10.7.12

Burla del poder, represión paranoica: “Testimonio en Chicago”, de Allen Ginsberg

La muerte de Martin Luther King, el asesinato de Robert Kennedy y la crisis moral como consecuencia de la intervención norteamericana en Vietnam agitaron el patio hasta límites insospechados

Allen Ginsberg en la acampada de Chicago (1968).foto:Mary Ellen Mark.fuente:revistadeletras.net

Desde hace más de un año pienso, y no creo que nadie pueda alterar esa opinión, que las revueltas de mayo de 1968 y las actuales se parecen bien poco. Las primeras respondieron a diversas motivaciones que, pese a estar hermanadas en el malestar, diferían en función del lugar donde se encendía la llama. Lo mismo si quieren ocurre ahora mismo, pero el aire entonces no estaba enrarecido por el desmantelamiento del Estado del Bienestar, aún espléndido a finales de los sesenta. Las protestas abarcaron un sinfín de grupos y personas más que determinadas por el contexto, que en el caso estadounidense ofreció un panorama explosivo.
La muerte de Martin Luther King, el asesinato de Robert Kennedy y la crisis moral como consecuencia de la intervención norteamericana en Vietnam agitaron el patio hasta límites insospechados. La juventud, motor decidido de la rebelión, accionó algunas palancas que catapultaron el nacimiento de nuevas asociaciones dispuestas a luchar contra la injusticia. A diferencia de los movimientos actuales, estos grupos sí contaban con líderes definidos que a su vez eran respaldados por figuras de la intelectualidad alternativa, desde Norman Mailer y Terry Southern hasta Allen Ginsberg, protagonista de Testimonio en Chicago, volumen editado por Gallo Nero que condensa en sus páginas las claves para comprender un episodio fundamental con regusto a cargas policiales y censuras políticas muy recientes en nuestra memoria.
Portada de Testimonio en Chicago de Allen Ginsberg.

La celebración en Chicago de la convención Demócrata inspiró a los ideólogos del Youth International Party, entre los que cabe destacar a Jerry Rubin y a su cómplice Abby Hoffman, a organizar un Festival de la Vida que coincidiera con tan importante cita política. Para ello movilizaron a más de una veintena de organizaciones con el fin de convocar una manifestación que rompiera moldes y celebrara el desencanto desde una perspectiva festiva. A la iniciativa se sumaron objetores al reclutamiento obligatorio, radicales militantes, pacifistas, agitadores, feministas, hippies, comunistas y la flor y nata de la literatura yanqui comprometida. Sin embargo, al llegar la gran jornada sólo llegaron a la capital de Illinois cinco mil de los cien mil participantes previstos, lo que no impidió que el poder desplegara un contingente policial que generó en el desalojo del Parque Lincoln, agresiones a periodistas, múltiples detenciones, muchos cráneos abiertos y una violencia estatal que culminó en el proceso de los siete de Chicago, definido por el periodista William Barry Furlong como una comedia de los hermanos Marx con guión de Salvador Dalí.
Los cabecillas de la gran colación disidente se sentaron en el banquillo de los acusados mientras por el estrado desfilaban mil y un nombres para dar testimonio de lo acaecido en esas calurosas jornadas de agosto de 1968. El problema es que el jurado popular no servía para nada, condicionado como estaba por el juez Hoffman, burlón y cínico en su obcecación por condenar hasta el zumbido de una mosca. La legislación estadounidense contemplaba normas letales que facilitaban su trabajo. La Anti-Riot Act consideraba que una revuelta era toda reunión de tres o más personas en la que una de ellas amenaza o daña al resto. El recorte de libertad de expresión en la realidad se trasladó a los juzgados donde Allen Ginsberg respondió con diligencia a las preguntas de la defensa y la fiscalía.
Antes de llegar al punto clave del manuscrito tenemos la suerte de poder documentarnos con el magnífico prólogo de Fernanda Pivano, donde la escritora fallecida en 2009 explica de manera prístina los acontecimientos que llevaron a la farsa de Hoffman y sus secuaces. Tras su ensayo, porque así debemos calificarlo, una declaración pública de Jean Genet, también presente en los disturbios, alimenta más aún nuestra curiosidad. ¿Sirve de algo quejarse en un parque y usar la poesía? ¿Es suficiente?
Cualquier estamento daría una respuesta negativa, y hasta yo mismo me atrevería a decir que se necesitan más cosas para dar un giro de ciento ochenta grados al curso de la Historia. En estos tiempos que corren cada vez se escucha más la teoría del miedo. Si quieres que te respeten debes darlo, porque de otro modo los que mandan seguirán impunes en su barra libre de desprecio al ciudadano. Pues bien, el Festival de la Vida de Chicago logró atemorizar a los mandamases hasta llegar al extremo de montar una opereta con culpables de antemano por lo inexistente de la presunción de inocencia.
Burroughs, Southern, Ginsberg y Genet en Chicago (foto: Michael Cooper, 1968)
Ginsberg no suele dejar indiferente. El autor de Aullido recitó, contó con afán pedagógico sus experiencias indias y hasta se atrevió a recitar poesías y mantras para asombro de propios y extraños. Su testimonio no choca al lector porque se inserta en la normalidad del espíritu beat. Cabal aunque irreverente. Al fin y al cabo la pantomima en la que se vio metido era un enfrentamiento, una especie de Guerra Civil burguesa entre lo viejo y lo nuevo, conflicto donde el bastón de mando no toleraba ningún comportamiento o prédica que se alejara lo más mínimo de lo políticamente correcto al considerarla corrosiva, peligrosa por romper un lenguaje establecido que perdía adeptos a paso de gigante por la lógica que siempre emana de la cronología y las transformaciones generacionales de la sociedad.
A veces, mientras leemos las palabras bajo juramento de Allen Ginsberg, tenemos la sensación de asistir a una obra de teatro cómica, con los togados en el papel de bufones y los demás como portavoces de una razón muda al no ser escuchada por nadie. La resolución final fue sobreseída, lo que no impidió que durante el juicio el esperpento alcanzara cotas insuperables a manos de los que debían moderar y preservar la objetividad para que la sentencia fuera justa. El prefacio de Jason Epstein cierra una obra muy bien estructurada y útil para entender cómo el sistema manipula desde su invulnerabilidad y la creencia que el castillo de naipes es imposible de derrumbar.
Testimonio en Chicago 
Allen Ginsberg
Prólogo de Fernanda Pivano
Traducción de Julia Osuna
Gallo Nero 
(Madrid, 2012)

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