Osvaldo Soriano. Novelista de gran popularidad y columnista brillante, dosificaba el toque humorístico, la emoción y el suspenso. Ñ presenta una colección de diez libros imperdibles
Osvaldo Soriano, autor argentino de Triste, solitario y final./revista Ñ |
Fue en 1983 y el día anterior había terminado la dictadura
militar comenzada en el año 1976. Paradójicamente –el país recién
comenzaba para mí–, la novela se llamaba Triste, solitario y final
. Yo había divisado el ejemplar con varios meses de anterioridad, una
madrugada, quizás a las tres o cuatro de la mañana, en la Librería
Hernández, que no me acuerdo si abría durante toda la noche, pero seguro
cuando salí de La Giralda, luego de tomar un chocolate a la canela con
un chorro de ginebra, en un junio frío como una mala noticia a punto de
morir. Era de la editorial Bruguera, en cuyo catálogo confiaba. Pero no
me decidía a comprarlo.
Yo no había leído a Chandler todavía, ni
me llamaban especialmente la atención Laurel ni Hardy, los tres
protagonistas de la trama. Doble mérito, el de Soriano, en dejarme
sentado hasta que la terminé, con una sola pausa para pasar del bar El
Foro a la pizzería Güerrín, ya en el calor de ese diciembre delirante,
con hippies en el Obelisco y militantes de la nada en todas partes, sin
que yo conociera las referencias fundamentales de su heterodoxa y devota
novela negra.
El soplo de aire fresco llegó por todos los
costados: un autor podía ser entretenido y publicar en Bruguera.
Soriano, como Tévez, no había sido convocado al seleccionado del Boom,
pero portaba una cantidad de novedades que me resultaban tan
estimulantes como el descubrimiento de ese capítulo canónico
latinoamericano: valía escribir una novela vertiginosa, atrapante como
las historietas que más me gustaban; se podía ser argentino y escribir
sobre cualquier cosa, sin rituales porteños ni obligaciones telúricas;
era en cierto modo un progresista que podía mencionar a Norteamérica, no
sólo sin meterse los dedos en la garganta sino incluso celebrando su
libertad y a sus artistas. Hollywood no debía ser invariablemente un
monstruo a derrotar. Este manojo de herejías fue el que me llevó a
sumergirme, apenas semanas después, en el fangal argentino de No habrá más penas ni olvido
. Quizá la más lúcida reflexión involuntaria que yo haya leído sobre
las insensateces peronistas. Precisamente más efectiva por su renuncia a
explicarlo.
Es un enigma que comparte con el universo el mérito de no tener respuesta, diría Somerset Maugham, en su novela The Moon and Sixpence
, en 1919. Soriano lo entendió tan temprano como en 1978, y por eso en
lugar de buscar respuestas escribió una novela brutal y cómica, que
causó cierta incomodidad con su violencia de ficción, en aquel año
espeluznante, por la temeridad de reírse con el absurdo peronista
durante una dictadura que había desplazado del poder a ese partido.
Podemos decir con la calma perspectiva del tiempo que No habrá más penas ni olvido
era tan catártica y reconfortante, en tanto acompaña nuestro
desconcierto sobre el hecho político más determinante y duradero de
nuestro país, y nos permite reírnos y entretenernos, cuando se publicó
como hoy mismo. Criticar a Soriano por reírse de los peronistas del 73
en el 78, me recuerda las alarmadas críticas a Los tres chiflados
en ese mismo año por recurrir a la violencia como forma de humor en
sus episodios… El origen de la violencia no era Videla… sino Los tres chiflados
. La tragedia no era cómo se habían masacrado unos a otros los
peronistas… sino que Soriano aludiera al tema en una novela.
Recientemente nuestro McLuhan regional, Nicolás Maduro, también culpó al
Hombre Araña de la violencia que asuela a Venezuela. Supongo que La
Mujer Maravilla será la responsable de la escasez de papel higiénico.
Entre sus muchas virtudes –mitigar la pena, reducir el olvido–, el pulp
argentino de Soriano nos legó una frase que algunas fuentes le asignan
al boxeador Gatica: “Yo nunca me metí en política: siempre fui
peronista”. Epigrama que escucharemos, traducido al idioma del
oportunismo contemporáneo, entonado por las oleadas de funcionarios y
comisarios culturales del movimiento K que se pasarán a las filas del
nuevo peronista a cargo de los ticket canasta. El aguafuerte de Soriano
que cierra su imprescindible Artistas, locos y criminales , es
sobre Gatica, pero no pone en su boca la ya célebre definición. Yo la
conocí gracias a Soriano. Para mí siempre será el autor que, haya o no
inventado esa frase de precisión que es lo más cercano a lo exacto que
permite la política, la hizo famosa, como el vino a San Juan.
En
sus crónicas, Soriano sabía mantener la compostura sin perder la gracia.
Su descripción del Operativo Dorrego la he leído, no sé, una docena de
veces. “Aunque parezca insólito, el ejército y la juventud peronista más
radicalizada se unieron a mediados de 1973 para realizar un trabajo
‘social’ más o menos inútil del que hoy pocos quieren acordarse”,
prologa el propio escritor en una de las tantas reediciones de Artistas, locos y criminales
, donde cada crónica es antecedida por unos breves párrafos en
bastardilla, que contextualizan. Lo que se lee a continuación es un
fresco alucinante del operativo conjunto, en beneficio de los afectados
por las inundaciones en Pehuajó, entre el Ejército y los Montoneros. Si
no hubieran muerto luego miles de esos militantes torturados y violadas
por los represores al servicio de sus furtivos camaradas militares de
acción social, este relato sería un exponente brillante del sainete a lo
Payró. Sólo he accedido a una viñeta igual de reveladora: cuando en el
insuperable Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso, los
prisioneros Montoneros comentan con los celadores de las catacumbas que
ambos, carceleros y Montoneros, coinciden en el nacionalismo y en un
plan económico anti-liberal.
La narración plúmbea y certera de
Soriano sobre el día en que mataron a Rucci, con la víspera de la
elección de Perón por más del 60 % y el inmediato alud de muerte que
comienza a formarse la noche después del asesinato, es uno de los
resúmenes más eficaces para contar la historia de este país entre la
debacle del régimen peronista y el golpe. Logró la alquimia de un
análisis político quirúrgico en una prosa despojada y vital.
Después vinieron los géneros poco transitados en la narrativa argentina: el espía de El ojo la patria , que homenajea a John Le Carré; la alegoría política impiadosa en A sus plantas rendido un león
. Siempre insolente, sorpresivo, corriéndose de cualquier sendero donde
su propio prestigio lo pudiera situar. Siempre exitoso. Porque otro
dato refrescante de Soriano es que sus libros se vendían
invariablemente. Ni siquiera pasaba por el trance de quejarse de ese
mito homérico… El Mercado. Curiosamente, pareciera que parte del examen
que un narrador debe rendir para recibirse de escritor es soltar alguna
salva contra el intercambio de historias por dinero. Soriano realizaba
este negocio alegremente, y no emitía pagarés de culpa al respecto.
Descollaba
en otras asignaturas del oficio: ser capaz de hacer reír, de conmover,
de convocar al suspenso, de mantenernos en vilo hasta la última línea,
de ofrecer un punto de vista inusual. Desde la década del noventa hasta
ahora, estos dones fueron a menudo considerados meras frivolidades en
los cenáculos del minimalismo, el estructuralismo, el vanguardismo, y el
“unomismo”.
Se sabe de Soriano, por su propia pluma, que era
noctámbulo y adoraba a los gatos. Fumaba habanos. Había transitado las
redacciones de varios diarios argentinos; conocía los chismes de esos
pasillos ametrallados por el tecleo de las máquinas de escribir. No me
lo crucé nunca; aunque trabajamos en algún mismo diario y alguna que
otra editorial, siempre que yo llegaba, él ya se había ido.
Durante
muchos años sólo pude escribir de día; y me he mantenido lo más lejos
que pude de todo tipo de mascotas. Sin embargo, ya alcanzando la primera
cincuentena, la suerte me ha condenado a convivir con un gato negro y,
debido a la variedad y cantidad de ocupaciones, a menudo me encuentro
escribiendo a cualquier hora de la noche, como en este mismo momento.
Quizás en homenaje a Soriano. Después de todo, no es improbable que a su
acierto de titular con frases de tangos, le deba el título de mi última
novela, el policial Las nieves del tiempo.
De las crónicas a la mitología
Periodismo. Para Soriano escribir era un acto con algo de aventura, tramado entre el anecdotario de las redacciones y la picardía sabedora de la calle.
Juan José Becerra
La figura de Osvaldo Soriano que acompañó los libros de Osvaldo
Soriano, como tantas otras que tuvieron un mismo modo de operar pero no
su éxito, se formó a fines de los años 70 y principios de los 80 bajo el
amparo de un sistema de nombres y lugares.
Esos lugares (la
redacción de La Opinión, París, Roma) y esos nombres (Jacobo Timerman,
Italo Calvino, Julio Cortázar, Juan Gelman, etc) fueron el soporte de
una mitología personal de perfiles melancólicos que fue la marca de
cierto periodismo literario de la época. En el caso de Soriano, la
emergencia de su obra se extendió sobre una ancha línea de sombra,
cursando todos los registros del drama civil, desde el exilio al regreso
del exilio, y estacionándose generalmente en las formas de la crónica y
la novela de motivos nacionales.
Soriano trabajó como periodista del diario La Opinión entre mayo de 1971 y mediados de 1974.
Artistas, locos y criminales
, la antología de crónicas publicada por Bruguera en 1983, es el
resumen de aquella primera etapa. En esa selección, realizada por el
propio Soriano, no deja de latir un cierto enrarecimiento. Todos los
textos tienen un prólogo del autor (además de un prólogo inicial,
también del autor, que vale para todo el libro), de los que se va
descargando en cuentagotas una autobiografía de tonos melancólicos,
inspirada en un pasado que se fue pero, sin embargo, está volviendo con
los primeros brotes de la democracia. Los viajes por el mundo, las
aventuras de redacción, las amistades literarias y el destierro se
extienden a modo de anecdotario, una debilidad de Soriano que lo
convierte en un personaje añorado por sus amigos.
En esa cultura
del prologuismo se filtra una revelación importante sobre su estadía en
La Opinión: “el paso por ese diario fue, para mí, una suerte de
entrenamiento literario. Un laboratorio donde tracé los borradores de mi
primera novela, Triste, solitario y final (en el artículo “El error de hacer reír y en otros”) y me acerqué al estilo despojado de la segunda, No habrá más penas ni olvido (con los artículos sobre el caso Robledo Puch, el asesinato de Rucci y la fiebre del oro)”.
En
esa breve temporada, Soriano encuentra las herramientas básicas de su
obra: el gusto por la comedia y el deber de la concisión. Deja de lado,
como era de prever, un instrumento consagrado por La Opinión (y por la
obra de Manuel Puig) en su sección Historia de vida, en la que los
redactores debían reconstruir la voz de sus entrevistados.
Por lo
común de sus recorridos laborales, podría confundirse la literatura de
Soriano con la de Roberto Arlt. Nada hay más alejado de uno que el otro.
Arlt se formó en la lectura de la literatura “grande” (los novelistas
rusos), mientras que a Soriano debería emparentárselo con Gabriel García
Márquez y la escuela del escritor formado en las prácticas del
periodismo, es decir en lo que se conoce no siempre despectivamente como
oficio.
Para Soriano, escribir es un acto que se produce mitad
en el escritorio de la redacción y mitad en la calle, adonde por lo
general se llega tarde, y tiene algo de experiencia aventurera, sed de
desciframiento y riesgo físico, un protocolo que durante mucho tiempo
estableció alguna similitud entre el periodista y el investigador
policial.
Así y todo –quizás por eso mismo– las crónicas de
Soriano son intencionadamente literarias en el sentido de lo que el
lector común espera de la literatura: una sensibilidad más que un arte.
Esa facultad, la de sentir como un escritor, es lo que le da a sus
crónicas una carga de romanticismo que muchas veces desplaza, si es que
no lo elimina, el valor del testimonio.
El abecé del romanticismo
se aplica a todos los géneros, incluyendo las crónicas de fútbol, que
siempre parecen alejarse de manera dramática de su objeto. Declarado
amante del fútbol, Soriano evita comentar el juego y se inclina por la
mirada retrospectiva, de la que rescata el pasado mitológico mediante la
anécdota, partícula elemental de su estilo. Ocurre en sus memorias de
Míster Peregrino Fernández, en El penal más largo del mundo
(donde coquetea con uno de sus recursos preferidos: la hipérbole) y en
la historia de vida de Obdulio Varela, pero también en su crónica del
repechaje entre Argentina y Australia de 1993, publicado en Página 12,
donde se desentiende de la información del partido para concentrarse en
Maradona, quien ya entonces no era un futbolista sino un mito viviente
(Soriano lo llama “monumento”).
En sus historias clásicas sobre
el asesinato de José Ignacio Rucci, las masacres de Robledo Puch o la
muerte de Gatica, todos los pormenores de la composición se delegan en
la autoridad de quien va a contar. Esa autoridad es, por lo general,
como ocurre con las evocaciones futbolísticas, la del recuerdo. Escribir
una crónica, para Soriano, es un acto independiente de la historia
“real” en que se inspira y, sobre todo, independiente de su actualidad.
Podría
hablarse de una crónica del anacronismo. No hay diferencia entre estar o
no estar donde ocurren los hechos. La posición del que escribe siempre
es literaria. Consiste en inventar lo que se vive y en vivir lo que se
inventa. No hay hecho, por remoto que sea, que no se pueda reconstruir
en un escritorio.
Osvaldo Soriano, básico
Buenos Aires, 1943-1997. Escritor y periodista.
De joven vivió en distintos pueblos, con una larga temporada en Tandil. A
los 26 años se trasladó a Buenos Aires y empezó a trabajar como
periodista, en una relación amorosa con el oficio nunca interrumpida. En
1973 publicó su primera novela, “Triste, solitario y final”, uno de sus
libros emblemáticos. Otros libros suyos leídos por miles de lectores
son “No habrá más penas ni olvido” y “La hora sin sombra”. Se editaron
también varios volúmenes con su obra periodística y ensayística, además
de cuentos dispersos.
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