El psicoanalista argentino que se convirtió en éxito de ventas con El anatomista ha sido una de las figuras en la VII Fiesta del Libro de Medellín
Federico Andahazi en la Fiesta del Libro de Medellín. / elespectador.com |
La voz de Federico Andahazi es distinta a la de sus libros. Habla con
el tono matizado, perfectamente controlado, de un psicoanalista.
Son
las 9 a.m. Mi encuentro con el escritor tiene lugar en el lobby de un
hotel: la gente lo mira, tal vez por su fama, porque luce gafas oscuras
en un espacio interior o por la apariencia pintoresca que le dan su
barba de mosquetero y su posición corporal, siempre erguida. Nos
dedicamos a buscar lo imposible: un lugar silencioso para grabar.
¿Por qué un psicoanalista cambia el diván por la literatura?
Llego
al psicoanálisis por una pasión previa por la literatura. Vengo de una
familia de editores; mi abuelo materno era editor. Me crié en una
biblioteca realmente fantástica, que tuvo que ser destruida durante la
dictadura militar. Cuando estudié psicología me acerqué a Freud, porque
como el psicoanálisis no contaba con un corpus teórico previo para hacer
la construcción fantástica que él hizo, echó mano de lo que había: la
literatura. Cuando uno lee a Freud lee a Goethe, Shakespeare, la
mitología griega. Tuve una relación bastante traumática con el
psicoanálisis. Por una parte, yo tenía en mi consultorio particular a
mis neuróticos, que por lo general son bastante aburridos, y en
instituciones públicas, a pacientes muy delicados. Afortunadamente, para
mis pacientes sobre todo, decidí dejar el psicoanálisis y dedicarme por
completo a la literatura. Fue una apuesta importante porque para un
autor inédito no es fácil publicar. Me di un año para ver si podría
abrir esa puerta, y ese año escribí El anatomista. Y afortunadamente las
cosas funcionaron bien.
Volvamos a la biblioteca de su abuelo.
Mi
abuelo era un inmigrante ruso que llegó a la Argentina siendo muy
jovencito, en los albores del siglo XX, sin siquiera hablar el
castellano. Venía de Ucrania. En esa época hubo una corriente migratoria
muy grande hacia Buenos Aires. Ellos eran de origen judío, había
muchísima persecución, estaban los pogroms; fue un anticipo muy temprano
de lo que iba a desembocar en la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Eran muchísimos hermanos, llegaron con lo puesto y terminaron
disgregados en distintos países. Muchos no volvieron a encontrarse nunca
más. Su primer trabajo, siendo casi un niño, fue como canillita
(vendedor de diarios): aprendió el español para vocear los titulares de
los diarios. De vender diarios pasó a vender libros y de vender libros,
ya como joven adulto, a editarlos. Llegó a ser un editor muy bueno,
tenía un catálogo muy cuidado, publicaba realmente lo que le gustaba:
literatura de ficción y política. Al tener una biblioteca que contenía
libros políticos, era muy fácil ser rotulado: no tenían una visión muy
fina de lo que significaban las distintas tendencias en política. El
mismo 24 de marzo de 1976, la noche del golpe de Estado, pude presenciar
cómo bajaba todos esos libros de la biblioteca, armaba unos atados y,
en frente de nuestra casa (había un terreno baldío que hoy es un garaje,
en el centro de Buenos Aires), pude ver cómo a la madrugada, cuando ya
no había nadie en la calle, cruzó hacia ese terreno y quemó todos esos
libros. Era como verlo inmolarse, era la historia de su vida. De hecho,
sobrevivió pocos años a la quema de su biblioteca. Pero en ese momento
descubrí el valor que tiene el libro para una persona, el valor que
tiene una biblioteca, y de alguna manera en ese momento decidí ser
escritor. Yo tenía trece años. Cada vez que le pongo punto final a un
libro tengo la ilusión de estarle devolviendo un volumen a esa
biblioteca perdida.
A los trece años, en la adolescencia, es cuando muchos nos enganchamos definitivamente con la lectura...
El
golpe de Estado coincidió con mi ingreso a la secundaria, donde
imperaba un régimen casi castrense: nos hacían cortar el pelo a la
altura de la nuca, nos medían con los dedos a ver si el pelo tocaba el
cuello de la camisa. Yo me escapaba de la clase de literatura, con un
grupo de amigos, a las librerías de la calle Corrientes. Las primeras
lecturas eran en las librerías de viejo, con autores como los rusos;
eran libros de saldo, además, porque disponíamos de muy poco dinero. Fue
en esa época cuando conocimos a García Márquez. Así se formó el
escritorio: con las ofertas; no podía comprar las novedades, ni creo que
me interesaran. Afortunadamente lo mejor está en los saldos, son los
clásicos de la literatura.
Ya como escritor, su primera obra falló y no falló...
Mi
primer libro es una novela fallida que se llamó El oficio de los
santos. Fueron mis primeros escritos, y realmente yo creía tener un
tesoro entre mis manos: había pasajes del libro que a mí me resultaban
realmente queribles y entrañables, pero no funcionaba como novela.
Muchos años después lo descompuse y lo convertí en un libro de cuentos. Y
te tengo que confesar que es el libro que más me gusta. El libro de
esos primeros textos es audaz: uno está experimentando y no tiene ningún
compromiso con nadie, ni siquiera conjetura la posibilidad de un
lector, entonces uno hace lo que le place. Me parece que esa frescura,
ese desenfado, está presente, y eso hace que ese libro me resulte el más
querible de todos. Cuando decidí editar, lo que hice fue presentar
todas mis obras a distintos concursos, y para mi sorpresa los gané, a la
vez que presentaba El anatomista al concurso de la Fundación Fortabat.
Me lo gané y después me lo retiraron; se consideró que el libro era
pornográfico. Es curioso cómo se va perfilando un escritor por
circunstancias totalmente aleatorias.
Me sorprende su
respuesta, porque a diferencia de usted, algunos escritores se
avergüenzan de sus primeras obras. Y también me dice algo interesante:
antes hacía lo que quería porque no conjeturaba “la posibilidad de un
lector…”.
Es imposible no pensar en el lector. Un
libro no se diferencia mucho de una carta: está dirigido a alguien, si
no, sería una actividad completamente desquiciada. ¡Claro que uno
escribe para alguien! Ese lector es una conjetura, una hipótesis. No sé
cuánto coincide con quien lee la novela, por eso el encuentro con el
lector en las distintas ferias es tan importante para mí: ahí es donde
uno descubre que por más que se esfuerce en imprimirle un sentido al
libro, el que cierra el libro, el que le da el sentido último, es el
lector. Y cada libro tiene un lector diferente. Yo sé quién era el
lector de mis primeros cuentos: era García Márquez, yo escribía para él.
¿Qué pensaría él si leyera este texto? Cuando me encontré con él,
muchos años después, lo que hizo fue felicitarme por El anatomista.
¡Había leído el libro que no estaba escrito para él! Casi me muero de
vergüenza: no pude articular palabra, el tipo debió pensar que yo era
medio estúpido, y no se equivocaba. Hay una novela policíaca, inédita,
que decidí no publicar, y no por vergüenza, le tengo muchísimo cariño.
Yo sostengo que un escritor se gradúa como tal cuando está en
condiciones de escribir una novela policíaca; por más que algunos
piensen que es un género menor, necesita de cierta normativa muy
estricta: si no cierra, si tiene cabos sueltos, no está bien escrita.
Con ese libro que se llama Las horas del mundo me propuse demostrarme
que podía escribir una novela policíaca. Esa novela no tiene ningún
lector, es un ejercicio para probarme a mí mismo. Mi mujer ya me
prometió que no la va a publicar; por suerte mi mujer no es María
Kodama. Sencillamente creo que no tiene valor para un lector.
A
usted le gustan los temas polémicos, en los cuales entrecruza ficción y
realidad: lo leímos desde ‘El anatomista’ hasta ‘El libro de los
placeres prohibidos’.
Siempre hay algo que enlazar
con la mera coincidencia. Hay un ejemplo muy ilustrativo: descubrí la
existencia de Mateo Colón, el descubridor del órgano del placer
femenino, y me pareció increíble, novelesco, que este órgano tuviera
descubridor y que se llamara Colón. Me puse a investigar y encontré muy
poco: fue el primero en establecer las leyes de circulación sanguínea y
pulmonar, antes que (William) Harvey, a quien falsamente se le atribuye
el descubrimiento del órgano del placer femenino. Cuando presenté El
anatomista a los concursos Fortabat y Planeta, retiré el libro de
Planeta porque el Fortabat falla primero y Planeta no aceptaba obras ya
premiadas. Tomás Eloy Martínez era uno de los jurados de Planeta;
entonces me dijo: “Yo sé de dónde sacaste el personaje de Mateo Colón”.
Tomás Eloy lo vio en la misma historia del cuerpo humano que yo lo vi,
lo descubrió, pero no le otorgó ninguna importancia (estaba escribiendo
Santa Evita, el proceso del cadáver de Eva Perón. Consultó el libro para
ver cómo se embalsama). Él se saltó ese descubrimiento, pero para mí
fue completamente azaroso. Me dije: “Si no escribo esta novela, la va a
escribir otra persona”. Yo creo en el valor restitutivo de la
literatura: los escritores han conseguido restituirle a la historia
varias páginas que los historiadores no han sabido cómo hacer. La
ficción a veces sirve para reconstruir la verdad.
¿Considera
que un psicoanalista podría tener una ventaja sobre otros escritores,
que ha recorrido una buena parte del camino para construir un personaje?
No
solamente creo que no otorga ninguna ventaja, sino que, al contrario,
la prosa psicoanalítica es muy pregnante, no le hace ningún favor a la
prosa literaria. Ignoro por qué en Argentina somos tantos
psicoanalistas, se nota esta procedencia en cierta terminología que
contamina el texto.
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