Jacinta... Seres taciturnos, limitados, solos, son
construcciones contra el ruido citadino. Pura apología del silencio.
Hombres y mujeres que no usan la lengua para decir tonterías. Silencio y
también soledad. Fue Tizón un enemigo del despilfarro y el exceso. Y es
esa una característica de sus paisajes, de sus sentimentales historias
puneñas.
Nos remite a lugares y a la vez los crea, este ex
embajador, vagabundo, exiliado y regresado, como alguna vez se definió.
Pero la soledad también es deseo. Allí están Laura y la mujer de
Strasser, sensuales, con nada en común más que una evidencia de la
pasión permanente. Sus libros también tienen un vínculo curioso y casi
oculto con la historia mundial. En Memorial... retoma la historia del dinamitero de La mujer de Strasser,
que no es otro que el Mariscal Tito, el hombre poderoso que gobernó
Yugoslavia durante cuarenta años y que en la década del treinta vivió en
Jujuy y trabajó junto al padre del escritor en el tendido del
ferrocarril. También vuelve sobre el Conde de Montseanou, un noble belga
venido a menos que se ganaba la vida tocando el piano en un prostíbulo
de La Quiaca. Nombres y apellidos para personajes que no los necesitan.
Sean
quienes sean, vengan de donde vengan, sus historias y personajes,
vibran al compás de la oralidad de los bosques y las quebradas, de los
vientos de la Puna y el desierto, de las pasiones, el sexo, los ritos de
la muerte... Quizá guarden algo del diplomático radical "yrigoyenista",
del abogado que llegó a ser juez de la Corte Suprema jujeña. Pero
habría que volver a Yala, a otros pueblitos jujeños, aunque sea a través
de un libro, y preguntar en los boliches, en las procesiones, en el río
o en esas calles de frontera. Sus historias siguen allí, como Tizón
mismo. Hay que ir a buscarlos: sólo está muerto aquello que
definitivamente hemos olvidado.
El viajante que robaba cartas de amor
El viajante que robaba cartas de amor
No hay comentarios:
Publicar un comentario