Rufino José Cuervo, uno de los colombianos más ilustres, vivió, trabajó y murió en París; pero ninguna placa lo recuerda y su tumba está abandonada
Rufino José Cuervo, gramático colombiano./revistacredencial.com |
El 17 de julio de 1911, recibió el siguiente telegrama Carlos E. Restrepo, presidente de Colombia:
París, julio 17 de 1911
Presidente- Bogotá
Patria duelo. Murió Cuervo.
Manrique
Presidente- Bogotá
Patria duelo. Murió Cuervo.
Manrique
Con
esas cuatro palabras se enteró el país de la muerte de uno de los más
grandes hombres de su historia. El gramático Rufino José Cuervo Urisarri
acababa de fallecer en Francia. Tenía 67 años y había vivido los
últimos 29 lejos de su patria.
Pocos sabios tan ilustres ha echado Colombia al
mundo. Cuervo, uno de los fundadores de la Academia Colombiana de la
Lengua, dejó numerosos estudios y cientos de cartas sobre filología. Sus
dos grandes obras son lasApuntaciones críticas sobre el lenguaje
bogotano (1872) y, sobre todo, la estructura general, un nutrido archivo
de tarjetas con notas lingüísticas y los primeros tomos (de la A a la
D) de esa epopeya gramatical de 8.000 páginas llamada Diccionario de
construcción y régimen de la lengua castellana, que sólo se completó en
1994, cuando ya el autor llevaba ocho décadas muerto.
En su biografía sobre Cuervo (2006), afirma
Enrique Santos Molano que si se tratara de señalar a los cinco
colombianos “más importantes de todos los tiempo”, uno de ellos sería
don Rufino. Fernando Vallejo lo llama “el más grande de los filólogos
del idioma español y el más noble de los
colombianos”.
El hispanista francés Alfred Morel-Fatio asegura: “Es muy honroso para
Colombia que uno de sus hijos sea el encargado de volver a enseñar a la
antigua madre patria la historia de su lengua”.
La firma del telegrama que proclama duelo nacional
por el fallecimiento de Cuervo corresponde a Juan Evangelista Manrique,
médico bogotano graduado en París, una de las pocas personas que se
reunía y conversaba con el filólogo, varón asaz misógino, ermitaño,
estudioso y beato. Manrique y un puñado de compatriotas acudieron al
entierro de don Rufino el día 20 en el cementerio de Père Lachaise.
Manrique también había estado cerca al lecho de muerte de José Asunción
Silva: le dibujó en el pecho la ubicación del corazón, donde el poeta se
pegó un tiro horas más tarde.
Un tumba abandonada
Hasta el famoso camposanto parisino, que también
vela los restos de Balzac, Wilde, Chopin, Molière y Proust, llegó
Fernando Vallejo hace pocos años cuando averiguaba pistas para su
provocador libro sobre el ilustre bogotano, El cuervo blanco (2012).
Buscaba la tumba donde reposan don Rufino y don Ángel, su hermano mayor,
compañero de techo, labores y manteles. “Era una pobre tumba cubierta
de musgo”, cuenta Vallejo.
Y sigue siéndolo. Quizás más borrosa y enmontada
que antes, porque ha pasado más tiempo. Empeñado en recorrer los lugares
donde vivieron en París los hermanos Cuervo y el destino final de sus
huesos, visité el Père Lachaise a fines del pasado mes de mayo.
Después
de pedir a la administración indicaciones sobre la tumba de don Rufino,
pues su nombre no figura en el mapa de huéspedes ilustres, pude llegar a
la undécima tumba a partir del callejón Avenue Aguado y cuadragésimo
séptima desde el columbario que alberga las cenizas de los cremados.
Las ramas de un castaño le dan sombra. Por los
alrededores picotean palomas y vuelan unos pocos cuervos, de los que
guiaron a Vallejo en su búsqueda. Es menos que una tumba pobre; es una
tumba abandonada. Resulta difícil leer las letras cinceladas en la
piedra con las fechas de nacimiento y muerte de don Ángel (Bogotá,
1838-París, 1896). Más claras son las que informan sobre la última
morada de su hermano, que nació seis años más tarde y murió quince
después. Una cruz pétrea en relieve separa los dos alojamientos. Don
Ángel, a la izquierda. Don Rufino, a la derecha.
Alguien puso encima de la laja un cursi letrerito
de plástico. Dice “Le temps qui efface tout n’éfface pas le souvenir. A
notre ami” (“El tiempo, que todo lo borra, no borra el recuerdo. A
nuestro amigo”). No lleva nombre alguno. No indica quién es el amigo
difunto, ni quién le rinde homenaje; tal cual lo venden por pocos euros
en las funerarias del sector. Seguramente este lo sustrajeron manos
criollas de otra tumba, pues abundan en todo el camposanto. Muy cerca
del letrerito, sobre el Inri de la cruz, callan dos rosas falsas y
varias hojas verdes artificiales en un tiesto de plástico.
Para contrarrestar tanto polímero, dejo sobre la cripta unas humildes flores amarillas arrancadas en el camino.
Cachacos post mórtem
La lápida carece de epitafio, pero tiene un mérito
singular: en el más francés de los cementerios, las referencias de
estos dos muertos están escritas en español, la lengua que los apasionó y
a la que dedicaron su vida. La zona en que se levanta el túmulo de los
Cuervo no parece un cementerio de París sino de Chapinero. Es como si
los cachacos bogotanos fallecidos en la Ciudad Luz se hubieran propuesto
formar un conjunto cerrado en el Père Lachaise para mantener sus
tertulias en el más allá.
Colindando
con la sepultura de los Cuervo se encuentra la tumba de Ercilia de
Posada, “Decedée le 25 de septembre 1912”, es decir, catorce meses
después que el gramático. No informa de su nacimiento, pero apuesto un
brazo a que debe de tratarse de una dama bogotana: una Ercilita cuya
hija falleció el 30 de enero de ese mismo año y está enterrada en el
mismo hueco.
A pocos metros se encuentra la bóveda de Josué
Gómez, nacido el 21 de junio de 1852 y fallecido el 8 de febrero de
1907. Sus datos también figuran en español. Duerme a su lado un José
María Sáenz Pinzón (1861-1933) que con seguridad procede también de
Bogotá. Su sobrino Germán Vanegas Sáenz (1882-1911) comparte sepultura
con él. A espaldas de los Cuervos yace Luis Montaña, “né à Bogotá, 1896”
y fallecido en París en 1915. Ha de ser timbre de distinción familiar
tener difunto en el célebre Père Lachaise, ahora cuando toca buscar
posada en cementerios con nombres al estilo de Moradas Eternas, El
Último Ocaso y Vergeles del Dolor.
Entre
los vecinos de segunda línea de estos cachacos agrupados bajo el
paraguas de la Parca se encuentran, a 60 criptas, el escritor modernista
guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, y a menos de 50 don Oscar Wilde,
con su mausoleo desportillado por homófobos.
El día que acudo en pos de los Cuervo visito las
empresas de pompas fúnebres de las calles Gambetta y Ménilmontant,
aledañas al cementerio, donde venden mapas del monumento con datos sobre
los principales fiambres. Busco alguno donde aparezca registrado don
Rufino. Nada. No hay un solo mapa en París que lo recuerde.
Almuerzo frente al restaurante Le Purgatoire,
sobre la calle del Reposo (eterno, se supone), en el bistró Obodobó,
onomatopeya en francés de El Bello Sueño. Lindo nombre para un
cementerio de la Colombia que progresa.
"La alimentación no es barata"
Hace 103 años don Rufino Jota arribó al Père
Lachaise procedente de su última casa, el número 18 de la calle de Siam,
en el distrito XVI de la ciudad. No murió allí: falleció en un
hospital, víctima de malestar de riñones. En su velorio, el escultor
Marco Tobón Mejía practicó al cadáver una mascarilla, ese molde de yeso
que se vacía del rostro del finado y constituye escalofriante fantasma
de despedida. Tobón Mejía dibujó también al sabio en su lecho de muerte.
Las exequias se celebraron en la parroquia de San Francisco Javier, no
lejos de la torre Eiffel, que tenía entonces 22 años de edad.
La
calle de Siam se encuentra en Passy, un suburbio elegante al que no
habían llegado los ascensores hace un siglo. Don Rufino debía subir y
bajar a pie las escaleras del quinto piso (cuarto, en Francia). Lo hacía
a diario. Empezaba a las cinco de la mañana, para oír misa a la vuelta
de la esquina, en la iglesia del Corazón Inmaculado de María. Los padres
claretianos dictan allí clases en español en el colegio Federico García
Lorca. Luego salía, varias veces por semana, a la Biblioteca Nacional
―de cuyo pésimo servicio se quejó reiteradamente— en procura de libros
clásicos en castellano. De sus páginas tomaba apuntes y ejemplos sobre
el uso de gerundios, preposiciones, conjunciones, sentidos léxicos,
conjugaciones, locuciones adverbiales, etimologías... Millones de estas
notas, analizadas, clasificadas y trasladadas a tarjetas, constituyen el
contenido de su diccionario gramatical.
En 1907 Cuervo escribe a Enrique Wenceslao
Fernández que en su barrio “se están construyendo casas lujosísimas,
todo a causa de que linda con el Bois de Boulogne”, y le informa que “la
alimentación no es barata y los precios en muchos artículos son
superiores a los del centro”. Hoy un metro cuadrado en la zona cuesta
alrededor de 10.000 euros (cerca de 25 millones de pesos). Estaba
obligado a fijarse en los precios, porque durante toda su vida se
sostuvo con giros que le enviaban desde Bogotá, donde tuvo propiedades y
una fábrica de cerveza. A decir de Fernando Vallejo, sobrellevaba una
existencia austera, casi pobre.
La muerte de un Ángel
Un siglo después, en las calles que recorrió hasta
su muerte hay dos placas. Pero ninguna lo menciona a él. Una nombra al
cuentista Guy de Maupassant (1850-1893), pues la rue de Siam pasa a
llevar su nombre a partir del cruce con la de Edmund About, novelista y
periodista (1828-1885), que también tiene su placa.
La
de Siam fue la cuarta y última casa de don Rufino en París. La primera
que ocupó está situada en la calleMeissonier número 3, a un kilómetro
del apartamento que alquiló lustros después el expresidente Eduardo
Santos en la avenue Foch. Entre junio de 1882 y abril de 1891 vivieron
allí los hermanos. En el piso de Meissonier culminaron el primer tomo de
su Diccionario de construcción y régimen (1886) y recibieron,
calienticos, los primeros ejemplares.
De esta calle salieron a la Frédéric Bastiart, a
siete minutos de peatón de los Campos Elíseos. En su Estudio de 1954
sobre los dos filólogos, Fernando Antonio Martínez señala que en este
apartamento tenían “comodidad suficiente para hombres que no perseguían
el boato sino una vida sobria... Allí estaba una gran mesa de la que
emergían, como pirámides sui géneris, libros sobre libros.” Los seis
años en esta vivienda fueron muy fructíferos. Ángel publicó una novela y
terminó un libro de historia (Cómo se evapora un ejército); Rufino
revisó la quinta edición de sus Apuntaciones críticas; ambos dieron a
luz una biografía de su padre y el tomo segundo del Diccionario.
Inesperadamente, Ángel contrajo un resfrío que se
convirtió en pulmonía mortal y falleció el 24 de abril de 1896. Acosado
por la nostalgia del hermano desaparecido y el recargo de trabajo, don
Rufino tardó apenas once meses en mudarse al número 2 de la calle del
pintor Largillère.
"A notre ami"
Resulta
difícil creer que en este edificio de Passy vivió el sabio, asomado
quizá con una mesita y un asiento al pequeño balcón en las tardes
estivales. Ahora el lugar alberga en los bajos una peluquería con pocos
clientes y nombre de asadero (Capon), un almacén desolado de artículos
para sordos y una tienda polvorienta de decoración de interiores.
En Largillère don Rufino vio nacer el nuevo siglo,
le diagnosticaron que padecía neurastenia, sostuvo una prolongada
polémica con Juan Valera sobre el futuro del castellano e incluso
anunció que regresaría a Colombia para establecerse en Medellín. Promesa
que, por supuesto, no cumplió. Cuervo vivió allí seis años, hasta que
se marchó a tres cuadras de distancia. El último trasteo que presidió su
fiel empleada doméstica, Leocadia María José Bonté, condujo los cinco
mil libros y múltiples enseres del sabio a la calle Siam. Era abril de
1903 y este iba a cumplir los sesenta años.
En
junio de 1911 el doctor Manrique lo encontró tan enfermo que lo mandó
al hospital de la Ville Marie Thèrese. Iba a ser el último techo que
acogiera a don Rufino antes del viaje postrero al Père Lachaise.
Ni en las casas que habitaron los hermanos Cuervo,
ni en los edificios donde murieron, ni en la sepultura que comparten
hay una sola placa que les rinda homenaje. Apenas el letrerito de
plástico que alguien debió de robar de una tumba cercana: A notre ami.
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