El dilema: ¿la normalización de la lengua solo puede existir en la escritura?
Español global.Ilustración de Fernando Vicente./elpais.com |
Supremacía de la redacción
Por Fabio Morábito
Empezaría por poner en duda la existencia de los idiomas nacionales,
entendidos como realidades compactas e inamovibles. Apenas lo miramos de
cerca, un idioma nacional se fragmenta en lenguas y dialectos
que se subdividen a su vez en hablas locales. En cada caso, además del
acento, vemos cambios en los nombres de los alimentos, de las prendas de
vestir, de los utensilios domésticos, de los juegos y de las
diversiones, todo lo cual dificulta la comunicación, pero también, si se
quiere, la estimula. En este sentido, el llamado español global me
parece una entelequia todavía mayor que los españoles nacionales. Ni
siquiera la televisión, que ha sido siempre un potente factor de
homogeneización lingüística, escapa a la ley de la proliferación
incesante de localismos, modismos, jergas y demás usos puntuales y a
menudo efímeros (y no por efímeros menos significativos) en los cuales
se sustenta cualquier lengua viva.
El español global sólo puede existir en la escritura, como estilo
literario. Su optimismo comunicativo sólo puede plasmarse de esa forma.
De hecho, existe así. No es de sorprender, porque toda escritura
representa cierta normalización del habla y conlleva su potencial
globalización. Las revistas de las aerolíneas, para citar un caso, están
redactadas en ese estilo global. Dije redactadas, no escritas. El
verdadero problema lingüístico actual, en mi opinión, no es la
globalización idiomática, sino la gradual supremacía de la redacción
sobre la escritura, tanto en ámbitos frívolos como eruditos, un problema
que habría que atacar desde la escuela. Mientras la escritura tiene su
semilla en el uso oral del lenguaje, y de él se nutre, la redacción nace
con una sordera crónica, desligada de los movimientos íntimos del
habla, a la que sin embargo remeda groseramente, y de ahí su éxito y
propagación inmensa, desde las revistas de avión hasta las académicas.
La metáfora de la vida
Por Javier Sampedro
Los biólogos
estamos acostumbrados a apoyarnos en metáforas lingüísticas, y ya es
hora de devolver el favor. Como el lenguaje, la vida se propaga y se
bifurca sin cesar en reinos, filos, clases, órdenes, familias, géneros,
especies y razas formando una maraña inabarcable donde todo parece
valer, desde la exuberante cola del pavo real hasta el ojo escueto del
águila, que posee mecanismos para corregir las aberraciones de su lente
que han inspirado a generaciones de ingenieros, y desde las cien
neuronas contadas del gusano hasta la orgía de complejidad y enredo del
cerebro humano, en una explosión de pluralidad ante la que dan ganas de
tirar la toalla y descartar esta materia por incognoscible.
Pero, como la lingüística, la biología nació como ciencia y ha podido
progresar gracias al reconocimiento de sus principios generales: que
toda la vida está hecha de células que provienen por división de otras
células; que a toda subyace el mismo metabolismo central, una red de
compuestos y reacciones que, por otra parte, tiene tanto sentido como
pueda tener un producto de la historia; que toda vida está basada en
moléculas autorreplicantes que saben sacar copias de sí mismas y
propagar así la información una generación tras otra de forma
independiente de los caprichos de la existencia; y el principio más
general: que nada tiene sentido sino a la luz de la evolución, y que
entender algo equivale a entender su origen y los principios de su
construcción. No voy a dirigirles a través de la metáfora —es seguro que
ustedes ya lo habrán hecho a medida que leían—, pero sí ofreceré una
coda: por mucho que nos guste reconocernos en nuestra irreproducible
diversidad, siempre necesitaremos un español estándar para entendernos, y
para que nos entiendan los estudiantes de español para extranjeros.
Salgan del cascarón y hablen claro, que hay niños escuchando.
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