El libro póstumo del autor mexicano, que se publicará en noviembre, reúne sus escritos, hasta ahora inéditos, sobre filmes, actores, actrices y directores que lo apasionaron en la juventud y en la madurez. La obra está dedicada a su padre y a sus hijos, y el artículo que aquí anticipamos evoca las inolvidables sesiones del veracruzano Salón Victoria
Susan Sontag, Jean-Claude Carrière y Carlos Fuentes, en el Festival de Venecia, en 1967./adncultura.com |
Desde su juventud, mi padre venía anotando
cuidadosamente todas las películas que vio, en libros de tapas negras
corrugadas, lomos y esquinas de marroquí rojo y clasificación número 6 ½
de la Standard Blank Book, un producto hecho en los Estados Unidos por
una cierta compañía Boorum & Pease.
Estos
cuadernos largos y anchos, evocadores de la vieja contabilidad propia
de familias honradas y hacendosas, guardaba, en el caso de mi padre, un
enjambre de sueños. Mi padre, que siempre fue un hombre lleno de
fantasía alegre, se refugió en la nueva diversión que durante su vida
apareció en Jalapa: el cinematógrafo.
La capital veracruzana tenía
su Salón Victoria y exhibía, sobre todo, melodramas silenciosos
italianos de alta intención artística. Estos melodramas románticos eran
protagonizados por mujeres de actitudes tan extravagantes como sus
nombres: Francesca Bertini, Pina Minichelli, Giovanna Terribili
González. Eran mujeres embarradas a las paredes: contra las paredes
arañaban desesperadas, abrían los brazos en cruz y cerraban los ojos
antes de rendirse a un amor indeseado o a un sacrificio implacable. En
la pared se apoyaban para llevarse la mano a la frente, cerrar los ojos y
vacilar, temblorosas, ante una mala noticia. Mujeres "ojerosas y
pintadas", la exageración de sus poses y de sus maquillajes era
considerada, en todo el mundo civilizado, como una especie de pináculo
de la emoción dramática. Además, la Minichelli, la Bertini, la
Terribili, lloraban dando la cara al público, comunicando su emoción
directamente. Lo mismo hacían, en sus fugaces apariciones en la pantalla
del cine, las actrices consagradas del teatro y la ópera, como Sarah
Bernhardt, Eleonora Duse y Geraldine Farrar. El cine, para salvar su
orfandad estética, debía afirmar que no era simplemente cine (una
invención mecánica, populachera, acaso un poco louche y hasta
porno, como lo demostraban los niquelodeones para caballeros instalados
en las avenidas de comercio de las grandes capitales) sino arte: teatro y
ópera. Las actitudes en boga en estos dos espectáculos pasaron íntegras
al primer cine, sobre todo el italiano. E Italia, todos lo sabían en
Jalapa, era la cuna del arte.
Me contaba a veces mi padre que la
aparición de las primeras películas norteamericanas fue recibida en
Jalapa con disgusto, risa y rechazo alarmado. ¿Por qué actuaban así
estos actores -Wallace Reid, Richard Barthelmess, Norma Talmadge, Mary
Pickford-, como si estuvieran paseándose por la calle, comiendo en un
restaurante, despertándose, manejando automóviles y, horror, ridículo,
dando la espalda o tapándose las caras al llorar? ¿Dónde creían que
estaban: en su cocina o en el templo del arte? La buena sociedad
jalapeña que asistía a las tandas del Salón Victoria sólo aceptaba a las
vamps del cine americano, imitadoras de las vampiresas del cine
italiano, y sobre todo a Theda Bara (nacida Tehodosia Burr Goodman en
Cincinnati, Ohio), la tremenda Cleopatra en perpetua pose de mural
egipcio: una mano de visera junto a una frente engalanada de perlas,
otra tiesa como un ala herida junto a los senos detenidos por un brassière metálico en forma (¡ya!) de áspid. En cambio, esa tremenda heroína de las series de aventuras, Pearl White en Los peligros de Paulina,
¿cómo podía prestarse a semejantes contorsiones, indignas de una dama:
atada a los rieles mientras un tren se aproxima a toda velocidad,
arrojada dentro de un pozo de agua, enviada en barril sobre una
catarata, encadenada a una mazmorra prusiana por lascivos oficiales del
Kaiser, pendiente de las alas de un avión sin piloto, arrastrada por
caballos, pisoteada por búfalos, aventada desde tranvías? ¿Cómo podía
una mujer (no digamos una dama) sufrir estos percances, estas
indignidades, tratada como una vulgar pelota de fútbol, y emerger de
todo ello, no digamos sin moretones, sino triunfante, confiada, alegre?
Tan
cerca de mis ojos... ¿Qué importa?, me dice mi padre, y se lo dice a
ustedes: No entiendes. No saben soñar. Al cine se entra a soñar, lector,
espectador, mi semejante, mi hermano. El mundo se ha llenado de mujeres
que antes ni siquiera se podían mirar. Sin el cine, ahora (tú,
espectador) no las podrías tocar (igual que antes), al menos las podían
ver y este era un triunfo de ellas, para ellas, más que para ustedes.
Sentado allí con los ojos cerrados, tú puedes repasar (mi semejante, mi
hermano) todos esos ojos enormes que al mirar hacia la oscuridad de una
sala te miran a ti. Ojos de incendio nocturno de Pola Negri. Ojos de
laguna envenenada de Gloria Swanson. Ojos de orgasmo nómada de Greta
Garbo. Todas esas cabelleras que al ser acariciadas por un galán
cinematográfico (tu semejante, tu hermano) son acariciadas, vicariamente
por ti. John Gilbert acaricia la cabellera de miel colérica de Greta
Garbo. La Divina Sueca tiene sólo 24 años y parece una medusa de frente
plisada y ojos entrecerrados para no convertirnos en piedra a sus
adoradores: not yet. Richard Barthelmess acaricia la cabeza de
dorada inocencia (sólo le falta una aureola de santa; D. W. Griffith se
la entrega gustoso) de Lilian Gish. Todos esos labios que se acercan
tentadores y húmedos no a una cámara, sino a tus labios (vicario
espectador, mi semejante, me hermano): labios de todas las formas y
tamaños, súbitamente disponibles en el mostrador de plata de una
pantalla. Desde los labios largos, tan amargos como ansiosos de hombre,
de la danesa Asta Nielsen hasta los labios de capullo, inverosímilmente
dibujados como sobre la punta de un alfiler sangrante, de la gringa Mae
Murray, la viuda alegre de Von Stroheim, conocida en el mundo entero
como "the girl of the bee-stung lips" (la chica con los labios picados
por abeja).
Cabelleras, ojos, hasta las pieles, las pieles que en
la pantalla dejaban de aparecer blancas en la ecuación blanco y negro,
para adquirir tonos de oro o de plata, la palidez magiar de la bellísima
Vilma Bánky era plateada, la blancura cachonda de la flapper universal.
Clara Bow con su falda corta y su pelo a la garzón y sus medias
brillantes y sus zapatillas de Charleston, puntiagudas y alegres, era de
zinc. Vilma Bánky te conducía, envuelta en zorros, tirada por un perro
borzoi, descalza, a lo largo de la galería de un castillo de
cartón-piedra a orillas de un Lago Batalón pintado al fondo hasta llegar
a una recámara impenetrable. Las puertas sólo se abrían en estas
recámaras del romance rutinario / balcánico de Hollywood para cerrarse
en seguida, en tus narices mismas, espectador curioso.
Tú no
podrías penetrar pero el galán, Rod la Rocque o Ronald Colman, penetraba
por ti y tú, resignado a imaginar la palidez plateada de una Vilma
Bánky desnuda arrojada por el húsar a la vez brutal y caballeroso en
sábanas de seda, dabas la espalda a la puerta, regresabas por la
galería, salías del castillo y en la calle (Ruritania / París. Exterior.
Día. CU extremo) te esperaba Janet Gaynor vendiendo flores y envuelta
en un chal, invitándote a acompañarla a su altísima mansarda, el séptimo
cielo sin calefacción ni agua corriente donde los novios pueden
quererse y, con su amor, vencerlo todo. Pero tú no estás para Janet
Gaynor este día y mejor vas a la cantina donde, de mesa en mesa, se
pasea Clara Bow con su cabello pelón y esponjado y una interrogante del
pelo pegada a la frente: su celebrado kissmequick y su cigarrillo
en la boca, para asegurar que los ojos estén siempre entrecerrados,
defendiéndose del humo, invitando, interrogando como el kissmequick
o "bésame pronto" de la frente: piernas de seda, senos planos pero
rebotantes bajo el escote de lentejuelas, delicioso recovecos de muslos
blancos y axilas afeitadas, boca entreabierta, labio entreabierto,
pierna entreabierta: cómo resistir a Clara Bow, la muchacha que tenía eso, la It Girl, la chica dueña de la esencia reificada del amor, el amor-cosa, la pasión-objeto, eso:
a la mano. Si alargaras la tuya en el cine para tocar esa ilusión que
te es ofrecida a uno venticinco la butaca, que te hace girar la cabeza,
espectador, con sus promesas inmediatas (tan cerca de mis ojos) que
luego te arrebata (tan lejos de mi vida) con un implacable rótulo, FIN,
THE END, como si tú pudieras suspender de esa manera abrupta tu sueño,
como si pudieras archivar perentoriamente tu deseo, levantarte y salir a
la soledad de las calles murmurando, quizá sucede que me canso de
ser hombre, sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito,
impenetrable? navegando en un agua de origen y ceniza.
El agua
de Neruda se convertía, en Hollywood, en la gran bañera de la seducción
femenina; era la misma bañera de Nazimova, de Pola Negri, de Vilma
Bánky: turbia, para que no se vieran los cuerpos; burbujeante como el
deseo sexual; extravagante como la bañera incomparable de Popea
(Claudette Colbert), la mujer de Nerón en El signo de la cruz. Faltaría Jean Harlow para darse una ducha al aire libre (admirada por Clark Gable) en Red Dust (1932).
Entre
el exotismo italiano y la naturalidad norteamericana aparece Rodolfo
Valentino, inmigrante italiano (Rodolfo Guglielmi di Valentina) que
ilustró la gran escalada de la clase inmigrante a la clase obrera al
estrellato financiero, político o fílmico. El fatum migratorio de
Valentino era semejante al de los productores de origen bielorruso,
como Louis B. Mayer (Eliezer Meir, Lazar Mayer); polaco, como Samuel
Goldwyn (Schmuel Gelbfisz), y húngaro como Aldoph Cukor (bautizado
Adolph Zukor).
El
asalto a la pila bautismal (Guglielmi-Valentino) era tan corriente como
necesario. Theodosia Burr Goodman debía convertirse en Theda Bara,
anagrama de Arab Death; Douglas Elton Thomas Ullman en Douglas
Fairbanks; Gladys Smith en Mary Pickford; Barbara Apolonia Chalupiec en
Pola Negri, y más tarde, Lucille Fay Le Sueur en Billie Cassin en Joan
Crawford. ¿Qué nombre se vería bien en la pantalla, cuál en la
marquesina? ¿Quién confiaría su dólar de entrada a un judío polaco
llamado Gelbfisz, quién casaría a su hijo con una señorita Chalupiec?
¿Quién no bailaría el tango de moda con un italiano que parecía hecho de
seda y aceite, llamárase Guglielmi o Valentino? ¿Inmigrante, bailarín
de café-concierto, gigoló, ladrón, extra de cine, actor y dominado por
sus esposas lésbicas como él dominaba en la pantalla a la anglosajona
virginal que osaba entrar a su tienda en el desierto? Los machos lo
odiaron, llamándole "la borla de empolvar color de rosa", "the poder
puff pink". Los homosexuales lo adoraron, viendo en Valentino lo que
ellos querían ser. Andrógino, apelaba al secreto erótico de muchos
hombres y demasiadas mujeres. Ignorante, pero poseído por su pose,
Valentino murió a tiempo, de peritonitis, a los treinta años. Su funeral
fue un acto multitudinario. Su tumba, objeto de la devoción de una
mujer que, año con año, depositaría una flor en el Templo del Jeque y de
atención por parte de John dos Passos, que le dedica uno de sus
capítulos en la trilogía USA.
Pero en Jalapa, 1920, la
novedad era el naturalismo de los actores norteamericanos y la aparición
en sus películas de mujeres emancipadas. El cine italiano era una
especie de friso antiguo, inmóvil, en el que se fijaban todos los
vestigios del Arte con mayúscula. El cine norteamericano era un río
fluyente, que lo mismo arrastraba lodo que oro: nadie podía bañarse dos
veces en esas aguas, ricas e impuras, de la modernidad reclamada por
Hollywood, proyectada por Hollywood, identificada con Hollywood y
proyectada por Holywood a todos los rincones del mundo, inclusive el
Salón Victoria de Jalapa, Veracruz, donde mi joven padre Rafael Fuentes
empezó a apuntar religiosamente cada una de estas comuniones con el
Séptimo Arte en su impresionante carnet de contabilidades decimonónicas.
A cada sacramento mi padre le daba fecha, nombre, director,
protagonistas y calificación: del cero de la maldad al cinco de la
perfección, pasando por un mediocre dos, un aceptable tres y un muy buen
cuatro.
Los cuadernos de mi padre se encuentran junto con mis
papeles en la Biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton. Yo
sólo me ceñí a leer lo que él anotaba hasta que, por vez primera, me
separé de él para regresar de la libertad parrandera de mi Buenos Aires
querido a la escuela secundaria en la ciudad de México. Intenté entonces
suplir la ausencia de mi padre con mi propio cuaderno de idas al cine.
La afición no me duró más de un año, pero celebro que mis tres hijos
productores judíos -Cecilia, Carlos y Natasha- hayan sido, aún más que
su abuelo, cinéfilos apasionados y memoriosos. Si de niño consulté a mi
padre sobre las novedades (y las calidades) del cine, de grande conté,
en cambio, con la enciclopédica cultura cinematográfica de mis hijos.
Resulta que sólo fui un puente de celuloide entre un proyector Arriflex y
un DVD.
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