Se fue Mutis, dejándonos a Maqroll el Gaviero...
Era, entre los escritores y los hombres de su tiempo, un contradictorio. Un amigo conmovedor, no pedía nada a cambio
El escritor Álvaro Mutis, en una imagen de 2003. /Jorge Uzon./elpais.com |
De este escritor formal y excéntrico a la vez, de Álvaro Mutis,
sorprendían la risa y el desdén; se reía de sí mismo, desdeñaba la
importancia que le concedían.
Era, entre los escritores y los hombres de su tiempo, un
contradictorio, en el sentido que rescató Guillermo Cabrera Infante: en
un tiempo de republicanos, y sobre todo de republicanos
latinoamericanos, se declaró monárquico, y defendió esa forma de mando
más desde la estética de los salones que desde la ética de las plazas.
Su vestimenta recurría a veces a chalecos que recordaban los de los
almirantes e iba siempre con una gorra azul marina como si estuviera al
frente de un navío.
Era ya un hombre mayor (y era grande, de músculos largos, de grandes facciones, de voz poderoso, casi de caramelo, la voz de Los intocables)
y llevaba pantalones vaqueros como un chiquillo. En la época en que
muchos de sus compañeros iban haciendo libros grandes y recopilando sus
obras completas o sus memorias como si así fueran a parar el tiempo que
les caía encima, escribió cada vez más menudo, como había hecho su
admirado Juan Rulfo, y siguió haciendo poesía para hablar menos y más
bajito.
Se situó lejos del foco que cayó sobre Gabriel García Márquez, por
ejemplo, y fue de los que dijo que aquel Nobel había acabado con sus
propias ansiedades, si ya lo tiene Gabo para que lo esperamos otros.
Cuando este amigo suyo recibió ese galardón fue de los que participó en
la alegre fanfarria colombiana que se destapó en Estocolmo, pero no era
un hombre de jarana. Tampoco era exactamente un patriota; el exilio le
dio otras patrias, y no llenaba las conversaciones de la nostalgia de su
país, ni mucho menos. Él inventó un país para sí solo, y de ese país
fue portavoz único, como un solitario de alta mar que miraba atentamente
pero hacia adentro, aunque se estuviera riendo. Su risa esperaba la
risa de otros, no se hacía grande hasta que los demás hacían eco. Sus
ojos los recuerdo como los de un muchacho soñoliento, y sus manos,
mientras fueron firmes, eran las de un nadador, grandes y fuertes, te
apretujaban la mano como si dentro llevara las ganas de verte.
Lo dijo más de una vez: era grandullón e ingenuo, su cuerpo había
crecido más que su deseo de ser mayor, pues pensaba, y esto lo dijo en
Madrid en 2002, que “esa fiesta que fue nuestra vida de niños es lo que
nos hace eternos”. La eternidad empieza un lunes, escribió su amigo
Eliseo Alberto, pues ese día justamente dejó esta fiesta en la que solo
se es eterno si uno sigue siendo el niño que fue.
Un apunte final: esa anécdota según la cual él le llevó a Gabo el Pedro Páramo de Rulfo “para que aprenda, carajo”, tiene una contrapartida que a lo mejor también es verdad: cuando Gabo escribió El coronel no tiene quien le escriba,
el propio Mutis se la llevó a Rulfo y le dijo esta jaculatoria: “Para
que aprenda, carajo”. Era un amigo conmovedor, no pedía nada a cambio.
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