4.10.14

Una prosa noctámbula, despojada y vital

Osvaldo Soriano. Novelista de gran popularidad y columnista brillante, dosificaba el toque humorístico, la emoción y el suspenso. Ñ presenta una colección de diez libros imperdibles
Osvaldo Soriano, autor argentino de Triste, solitario y final./revista Ñ



Fue en 1983 y el día anterior había terminado la dictadura militar comenzada en el año 1976. Paradójicamente –el país recién comenzaba para mí–, la novela se llamaba Triste, solitario y final . Yo había divisado el ejemplar con varios meses de anterioridad, una madrugada, quizás a las tres o cuatro de la mañana, en la Librería Hernández, que no me acuerdo si abría durante toda la noche, pero seguro cuando salí de La Giralda, luego de tomar un chocolate a la canela con un chorro de ginebra, en un junio frío como una mala noticia a punto de morir. Era de la editorial Bruguera, en cuyo catálogo confiaba. Pero no me decidía a comprarlo.
Yo no había leído a Chandler todavía, ni me llamaban especialmente la atención Laurel ni Hardy, los tres protagonistas de la trama. Doble mérito, el de Soriano, en dejarme sentado hasta que la terminé, con una sola pausa para pasar del bar El Foro a la pizzería Güerrín, ya en el calor de ese diciembre delirante, con hippies en el Obelisco y militantes de la nada en todas partes, sin que yo conociera las referencias fundamentales de su heterodoxa y devota novela negra.
El soplo de aire fresco llegó por todos los costados: un autor podía ser entretenido y publicar en Bruguera. Soriano, como Tévez, no había sido convocado al seleccionado del Boom, pero portaba una cantidad de novedades que me resultaban tan estimulantes como el descubrimiento de ese capítulo canónico latinoamericano: valía escribir una novela vertiginosa, atrapante como las historietas que más me gustaban; se podía ser argentino y escribir sobre cualquier cosa, sin rituales porteños ni obligaciones telúricas; era en cierto modo un progresista que podía mencionar a Norteamérica, no sólo sin meterse los dedos en la garganta sino incluso celebrando su libertad y a sus artistas. Hollywood no debía ser invariablemente un monstruo a derrotar. Este manojo de herejías fue el que me llevó a sumergirme, apenas semanas después, en el fangal argentino de No habrá más penas ni olvido . Quizá la más lúcida reflexión involuntaria que yo haya leído sobre las insensateces peronistas. Precisamente más efectiva por su renuncia a explicarlo.
Es un enigma que comparte con el universo el mérito de no tener respuesta, diría Somerset Maugham, en su novela The Moon and Sixpence , en 1919. Soriano lo entendió tan temprano como en 1978, y por eso en lugar de buscar respuestas escribió una novela brutal y cómica, que causó cierta incomodidad con su violencia de ficción, en aquel año espeluznante, por la temeridad de reírse con el absurdo peronista durante una dictadura que había desplazado del poder a ese partido.
Podemos decir con la calma perspectiva del tiempo que No habrá más penas ni olvido era tan catártica y reconfortante, en tanto acompaña nuestro desconcierto sobre el hecho político más determinante y duradero de nuestro país, y nos permite reírnos y entretenernos, cuando se publicó como hoy mismo. Criticar a Soriano por reírse de los peronistas del 73 en el 78, me recuerda las alarmadas críticas a Los tres chiflados en ese mismo año por recurrir a la violencia como forma de humor en sus episodios… El origen de la violencia no era Videla… sino Los tres chiflados . La tragedia no era cómo se habían masacrado unos a otros los peronistas… sino que Soriano aludiera al tema en una novela. Recientemente nuestro McLuhan regional, Nicolás Maduro, también culpó al Hombre Araña de la violencia que asuela a Venezuela. Supongo que La Mujer Maravilla será la responsable de la escasez de papel higiénico. Entre sus muchas virtudes –mitigar la pena, reducir el olvido–, el pulp argentino de Soriano nos legó una frase que algunas fuentes le asignan al boxeador Gatica: “Yo nunca me metí en política: siempre fui peronista”. Epigrama que escucharemos, traducido al idioma del oportunismo contemporáneo, entonado por las oleadas de funcionarios y comisarios culturales del movimiento K que se pasarán a las filas del nuevo peronista a cargo de los ticket canasta. El aguafuerte de Soriano que cierra su imprescindible Artistas, locos y criminales , es sobre Gatica, pero no pone en su boca la ya célebre definición. Yo la conocí gracias a Soriano. Para mí siempre será el autor que, haya o no inventado esa frase de precisión que es lo más cercano a lo exacto que permite la política, la hizo famosa, como el vino a San Juan.
En sus crónicas, Soriano sabía mantener la compostura sin perder la gracia. Su descripción del Operativo Dorrego la he leído, no sé, una docena de veces. “Aunque parezca insólito, el ejército y la juventud peronista más radicalizada se unieron a mediados de 1973 para realizar un trabajo ‘social’ más o menos inútil del que hoy pocos quieren acordarse”, prologa el propio escritor en una de las tantas reediciones de Artistas, locos y criminales , donde cada crónica es antecedida por unos breves párrafos en bastardilla, que contextualizan. Lo que se lee a continuación es un fresco alucinante del operativo conjunto, en beneficio de los afectados por las inundaciones en Pehuajó, entre el Ejército y los Montoneros. Si no hubieran muerto luego miles de esos militantes torturados y violadas por los represores al servicio de sus furtivos camaradas militares de acción social, este relato sería un exponente brillante del sainete a lo Payró. Sólo he accedido a una viñeta igual de reveladora: cuando en el insuperable Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso, los prisioneros Montoneros comentan con los celadores de las catacumbas que ambos, carceleros y Montoneros, coinciden en el nacionalismo y en un plan económico anti-liberal.
La narración plúmbea y certera de Soriano sobre el día en que mataron a Rucci, con la víspera de la elección de Perón por más del 60 % y el inmediato alud de muerte que comienza a formarse la noche después del asesinato, es uno de los resúmenes más eficaces para contar la historia de este país entre la debacle del régimen peronista y el golpe. Logró la alquimia de un análisis político quirúrgico en una prosa despojada y vital.
Después vinieron los géneros poco transitados en la narrativa argentina: el espía de El ojo la patria , que homenajea a John Le Carré; la alegoría política impiadosa en A sus plantas rendido un león . Siempre insolente, sorpresivo, corriéndose de cualquier sendero donde su propio prestigio lo pudiera situar. Siempre exitoso. Porque otro dato refrescante de Soriano es que sus libros se vendían invariablemente. Ni siquiera pasaba por el trance de quejarse de ese mito homérico… El Mercado. Curiosamente, pareciera que parte del examen que un narrador debe rendir para recibirse de escritor es soltar alguna salva contra el intercambio de historias por dinero. Soriano realizaba este negocio alegremente, y no emitía pagarés de culpa al respecto.
Descollaba en otras asignaturas del oficio: ser capaz de hacer reír, de conmover, de convocar al suspenso, de mantenernos en vilo hasta la última línea, de ofrecer un punto de vista inusual. Desde la década del noventa hasta ahora, estos dones fueron a menudo considerados meras frivolidades en los cenáculos del minimalismo, el estructuralismo, el vanguardismo, y el “unomismo”.
Se sabe de Soriano, por su propia pluma, que era noctámbulo y adoraba a los gatos. Fumaba habanos. Había transitado las redacciones de varios diarios argentinos; conocía los chismes de esos pasillos ametrallados por el tecleo de las máquinas de escribir. No me lo crucé nunca; aunque trabajamos en algún mismo diario y alguna que otra editorial, siempre que yo llegaba, él ya se había ido.
Durante muchos años sólo pude escribir de día; y me he mantenido lo más lejos que pude de todo tipo de mascotas. Sin embargo, ya alcanzando la primera cincuentena, la suerte me ha condenado a convivir con un gato negro y, debido a la variedad y cantidad de ocupaciones, a menudo me encuentro escribiendo a cualquier hora de la noche, como en este mismo momento. Quizás en homenaje a Soriano. Después de todo, no es improbable que a su acierto de titular con frases de tangos, le deba el título de mi última novela, el policial Las nieves del tiempo.

 De las crónicas a la mitología 

Periodismo. Para Soriano escribir era un acto con algo de aventura, tramado entre el anecdotario de las redacciones y la picardía sabedora de la calle.
 Juan José Becerra

La figura de Osvaldo Soriano que acompañó los libros de Osvaldo Soriano, como tantas otras que tuvieron un mismo modo de operar pero no su éxito, se formó a fines de los años 70 y principios de los 80 bajo el amparo de un sistema de nombres y lugares.
Esos lugares (la redacción de La Opinión, París, Roma) y esos nombres (Jacobo Timerman, Italo Calvino, Julio Cortázar, Juan Gelman, etc) fueron el soporte de una mitología personal de perfiles melancólicos que fue la marca de cierto periodismo literario de la época. En el caso de Soriano, la emergencia de su obra se extendió sobre una ancha línea de sombra, cursando todos los registros del drama civil, desde el exilio al regreso del exilio, y estacionándose generalmente en las formas de la crónica y la novela de motivos nacionales.
Soriano trabajó como periodista del diario La Opinión entre mayo de 1971 y mediados de 1974.
Artistas, locos y criminales , la antología de crónicas publicada por Bruguera en 1983, es el resumen de aquella primera etapa. En esa selección, realizada por el propio Soriano, no deja de latir un cierto enrarecimiento. Todos los textos tienen un prólogo del autor (además de un prólogo inicial, también del autor, que vale para todo el libro), de los que se va descargando en cuentagotas una autobiografía de tonos melancólicos, inspirada en un pasado que se fue pero, sin embargo, está volviendo con los primeros brotes de la democracia. Los viajes por el mundo, las aventuras de redacción, las amistades literarias y el destierro se extienden a modo de anecdotario, una debilidad de Soriano que lo convierte en un personaje añorado por sus amigos.
En esa cultura del prologuismo se filtra una revelación importante sobre su estadía en La Opinión: “el paso por ese diario fue, para mí, una suerte de entrenamiento literario. Un laboratorio donde tracé los borradores de mi primera novela, Triste, solitario y final (en el artículo “El error de hacer reír y en otros”) y me acerqué al estilo despojado de la segunda, No habrá más penas ni olvido (con los artículos sobre el caso Robledo Puch, el asesinato de Rucci y la fiebre del oro)”.
En esa breve temporada, Soriano encuentra las herramientas básicas de su obra: el gusto por la comedia y el deber de la concisión. Deja de lado, como era de prever, un instrumento consagrado por La Opinión (y por la obra de Manuel Puig) en su sección Historia de vida, en la que los redactores debían reconstruir la voz de sus entrevistados.
Por lo común de sus recorridos laborales, podría confundirse la literatura de Soriano con la de Roberto Arlt. Nada hay más alejado de uno que el otro. Arlt se formó en la lectura de la literatura “grande” (los novelistas rusos), mientras que a Soriano debería emparentárselo con Gabriel García Márquez y la escuela del escritor formado en las prácticas del periodismo, es decir en lo que se conoce no siempre despectivamente como oficio.
Para Soriano, escribir es un acto que se produce mitad en el escritorio de la redacción y mitad en la calle, adonde por lo general se llega tarde, y tiene algo de experiencia aventurera, sed de desciframiento y riesgo físico, un protocolo que durante mucho tiempo estableció alguna similitud entre el periodista y el investigador policial.
Así y todo –quizás por eso mismo– las crónicas de Soriano son intencionadamente literarias en el sentido de lo que el lector común espera de la literatura: una sensibilidad más que un arte. Esa facultad, la de sentir como un escritor, es lo que le da a sus crónicas una carga de romanticismo que muchas veces desplaza, si es que no lo elimina, el valor del testimonio.
El abecé del romanticismo se aplica a todos los géneros, incluyendo las crónicas de fútbol, que siempre parecen alejarse de manera dramática de su objeto. Declarado amante del fútbol, Soriano evita comentar el juego y se inclina por la mirada retrospectiva, de la que rescata el pasado mitológico mediante la anécdota, partícula elemental de su estilo. Ocurre en sus memorias de Míster Peregrino Fernández, en El penal más largo del mundo (donde coquetea con uno de sus recursos preferidos: la hipérbole) y en la historia de vida de Obdulio Varela, pero también en su crónica del repechaje entre Argentina y Australia de 1993, publicado en Página 12, donde se desentiende de la información del partido para concentrarse en Maradona, quien ya entonces no era un futbolista sino un mito viviente (Soriano lo llama “monumento”).
En sus historias clásicas sobre el asesinato de José Ignacio Rucci, las masacres de Robledo Puch o la muerte de Gatica, todos los pormenores de la composición se delegan en la autoridad de quien va a contar. Esa autoridad es, por lo general, como ocurre con las evocaciones futbolísticas, la del recuerdo. Escribir una crónica, para Soriano, es un acto independiente de la historia “real” en que se inspira y, sobre todo, independiente de su actualidad.
Podría hablarse de una crónica del anacronismo. No hay diferencia entre estar o no estar donde ocurren los hechos. La posición del que escribe siempre es literaria. Consiste en inventar lo que se vive y en vivir lo que se inventa. No hay hecho, por remoto que sea, que no se pueda reconstruir en un escritorio.

Osvaldo Soriano, básico

Buenos Aires, 1943-1997. Escritor y periodista.

De joven vivió en distintos pueblos, con una larga temporada en Tandil. A los 26 años se trasladó a Buenos Aires y empezó a trabajar como periodista, en una relación amorosa con el oficio nunca interrumpida. En 1973 publicó su primera novela, “Triste, solitario y final”, uno de sus libros emblemáticos. Otros libros suyos leídos por miles de lectores son “No habrá más penas ni olvido” y “La hora sin sombra”. Se editaron también varios volúmenes con su obra periodística y ensayística, además de cuentos dispersos.

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