Se fue Mutis, dejándonos a Maqroll el Gaviero...
Ricardo Bada cuenta dos de sus anécdotas con el escritor colombiano y recupera desde el recuerdo su lado humano
Mutis y Bada se encontraron en Madrid y en París. Las anécdotas que cuenta suceden en restaurantes de las ciudades europeas./elespectador.com |
Hay al menos tres Álvaros Mutis: el poeta, el novelista y el ser
humano. Hablen otros del poeta y del novelista. A mí me gustaría más
hablar del ser humano, del amigo entrañable con quien he compartido
tantas horas de deliciosa plática y de quien tanto, tanto aprendí. Aquel
que siempre me llamaba Baden Powell, a no ser que la cosa se pusiera de
un color serio, como él decía, pues entonces me llamaba Baden Baden.
Aquel que se reía —pero no negaba— cuando yo afirmaba en público,
¡cuántas veces lo he dicho!, que su poema El viaje es ese cubito de
caldo concentrado que diluido en el agua bendita de una prosa
irrepetible dio lugar a Cien años de soledad.
De Álvaro, el hombre, el amigo, conservo en la memoria docenas de anécdotas increíbles, de las que quiero compartirles dos.
En
la Residencia de Estudiantes en Madrid, la famosa, la de García Lorca,
Dalí, Buñuel y tutti quanti, es un lujo “espiritual” alojarse (funciona
casi como hotel, aunque tan sólo para artistas, intelectuales,
científicos, de paso por los madriles, y además no aceptan a todo el
mundo). Pero ocurre también que la pensión es completa, o sea, desayuno,
almuerzo y cena... y la cocina no está (al menos entonces, cuando se
sitúa mi anécdota) a la altura de la fama de la casa.
Claro que
cuando te alojas en ella, y a menos que te inviten, es un contradiós lo
de ir a comer fuera, porque estás pagando pensión completa; pero al
mismo tiempo es un contradiós tener que conformarse con la comida
medianita de su cocina cuando en Madrid, en casi cualquier tasca, se
puede comer de chuparse los dedos, y en todo caso mejor que en la
Residencia.
El caso es que una vez, allá por 1990, llegamos mi
esposa y yo a Madrid, con nuestro hijo, y nos enteramos de que Gonzalo
Rojas y Álvaro Mutis estaban ahí, los dos además en la Residencia. Los
llamé, y Gonzalo nos invitó a almorzar... en ella, muy contento además
de que fuésemos con nuestro hijo, pues él y Hilda estaban con Catalina,
su nieta, que es alemana y de la edad de nuestro Ricardo junior.
Sabiendo de antemano que no íbamos a comer nada extraordinario, ¡¡¡y eso
en Madrid!!!, acudimos sobre todo por el placer de compartir unas horas
con Carmen (la maravillosa mujer de Álvaro), Hilda (también
extraordinaria) y los dos viejos divinos. Y en efecto, Catalina y
nuestro junior congeniaron enseguida y platicaron todo el tiempo en
alemán, y nosotros sufrimos con estoica resignación el almuerzo del día,
que esa vez no fue mediano, sino menos que mediano.
Una vez
terminado el segundo plato, casi sin consultarnos, nos pusimos de pie
como para irnos a la cafetería a bajar el mal condumio con un buen
whisky, pero Gonzalo acertó a percibir algo que yo, ahora que soy
abuelo, también percibiría (entonces no), y es que Catalina parecía
esperar algo más. Y le preguntó solícito: “Catalina, preciosura,
¿quieres algo más?”, a lo que Catalina respondió: “Sí, abuelo, quiero
helado”. Y la respuesta vino de Álvaro, con su voz inconfundible de
narrador de Los intocables, que se oyó no sólo en todo el comedor, yo
creo que hasta varias cuadras más allá, en el Paseo de la Castellana:
“¿Helado? ¡El último que pidió helado aquí fue García Lorca y lo
fusilaron! ¡Vámonos!”. Y salimos del comedor en medio de un silencio que
ensordecía.
Algunos años más tarde llegué solo a París, de paso
no sé a dónde; me enteré de que los Mutis estaban ahí y los llamé al
hotel Saintes-Péres, donde siempre los alojaba la editorial francesa de
Álvaro. Los agarré desayunando y me conminaron a acudir inmediatamente
para acompañarlos a comprar ropa jean. La ropa jean era una de las
preferidas de Álvaro, y había descubierto que en la rue de Rennes había,
en los andenes, numerosos tenderetes donde se vendía aquella ropa. Así
es que ni cortos ni perezosos tomamos el metro hasta Montparnasse, y una
vez en la calle encaminamos nuestros pasos a la de Rennes, que
desciende derechita hasta el boulevard Saint-Germain y el Sena.
Fue
una gozada asistir al espectáculo de Álvaro regateando con todos los
vendedores —en su mayoría tunecinos, marroquíes, argelinos— y haciendo
un uso descarado de su dominio del francés y de la psicología levantina.
Carmen y yo nos quedábamos siempre aparte, un poco alejados del
espectáculo, para gozarlo mejor, y yo me preguntaba cuántos rasgos de
Maqroll habrá sacado su creador de esos enfrentamientos dialécticos con
el mundo mediterráneo.
Alrededor del mediodía llegamos por fin, y
sin haber comprado nada, a la esquina de la rue de Rennes con
Saint-Germain, y Álvaro dijo: “Tengo hambre. ¿Dónde vamos a almorzar,
Baden Powell?”. Y como cuando Álvaro tenía hambre siempre era un caso de
emergencia inmediata y urgente, miré a mi alrededor y elegí lo más
cercano: “Vamos a Lipp”. Álvaro miró a Carmen y le preguntó: “¿Vamos a
Lipp, Carmen?”, y Carmen dijo que sí. Entramos en Lipp, a dos pasos de
distancia de donde estábamos, y tuvimos suerte porque los franceses
empiezan a sentir hambre más tarde que Álvaro, de manera que conseguimos
una buena mesa en el piso bajo.
“Aquí vendría bien uno de
aquellos intermedios líricos con que don Pío Baroja mechaba sus novelas:
“¡La Lipp, la vieja Lipp, tan alsaciana y tan francesa, a la que los
envidiosos llaman ‘sucursal de la Cámara de Diputados’! ¡La Lipp, la
vieja Lipp, cuyas paredes guardan el sonido de las voces de Gide,
St.-Exupéry, Malraux, Camus, Sartre! ¡La Lipp, la vieja Lipp, la reina
de la braserías parisinas, en el fondo de cuyos espejos se sigue
retocando el pelo Juliette Greco!”).
Lo cierto es que almorzamos
comm’il faut, y estábamos ya en la fase del trou normand (los franceses
llaman “el agujero normando” a la copa de Calvados al concluir una buena
comida), cuando Álvaro, sentado a mi lado y frente a su esposa, comenzó
a desarrollar algo así como un discurso que, conforme avanzaba, me iba
asombrando más y más, y no sólo a mí, también a su destinataria:
“Carmen, yo soy un poeta que empezó joven y desde los primeros poemas
recibí el elogio de Octavio Paz, conseguí bastante fama como lírico, y
luego, al jubilarme, me dediqué a escribir novelas, y también conseguí
bastante fama como narrador, y no sólo eso, me nombraron comendador de
la Orden del Águila Azteca, en México, y me concedieron la Orden al
Mérito, de Francia, me otorgaron el Premio Nacional de Poesía de
Colombia y el doctorado honoris causa por la Universidad del Valle, y he
ganado los premios Xavier Villaurrutia y el Médicis Étranger, y el
Nonino, y el Roger Caillois, y el Grinzane-Cavour, y ostento la Gran
Cruz de la Orden de Boyacá y la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el
Sabio”.
Aquí hizo una pausa, tomó un sorbo de Calvados, y
continuó: “Y este señor que está sentado a mi lado es un pinche
periodista español que se gana la vida en una oscura emisora alemana que
dizque transmite en español. Pero este señor, cuando le pregunto que
dónde vamos a almorzar, de la manera más natural del mundo me responde
‘Vamos a Lipp’... ¡un lugar donde nunca me atreví a entrar por respeto a
su historia y a la sagrada memoria de quienes han comido aquí!”. Ahora
hizo otra pausa, más breve, sólo para que se entendiera a cabalidad la
conclusión de su razonamiento, formulada staccato: “Eso, Carmen, es
Europa”.
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