28.7.12

El cazador herido

En julio nació y se suicidó el escritor estadounidense, ganador del Nobel de Literatura en 1954. Perfil de un hombre que sobrevivió a tres guerras, dos accidentes aéreos y cuatro matrimonios

Ernest Hemingway, con los guantes puestos.foto.fuente:elespectador.com

El estilo no es el hombre. La vida de Ernest Hemingway no resulta tan ejemplar como su retórica. Veámoslo con calma. Por un lado tenemos el “estilo Hem”: una frase musical y simple, fácil de imitar, que parece haber estado ahí siempre. Cuesta imaginar que alguna vez se escribió distinto y que se necesitó de un genio para que esta prosa humilde se aceptara como literatura. Y por otro lado tenemos la “vida Hem”: un sangriento mosaico de aventuras al aire libre, peces espada colgando convulsos de un anzuelo, matanzas de toros y leones agujereados a escopetazos. Y esto no es vigente.
Para los que no soportan los conflictos, esta contradicción entre vida y obra es una incomodidad. Tratando de explicarla, la crítica psiconanalítica llegó hace años a una conclusión: las cacerías de Hemingway fueron una máscara que el escritor usó para ocultar una torturada sensibilidad. Es decir, el tipo era un farsante.
Tienen algo de razón. Hem la montó de varón de manera tan exagerada que es inevitable sospechar. Es posible que este macho alfa no haya sido tan macho. Su madre (“la harpía”) lo vistió de niña hasta los nueve años. Su infancia la pasó rodeado de mujeres. Su padre (“el traidor”) lo decepcionó al suicidarse, “acto cobarde” que el católico Ernest jamás perdonó porque eso no era resistir con gracia. Hem enfrentó su primera novela con un protagonista impotente y de ahí en adelante ninguno de sus héroes se sintió seguro al visitar una cama. La única vez que trató de redimir a un personaje a través del amor produjo un fracaso. Las mujeres de las que se enamoró no eran convencionalmente femeninas, sino hembras mayores que podían protegerlo, periodistas independientes que podían ser sus rivales o modelos de pelo corto que podían manejar el timón de Pilar, su yate negro de pesca. Podríamos seguir agregando detalles, algunos muy sórdidos, pero para qué. A estas alturas, ya más de uno está convencido: Hem era de clóset o, en el mejor de los casos, tenía una disfunción eréctil. Punto.
Esta aburrida interpretación tiene la ventaja de ser un diagnóstico: Hemingway compensó con un exceso de testosterona el torrente de estrógeno que inundaba su canoa. Como el homosexualismo es incurable y como el paciente además está muerto, fin del caso, que pase el siguiente. Sin embargo, tal vez valga la pena seguir adelante y llegar a otra conclusión, también falsa, pero más amable y más divertida.
Hay cosas mucho peores que ser gay o impotente. Es más, es posible que ser del otro equipo sea una alternativa digna. Eso cualquier marica lo entiende y si Hemingway era marica debió entenderlo. Ergo, aceptémoslo. A Hem no le gustaban los hombres para llevárselos a la cama. Para ese acto tan ajeno a la sana competencia entre varones era más apropiada una mujer. Entonces, fue straight porque lo sentía, no por miedo al qué dirán o por temor a los regaños de su superyó. Hay que considerar que a un escritor la opinión ajena, y a veces la propia, le importan muy poco. Sobre todo si uno se llama Ernest Hemingway y es un tipo áspero que sólo obedece a su propio capricho.
La verdad es que a Hemingway sólo le interesaba lo que escribía, los demás no logramos conmoverlo tanto como las páginas que nos dedicó. Y una personalidad tan egoísta corresponde más con un niño desconcertado que con un homosexual. Como buen niño, Hem era un inmaduro y un fanfarrón. Fue a la guerra civil española persiguiendo a una amante y su glorioso papel en la liberación de París se limitó a invadir el Ritz con un puñado de mavericks (“my boys”), que se adueñaron de las mejores habitaciones y asaltaron el bar y se gozaron a la legión de hembras que llegaron a la rumba. Sus patrullas por el Caribe en busca de submarinos alemanes fueron otra farsa: en realidad estaba cobrándole al Departamento de Defensa por sus expediciones de pesca.
Un comediante, sí. Un personaje lleno de falsas identidades y hazañas inexistentes que cuando contó cómo se había tirado a la Mata Hari (cosa que nunca hizo), o cuando colgó de las paredes de su sala esa cantidad de animales muertos (algunos que no había matado él), o cuando posó al lado de una juguetona Ava Gardner (que jamás se lo dio), o cuando le reventó la jeta a sus mejores amigos (que pesaban 30 kilos menos), fue dejándonos pistas sobre su patética condición de hombre atrapado por un pánico ancestral que le tenía los colmillos bien clavados. Hem siempre anduvo suspicaz, desconfiado, casando peleas y en ocasiones siendo injusto y maligno con los que no podían defenderse. Eso es cierto. No tuvo estabilidad y huyó de los compromisos. Pero un niño asustado no es forzosamente un cobarde y él quiso demostrarlo. Para probar su valor, escogió vivir en el peligro y ese ejemplo inspiró a sus lectores, porque el miedo de Hem era el mismo de ellos y el mismo de todos. Hemingway estaba aterrorizado con la muerte.
Con esta perspectiva, el protagonista de Fiesta no tiene una disfunción eréctil. Sólo lleva en su cuerpo la herida de la muerte, adquirida en la guerra. Y el Pilar está pintado de negro porque su dueño quiso rendirle un homenaje a la dama oscura que lo tenía embrujado.
Hay un cuento de Hemingway que es revelador. Campamento indio. Un médico asiste con su hijo al parto de una indígena. El alumbramiento es difícil y el médico debe practicar una cesárea sin anestesia en medio de los alaridos de la india, mientras el esposo indio se refugia en la oscuridad y el hijo del médico observa fascinado la escena (“¿siempre duele tanto?”). Al final, descubrimos que mientras su mujer era destazada como una vaca para dar una vida, el marido fue incapaz de soportarlo y renunció a la suya. El indio se cortó la garganta en la oscuridad y el hijo del doctor aprendió su lección: un hombre es inmortal porque puede superar el miedo. Todo muy elemental, muy simple, muy al estilo Hem (“entonces supe que no moriría nunca”). El resto son imágenes de canoas deslizándose como un rumor por el lago cubierto de niebla, de remos que se hunden en el agua de la madrugada y de la penumbra de una choza donde se aloja la tragedia. Un lirismo contenido que sigue marcando la ruta de cualquiera que pretenda escribir. Una historia que dio origen a la obra de un autor que tuvo sus mejores momentos cuando se copió a sí mismo.
Amor y guerra era el título original de Adiós a las armas y con eso ya está dicho todo. El dramatismo surge de la lucha entre opuestos y al colocar la muerte en el centro de la vida, Hemingway logró decir mucho hablando poco y expresar emociones que no se tomó el trabajo de nombrar. Pero sobre todo, al conservar la aventura humana en la órbita de lo elemental, tuvo el escenario para hablar “con huevos” de lo que conocía.
Todo esto ahora es obvio. Pero hace cien años no lo era porque la escena literaria estaba plagada de gomelos exquisitos que jamás tuvieron sus manos empapadas de sangre. Gente brillante y cómoda que escribía con un lenguaje melindroso sobre bailes en los grandes salones, seducciones discretas y charlas ingeniosas que no le decían nada al habitante de la calle. Hemingway (¿cuántas veces habrá que decirlo?) nunca le disparó a un ser humano, recibió una grave herida cuando les llevaba cigarrillos y chocolates a los desgraciados que morían en las trincheras y nos mostró cómo llegarle al hombre común, al infeliz que mata para vivir y aguanta sin quejarse y desconfía de las palabras porque sabe que el mundo está lleno de hablamierdas que mienten.
¿Que se pegó un tiro? Normal. Suicidarse fue la consecuencia de correr hacia el peligro. ¿Que eso fue una traición a sus ideales? ¿Que no fue capaz de aguantar la presión con gracia? Tal vez. Pero Hem era duro de matar y a pesar de que buscó y mereció una salida más honorable, no lo logró. Le tocó sobrevivir a tres guerras, dos siniestros aéreos y cuatro matrimonios para soportar una atroz decadencia. El tipo desbordante que a los 25 años escribía la mejor prosa del planeta y se empacaba dos botellas de vino al desayuno, a los 62 años tenía el hígado hecho un balón de grasa y el cerebro tostado por los electrochoques y ya no era él. Era un anciano quejoso y paranoico que había perdido 40 kilos y no podía escribir (“ya no sale”). Y así muy difícil. Cuando llegamos al punto donde no nos reconocemos, hace rato que la presión nos robó la gracia.

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