El autor de Ragtime y Homer y Langley habla en su casa de Manhattan. De literatura, del Nobel que aún no le han concedido, de su última novela, El cerebro de Andrew, de su familia, de cómo escribe y sobre qué...
E.L. Doctorow, autor estadounidense de El cerebro de Andrew. /Marion Efftinger./elmundo.es |
Un día de principios de la década de los años 40, un niño llamado
Edgar Lawrence Doctorow estaba en su casa del Bronx, en Nueva York,
leyendo por segunda o tercera vez La llamada de la selva, el clásico
de aventuras de Jack London. Doctorow ya sabía lo que iba a pasarle a
Buck, el perro protagonista de la historia, así que su mente empezó a
hacerse otras preguntas: "¿Cómo está hecho esto, cómo está escrito?". Doctorow miraba a las palabras en la página y pensaba: "Esto es para mí".
Mientras Doctorow recuerda aquel momento, su voz y las piernas temblorosas son testigos del tiempo que ha pasado.
Pero su mente sigue jugando con las palabras igual que hace siete
décadas y media. En cuanto acaba de contar la anécdota, lanza un
desmitificador "ser escritor es una profesión con mucha clase", y su voz
débil suelta una de sus breves carcajadas irónicas en las que no queda
muy claro si se está riendo del entrevistador, de sí mismo, o de todo.
Pero, de inmediato, el cerebro de Doctorow empieza a maquinar: "El
hecho de que haya recibido el nombre de Edgar por Edgar Allan Poe
implica cierta consciencia por parte de mi padre... En cómo llama un
padre a su hijo hay una cierta orden, un cierto deseo. Mi padre tenía
una fuerte inclinación filosófica. Podría haber sido un escritor de
haber tenido la ocasión. De manera que, desde pequeño, siempre hubo en
mí algo que me decía que andar con letras y palabras era lo mío".
Edgar Lawrence firma sus libros como E.L. Doctorow. Así es como se le
conoce en todo el mundo. Desde 1971, con una precisión infrecuente,
produce cada cuatro o cinco años una novela. En este periodo, se ha
convertido en uno de los narradores más importantes de Estados Unidos y
del mundo.
- Usted, junto con Don DeLillo, Philip Roth y Paul Auster, completa la lista de los eternos aspirantes al Nobel de Estados Unidos, un país que no recibe ese premio desde 1993.
- A ese respecto, sólo tengo una cosa que decir: no creo que el Comité del Nobel, tal y como está constituido en la actualidad, tenga ninguna intención de darle el premio a un autor de Estados Unidos. Creo que es una cuestión de ira. No sé si es ira desde el punto de vista político o económico, o porque el nuevo orden imperial de este país está deprimiendo a todo el mundo. El Comité es bastante claro a ese respecto. No tengo más que añadir.
- El Nobel se da a una obra. Usted tiene una obra trascendental. Pero ha evitado, conscientemente, tener un estilo definido. Hace 28 años, en una entrevista a 'Paris Review', declaró que "cada libro debe tener su propio estilo", y citó a Ernest Hemingway como ejemplo del peligro de que un escritor desarrolle un estilo demasiado fijo.
- Lo que yo dije entonces es que yo evito tener un estilo reconocible. El libro me dice lo que él quiere ser. Algunos libros son lineales; otros, collages. Nunca sé cómo se va a presentar el libro a sí mismo. Tienes que escribir lo que el libro está diciendo.
- Usted siempre habla de sus libros como de entidades completamente independientes de usted, que a veces incluso le sorprenden.
- Cierto. Pero no soy el único. El sentimiento de creatividad no es posesivo, y eso es algo que encuentras en muchos escritores. Saul Bellow decía que a veces sentía que él era sólo el medio. Mark Twain dijo: nunca escribas un libro hasta que el libro se escriba él solo. Este sentido de la creatividad existe incluso en la ciencia. Einstein dijo que la Teoría General de la Relatividad no había sido enunciada por él, sino por todos y cada uno de los que habían pensado y analizado antes esas cosas, y cuyas voces, de alguna manera, se habían combinado en su expresión.
Doctorow habla de sus libros como de seres vivos. Una y otra vez: "El
libro mantiene la distancia de los personajes", "El libro no tiene
buena voz"... Pero antes de darles esa vida autónoma, dedica una
atención exhaustiva a su creación. Trabaja unas seis o siete horas
diarias, bien en su oficina, en el centro de Manhattan, bien en el
despacho en su casa, un piso en un bloque de apartamentos de lujo en el
exclusivo barrio del Upper East Side neoyokino, entre cuyos inquilinos
está un exbanquero español que dedica su jubilación a aprender a tocar
el violonchelo. Normalmente, escribe de 11 de la mañana a dos de la
tarde, y de cuatro a siete.
- Usted tiene fama de escribir y reescribir sus libros. El lago (Roca Editorial) estaba ya listo para ser impreso, con la portada diseñada y todo, cuando le dijo a su editor, Random House, que parase la publicación y que le dejase trabajar en él seis semanas más. ¿No quiso matarle nadie en Random House?
- No. Afortunadamente, he tenido muy buena relación con mis editores desde la década de los años 70, así que están acostumbrados a mí. Por ejemplo, nunca les envío ningún borrador: sólo las versiones definitivas. La cosa es que yo trabajé en una editorial durante 10 años y aprendí mucho acerca de cómo tratar mi obra, con la objetividad con la que trataba a la de los demás. Cuando yo era joven, siempre me decían: "Si quieres ser escritor, no trabajes en una editorial". Yo ignoré ese consejo, y esos 10 años fueron muy útiles. Lo primero, porque ves cuántos libros malos se publican. Pero, además, porque aprendes a ensuciarte las manos con el libro, igual que un cirujano con la sangre. Me considero a mí mismo un buen editor de mis textos.
- En aquella época de editor, usted trató con escritores de primera línea, como Norman Mailer que, según comentaba en una entrevista, se refería a sí mismo en tercera persona.
- Sí, igual que Andrew [el protagonista de El cerebro de Andrew, su última novela, que acaba de ser publicada en España por Roca]. Hay mucha gente que se refiere a sí misma en tercera persona. Y Andrew es uno de ellos. ¿Por qué lo hace? No lo sé. Además, Andrew es el tipo de personaje cuyas aventuras no explican, en sí mismas, si son reales o no. Ésa es una de las características del libro: Andrew no está caracterizado él mismo. Es un poco consecuencia de que, cuando llevas tiempo haciendo este trabajo, te cansan las fórmulas convencionales en la ficción. Eso le ha pasado a otros escritores. Ezra Pound lo resumía de una manera sencilla: "Hazlo nuevo". Todo empezó en las primeras líneas del libro, cuando Andrew está con su hija, que es un bebé, en sus brazos, y está nevando, y yo me pregunté: ¿Qué está haciendo ahí?
- ¿Qué está haciendo ahí Andrew?
- Andrew no tiene una buena relación consigo mismo, con su cerebro. Cuando hablamos del alma, hablamos de nosotros mismos, pero cuando lo hacemos del cerebro, lo hacemos con la sospecha, al menos en algunos casos, de que es un órgano que no puede pensar por sí mismo, o de que se engaña a sí mismo. El cerebro no entiende cómo funciona el cerebro, y eso es esencial en este libro: la disociación entre las experiencias de Andrew y el dolor que éstas le causan. Por ejemplo, él dice que no siente pese a todos los problemas que le pasan. Pero no es seguro que eso sea así. O sea, que incluso la forma en la que él se describe a sí mismo no es precisa. El resultado es un libro que, más que de capítulos, se compone de estrofas. Decir eso es peligroso, porque la gente se cree que es poesía, y no lo es. Pero es un libro que juzga al lector más que muchos otros. Rompe muchas reglas, y quien busque entretenimiento en él quedará decepcionado.
- En todas sus novelas juega con el pasado y con cómo éste se puede moldear. Normalmente, con el pasado histórico. Pero, con El cerebro de Andrew, también juega con la memoria.
- Todas las novelas son sobre el pasado, incluso las que dicen que no lo son. Yo nunca he aceptado la idea de que soy un novelista histórico, porque es una idea muy ingenua del tiempo. Hay una idea que encuentro interesante: la teoría eternalista del tiempo. O sea, que todo pasa simultáneamente en el Universo. La idea de que el tiempo fluye es una mala metáfora. Un río sí fluye de un sitio a otro, pero ¿el tiempo? ¿De sí mismo hasta sí mismo? Yo creo que he descubierto un periodo de tiempo que es interesante para mí, del mismo modo que Faulkner, por ejemplo, descubrió un lugar, el condado de Yoknapatawpha: la primera década del siglo XX.
- Su vida, sin embargo, parece mucho más estable que la de Faulkner o que la de otro escritor de la Generación Perdida que también le atrae, Hemingway.
- Sí. Yo no cazo, no pesco en alta mar...
- No solo eso. Usted lleva casado seis décadas con la misma mujer.
- Sí, y he tenido una familia. La cosa es que mi inspiración para vivir no ha sido ninguno de estos hombres, sino Flaubert, que dijo que para lograr hacer tu trabajo, debes vivir una vida todo lo burguesa que puedas, y de vez en cuando, vivir una aventura de un tipo o de otro, pero volver a abrazar lo ordinario pronto. Eso a mí me ha funcionado. Yo prospero en una situación en la que tengo una familia. Claro que mi generación, la de los años 50, se casó muy pronto. Así se hacían las cosas entonces.
- Muchos de ustedes también se divorciaron muy pronto
- Sí. Pero, para nuestra sorpresa, mi esposa y yo seguimos casados
- Es una vida dedicada al trabajo.
- Básicamente. Una de mis hijas era muy pequeña y dijo: "Papá, siempre te escondes detrás de tus libros". Fue una crítica aguda. Tenía seis o siete años. Y me hizo replantear mi estilo de vida hasta cierto punto. Pero tenía razón. En este país siempre es un problema para los niños si los padres tienen alguna notoriedad. Por fortuna mis hijos son bastante normales. ¡Todos han superado bastante bien la desventaja que comporta tenerme a mí como padre!
Doctorow tiene tres hijos, que son guionista de televisión,
fisioterapeuta y cantante folk. Su vida es normal hasta el aburrimiento.
Fue profesor de universidad durante décadas, impartía un curso en la
Universidad de Nueva York titulado El oficio de la ficción, en el que
despiezaba obras literarias para ver "cómo funcionan, en qué funcionan,
de dónde sacan su autoridad, etcétera". El escritor recuerda que a veces
los estudiantes encontraban en las obras de ficción claves para sus
propias vidas. Aunque a él lo que más le interesaba era la distancia
narrativa entre lo que escribe el escritor y el autor.
- ¿Cuál sería el discurso narrativo de E. L. Doctorow? ¿O el verdadero E. L. Doctorow se escondería tras un discurso narrativo, como hacía con sus hijos?
- Mi vida en realidad es muy visible en todos mis libros. Una de las novelas, La feria del mundo (Roca) es muy cercana -sobre todo en la primera mitad- a cómo fue mi infancia. Pero ahora mismo escribir mis memorias no me interesa. En cierto sentido yo escribo sobre mí mismo, sobre mi energía, pero lo filtro a través de mi imaginación. No escribo acerca de hechos. No soy un reportero, o un cronista. La idea que yo tengo es un poco como ser un archivero de la vida, de encontrar significados que no encuentras si te limitas a contar lo que ves. Literatura era para Henry James mirar dentro de lo que no se ve. Ése es el sentido de mi obra.
Siete décadas y media después de que el juego de las palabras de La
llamada de la selva fascinara al niño Edgar Lawrence Doctorow en el
Bronx, el anciano E. L. Doctorow, sigue bajo el mismo embrujo, en su
casa del Upper East Side, muy cerca del edificio Lipstick en el que
Bernard Madoff llevó a cabo la mayor estafa de la Historia, y al lado
del puente de la calle 59 al que cantaron Simon y Garfunkel. Cuando uno
sale de la casa, se despide del portero y entra en el centro de un
Manhattan lleno de turistas no puede dejar de preguntarse si las dos
primeras décadas del siglo XXI tendrán un narrador que mezcle realidad e
imaginación como hizo Doctorow con el siglo XX.
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