La nueva novela de Coetzee provoca tedio y la confirmación cansina de una tendencia
Viggo Mortensen y Kodi Smith-MacPehee, en una escena de la película The road, basada en el libro de Cormac McCarthy./elpais.com |
Y si la palabra tendencia, ya plenamente abducida por el
lenguaje de la moda, pudiera utilizarse con el mismo sentido en el de la
literatura? Al fin y al cabo los periódicos, cada vez más inseguros, y
confiando cada vez menos justo en aquello que los hace necesarios
—contar y explicar el mundo con claridad y con un grado máximo de rigor—
huyen como de la peste de las palabras que suenen a serio, y mezclan
cada vez más la literatura con la moda, con la gastronomía, con el
chisme social. Podría así decirse con soltura, y sin remordimiento, por
ejemplo, que la novela histórica es tendencia, igual que, según
me informan, son tendencia esta temporada los cueros y los brillos. En
tiempos más severos o más sosegados los estilos artísticos y literarios
se distinguían de eso que los periódicos llaman ahora estilo
porque cuajaban mucho más lentamente y duraban más que un ancho de
pernera de pantalón o un largo de falda. También porque eran menos
unánimes. Proust, tan atento a la moda, decía que todo lo de la misma
época se parece, pero esa familiaridad inevitable de lo contemporáneo
tenía siempre el contrapunto de lo singular, lo raro y único de cada
talento. Proust, Beethoven, Virginia Woolf, son plenamente de su tiempo,
pero hay en ellos un punto de inflexión en el que ya no se parecen a
nadie. Quizás por el recelo o por la evidencia de una cercanía excesiva,
un escritor rara vez está en condiciones de aprender de sus estrictos
coetáneos. Cuando pasan quince o veinte años uno descubre viendo fotos
que iba vestido de época y no se daba cuenta, y además que muchas de las
ideas y las actitudes y hasta los rasgos de estilo que le parecían más
radicalmente suyos eran tan comunes como las hombreras —y tan ridículos,
vistos a distancia—. Un estudioso me preguntó una vez con una mirada
muy intensa cuál creía yo que era el motivo de que hubiera tantos
espejos en mis primeras novelas. “Pues porque los espejos sonaban a
Borges y estaban de moda”, le contesté, en un rapto de sinceridad que me
dejó aliviado. Ahora le habría dicho que los espejos eran tendencia,
como si en vez de para una tesis me estuvieran entrevistando para una
revista de decoración.
El paso de la novedad chocante a la fatiga desdeñosa de lo muy sabido
es cada vez más rápido. Pero también sucede, de manera enigmática, que
algunos lugares comunes siguen pareciendo nuevos durante mucho tiempo,
igual que hay artistas que acrecientan su prestigio de heterodoxia
cuantos más reconocimientos oficiales reciben, cuantos más museos
internacionales les consagran retrospectivas y catálogos. Un siglo largo
después de que todas las normas académicas se derrumbaran aún se les
sigue celebrando por subvertir normas que habían dejado de existir mucho
antes de que ellos nacieran, como si se declararan valientemente en
rebeldía contra el imperio austro-húngaro.
A veces uno observa cómo lo original se generaliza, y entonces cae en
la cuenta de que quizás no lo era tanto como parecía. Hace unos años yo
leí The Road, de Cormac McCarthy, y me impresionó vivamente. Ahora he terminado de leer The Childhood of Jesus,
de J. M. Coetzee, que ha salido en español al mismo tiempo que en
inglés, y casi desde las primeras páginas he tenido la sensación de
reconocer no tanto un estilo individual como una tendencia. Basta un
paso, un quiebro, para que lo excepcional desemboque en lo amanerado,
para que el estilo se convierta en automatismo, en parodia. En The Road,
Cormac McCarthy, que había cultivado hasta entonces con mucho empeño
las densidades y las proliferaciones faulknerianas, saltó de la novela
barroca a la fábula, de lo preciso y terrenal a lo abstracto, de la
crónica a la alegoría. Los nombres propios de personas y lugares
quedaban sustituidos por sustantivos genéricos, que dan enseguida un
aire de profundidad, con o sin mayúsculas: El padre, el hijo, el camino,
el mar. McCarthy cultivaba a conciencia la estética del desapego, que
llevó a su extremo en No Country for Old Men: contar los hechos
más atroces con perfecta frialdad, con una distancia clínica y cínica
que es uno de esos rasgos que parecen máximamente originales a las
personas entendidas a pesar de que llevan largos años repitiéndose en la
literatura y en el cine.
El desapego de McCarthy, su inclinación nueva a lo visiblemente
simbólico, tenía algo de contagio de la poética de J. M. Coetzee:
limitar al máximo tanto las palabras como la información que transmiten;
jugar con la fuerza de lo no dicho y los espacios en blanco; reducir o
eliminar los anclajes de la narración en lo concreto para limpiarla del
peligro de lo accesorio o lo prolijo; elegir una voz neutra, situada en
una media distancia de observación penetrante y extrañeza emocional. En
sus libros mejores, Coetzee ha logrado una escritura límpida que
retrataba como una lente de precisión la fragilidad de los seres humanos
y la hostilidad del mundo, lo mezquino y lo puro que hay dentro de cada
uno, la indiferencia que cerca y agravia el dolor. Cuando era muy seco
estaba a un paso de ser árido. En su despojamiento estaba el peligro de
la monotonía. Su propensión a lo filosófico y a lo especulativo nos
impacientaba a los lectores poco atraídos por las abstracciones. Uno
sentía que el escritor estaba tanteando los límites de su propia
herramienta expresiva, probando hasta dónde se puede llegar en la
frugalidad sin caer en la inanición, en qué punto menos deja de ser más y
ya es simplemente menos.
Puede haber autoparodia en el laconismo, igual que en la sobreabundancia. Por el camino de la sobriedad alegórica se llega al kitsch tan fácilmente como por el del desmelenamiento sentimental o el puntillismo costumbrista. En los medios internacionales The Childhood of Jesus
está siendo recibida con una perplejidad educada, quizás porque nadie
se atreve a poner abiertamente en duda el mérito de un nuevo libro de J.
M. Coetzee. Dwight Gardner, en The New York Times, dice que en la novela tal vez se esconde un chiste muy profundo.
A mí, que la busqué con impaciencia en cuanto supe que había salido,
me ha producido un tedio difícil de traspasar, y sobre todo la
confirmación ya cansina de una tendencia, en el sentido contemporáneo y
mediático de la palabra: un hombre, un niño, un tiempo que no se sabe
cuál es, un pasado del que no se da ninguna información, una posible
calamidad apocalíptica que ha dejado sin memoria a los supervivientes,
una ciudad o un país de toponimias abstractas, hombres y mujeres que se
relacionan con frialdad robótica, que habitan en lugares llamados El
Centro o La Residencia o El Bloque Sur. Como en ese mundo parece que
reina un vago igualitarismo burocrático y hay nombres como Fidel y Bolívar
—aunque uno es un niño, y otro un perro— críticos ansiosos han buscado
ecos de Orwell. De lo que yo me he acordado es de la ciencia-ficción
barata y filosófica que leía en mi adolescencia y me hacía sentirme muy
profundo y hasta algunas veces intentaba imitar.
La infancia de Jesús. J. M. Coetzee. Traducción de Miguel Temprano. Mondadori. Barcelona, 2013. 272 páginas. 17,90 euros.
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