Los responsables de Madrid 2020 deberían empollarse La sabiduría de los psicópatas de Dutton. Dos novelas de Javier Marías y Juan Gabriel Vásquez, consideradas bestsellers en EEUU
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Todavía no se vislumbran los unamunitos, los azorinitos o los
maeztutitos de la hora presente, ni siquiera sus precursores
ganivetitos, pero quizás solo sea cuestión de tiempo.
Lo del fiasco
olímpico y ahí os quedáis —hasta luego cocodrilo, no pasaste de caimán—
ha suscitado una especie de crisis del 98 de perfil bajo, un noventayochito
de la era de la cháchara en las redes sociales, del “conocimiento del
medio” y de los artistas grafiteros. Como se sabe, el “espíritu del 98”
(más que el olímpico) viene siendo un clásico de nuestra pesimista
psicología colectiva desde el barroco, cuando aún solo existía avant la lettre. El de ahora es, podríamos decir, un noventayochito
posolímpico que se añade a ese despertar del sueño enraizado en la
pasión europeísta del último fin de siglo y en nuestro modelo
enladrillado de crecimiento hasta 2008, cuando todo lo que parecía
sólido comenzó a desvanecerse en las colas del desempleo y en la prima
de riesgo, y los intereses comunes de los capitanes de la industria eran
defendidos por tipos como Díaz Ferrán. Desde que sobrevino la resaca
bonaerense se han analizado las “pautas de comportamiento” del COI como
si se tratara de un intelectual colectivo posgramsciano. Y se han vuelto
a escuchar grandes frases para la historia (“podemos perder, pero nunca
seremos vencidos”), lamentos por la “injusticia”, indignadas denuncias
de “tongo” y de inconfesables tejemanejes, sospechas de compra de votos,
llamamientos a la “regeneración”, y tentaciones de aislacionismo (un
“nunca más” sin chapapote). Los medios y la cada vez más previsible
legión de sabelotodistas tertulianos han vuelto a la carga con pesadas
palabras que vehiculan conceptos ominosos: derrota, desastre (como en el
98), decepción, sueños rotos, incertidumbre. La decisión del COI parece
haber dejado a muchos tan desconcertados y deprimidos como la
enigmática (pero muy coherente) última novela del maestro Coetzee
a la mayoría de los críticos. Se multiplican los “análisis en
profundidad” de lo que pasó en Buenos Aires, sin desechar, claro, las
teorías conspirativas que colman de razón al que las produce. El motto
del nuevo “desastre” más o menos nacional es el “no pudo ser” reservado
a las derrotas profundas, esenciales. Como en los tiempos franquistas
del panem et circenses seguimos transfiriendo al deporte los
entusiasmos, ansiedades y frustraciones de nuestra hora presente, por
eso los informativos les dedican cada día más espacio. Y lo más gracioso
es que, en lo que toca al irredentismo olímpico madrileño todo podría
arreglarse fácilmente. Bastaría con que los responsables de la campaña
se empollaran antes del próximo intento La sabiduría de los psicópatas
(Ariel), de Kevin Dutton, un instructivo ensayo de psicología popular
(cejas medias) en el que se explica que no todos los psicópatas son
monstruos ni asesinos en serie: si consiguen desviar sus impulsos más
antisociales a otros campos (los negocios, el deporte, los sindicatos,
la política, los medios) pueden convertirse en ciudadanos/as de éxito,
gentes capaces de desterrar las emociones (incluidas las nacionales) de
la toma de decisiones, de actuar con lógica despiadada, de centrarse
solo en los resultados. Cualidades todas ellas que, como se sabe, se
encuentran en la misma esencia del capitalismo y del olimpismo que hoy
patrocina. Según Dutton, los psicópatas son los máximos optimistas:
siempre creen que todo les acabará siendo favorable. De modo que, la
próxima vez (2024 y sucesivos), a por ellos. No habrá quien nos pare.
Gotham
La metáfora del inicio del otoño editorial neoyorquino podría ser un
árbol virtual de cuyas ramas cayeran pausadamente, en vez de hojas
muertas, centenares de luminosas tabletas lectoras. La imagen podría ser
una cubierta de The New Yorker,
pero es que los libros “desmaterializados” ya suponen el 23% de los
beneficios de los editores estadounidenses, frente al, por ejemplo, 0,7%
de los de los franceses y el vaya-usted-a-saber de los españoles (para
los que, en todo caso, el libro electrónico constituye el 3,6% de la
facturación total). Algo que se refleja en la creciente inquietud de los
libreros independientes, que no pueden competir con los descuentos que
ofrece Amazon o la cadena Barnes & Noble (a la que, por otra parte, la empresa de Jeff Bezos
muerde diariamente su cuota de mercado). Los editores más conscientes
intentan, aún con poco éxito, defender la infraestructura librera que ha
sostenido su negocio durante casi dos siglos, y es que los libreros indies tienen cada vez más cruda su supervivencia. La última moda salvadora es el crowdfunding,
es decir, conseguir financiación de una multitud de pequeños
patrocinadores, una forma de apoyo que aquí también pretende introducir
el señor Lassalle en la Ley de Mecenazgo,
quizás porque nadie le ha explicado que esto no es precisamente la
Florencia de los Médicis. De repente, numerosas librerías en trance de
desaparecer a causa de la competencia implacable de los poderosos (y de
la subida de los alquileres) se han puesto a recabar ayuda financiera de
los clientes y amigos. Su gancho no puede ser los precios
(necesariamente muy superiores a los de Amazon o las grandes cadenas),
sino su papel como elementos tradicionales del paisaje social de cada
comunidad. El librero independiente ofrece información, atmósfera,
espacio de encuentro comunitario y señas de identidad cultural. Muchas
están recurriendo a empresas especializadas en crowdfunding como Indiegogo o Kickstarter
(visiten sus páginas web) que les diseñan campañas dirigidas a sus
clientes a cambio de un discreto porcentaje. Otras recurren a la
multiplicación de actividades dirigidas al nicho de grandes lectores o
de letraheridos y curiosos, consiguiendo que autores más o menos
prestigiosos acudan gratuitamente a compartir sus reflexiones con los
lectores. Hace unos días, por ejemplo, pude ver a Walter Mosley (un
autor de estupendos thrillers publicados por Anagrama y Roca)
defendiendo, ante una audiencia que había “donado” 35 dólares por cabeza
para escucharlo, la supervivencia en Manhattan de una librería que
precisa 35.000 machacantes para renovar su leasing.
Otras librerías parecen haber tirado la toalla, a pesar de seguir
reclamando a sus lectores una fidelidad difícil de mantener cuando los
mismos títulos se venden en Amazon o en Barnes & Noble mucho más
baratos, como le pasa a St. Marks Bookshop
(fundada en 1977 en el East Village y abierta cada noche hasta las
once), que se ha visto obligada a reducir casi un 50% sus antes
ecuménicos fondos. En todo caso, ese panorama no muy alentador no es lo
único que ofrecen las librerías de Manhattan. Dos novelas hispánicas
publicadas, por cierto, por Alfaguara han obtenido el raro honor de ser
consideradas international best sellers en todas las grandes librerías de un país en el que el porcentaje de novelas traducidas no llega al 3% del total: The Infatuations (Los enamoramientos), de Javier Marías (Knopf) y The Sound of Things Falling (El ruido de las cosas al caer), de Juan Gabriel Vásquez (Penguin). Ya ven, no todo son derrotas.
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