Roberto Bolaño. Diez años de ausencia presente
2003. La paradoja Bolaño. Dueño de una obra intensa y moralmente compleja, el autor de Los detectives salvajes detestaba la noción de éxito. Su muerte, a los 50 años, lo convirtió en un escritor fashion
Como Rayuela, Los detectives salvajes se ha convertido en un manual de comportamiento de los jóvenes lectores./revista Ñ |
La fama es un malentendido que simplifica a sus favoritos.
Roberto Bolaño, escritor y amigo imprescindible, se ha vuelto leyenda.
Cuando
murió en 2003, a los 50 años, sus allegados sabíamos que sus libros
iban a perdurar, pero ignorábamos que recibiría algo que nunca cortejó:
la aceptación masiva. ¿Cómo suponer que la sacerdotisa del rating
televisivo, Oprah Winfrey, recomendaría sus libros, que Patti Smith
pondría música a sus textos y que el actor Bruno Ganz lo recitaría en
alemán?
En Nueva York, conocí a dos jóvenes escritores que pagaron 50 dólares por las pruebas de imprenta de 2666
para leer esa obra antes que nadie, y en México conocí a una aspirante a
poeta que estaba feliz porque había acariciado a un perro en la ciudad
de Blanes que, según le dijeron, conoció de cachorro al autor de Los detectives salvajes.
Los
amigos nunca dudamos del carisma de Roberto, pero lo tratamos con la
naturalidad y los excesos de confianza que imponen el afecto y el buen
humor. No lo vimos como figura histórica. Contábamos chismes y
hablábamos de intimidades. Ahora nos sentimos un poco avergonzados de
carecer de información sobre lo que él pensaba sobre los grandes temas
de la humanidad.
Cuentan que el padre de Leonard Bernstein era muy
severo con su hijo. Cuando le preguntaron si en verdad había sido tan
estricto con el pequeño Lenny, contestó: “Sí, ¡pero es que no sabía que
se trataba de Leonard Bernstein!”. Algo similar sucedió con el amigo que
cantaba canciones de rock, contaba historias de asesinos seriales y
criticaba con aguda ironía los defectos de nuestros conocidos. Lo
queríamos y lo admirábamos, pero no sabíamos que sería un mito. Es como
haber sido amigo de Bob Dylan antes de su debut en el festival de
Newport y de despertar el fervor de las multitudes.
Roberto vivía
de espaldas a la celebridad y detestaba la noción de “éxito”. Admiraba
los relatos de quienes resisten en las calles traseras, las autopistas
rumbo a la nada, las casas vacías, las trincheras bajo la lluvia.
Nos
conocimos en 1976, en una premiación para jóvenes escritores en los
jardines de la Universidad de México. Él había obtenido tercer lugar en
poesía y yo segundo lugar en cuento. Uno de los jurados de cuento era el
escritor chileno Poli Délano. Hablaba con él cuando Roberto se acercó a
intercambiar noticias sobre Chile y la resistencia a Pinochet. Tenía el
pelo alborotado por un viento imaginario, lentes redondos y un cigarro
en la boca: “Me dieron un tercer lugar, aunque creo que más bien merezco
una amonestación”, comentó con sarcasmo.
Trabamos instantánea
amistad, pero al poco tiempo se fue a Europa. Durante años no tuve
noticias directas de su aventura. De algún modo supe que había ido a
París, que había pasado de la poesía a la prosa, que se había instalado
en la costa catalana. Yo era amigo del poeta Mario Santiago Papasquiaro,
que aparece con el nombre de Ulises Lima en Los detectives salvajes.
Cuando Mario murió atropellado en enero de 1998, escribí un obituario
que llegó a manos de Roberto. Al poco tiempo recibí una llamada de larga
distancia. Roberto quería saber cómo habían sido los últimos años del
poeta que protagonizaba su novela, entonces todavía inédita.
En
1998 yo ignoraba que en Europa había tarjetas telefónicas de descuento.
En mi condición de mexicano ajeno a los beneficios de la globalización,
pensé que Roberto gastaba una fortuna con esa llamada. A él le divirtió
mi confusión y prefirió no aclararla: “No te preocupes”, dijo: “tengo
mucho dinero”.
Acababa de publicar Estrella distante,
novela que había despertado el interés de la crítica, pero sus regalías
eran más bien simbólicas. Sin embargo, quería que yo imaginara un
derroche, un exceso parecido al de Joyce, que daba propinas descomunales
por considerarlas un equivalente monetario de su torrente narrativo.
A
partir de esa llamada recuperamos la amistad. Lo visité varias veces en
Blanes y lo frecuenté muy seguido a partir de 2001, cuando me instalé
con mi familia en Barcelona. Él recordó este reencuentro en un texto de
su libro Entre paréntesis. Ahí celebra nuestro destino con una
fórmula que no puedo olvidar: “Lo importante es que tenemos memoria. Lo
importante es que podemos reírnos sin manchar a nadie con nuestra
sangre. Lo importante es que seguimos en pie y no nos hemos vuelto ni
cobardes ni caníbales”.
Muchas veces lo vi luchar contra la
aceptación, preocupado por la pérdida de radicalidad y los malentendidos
a los que lleva el éxito. Los detectives salvajes ganó el
Premio Herralde de Novela y luego el Premio Rómulo Gallegos, en
Venezuela; sus libros se comenzaban a traducir y la crítica lo
celebraba. Hasta entonces se había preciado de ser un outsider
que no necesitaban otro reconocimiento que su propia opinión. Nunca he
conocido a nadie más seguro de su talento. “Durante años estuve solo,
pero no me sentí solo”, decía en referencia a su aislamiento de la
comunidad literaria.
Sobran razones para celebrar la narrativa de
Bolaño, donde cada escena ha sido escrita con la intensidad de la vida
realmente vivida, como una experiencia que ha marcado la piel del
escritor. Esto es aún más notable si se toma en cuenta la variedad de
escenarios que comprende su dilatada obra. Bolaño creó la misma
sensación de cercanía para hablar de un boxeador negro en Chicago, un
solitario cuentista argentino, una actriz porno, un soldado en el frente
ruso de la segunda guerra mundial o un sacerdote chileno, cómplice de
la dictadura. Otro sello de la casa fue la complejidad moral de sus
historias. En sus páginas, las nociones del bien y el mal nunca son
obvias y en ocasiones parecen intercambiables. No sólo denuncia el
oprobio; lo convierte en un problema íntimo, que puede pertenecer a
cualquier persona.
Su excepcional novela Estrella distante
es protagonizada por un sofisticado artista de vanguardia que también
es un represor sádico. En forma estremecedora, Bolaño muestra que la
estética puede convivir con el ultraje. George Steiner se ha preguntado
una y otra vez cómo fue posible que los comandantes de los campos de
concentración nazis recitaran a Rilke y luego fueran a las cámaras de
gas. Esta amarga paradoja es explorada con adolorida lucidez en la obra
de Bolaño.
Resulta casi imposible determinar por qué un muy buen
escritor conecta de pronto con el gran público. En el caso de Bolaño,
parece haber al menos tres claves para entender su condición actual de
mito. La primera de ellas es su propia vida, al margen de lo
establecido. Fue testigo del golpe de Estado en Chile, padeció la
represión, el exilio, la pobreza y la enfermedad. En todos estos
tránsitos actuó con entereza y, algo más difícil, con excepcional gozo
por la vida. Su literatura transmite con excepcional fuerza la alegría
en medio de la adversidad, la vitalidad del hombre acorralado.
La segunda razón es más profunda: su estética fue la cabal caja de resonancia de esa forma de vida. Los detectives salvajes es una curiosa Bildungsroman o novela de educación sentimental. Como En el camino,
de Jack Kerouac, narra la historia de dos compinches que peregrinan en
un auto buscando el sentido de la existencia. Para Bolaño, el poeta es
un detective que investiga la vida de manera salvaje, heterodoxa. De
manera peculiar, la inmensa mayoría de sus personajes se interesan en la
poesía, pero muy pocos la escriben. El principal gesto de Bolaño
consiste en demostrar que la vida puede ser un acto poético. Sus
detectives salvajes no necesitan concebir versos; les basta vivir con
imaginativa libertad para que eso sea poético. Para percibir algo
distinto, hay que hacer algo distinto. ¿Hacia dónde lleva el camino? Una
frase de Henry Miller brinda la respuesta: “Hacia delante, a ningún
lugar”.
Los detectives salvajes se ha convertido en un
manual de comportamiento de los jóvenes lectores, algo que en la
literatura latinoamericana no ocurría desde Rayuela, de Julio Cortázar, publicada en 1963.
La
tercera razón del éxito popular es que su novela más conocida es una
obra colectiva, narrada por voces que entran y salen del libro como la
multitud que entra y sale de un estadio. No es la historia de un artista
aislado. Es la saga de una tribu. Leer el libro significa pertenecer a
una cofradía, la de quienes desean entender el mundo de otro modo para
poder cambiarlo. Los detectives salvajes tiene una condición de
fogata en el desierto que reúne a los vagabundos de muchos lugares. No
hay modo de leer sin sentir que tú también tienes una historia que
contar.
Más allá de estas hipótesis, se alza el insondable
misterio que siempre acompaña a un gran autor. Nunca acabaremos de
resolver los acertijos que planteó el inolvidable Roberto Bolaño.
En
el verano de su muerte, Marte se había acercado más que nunca a la
Tierra. El aire ardía y en Barcelona los ancianos temían morir de un
“golpe de calor”.
El 28 de abril habíamos celebrado su cumpleaños
número 50. Como siempre, hizo bromas sobre la enfermedad que lo asediaba
y sus amigos pensamos, una vez más, que tenía una mala salud de hierro,
un padecimiento difícil de soportar, pero que no le impediría seguir
escribiendo en forma avasallante. Unos meses después los mismos amigos
nos encontramos azorados en el Tanatorio de Les Corts para despedir al
detective salvaje.
Roberto no quería despertar compasión. Le gustaba compararse con un marine
entrenado para sobrevivir en cualquier parte. No reconocía maestros ni
aceptaba discípulos. Era un lobo solitario. En las tertulias, rara vez
le daba la razón a otra persona y, si en el siguiente encuentro alguien
sostenía lo mismo que él había sostenido, cambiaba de opinión. En una
entrevista memorable, Mónica Maristany le preguntó: “¿Por qué usted
siempre lleva la contraria?”. En forma emblemática, el imperturbable
Roberto contestó: “Yo nunca llevo la contraria”.
Tampoco admitía
el menor comentario contra México. Había idealizado el país donde se
convirtió en escritor y que le brindó el escenario de sus novelas más
extensas. La última palabra de 2666 es, precisamente, “México”.
Recibió
varias invitaciones para volver al Distrito Federal pero no aceptó
ninguna. “Tengo miedo de morir ahí”, decía como si fuera un personaje de
Bajo el volcán o La serpiente emplumada. En mi
opinión, su renuencia a regresar se debía que no deseaba desmitificar el
territorio que había recreado a la distancia, sirviéndose de su
imaginativa memoria. Muchos de los episodios de Los detectives salvajes
eran conocidos por nosotros antes de que los narrara, pues le habían
sucedido a amigos comunes, pero pensábamos que lo mejor de ese pasado
era que ya había ocurrido. Roberto supo entender la fuerza oculta en
esas tramas y les otorgó dimensión épica. En caso de haber vuelto a
México, seguramente se hubiera decepcionado de no encontrar ahí la
alucinatoria fuerza de su novela, del mismo modo en que otros se han
decepcionado de no encontrar en las calles de Alejandría la magia y la
sensualidad que Lawrence Durrell le atribuye en su célebre Cuarteto.
En
la playa de Blanes, donde vivía, se alza la primera roca de la Costa
Brava. Le gustaba señalar ese peñasco, como si se comparara con él. Una
piedra solitaria e inexpugnable. Estaba más orgulloso de su ética de
vida que de sus resultados literarios. Tuvo todo tipo de empleos sin
quejarse en lo más mínimo de ninguno de ellos. Fue vigilante nocturno en
un camping y atendió una tienda de bufandas. Durante años, participó en
concursos literarios de provincia. No le interesaba el prestigio de
esos premios regionales, sino el dinero que podía aliviar sus gastos.
Definía su actividad de concursante como una tarea de pielroja, de
intrépido “cazador de caballeras”.
Aficionado a las estrategias de guerra, pensó compilar una Antología militar de la literatura latinoamericana,
donde ordenaría las habilidades de los escritores en grupos de ataque:
infantería, artillería, paracaidismo, etc. Había algo de jugueteo
infantil en su ilusión de verse como un marine, un pielroja o un investigador de homicidios. Sin embargo, esos destinos le servían para fraguar su ética de la supervivencia.
Recuerdo
la noche en la que dio una conferencia en Casa Amèrica de Catalunya. En
la sesión de preguntas, alguien quiso saber cuál era el valor que más
apreciaba en una persona. “La valentía”, contestó Roberto sin vacilar.
Aunque era un estudioso de las campañas militares, la valentía tenía que
ver para él menos con los peligros de guerra que con la entereza moral,
la fidelidad a sí mismo, la capacidad de resistir a las tentaciones y
los abusos de la época.
Costaba trabajo imaginarlo como alguien frágil. Aunque sabíamos que estaba enfermo, su muerte sólo podía sorprendernos.
Poco antes de que esto sucediera, me habló por teléfono para comentar un libro que acababa de leer, Todo modo,
del escritor siciliano Leonardo Sciacia. Un personaje lo había
cautivado especialmente: el sacerdote Gaetano. Después de conocer el
amplio repertorio de la experiencia humana, el padre comenta que sólo le
falta un último bautizo, el de la muerte. “¡Qué frase!”, exclamó
Roberto con admiración.
Meses después, al recibir la devastadora
noticia de la muerte de Roberto, este diálogo adquirió fuerza
retrospectiva. El aire seguía ardiendo por el verano, pero de pronto
llovió como en un cuento de Borges, con “lentitud poderosa”. El clima
parecía una expansión del último bautizo de Roberto Bolaño.
En los
diez años transcurridos desde su muerte muchas de sus palabras regresan
a mí a la hora del insomnio, en la alta madrugada, cuando él estaba más
despierto que nadie.
Roberto tenía el horario laboral de un
vampiro. Despertaba en la tarde y, para entrar en calor, llamaba a sus
amigos. En Barcelona no es común que la gente use el teléfono sólo por
el deseo de hablar. Las llamadas suelen tener un fin utilitario. Por eso
Roberto prefería hablar con amigos latinoamericanos, que no vemos el
teléfono como un medio de comunicación sino como un sitio de reunión. De
pronto hablaba de una actriz que le gustaba, contaba un sueño,
describía un movimiento militar en la batalla de Borodino o se
interesaba en saber cómo estaba mi pequeña hija. Luego colgaba para
adentrarse en su noche de escritura.
Era un amigo atento, pero odiaba las relaciones públicas. Cada vez que se sentía en peligro de ser aceptado por el establishment, escribía un texto furibundo contra un escritor famoso. Era su forma, algo ingenua y muchas veces cruel, de preservar su independencia. El libro Entre paréntesis
reúne los textos donde sus amigos somos exaltados con la misma
apasionada falta de méritos con que sus enemigos son fustigados. Esas
salidas de tono eran un sistema de alarma contra la aceptación oficial.
Bolaño quería ser leído sin perder su radicalidad. No aspiraba a ser
famoso. Ni siquiera aspiraba a ser un “autor distinguido”.
Pero el
mundo suele encandilarse con lo que se le resiste y la posteridad lo
transformó en leyenda. La fama es un equívoco: el asocial Kafka está en
todas las boutiques de Praga, el rostro del Che Guevara vende millones de camisetas y Bolaño es el superestrella que vivió para no serlo.
Después del sorprendente éxito de Bajo el volcán,
Malcolm Lowry escribió un poema que refleja lo que Roberto sentía
respecto a la aceptación. José Emilio Pacheco lo vertió en forma
admirable al castellano. Los dos primeros versos son:
“Es un desastre el éxito
Más hondo que tu casa en llamas consumida”.
Y más adelante remata:
“Oh, que no me hubiera traicionado el triunfo con besarme”.
Bolaño
rechazaba las fanfarrias mediáticas y los triunfos de la sociedad de
mercado, pero no cultivaba el fracaso. A los amigos que amenazaban con
convertirse en vagos de buhardilla, los instaba a trabajar; a los que
parecían a punto de “triunfar”, les hacía bromas que juzgaba
terapéuticas y servían para ejercer una de sus habilidades más
desarrolladas: dar lata.
En sus historias celebra a los “poetas de
la vida”, seres sensibles sin otra obra que el deseo de aventura, pero
su disciplina era espartana. Carecía de calefacción y muchas veces tenía
que escribir con guantes en la madrugada. ¡Cuántas fatigas asumía para
escribir de los que no trabajan! No le pedía lo mismo a los demás, pero
mantenía un ojo vigilante para supervisar nuestro trabajo. El
cumplimiento del oficio representaba para él una moral.
Varias
veces comentamos un hecho curioso: la única prueba confiable del talento
es sentir que el texto ha sido escrito por otro. Esta autonomía de la
voz revela que la obra vive por su cuenta. ¿Es posible enorgullecerse de
un registro que ya es ajeno? En modo alguno.
¿Qué pensaría de su
triunfal posteridad? Seguramente sonreiría como quien hace una última
travesura, entendiendo la fama como otra de las ricas confusiones a las
que lo sometió el destino.
En la mixtificación que lo ve como el
Jim Morrison de la escritura el mayor equívoco es pensar que sacrificó
su vida por la novela. No quiso ser un mártir. Fue un sobreviviente.
Bolaño, autor reacio al reconocimiento, ocupa hoy un sitio fashion. Ningún gran autor es ajeno a los excesos de la atención, los misreadings, las sobreinterpretaciones, las ficciones sobre su vida. Los detectives salvajes
está destinada a someterse a toda clase de adaptaciones, del teatro al
cine, pasando por la radio, hasta llegar a la posible producción de Los detectives salvajes sobre hielo.
De
estar entre nosotros, Roberto Bolaño miraría intrigado su peculiar
destino, se alzaría de hombros ante las cosas que decimos de él,
encendería un cigarrillo, y seguiría imperturbable su camino.
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