19.7.12

Una bolsa dentro de la que solo hay porquería

Sin duda uno de los más soberbios escritores del siglo XX, el japonés Yukio Mishima fue autor de varias perturbadoras novelas, entre las que está El color prohibido, una de las novelas más brutalmente misóginas que se han escrito. ¿Por qué tanto odio por las mujeres? 

Yukio Mishima en un gimnasio en 1970. foto.fuente:revistaarcadia.com

“¡Puaf, las mujeres, qué asco! —dijo el muchacho. Unas estudiantes pasaban por delante de ellos y Minoru escupió al suelo. (…) ¿Qué son las mujeres? Todo lo que tienen es un saco sucio y apestoso escondido entre las ingles, ¿no es cierto? Una bolsa dentro de la que solo hay porquería”. ¿Qué lleva a un muchacho japonés de veinticinco años a escribir estas líneas? La respuesta es complicada, más si el muchacho en cuestión es Kimitake Hiraoka, mejor conocido por el público bajo el nombre de Yukio Mishima.
Mishima nació el 14 de enero de 1925. A los dos meses de nacido lo separaron de los brazos de su madre para ir a vivir con Natsu, su abuela paterna, hasta que cumplió los doce años, edad en la que comenzó a escribir. Su madre, Noriko Tomita, solo podía verlo una hora al día, cuando la abuela lo permitía. Vivía en la oscuridad y el silencio. Masajeaba el cuerpo enfermo de su abuela y ella le contaba historias de otros tiempos, de cuando uno de sus ancestros había sido un Daimyo (señor feudal) a las órdenes del Shogún Tokugawa. La anciana plantó la semilla del pensamiento samurái en el niño: la obsesión por la muerte heroica, la sangre y el honor. Mishima no podía jugar con otros niños, con excepción de tres primas escogidas por su abuela. Cuando cumplió los tres años (edad en la que en Japón los niños dejan de ser dioses y comienzan a ser humanos) su padre lo paseaba algunos fines de semana e invariablemente lo llevaba a mirar los trenes. Cuando la locomotora se acercaba, su padre lo alzaba en brazos y lo ponía a pocos metros de los rieles, para que el tren pasara rozándolo. El niño no mostraba ninguna reacción y el padre se relamía feliz de que su hijo no fuera un débil, lo cual no fue del todo cierto: Mishima pronto se convirtió en un niño enfermizo y estuvo a punto de morir varias veces. Cuando finalmente regresó al hogar de sus padres (a regañadientes de Natsu), recobró el tiempo perdido con su madre: uno de sus biógrafos ha dicho que su relación era poco común, más parecida a un amantazgo que a una relación filial. Mishima lo confirmó: siempre dijo que la única persona a quien había querido en el mundo fue a su madre. Era ella quien leía los manuscritos del joven escritor antes que cualquier otra persona, a la vez que intentaba esconder el indudable talento de su esposo, quien quería que su hijo llevara una vida burocrática.
Con su primera novela, Confesiones de una máscara (1948), Mishima alcanzó la fama literaria en su país. Tenía veintitrés años y su libro fue, en sus propias palabras, “su primera autobiografía”. En él cuenta la historia de un niño pálido y poco infantil que dice poder recordar cosas ocurridas en el instante de su nacimiento, incluso su primer baño. Siempre está al lado de su abuela, una enferma con neuralgia crónica, de espíritu estrecho, indomable y enloquecidamente poético. Desde ese momento, el joven Mishima soñaba con tener una tragedia, en el sentido más sensual de la palabra, sueño al que dedicó su vida adulta. Desde muy temprano ya tenía un menú completo de sus obsesiones: la muerte, la sangre y la noche. Se excitaba ante la muerte, los charcos de sangre y los cuerpos musculosos de los jóvenes. Despreciaba la vejez y comenzaba a soñar con un final heroico.
Sin embargo, el muchacho que escribió Confesiones de una máscara y El color prohibido (novela de la que extraje la frase inicial de este artículo, publicada en 1954), es un joven de contextura débil, anémico (que pensaba era a causa de su “vicio” de la masturbación), y con todas las características afeminadas de los intelectuales de su tiempo, a quienes tanto despreciaba. El color prohibido (cuyo título en japonés es Kinjiki, un eufemismo para homosexual) se adentra en el secreto mundo de los homosexuales japoneses de la posguerra. Es el libro que más a las claras despliega la misoginia de Mishima, una realidad que partía del sentimiento de haber sido abandonado o traicionado por las mujeres. Uno de los protagonistas, el viejo Shunsuké, es uno de los iniciadores del drama: casado tres veces, primero con una ladrona, luego con una loca y finalmente con una mujer infiel que se suicida después de ser descubierta fornicando con el lechero. Tras ese episodio encuentra el arma de su venganza: el joven gay Yuichi Minami, encarnación del sueño de perfección física y mente perversa de Mishima, con quien pondrá en marcha la maquinaria para vengarse de las mujeres. “Voy a repetírtelo: hay que considerar a la mujer como materia. Jamás hay que reconocerle el espíritu. La felicidad de una mujer es una broma”, le dice el anciano a su pupilo. Los hombres de este libro (todos ahogados a su vez en el ideal homoerótico que compartían tanto los griegos antiguos como los samurái, según el cual amar a las mujeres se consideraba una actitud afeminada, enamorados de la virilidad como ideal) hablan con las múltiples voces de Mishima que encuentran su crisol en su libro de cabecera, el Hagakuré, el libro del samurái: “En el mundo de los bushi (guerreros) se solía establecer y mantener tanto una relación homosexual como heterosexual. Era común que el bushi se casara con una mujer y tuviera hijos, pero al mismo tiempo se le permitía tener un o una amante. Sin embargo, hay que precisar que la relación homosexual que mantenían, denominada en japonés Shudo, no era del mismo tipo que la existente hoy en día en las sociedades modernas, pues además de haber toda una serie de estrictas reglas que regulaban la relación, era algo más parecido al concepto de lo que hoy se llamaría amistad. Esta relación de amistad entre el bushi incluía la relación homosexual, pero estaba acompañada de muchas otras obligaciones de tipo moral”, dice el libro de Yamamoto Tsunetomo escrito en el siglo XVII.
A los treinta años, Mishima decidió dejar de ser un intelectual afeminado y decidió reconstruir su cuerpo mediante la halterofilia, parte del esquema macabro que había soñado desde que era un niño: morir como un guerrero, entre charcos de sangre, con un cuerpo joven y perfecto. Esta obsesión lo llevó a abrirse el vientre, mediante el ritual del seppuku, una mañana de noviembre de 1970, junto a su discípulo y amante, Masakatsu Morita. Este tipo de muerte (que muchos críticos han visto como el final de una manera de pensar en Japón), esa que está grabada en el Bushido, el código de honor del guerrero samurái, pretendía devolverle algo de la que para él era la perdida pureza de su país, una tierra que se había afeminado, había olvidado el lugar divino del emperador y se había entregado a las formas enfermas de Occidente.
Existe una relación psicológica intrínseca entre la enfermedad, la impureza y la misoginia en Mishima, presente en casi toda su obra de ficción como un inagotable leitmotiv: el viejo y siniestro Shunsuké de El color prohibido desprecia la vagina y jura su venganza contra las mujeres. Los genitales de la mujer son malvados, pútridos y carnales, cosas que vomitan cuerpos bañados de sangre cuando dan a luz. El joven y maléfico Noboru, protagonista de El marino que perdió la gracia del mar (1963), mira la vagina como una herida, un hueco lamentable; la mujer es una fuerza siniestra que domina a los hombres y debilita su gloria. Mizoguchi, en El pabellón de oro (1956), entierra su talón en el estómago de una prostituta con un placer sádico, mientras su depravado amigo humilla a las mujeres y viola a una viuda anciana durante un ritual budista. Mishima consideraba a las mujeres tanto impuras como castradoras. Los cuerpos femeninos le producen asco y los protagonistas de sus libros imaginan bellos cuerpos masculinos después de haber estado con alguna mujer. Sentía una profunda necesidad de escapar de ese mundo de enfermedad (el de su abuela), de secreciones y excreciones, de horribles olores, a otro mundo de belleza física y fortaleza, en el que se podía sentir la adoración antes que la vergüenza y el asco. Quiso escapar del lodo de la obediencia, la enfermedad, la debilidad y la aniquilación mediante el deseo de exhibir una encarnación masculina grandiosa, invulnerable a la derrota, la enfermedad y la corrupción.
Mucho se ha dicho y escrito sobre la homosexualidad de Mishima: están quienes no tienen la menor duda al respecto: sus traductores y amigos cercanos lo confirman. Cuando escribió El color prohibido era conocido por frecuentar la escena homosexual tokiota. Incluso fue mecenas de un bar llamado el Brunswick, en la zona de Ginza, del que tomó la atmósfera para el bar Rudon que aparece en la novela. Al parecer, cuando viajó a Brasil en los años cincuenta tuvo diversos amantes ocasionales, de aquellos con quienes solo basta un movimiento de ojos o un gesto para llevarlos a la cama y de quien nunca supo sus nombres. Sin embargo, el homosexualismo en Japón no es combativo como en Occidente: es una realidad que se vive en la intimidad y que no se proclama. Para Mishima era más un ideal estético y de pureza que activismo sexual.
No obstante, su familia (Mishima se casó y tuvo dos hijos), dice que sus referencias hacían parte de la perversa e inmensamente rica imaginación del autor. Su esposa, Yoko Sugiyama, hija de un conocido pintor tradicional japonés, se casó con Mishima en un matrimonio arreglado. Fue en 1958 y ya el escritor era toda una celebridad en Japón. Sus libros “cultos” se vendían como pan caliente, a la vez que publicaba relatos ligeros como “literatura alimentaria” en revistas de moda y farándula que probablemente nunca se traducirán y que lo habían convertido en un hombre rico. Mishima no parecía querer casarse, pero ante la presión de su madre, quien decía estar al borde la muerte por un cáncer (que resultó en un diagnóstico falso) y que no quería morirse sin ver a su hijo casado, decidió ser obediente con la persona que más quería en el mundo. Al parecer fue un excelente padre y marido. En la cerrada sociedad japonesa, el sensacionalismo y el morbo acerca de las inclinaciones sexuales están por fuera del decoro y hacen parte de la vida privada y no del dominio público.
Pero más allá de la certeza sobre sus inclinaciones sexuales, es claro que la alegría de Mishima se encontraba en la perfección del dolor. Su mundo era el de la pureza viril, donde las mujeres eran retratadas como pobres seres humanos, faltos de sensibilidad, que en el mejor de los casos canjeaban la inteligencia por el orgullo. Hizo de su muerte su mayor obra de arte, montado en el “perfecto vehículo de su cuerpo”. Su madre, tras saber del incidente, solo pudo decir: “No lo compadezcan. Por primera vez en su vida ha hecho lo que deseaba hacer. Mi amante vuelve a mí”.

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