Por: Juan Gabriel Vásquez
HACE UNOS DÍAS ESTUVE VIENDO Revolutionary Road, la última película de Sam Mendes.
Si usted no sabe de qué le hablo, no se preocupe: la culpa es de esa extendida costumbre de traducir los títulos de las películas apelando al lugar común, a la cursilería ramplona o a la simplificación para tontos. Ni siquiera en España, donde la costumbre también existe, se atrevieron a tanto: Revolutionary Road se llama en los teatros españoles Vía revolucionaria, una traducción literal que no toma por imbéciles a los espectadores ni cree que las abstracciones bobas siempre vendan más que los títulos originales. En Colombia se llama Sólo un sueño. Pues bueno: fui a ver Sólo un sueño. Y es una película extraordinaria.
Pero hoy no quería hablar de la película, sino de lo que hay detrás: una novela y un autor. Revolutionary Road es una de las novelas más tristes de la historia de las novelas tristes y la primera en tomarle el pulso a la posguerra norteamericana para luego decir que el país no estaba tan saludable como nos lo querían hacer creer. La década de los cincuenta en Estados Unidos es un mundo donde dos emociones conviven: el optimismo y el miedo. Optimismo por la guerra que acaban de ganar; miedo al enemigo número uno, el comunismo. Los años cincuenta son los de la felicidad suburbana llena de neveras nuevas, y también los de Joseph McCarthy y las cazas de brujas. Y el primero en hacer el escrutinio de ese mundo, en averiguar qué pasaba con el alma humana cuando se le sometía a las presiones del American Dream, fue el autor de Revolutionary Road: el señor Richard Yates.
La vida de Yates es tan triste como sus libros. Fue un alcohólico toda su vida, igual que los dos escritores que más admiraba en el mundo: Hemingway y Fitzgerald. Lo que profesaba por Fitzgerald era, más que admiración, una suerte de idolatría. Como Fitzgerald, tuvo un breve paso por la guerra (la primera en un caso, la segunda en el otro); como Fitzgerald, vivió años determinantes en París; como Fitzgerald, en fin, Yates fue autor de una gran novela, y todas las demás fueron desilusiones. Revolutionary Road es a los años cincuenta lo que El gran Gatsby es a la Era del jazz, y no podemos pensar que Yates no hubiera estado consciente de ello cuando la escribía. Un personaje de Saying Goodbye to Sally, uno de sus grandes cuentos, se compara todo el tiempo con su ídolo: “Pensó que eso es lo que hubiera hecho F. Scott Fitzgerald en un momento semejante”.
Pero no sólo era alcohólico, sino también fumador, y fue el cigarrillo (un enfisema) lo que acabó matándolo en 1992. En alguna parte cuenta Richard Price que al final de su vida, necesitado de dinero, Yates aceptó una invitación a leer en una biblioteca de Nueva York. Vivía en Alabama en ese momento: llegó a Nueva York y esa misma noche tuvo que ser hospitalizado. Cuando los médicos le obligaron a cancelar la lectura, Yates pidió una grabadora y un ejemplar de Revolutionary Road. Eso fue lo que escucharon los asistentes a la biblioteca: la voz destrozada de un enfermo de enfisema que leía, desde dos parlantes, el primer capítulo de la novela. Moriría seis meses después, y diecisiete años antes de que una película con Kate Winslet lo pusiera de moda. A él, que en su momento fracasó como guionista de Hollywood, le hubiera parecido irónico.
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