Por: Eduardo Lago* /
La persecución por ‘Los versos satánicos’ ha deformado totalmente la imagen de este gran escritor. Descubrámoslo ahora que su última novela, ‘La encantadora de Florencia’, llegó a Colombia con el sello de la Editorial Mondadori.
Madrugada de invierno de un año sin precisar, unos minutos antes del amanecer. Un jumbo de Air India secuestrado por un grupo terrorista islámico estalla en pleno vuelo sobre el Canal de la Mancha. Mientras caen en picado sobre una playa de la costa inglesa, dos pasajeros que han sobrevivido milagrosamente al atentado comentan despreocupadamente la insólita situación en que se encuentran...
Así arranca Los versos satánicos, una de las novelas más polémicas de todos los tiempos. El nombre de su autor, Salman Rushdie, adquirió una notoriedad sin precedentes entre millones de personas de Oriente y Occidente que jamás llegarían a abrir el libro. ¿La razón? Que en ciertos pasajes figuran alusiones a una religión que se asemeja al Islam, cuyo libro sagrado retoca por su cuenta un escriba imaginario que responde al nombre de Salman.
Lo que sucedió tras la publicación de la novela es de sobra conocido: algunos líderes religiosos musulmanes interpretaron literalmente la estratagema novelística de Rushdie, juzgando que su obra constituía una blasfemia contra el Islam.
El Gobierno iraní presidido por el ayatolá Jomeini promulgó una fetua (condena de muerte) contra el autor, ofreciendo una cuantiosa recompensa a quien ejecutara la sentencia. El libro fue prohibido en numerosos países y quemado en diversos actos de repudio público, desencadenándose violentos disturbios y manifestaciones que costaron la vida a varias personas en tres continentes.
Tanta humareda nos puede hacer olvidar un dato esencial: Salman Rushdie es uno de los narradores con mayor talento de nuestra época. En opinión de Christopher Hitchens, al controvertido autor de Dios no es bueno, de no haber sido por la fetua, hace tiempo que le habrían concedido el Premio Nobel de Literatura.
Ingenioso, inventivo y versátil; caracterizado por un rigor y solidez poco comunes; capaz de saltar entre la realidad y la fantasía con asombrosa agilidad, así como de hibridar tradiciones y géneros aparentemente irreconciliables, el corpus novelístico de Salman Rushdie —cuya última novela, La encantadora de Florencia (Mondadori), se publica a finales de febrero en España y ya está en las librerías colombianas— sorprende por la brillantez de su lenguaje, por la audacia de sus planteamientos narrativos y por su destreza técnica. En persona, Salman Rushdie desborda vitalidad. Dotado de un talento inusual para la narración oral, su conversación es tan versátil, amena, ágil, torrencial e imaginativa, como el sinfín de historias que se cruzan en las páginas de sus libros.
Eduardo Lago: En 1981 publica Hijos de la medianoche, considerada su obra más importante.
Salman Rushdie: Lo empecé a escribir sin saber muy bien dónde iba a parar. Cuando pienso en el lío en que se metió el joven que era yo, entonces me asusto. Hay que ser muy joven y muy estúpido para atreverse a escribir un libro tan arriesgado, sobre todo teniendo en cuenta que mi primera novela no había ido lo que se dice precisamente bien. Al principio sólo quería escribir una novela sobre la infancia. Luego se me ocurrió la idea de los 1.001 niños dotados de poderes mágicos y tuve que aceptar las consecuencias de tal decisión. Los poderes mágicos de los niños se derivan del hecho de que su nacimiento coincide con el de India como nación independiente.
E.L.: ¿Fue difícil escribir Vergüenza tras aquel éxito?
S.R.: El destino de ese libro fue de lo más curioso. Pasó inadvertido, aplastado entre el éxito de Hijos de la medianoche y el escándalo que se desató en torno a la publicación de Los versos satánicos. Han tenido que pasar muchos años para que la gente se fijara en él. Hoy día, de todos mis libros, seguramente es el que más atención
recibe en cursos universitarios, debido a la actualidad de los temas que aborda: el poder militar, el fanatismo religioso, el choque de civilizaciones. En cierto modo fue un libro premonitorio, ya que esos temas son hoy mucho más urgentes y relevantes que cuando lo escribí.
E.L.: ¿Qué le llevó a escribir Los versos satánicos?
S.R.: Es una novela sobre gente que emigra a Occidente desde el sureste asiático: India, Pakistán y Bangladesh. Ese es un aspecto importante: el tema de la inmigración y sus consecuencias. Por otra, están las múltiples historias que se entrecruzan en el libro, vertebradas por la figura del Arcángel Gabriel. Veo el libro como una serie de instantáneas que permiten seguir la carrera del Arcángel Gabriel (risas), una especie de biografía que no respeta el orden cronológico. Me pareció una idea divertida. Aún no había descubierto que tener ideas divertidas puede costarte caro: corres el riesgo de que se te acuse de blasfemo. Los ataques contra el libro fueron tan virulentos que nadie se percató de sus aspectos humorísticos. Los versos satánicos es esencialmente una novela cómica. Todos los procedimientos que utilizo son cómicos, aunque el efecto acumulativo final no lo sea. Es algo que aprendí de Kafka. El castillo es una sucesión de escenas cómicas, aunque el efecto de conjunto no sea cómico. Mi mayor frustración fue ver que nadie pensaba en Los versos satánicos como libro. La gente veía en él un alegato, un eslogan, un panfleto. El Salman Rushdie del que hablaba la gente no tenía nada que ver con mi persona. Ahora que han pasado 20 años desde que se publicó, es un alivio ver que por fin se habla del libro que escribí, no de una entelequia. Siento que he recuperado la novela.
E.L.: ¿Lo sorprendió la reacción que desató la publicación?
S.R.: Totalmente. Es decir... todos mis libros habían sido mal vistos por quienes sustentan opiniones religiosas ortodoxas islámicas. Hijos de la medianoche no les gustó, Vergüenza no les gustó, así que cuando publiqué Los versos satánicos di por hecho que tampoco les gustaría. Lo que no me esperaba era una reacción tan virulenta. De no haber intervenido Jomeini, decretando mi condena a muerte, el libro hubiera tenido una trayectoria normal.
E.L.: ¿Le resultó muy difícil mantenerse fiel a sus principios como escritor y tratar de seguir adelante después de la fetua?
S.R.: Mucho, sobre todo al principio. Hubo un momento, unos meses después del ataque, en que creí que no sería capaz de seguir adelante. Estaba molesto, herido, a punto de perder el equilibrio. Me salvó pensar que no era ni mucho menos el primer escritor que padecía una persecución así. La historia de la literatura está plagada de episodios trágicos, como el Gulag. Dostoievski llegó a estar frente a un pelotón de fusilamiento... Ovidio murió en el exilio, Jean Genet escribió gran parte de su obra en la cárcel. La lista es muy larga. Me dije que si ellos habían tenido la entereza de resistir frente a las dificultades, yo estaba obligado a hacer otro tanto. Quizá le parezca una afirmación grandilocuente, pero tengo un concepto muy elevado de la literatura, y si quería ser un digno representante del arte literario, tenía la obligación de no desmoronarme.
E.L.: ¿Los años de reclusión afectaron su proceso creativo?
S.R.: Lo primero que escribí fue un libro para niños, Harún y el mar de las historias. Es un libro extraño, una especie de cápsula de tiempo que flota entre el silencio y el lenguaje. La imagen embrionaria es muy poderosa: raptan a una princesa con intención de coserle la boca. La imagen procede de un relato muy breve, que había escrito hacía años y no sabía qué uso darle. Tenía algunos otros relatos y decidí construir con ellos un libro para que lo leyera mi hijo, que tenía 11 años.
E.L.: El último suspiro del moro es un proyecto muy distinto...
S.R.: Me dio miedo escribirlo, porque era el primer libro para adultos que publicaba tras Los versos satánicos, y puse mucho empeño en el esfuerzo. En él regreso a mi ciudad natal, sólo que es una Bombay que no tiene nada que ver con el de Hijos de la medianoche. El Bombay de El último suspiro del moro es una ciudad tenebrosa. Se puede ver como la continuación de Hijos de la medianoche. Es la misma ciudad, sólo que vista a través de los ojos de un adulto, no de un niño de diez años. Ese libro marca el comienzo de lo que se ha convertido en mi mayor preocupación: mostrar elementos comunes a distintas culturas. Hijos de la medianoche y Vergüenza dan cuenta de lo que ocurre en el subcontinente indio. Incluso, Harún y el mar de las historias es así. Con El último suspiro del moro intenté transmitir otro mensaje: No podemos vivir aislados, cada uno en su parcela del tiempo o del espacio. Lo que nos pasa a nosotros le ha pasado antes a otra gente. Muchas veces he pensado que el detonante de la llegada de Occidente a las Indias Meridionales, la razón que motivó la llegada de Vasco de Gama a Oriente, que es un momento crucial de la historia, no obedeció a un prurito de conquista ni a un afán de dominación. La razón por la que Oriente y Occidente acabaron por encontrarse fue la sed de dar con algo tan precioso como las especias. Cuando caí en la cuenta, me pareció fascinante. Pensé que si toda la historia de Oriente y Occidente se basa en el deseo de pimienta (risas), entonces tenía que poner pimienta en el centro del libro, de modo que toda la novela tenía que crecer a partir de un grano de pimienta, y así fue como surgió.
E.L.: Hablemos de su última novela, La encantadora de Florencia. La crítica ha dicho que supone el regreso de Rushdie a sus orígenes.
S.R.: Al principio de la conversación hablábamos de las historias que logran alcanzar el blanco de la verdad sirviéndose de medios fantásticos, historias en las que la narración pura se constituye en un objetivo por sí mismo. Eso es lo que me propuse con este libro: recrear al desnudo el placer de narrar. El libro supone un despojamiento de cuanto es superfluo para descender a la esencia pura y rutilante del arte de contar historias, sin más. Puse mucho cuidado en evitar que el libro fuera demasiado largo. El mundo que se describe en La encantadora de Florencia es de tal riqueza y complejidad que si lo hubiera escrito como si se tratara de una novela histórica convencional habría necesitado, qué sé yo, 1.200 páginas. Pero no era esa la clase de libro que quería escribir.
E.L.: Hay también una celebración de la palabra primigenia, un canto al lenguaje como tal.
S.R.: Si hay algo que he aprendido a lo largo de mis años como escritor, es a sentirme cada vez más cerca de los lectores. Intento ponerme en su lugar y comprender cómo se acercan al texto. El encanto de Florencia es una novela ambientada en una época en la que los referentes literarios son nada menos que Ariosto, Cervantes y Shakespeare. Así que me dije que podía darme permiso para imprimirle al lenguaje una riqueza de la que carece el lenguaje del siglo XXI. Me propuse escribir la clase de libro que les hubiera gustado leer a los personajes de mi novela. Si se fija, la manera de narrar la historia no es muy distinta a la forma de ficción narrativa que se cultivaba en India y la Europa de aquel tiempo. Otra cosa que quería conseguir es dotar al libro de un sentimiento de plenitud, la idea de que la vida es muchas cosas a la vez.
E.L.: ¿Se puede hablar de un adiós a la política?
S.R.: En el sentido de que me cansé de que la gente me viera como a una figura pública. Por supuesto que hay política en la novela, en parte el libro versa sobre el poder. Hay personajes como Maquiavelo y el Emperador Akbar, dos figuras históricas fascinantes, una que representa a Occidente y otra a Oriente. Hay mucho que decir acerca de los dos. Me interesaba reivindicar a Maquiavelo, que ha sido objeto de muchos malentendidos... Pero sí, hay un intento deliberado por alejarme de los temas que aparecen a diario en los periódicos. Es como si me hubieran dado la posibilidad de presentarme al mundo por primera vez y mi respuesta hubiera sido: Salman Rushdie es un contador de historias, todo lo demás da igual.
*Escritor español (1954). Doctor en Literatura de la Universidad de Nueva York, profesor de literatura en el Sarah Lawrence College desde 1993 y director del Instituto Cervantes de Nueva York desde 2006. En 2006 ganó el Premio Nadal con ‘Llámame Brooklyn’, novela que obtuvo el Premio de la Crítica de narrativa castellana y el Ciudad de Barcelona. Su segunda novela es ‘Ladrón de mapas’ (2008).
Angloindio de buena cuna y buena pluma
Escritor y ensayista británico, nacido en Bombay, India, en 1947. Hijo de una rica familia musulmana de Bombay, Salman Rushdie se educó en Cambridge, donde estudió historia. Su literatura debe mucho al realismo mágico latinoamericano (se ha declarado admirador de las obras de Gabriel García Márquez) y a la cultura europea e hindú. Con su novela Hijos de la medianoche ganó en 1981 el prestigioso premio británico Booker. En 2001 fue investido Caballero por la Reina Isabel II. Algunas de sus obras más importantes son: Grimus (1975), Vergüenza (1983), La sonrisa del jaguar (1987), Los versos satánicos (1988), El suelo bajo sus pies (1999) y Furia (2001).
Años de dificultad extrema
Amenazado de muerte, Rushdie se vio obligado a vivir en rigurosa reclusión, cambiando constantemente de domicilio, rodeado día y noche de una escolta de policías secretos. Tres personas relacionadas con la publicación de Los versos satánicos sufrieron atentados. El traductor de la novela al japonés fue asesinado.
El gobierno iraní suspendió oficialmente la condena a muerte en 1998, aunque diversos grupos radicales se negaron a acatar la decisión. Hoy Rushdie recibe ocasionalmente notas que le recuerdan la fatídica sentencia. En 2005 el ayatolá Alí Jamenei declaró que la condena seguía en vigor. En 2007, la Reina Isabel II lo nombró Caballero de la Orden del Imperio Británico, gesto que desató una nueva oleada de furia en su contra. Durante todo este tiempo, el autor angloindio ha procurado mantenerse fiel a sus principios éticos y estéticos. Entre 2004 y 2006 ejerció como presidente del PEN American Center, organización que desde su sede neoyorquina vela por la libertad de expresión y la independencia de los escritores de todo el mundo.
La opinión de Rushdie es contundente: “Sin el derecho a ofender”, observó en una ocasión, “no se puede hablar de libertad de expresión”. En otro momento apostilló: “No hay nada más fácil que impedir que un libro nos ofenda. Basta con cerrarlo”.
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