Se publica por primera vez la correspondencia que el escritor mantuvo con el único amor de su vida, una chica bien de una familia burguesa lisboeta
“Fernando: Hoy no tuve suerte. Mis cosas son últimamente así, siempre
salen mal. Deseaba tanto que llegara la hora... y al final usted llegó
aburrido de su vida y de mí. ¿Ya no le gusto Fernandito?”. “Ofélia: Toda
mi vida gira en torno a mi obra literaria, buena o mala, lo que sea, lo
que pueda ser. Todos (…) tienen que convencerse de que soy así, de que
exigirme sentimientos —que considero muy dignos, dicho sea de paso— de
un hombre común y corriente es como exigirme que sea rubio y con los
ojos azules”. El primer fragmento de carta (escrito en septiembre de
1929) pertenece a Ofélia Queiroz, por entonces de 29 años. El segundo,
escrito días después, a un Fernando Pessoa de 40, ya alcoholizado, que
se dirigía a la única mujer de la que se enamoró en su vida y con la que
iba a cortar para siempre poco después. La especialista portuguesa
Manuela Parreira Da Silva acaba de reunir en un único volumen (Cartas de amor de Fernando Pessoa e Ofélia Queiroz,
editorial Assírio & Alvim), las cartas que se cruzaron (a veces de
usted, a veces de tú) el mayor poeta de la literatura portuguesa y una
chica bien de una familia burguesa lisboeta.
Ambos se conocieron a finales de 1919, en una oficina comercial donde
Ofélia, por entonces de 19 años, entró a trabajar de secretaria y donde
Pessoa, de 31, se empleaba por horas traduciendo al inglés cartas de
negocios. A los pocos meses, en febrero de 1920, el poeta, enamorado por
primera vez en su vida, montó una escena de folletín a la chica,
declarándose melodramáticamente una tarde de invierno en la que estaban
los dos solos en la oficina. A la chica, aunque salió despavorida, la
teatral prueba de amor exagerado le gustó. Y le escribe la primera
carta: “Pienso mucho en usted, en que estoy despreciando a un chico [su
novio de entonces], que me adora (…) voy a serle franca: temo mucho que
esos transportes de amor suyos sean de poca duración (…) si Fernandito
nunca pensó en tener familia, le pido que me lo diga…” A esta carta
inquisitiva y clara Pessoa respondió así: “Quien ama verdaderamente no
escribe cartas que parecen requerimientos de abogado. El amor no estudia
tanto las cosas, ni trata a los otros como acusados”.
Con todo, la relación se entabla. La pareja vive diez meses como
novios. Parreira da Silva asegura que del lenguaje de algunas cartas se
desprende que no fueron unos amores tan platónicos como se pensaba y que
hay giros que dejan entrever algún que otro escarceo erótico nunca
demasiado aclarado. Hay paseos, reticencias de Pessoa a conocer a la
familia de ella, cursiladas (“todas las cartas de amor son ridículas”,
escribió más tarde, en un poema célebre) y un constante deseo de ella
para que él se comprometa más. Pessoa llega incluso a fantasear con
ganar un premio millonario participando en unos pasatiempos ingleses a
los que es muy aficionado con la intención de casarse. Pero, entre otros
problemas, entre los dos se interpone la figura de Álvaro de Campos,
uno de los heterónimos de Pessoa, una de las personalidades en las que
transmutaba el poeta.
Hay incluso cartas firmadas por A. de C. A Ofélia le resultaba
particularmente odioso el personaje: “No me gusta, es malo”, escribe en
junio de 1920. En noviembre dejan de verse. Pessoa se despide con una
carta enigmática y triste: “Mi destino pertenece a otra Ley, de cuya
existencia Ofelita nada sabe, y está subordinado cada vez más a Maestros
que no conceden ni perdonan”.
Nueve años después, el azar les une de nuevo. Ofélia ya es una mujer
de 28 años y Pessoa, un hombre adicto al aguardiente obsesionado con
terminar una obra que es un laberinto inacabable. Ella ya no habla de
boda. Y él vuelve a distanciarse y al final, las cartas se convierten en
un desesperado monólogo de ella pidiendo, casi inútilmente, al otro que
le escriba, anticipando una ruptura que se produce a finales de 1929.
En 1935, meses antes de morir, Pessoa vio su único libro publicado en vida, el soberbio poema Mensaje.
“Un día, llamaron a la puerta y la criada fue a abrir”, —relató la
misma Ofélia, muchos años más tarde—. “Era alguien que traía un libro.
Al abrirlo vi que era Mensaje, con una dedicatoria. Cuando
pregunté quién lo había traído, por la descripción de la chica, me di
cuenta de que lo había hecho el mismo Fernando. Corrí hacia el portal,
pero ya no lo vi”.
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