En julio nació y se suicidó el escritor estadounidense, ganador del Nobel de Literatura en 1954. Perfil de un hombre que sobrevivió a tres guerras, dos accidentes aéreos y cuatro matrimonios
Ernest Hemingway, con los guantes puestos.foto.fuente:elespectador.com |
El estilo no es el hombre. La vida de Ernest Hemingway no resulta tan
ejemplar como su retórica. Veámoslo con calma. Por un lado tenemos el
“estilo Hem”: una frase musical y simple, fácil de imitar, que parece
haber estado ahí siempre. Cuesta imaginar que alguna vez se escribió
distinto y que se necesitó de un genio para que esta prosa humilde se
aceptara como literatura. Y por otro lado tenemos la “vida Hem”: un
sangriento mosaico de aventuras al aire libre, peces espada colgando
convulsos de un anzuelo, matanzas de toros y leones agujereados a
escopetazos. Y esto no es vigente.
Para los que no soportan los
conflictos, esta contradicción entre vida y obra es una incomodidad.
Tratando de explicarla, la crítica psiconanalítica llegó hace años a una
conclusión: las cacerías de Hemingway fueron una máscara que el
escritor usó para ocultar una torturada sensibilidad. Es decir, el tipo
era un farsante.
Tienen algo de razón. Hem la montó de varón de
manera tan exagerada que es inevitable sospechar. Es posible que este
macho alfa no haya sido tan macho. Su madre (“la harpía”) lo vistió de
niña hasta los nueve años. Su infancia la pasó rodeado de mujeres. Su
padre (“el traidor”) lo decepcionó al suicidarse, “acto cobarde” que el
católico Ernest jamás perdonó porque eso no era resistir con gracia. Hem
enfrentó su primera novela con un protagonista impotente y de ahí en
adelante ninguno de sus héroes se sintió seguro al visitar una cama. La
única vez que trató de redimir a un personaje a través del amor produjo
un fracaso. Las mujeres de las que se enamoró no eran convencionalmente
femeninas, sino hembras mayores que podían protegerlo, periodistas
independientes que podían ser sus rivales o modelos de pelo corto que
podían manejar el timón de Pilar, su yate negro de pesca. Podríamos
seguir agregando detalles, algunos muy sórdidos, pero para qué. A estas
alturas, ya más de uno está convencido: Hem era de clóset o, en el mejor
de los casos, tenía una disfunción eréctil. Punto.
Esta aburrida
interpretación tiene la ventaja de ser un diagnóstico: Hemingway
compensó con un exceso de testosterona el torrente de estrógeno que
inundaba su canoa. Como el homosexualismo es incurable y como el
paciente además está muerto, fin del caso, que pase el siguiente. Sin
embargo, tal vez valga la pena seguir adelante y llegar a otra
conclusión, también falsa, pero más amable y más divertida.
Hay
cosas mucho peores que ser gay o impotente. Es más, es posible que ser
del otro equipo sea una alternativa digna. Eso cualquier marica lo
entiende y si Hemingway era marica debió entenderlo. Ergo, aceptémoslo. A
Hem no le gustaban los hombres para llevárselos a la cama. Para ese
acto tan ajeno a la sana competencia entre varones era más apropiada una
mujer. Entonces, fue straight porque lo sentía, no por miedo al qué
dirán o por temor a los regaños de su superyó. Hay que considerar que a
un escritor la opinión ajena, y a veces la propia, le importan muy poco.
Sobre todo si uno se llama Ernest Hemingway y es un tipo áspero que
sólo obedece a su propio capricho.
La verdad es que a Hemingway
sólo le interesaba lo que escribía, los demás no logramos conmoverlo
tanto como las páginas que nos dedicó. Y una personalidad tan egoísta
corresponde más con un niño desconcertado que con un homosexual. Como
buen niño, Hem era un inmaduro y un fanfarrón. Fue a la guerra civil
española persiguiendo a una amante y su glorioso papel en la liberación
de París se limitó a invadir el Ritz con un puñado de mavericks (“my
boys”), que se adueñaron de las mejores habitaciones y asaltaron el bar y
se gozaron a la legión de hembras que llegaron a la rumba. Sus
patrullas por el Caribe en busca de submarinos alemanes fueron otra
farsa: en realidad estaba cobrándole al Departamento de Defensa por sus
expediciones de pesca.
Un comediante, sí. Un personaje lleno de
falsas identidades y hazañas inexistentes que cuando contó cómo se había
tirado a la Mata Hari (cosa que nunca hizo), o cuando colgó de las
paredes de su sala esa cantidad de animales muertos (algunos que no
había matado él), o cuando posó al lado de una juguetona Ava Gardner
(que jamás se lo dio), o cuando le reventó la jeta a sus mejores amigos
(que pesaban 30 kilos menos), fue dejándonos pistas sobre su patética
condición de hombre atrapado por un pánico ancestral que le tenía los
colmillos bien clavados. Hem siempre anduvo suspicaz, desconfiado,
casando peleas y en ocasiones siendo injusto y maligno con los que no
podían defenderse. Eso es cierto. No tuvo estabilidad y huyó de los
compromisos. Pero un niño asustado no es forzosamente un cobarde y él
quiso demostrarlo. Para probar su valor, escogió vivir en el peligro y
ese ejemplo inspiró a sus lectores, porque el miedo de Hem era el mismo
de ellos y el mismo de todos. Hemingway estaba aterrorizado con la
muerte.
Con esta perspectiva, el protagonista de Fiesta no tiene
una disfunción eréctil. Sólo lleva en su cuerpo la herida de la muerte,
adquirida en la guerra. Y el Pilar está pintado de negro porque su dueño
quiso rendirle un homenaje a la dama oscura que lo tenía embrujado.
Hay
un cuento de Hemingway que es revelador. Campamento indio. Un médico
asiste con su hijo al parto de una indígena. El alumbramiento es difícil
y el médico debe practicar una cesárea sin anestesia en medio de los
alaridos de la india, mientras el esposo indio se refugia en la
oscuridad y el hijo del médico observa fascinado la escena (“¿siempre
duele tanto?”). Al final, descubrimos que mientras su mujer era
destazada como una vaca para dar una vida, el marido fue incapaz de
soportarlo y renunció a la suya. El indio se cortó la garganta en la
oscuridad y el hijo del doctor aprendió su lección: un hombre es
inmortal porque puede superar el miedo. Todo muy elemental, muy simple,
muy al estilo Hem (“entonces supe que no moriría nunca”). El resto son
imágenes de canoas deslizándose como un rumor por el lago cubierto de
niebla, de remos que se hunden en el agua de la madrugada y de la
penumbra de una choza donde se aloja la tragedia. Un lirismo contenido
que sigue marcando la ruta de cualquiera que pretenda escribir. Una
historia que dio origen a la obra de un autor que tuvo sus mejores
momentos cuando se copió a sí mismo.
Amor y guerra era el título
original de Adiós a las armas y con eso ya está dicho todo. El
dramatismo surge de la lucha entre opuestos y al colocar la muerte en el
centro de la vida, Hemingway logró decir mucho hablando poco y expresar
emociones que no se tomó el trabajo de nombrar. Pero sobre todo, al
conservar la aventura humana en la órbita de lo elemental, tuvo el
escenario para hablar “con huevos” de lo que conocía.
Todo esto
ahora es obvio. Pero hace cien años no lo era porque la escena literaria
estaba plagada de gomelos exquisitos que jamás tuvieron sus manos
empapadas de sangre. Gente brillante y cómoda que escribía con un
lenguaje melindroso sobre bailes en los grandes salones, seducciones
discretas y charlas ingeniosas que no le decían nada al habitante de la
calle. Hemingway (¿cuántas veces habrá que decirlo?) nunca le disparó a
un ser humano, recibió una grave herida cuando les llevaba cigarrillos y
chocolates a los desgraciados que morían en las trincheras y nos mostró
cómo llegarle al hombre común, al infeliz que mata para vivir y aguanta
sin quejarse y desconfía de las palabras porque sabe que el mundo está
lleno de hablamierdas que mienten.
¿Que se pegó un tiro? Normal.
Suicidarse fue la consecuencia de correr hacia el peligro. ¿Que eso fue
una traición a sus ideales? ¿Que no fue capaz de aguantar la presión con
gracia? Tal vez. Pero Hem era duro de matar y a pesar de que buscó y
mereció una salida más honorable, no lo logró. Le tocó sobrevivir a tres
guerras, dos siniestros aéreos y cuatro matrimonios para soportar una
atroz decadencia. El tipo desbordante que a los 25 años escribía la
mejor prosa del planeta y se empacaba dos botellas de vino al desayuno, a
los 62 años tenía el hígado hecho un balón de grasa y el cerebro
tostado por los electrochoques y ya no era él. Era un anciano quejoso y
paranoico que había perdido 40 kilos y no podía escribir (“ya no sale”).
Y así muy difícil. Cuando llegamos al punto donde no nos reconocemos,
hace rato que la presión nos robó la gracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario