El autor francés investiga sobre la luz incierta de sus orígenes, allí donde todo se derrumba. Descubrimos que París siempre fue para él algo interior
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Me recuerda al pintor Hammeshøi, que pintó una y otra vez
habitaciones desocupadas, todas muy distintas. Me gusta mucho que sea
tan obsesivo y que simule que escribe siempre el mismo libro. En Patrick Modiano
todo sucede en el pasado, lo que nos confirma que el pasado no está
muerto, y ni siquiera es pasado, y nunca termina de pasar. ¿Y el
presente? En Modiano el presente es un punto de vista impasible, más
bien un estilo imperturbable.
Todo
sucede en ese pasado que no acaba de pasar y donde uno puede perderse
fácilmente mientras busca algún mínimo atisbo de su verdadera identidad.
A nadie se le escapa que no hay una sola familia en el mundo que, por
poco que pueda remontarse a cuatro generaciones, no pretenda tener
derecho sobre algún título en desuso, o sobre alguna propiedad de sus
antepasados. Son derechos improbables que halagan la imaginación. Y sin
embargo —decía Stevenson, citado por Modiano al comienzo de Remise de peine—,
los derechos que un hombre tiene sobre su propio pasado son aún más
precarios. Es precisamente esa precariedad la espina dorsal de toda la
obra de Modiano: la obra de alguien que, aun consciente de la
precariedad de sus derechos sobre el pasado, investiga sobre la luz
incierta de sus orígenes, allí donde todo se derrumba, donde todo
vacila… Eso hace de este autor un artista muy potente pero a la vez
frágil, alguien que se mueve en un perpetuo muelle de brumas y que gira
siempre sobre el vacío. De ahí que a veces quedemos hechizados, sin
saber en qué punto exacto del muelle nos encontramos. En todos sus
libros lo que nos anima a seguir es el misterio de su estilo, mientras
lo tenebroso parece definirse de un modo lento, lo que puede producir
momentos de desaliento en nuestra percepción de lo que sucede, como si
condujéramos un bólido muy parsimonioso y sin ninguna visibilidad y sin
saber si estamos al borde de una barranco o de una autopista. Pero eso
le da a todo un toque incierto y atractivo, como si fuéramos por el
callejón de La Croix-Jarry, ese lugar terrible que le señaló su amigo
Queneau, uno de sus primeros protectores: un callejón sin salida que
casi nadie conocía en París, situado en lo más recóndito del distrito
XIII, entre el muelle de la Gare y las vías de Austerlitz.
Al acordarme del callejón, he recordado de inmediato el día en que
discutimos con José Carlos Llop y otros amigos sobre si leer a Modiano
era de izquierdas o de derechas.
—Señor Modiano —le asaltamos finalmente una mañana en París—, no habla usted mucho de política.
—Es que es peligrosa para un escritor. La política no es más que una
torpe simplificación de las cosas. El escritor trabaja justamente de la
forma opuesta; trata de mostrar lo oculto, la complejidad.
Cuando se fue, imaginamos que volvía a su callejón de La Croix-Jarry,
a seguir buscando el rastro de la luz incierta de sus orígenes. Y sólo
entonces descubrimos que se movía por un París intemporal, que París
había sido siempre para él siempre algo interior, el horror y la
compasión que cruzan por sus historias, el vacío, la ausencia del padre,
el enigma de las películas dobladas, el mundo de la traición, la voz de
Arletty, la infinita extrañeza de la luz del mediodía, el amor. Y
llorar toda la noche en Carroll’s, ¿no?
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