Al cumplir un año en mi primer trabajo y con apenas 20 de edad, el
audaz editor Jorge Álvarez, para quien yo trabajaba, me envió de viaje
para vender libros por ahí, y de paso contratar algunos escritores
latinoamericanos para la editorial
Siguiendo los consejos de Ángel Rama, crítico del influyente semanario Marcha del Uruguay, salí de Buenos Aires con los datos de dos escritores jóvenes que, según Rama, serían los mejores de los siguientes años: un peruano llamado Mario Vargas Llosa, y Gabriel García Márquez, un periodista colombiano que vivía en México. Rama acababa de publicar, en su editorial Arca, en Uruguay, la primera novela del colombiano, La Hojarasca, de la que apenas vendió 500 ejemplares.
Años después, en julio de 2001 García Márquez publicó un texto sobre Cien años de soledad (“La odisea literaria de un manuscrito”, El País, 15.7.2001), que dio un nuevo sentido para mí a lo que había sucedido en aquella visita a García Márquez, cuando me propuso “cedernos todos los derechos” de un libro, a cambio de 500 dólares.
Visitando libreros de Lima y Bogotá para venderles libros de la editorial, llegué a México en enero de 1966. Dos o tres días fueron suficientes para levantar pedidos en las librerías más importantes de la ciudad. Alojado en el hotel Gilow del centro de la ciudad de México, que todavía sigue allí aunque espantosamente modernizado, llamé al tal García Márquez a su casa, diciéndole que era un editor argentino que lo quería publicar. De inmediaro me invitó a desayunar a la mañana siguiente en su casa. No era habitual para él recibir propuestas, ya que –me contó al día siguiente—, le costaba publicar y había tenido que pagar de su bolsillo las primeras ediciones de sus libros.
Llegar desde el centro de México a la dirección indicada fue una aventura que consumió más de una hora arriba de un destartalado taxi. No recuerdo el nombre de la calle, pero sí que la única referencia que tenía era el distrito postal México 21 DF, dato que me daba mucha seguridad, pero al taxista no le decía nada, ya que sólo el correo utilizaba esos códigos para de todos modos no entregar la correspondencia. Cuando llegamos después de veinte vueltas, el taxista me reclamó: “híjole ¡me hubiera dicho que era en San Ángel Inn!”.
Recuerdo un portón metálico tipo garaje, probablemente verde oscuro, adentro un jardín y en el centro una sencilla casa de piedra con ventanas de hierro, y una cara sonriente cubierta por un gran bigote negro, que me abrió la puerta. A mí me pareció un hombre mayor, aunque ahora sé que apenas tenía treinta y algo. Yo era un chico de 20, que encima aparentaba mucho menos, lo que provocó caras de desconcierto al verme llegar.
García Márquez vivía de escribir guiones para cine, y había encontrado en México un caudal regular de trabajo. “Los tiempos libres entre un guion y otro, son para mí literatura”, dicho lo cual pasamos directamente al tema de la visita: la editorial Jorge Alvarez quería publicarlo en Argentina. No la conocía, pero si sabía quién era Ángel Rama.
Me dijo que estaba trabajando en un proyecto de largo aliento (del que no contó nada), pero que podría darme una recopilación de cuentos, Los funerales de la mama grande, recién publicada en México por la Universidad Veracruzana. Me contó que durante más de un año había recorrido todas las editoriales de México sin éxito, hasta que finalmente la veracruzana lo aceptó, con la condición de que no cobrara derechos. No tenía ningún ejemplar, por lo que me propuso que fuéramos a una librería a comprar uno. Se había hecho casi el mediodía, habíamos terminado el desayuno, y ante la mirada firme de Mercedes llegó el momento de hablar de dinero. Él tomó la iniciativa, y me hizo una propuesta insólita: me ofrecía los derechos de edición “para siempre”, a cambio de un pago de 500 dólares, pero con una condición: tenía que recibir el dinero antes de dos semanas.
Si bien hoy parece una cifra menor, entonces era una cantidad respetable de dinero, mucho más de lo que un viajero llevaba encima. En esa época no existían tarjetas de crédito, ni posibilidades de enviar dinero rápido de un país a otro. En un acto de arrojo que excedía mis atribuciones acepté las condiciones, y allí mismo me escribió una autorización para publicarlo.
Cuando unos días después regresé a Buenos Aires, a Jorge Alvarez no le pareció demasiado importante que yo trajera un libro de ese escritor colombiano, aunque no me reprochó por haber aceptado pagar los 500 dólares. Tampoco se sorprendió de que unos días antes, en Lima, “el chico peruano” me hubiera entregado Los jefes para publicar. No hay reproches en este comentario, nadie sabia entonces quiénes eran estos dos.
Luego sucedió lo previsible en el caos en que vivía esa editorial: no se le envió el dinero, aunque el libro ya se había comenzado a trabajar. Un par de meses después, estando Los funerales de la mamá grande en pruebas de galera y con la tapa ya diseñada por Jorge Sarudiansky, llegó un telegrama del autor pidiendo que suspendiéramos la publicación del libro, con un intrigante “va carta”, algo usual en esa época, en que una llamada internacional era impensable por el costo y por las horas de demora para conseguirla.
Cuando la carta llegó, García Márquez pedía que canceláramos el acuerdo porque había recibido una propuesta de Paco Porrúa, el editor de Sudamericana, “tan importante que podría cambiar mi vida de escritor”. Jorge Alvarez canceló la edición sin insistir ni responder la carta, probablemente por no complicarse la vida con otro de esos escritores que apenas vendían 500 ejemplares.
Un año y medio después, en Junio de 1967, aparecía en las librerías la primera edición de Cien años de soledad, y García Márquez era nota de portada del semanario Primera Plana, donde el jefe de redacción, un joven Tomás Eloy Martínez, lo señalaba como la gran revelación de la literatura latinoamericana.
No es necesario contar lo que siguió después. Cuando leí el artículo de García Márquez contando que en aquella época en que escribía Cien años de soledad debía varios meses de alquiler y estaba por perder la casa, entendí de golpe porqué me pidió aquellos 500 dólares. Cuenta en su artículo de 2001, que Mercedes tuvo que empeñar los anillos de oro del compromiso para resolver la deuda, cuando ya debían nueve meses de alquiler.
Escribí una primera versión de esta misma historia en 2001, apenas leí el artículo de García Márquez, y se la envié por fax preguntándole si no le molestaba que la publicara. Una secretaria me respondió diciendo que él no lo recordaba, pero que le gustaba. Por eso aquí está, aunque muchos años después.
Portada Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez./elblogdeguillermoschavelzon.blogspot.com |
Siguiendo los consejos de Ángel Rama, crítico del influyente semanario Marcha del Uruguay, salí de Buenos Aires con los datos de dos escritores jóvenes que, según Rama, serían los mejores de los siguientes años: un peruano llamado Mario Vargas Llosa, y Gabriel García Márquez, un periodista colombiano que vivía en México. Rama acababa de publicar, en su editorial Arca, en Uruguay, la primera novela del colombiano, La Hojarasca, de la que apenas vendió 500 ejemplares.
Años después, en julio de 2001 García Márquez publicó un texto sobre Cien años de soledad (“La odisea literaria de un manuscrito”, El País, 15.7.2001), que dio un nuevo sentido para mí a lo que había sucedido en aquella visita a García Márquez, cuando me propuso “cedernos todos los derechos” de un libro, a cambio de 500 dólares.
Visitando libreros de Lima y Bogotá para venderles libros de la editorial, llegué a México en enero de 1966. Dos o tres días fueron suficientes para levantar pedidos en las librerías más importantes de la ciudad. Alojado en el hotel Gilow del centro de la ciudad de México, que todavía sigue allí aunque espantosamente modernizado, llamé al tal García Márquez a su casa, diciéndole que era un editor argentino que lo quería publicar. De inmediaro me invitó a desayunar a la mañana siguiente en su casa. No era habitual para él recibir propuestas, ya que –me contó al día siguiente—, le costaba publicar y había tenido que pagar de su bolsillo las primeras ediciones de sus libros.
Llegar desde el centro de México a la dirección indicada fue una aventura que consumió más de una hora arriba de un destartalado taxi. No recuerdo el nombre de la calle, pero sí que la única referencia que tenía era el distrito postal México 21 DF, dato que me daba mucha seguridad, pero al taxista no le decía nada, ya que sólo el correo utilizaba esos códigos para de todos modos no entregar la correspondencia. Cuando llegamos después de veinte vueltas, el taxista me reclamó: “híjole ¡me hubiera dicho que era en San Ángel Inn!”.
Recuerdo un portón metálico tipo garaje, probablemente verde oscuro, adentro un jardín y en el centro una sencilla casa de piedra con ventanas de hierro, y una cara sonriente cubierta por un gran bigote negro, que me abrió la puerta. A mí me pareció un hombre mayor, aunque ahora sé que apenas tenía treinta y algo. Yo era un chico de 20, que encima aparentaba mucho menos, lo que provocó caras de desconcierto al verme llegar.
García Márquez vivía de escribir guiones para cine, y había encontrado en México un caudal regular de trabajo. “Los tiempos libres entre un guion y otro, son para mí literatura”, dicho lo cual pasamos directamente al tema de la visita: la editorial Jorge Alvarez quería publicarlo en Argentina. No la conocía, pero si sabía quién era Ángel Rama.
Me dijo que estaba trabajando en un proyecto de largo aliento (del que no contó nada), pero que podría darme una recopilación de cuentos, Los funerales de la mama grande, recién publicada en México por la Universidad Veracruzana. Me contó que durante más de un año había recorrido todas las editoriales de México sin éxito, hasta que finalmente la veracruzana lo aceptó, con la condición de que no cobrara derechos. No tenía ningún ejemplar, por lo que me propuso que fuéramos a una librería a comprar uno. Se había hecho casi el mediodía, habíamos terminado el desayuno, y ante la mirada firme de Mercedes llegó el momento de hablar de dinero. Él tomó la iniciativa, y me hizo una propuesta insólita: me ofrecía los derechos de edición “para siempre”, a cambio de un pago de 500 dólares, pero con una condición: tenía que recibir el dinero antes de dos semanas.
Si bien hoy parece una cifra menor, entonces era una cantidad respetable de dinero, mucho más de lo que un viajero llevaba encima. En esa época no existían tarjetas de crédito, ni posibilidades de enviar dinero rápido de un país a otro. En un acto de arrojo que excedía mis atribuciones acepté las condiciones, y allí mismo me escribió una autorización para publicarlo.
Cuando unos días después regresé a Buenos Aires, a Jorge Alvarez no le pareció demasiado importante que yo trajera un libro de ese escritor colombiano, aunque no me reprochó por haber aceptado pagar los 500 dólares. Tampoco se sorprendió de que unos días antes, en Lima, “el chico peruano” me hubiera entregado Los jefes para publicar. No hay reproches en este comentario, nadie sabia entonces quiénes eran estos dos.
Luego sucedió lo previsible en el caos en que vivía esa editorial: no se le envió el dinero, aunque el libro ya se había comenzado a trabajar. Un par de meses después, estando Los funerales de la mamá grande en pruebas de galera y con la tapa ya diseñada por Jorge Sarudiansky, llegó un telegrama del autor pidiendo que suspendiéramos la publicación del libro, con un intrigante “va carta”, algo usual en esa época, en que una llamada internacional era impensable por el costo y por las horas de demora para conseguirla.
Cuando la carta llegó, García Márquez pedía que canceláramos el acuerdo porque había recibido una propuesta de Paco Porrúa, el editor de Sudamericana, “tan importante que podría cambiar mi vida de escritor”. Jorge Alvarez canceló la edición sin insistir ni responder la carta, probablemente por no complicarse la vida con otro de esos escritores que apenas vendían 500 ejemplares.
Un año y medio después, en Junio de 1967, aparecía en las librerías la primera edición de Cien años de soledad, y García Márquez era nota de portada del semanario Primera Plana, donde el jefe de redacción, un joven Tomás Eloy Martínez, lo señalaba como la gran revelación de la literatura latinoamericana.
No es necesario contar lo que siguió después. Cuando leí el artículo de García Márquez contando que en aquella época en que escribía Cien años de soledad debía varios meses de alquiler y estaba por perder la casa, entendí de golpe porqué me pidió aquellos 500 dólares. Cuenta en su artículo de 2001, que Mercedes tuvo que empeñar los anillos de oro del compromiso para resolver la deuda, cuando ya debían nueve meses de alquiler.
Escribí una primera versión de esta misma historia en 2001, apenas leí el artículo de García Márquez, y se la envié por fax preguntándole si no le molestaba que la publicara. Una secretaria me respondió diciendo que él no lo recordaba, pero que le gustaba. Por eso aquí está, aunque muchos años después.
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