Con 120 fotografías de reconocidas plumas del país, Jorge Mario Múnera evidencia la dimensión del movimiento literario nacional
La exposición está en las bibliotecas mayores de Biblored: Barco, Julio Mario, El Tintal, Tunal hasta el 30 de septiembre./elespectador.com |
Los escritores, los colombianos, están juntos; reunidos, quizá, por
primera vez. Están agrupados para enfrentar a sus lectores. Sin
artificios, sin prosas, sin libros de por medio. Muchos, tal vez, no los
conocen, no saben de sus obras, y tratan, al verlos, de crear
conjeturas sobre sus vidas, sus caprichos, sus vanidades. Y ellos, que
apenas tienen unas líneas para defenderse, tan solo observan en blanco y
negro.
Tomás González, por ejemplo, está sentado en un sillón.
Su barba es entracana y trae puestas unas gafas que apenas cubren sus
ojos de párpados caídos. No mira al frente; no mira a su público. “No
sabe dónde está ni cuándo fue su muerte. Él está muerto. No oye la brisa
rozar las ramas de los árboles ni al mar respirar al lado suyo; no
siente a los pescadores pasar frente a su tumba, dejando la huella de
sus pies descalzos sobre la arena y un olor a tabaco en el aire”. Esa es
su única frase. Él, con su pulso, la transcribió de uno de sus libros
(Primero estaba el mar) algún día de 2006. Su caligrafía es delicada.
Unos
metros más adelante, perpendicular a González, está Jota Mario
Arbeláez. La barba blanca está comiéndosele el rostro. Su mirada está
fija en los visitantes; parece escudriñar a todo el que se le para en
frente. Es, como pocos, breve: “Henos por fin en el lugar de los
hechos”.
Doblando una esquina de no más de tres metros, están en
fila, uno tras otro, Cobo Borda, Giovanni Quessep, Hugo Chaparro
Valderrama, Antonio Caballero y Darío Jaramillo Agudelo. Al penúltimo,
mientras escruta, se le cuartea la frente. “El mal sin remedio”, dice.
Quessep, de saco de traje y camisa blanca, apenas tiene una mirada
distraída. Si no fuera por sus versos, quienes lo ven tal vez no
adivinarían que es uno de nuestros buenos poetas: “No habito en un
castillo / de altas almenas que tocan el cielo. / Vivo la miseria de mi
alma. / Y en mis ojos dorados / la noche agita su floresta. / En ella
puedes ver el estribo de plata / de un caballero muerto por mis hadas”.
***
“Son
la memoria en un mar de amnesia”, había dicho Jorge Mario Múnera a El
País de España el 19 de septiembre de 2006. Un día antes, en el Círculo
de Bellas Artes de Madrid se había inaugurado su exposición fotográfica.
Llevaba por nombre “40 escritores colombianos”. “En la expresión de
cada uno están sus letras”, dijo aquella vez Noemí Sanín, la embajadora,
cuando le preguntaron por esos desconocidos personajes.
Por estos
días, justamente, esa lista cumple siete años. Desde entonces ha ido
creciendo de forma paulatina. Hoy suma 120 nombres; 120 retratos sin una
pizca de color. La cámara: una Leica análoga que ya antes había paseado
por Colombia y que tiene a cuestas dos libros de imágenes (uno
publicado por la Universidad de Harvard). El lente: el mismo 35
milímetros. “Me encanta saber ―confiesa ahora Múnera― que tengo los
negativos guardados en mi archivo y no por ahí flotando en una nube
incierta”.
***
“…El torbellino del tiempo en que he caído
yo”. El título de la exposición es, en verdad, un aparte del texto que
acompaña la figura de Fernando Vallejo: “Entonces un desconocido temor /
me invade y quiero detenerme, volver atrás, pero una / fuerza ciega
mueve mis pasos. De súbito comprendo /que la finca es un remanso: del
torbellino /del tiempo en que he caído yo”.
La
idea de hacer esta serie adquirió contornos definidos en la cabeza de
Múnera por una razón: “me pareció ―cuenta él, de voz oscura y gestos
amables― que el mundo de la literatura colombiana tenía un vacío que
era una documentación de fondo, disciplinada, hecha por un solo
fotógrafo”.
Pero el objetivo, en realidad, era mucho más vasto.
Era, en sus palabras, tratar que varias generaciones de escritores
―escritores activos, escritores del siglo XXI― convivieran en un mismo
momento histórico. Un momento y un espacio en el que cada uno de ellos
dejaba que un lente, antecedido por charlas y preámbulos, quebrara los
linderos de la intimidad. El mejor testigo de esos encuentros, de los
que no hay anécdotas pese a ser “intensos, fuertes y llenos de
historias”, era un pequeño texto de puño y letra del fotografiado. “Eran
encuentros casi secretos ―revela Múnera―. Lo que sucedió en ellos
prefiero reservármelo”.
El resultado de esos cruces ―dados en los
lugares donde se crean las obras o en los escenarios de algunas novelas,
cuentos o poemas― estará expuesto hasta el 30 de septiembre en unos
sitios que no podrían ser más propicios: las grandes bibliotecas
públicas de la capital. La del Tunal, la Virgilio Barco, la de El Tintal
y la Julio Mario Santo Domingo, tienen en su interior el amplio
registro. Inluidos están: Piedad Bonnett, Héctor Abad, Roberto Burgos
Cantor, William Ospina, Juan Manuel Roca, Víctor Gaviria, Pedro Badrán,
Nicolás Suescún, Laura Restrepo, Jaime Jaramillo Escobar, Ricardo Silva,
Evelio Rosero…
Y acompañándolos, unos textos de Margarita
Valencia, la curadora, que trata de desentrañar el sistema literario,
“un sistema ―escribe― vivo que crece y se multiplica gracias a la
intervención de todos los involucrados: escritores, lectores, editores,
bibliotecarios, maestros”.
La escogencia de aquellos recintos no
podría ser más acertada, más democrática. Porque son justamente espacios
abiertos, gratuitos, donde, además de hacer palmaria la relación
escritor-libro-biblioteca-lector, se hace manifiesta, como diría Alberto
Manguel, la “voluntad explícita de armonizar nuestro conocimiento y
nuestra imaginación, de agrupar y parcelar la información, de reunir en
un lugar nuestra experiencia indirecta del mundo y de excluir, al mismo
tiempo, las experiencias de muchos otros lectores”.
Por eso y para
percatarse de la dimensión del movimiento literario colombiano ―hecho
de individualidades, de estilos únicos, diría Múnera― y de los elementos
(no todos, claro) que lo componen, es que resulta una exposición
persuasiva. Dentro un año, tal vez menos, tal vez más, tendrá otro
nombre y 213 fotografías. ¿Por qué? “Si hay Cien años de soledad y Mil y
una noches, ¿por qué no 213? ”.
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