El rechazo del Nobel por parte de Jean Paul Sartre desencadenó polémica y frustración
Jean Paul Sartre. /Henri Cartier-Bresson/elpais.com |
Estuve en Barcelona visitando “un ágora de reflexión y debate” cuyo
nombre voy a dejar que adivinen. Acudí de incógnito, circunspecto y
mirando a todas partes (Sisiberto Gairebé, mi alarmista topo in situ, me había advertido de posibles ataques a mi persona a cargo de incontrolados provistos de sprays
de gas pimienta), pero me empapé de lo que allí se mostraba y decía.
Hubo de (casi) todo, menos moqueta. Hubo también poco público (no había
aforadores), y la prensa dedicó escaso y desganado espacio al evento,
pero tengo que reconocer que los pequeños editores se mostraban
satisfechos de los contactos con sus clientes. Hablé con ellos y con
bastantes libreros —dentro y fuera del hermoso, pero muy reformable,
pabellón Metalúrgico— sobre la situación del mercado del libro, a
resultas de lo cual me entró un ataque de ansiedad que tuve que repeler
temporalmente con uno de los inhibidores selectivos de recaptación de
serotonina que, precavidamente, llevo en el bolsillo desde principios
del Rajoyato. Las librerías españolas no andan bien, supongo
que se habrán dado cuenta. A los problemas estructurales del sector se
han añadido los derivados de una prolongada crisis económica. Y luego,
como un cáncer, está la piratería, que nadie combate en serio. Al
contrario de lo que sucede en Francia, donde el libro y la edición son
asunto de Estado (y no sólo del sector), y las librerías, templos laicos
que hay que cuidar y preservar, en el Ministerio de Wert y Lassalle
(aquel secretario de Estado al que los socialdemócratas recibieron con
los brazos abiertos, jua, jua) siguen mirando a otra parte, como si para ellos la realidad no fuera más que spam. Pueden ponerse muchos ejemplos: en los mismos días en que se publicaban dos platos fuertes de la rentrée —Así empieza lo malo, de Marías, y El umbral de la eternidad, de Follett,
ambos del mismo grupo editorial— ya podían encontrarse gratis en la Red
y dispuestos para adaptarse a todo tipo de sistemas y soportes. Y hay
más: la velocidad de rotación de los libros está aumentando
exponencialmente (hay novedades que aguantan sólo una quincena) y las
devoluciones se multiplican. Los libreros precisan espacio para hacer
frente a la agobiante dictadura de la novedad y tienden a prescindir del
fondo, una decisión suicida que, en mi opinión, contribuye a imprimir
velocidad de vértigo al sistema y a desposeer a la librería de su razón
de ser; sobre todo en un país en el que los encargos librescos no
funcionan con la rapidez requerida, lo que acaba desmotivando al posible
consumidor. En cuanto a la angustia que todo lo expuesto pueda
producir, tengo que decir que aún más eficaz que el inhibidor de
recaptación de serotonina resultó ser la lectura de Ansiedad, de Scott Stossel (Seix Barral),
uno de esos libros repletos de experiencias autobiográficas y erudición
blanda que divierten mucho más que los silencios del psicoanalista
cuando uno está tendido en el diván, o que 20 prospectos de
benzodiazepinas cuando el sujeto ha decidido darle puerta a la cura de
la palabra y medicalizar su angustia (con el consiguiente beneficio de
las big pharmas).Y es que para las cuitas de cada cual
sigue funcionando —según el principio clave de la novela picaresca— el
ejemplo de quien también las padeció, sobre todo si es capaz de contarlo
con humor.
Nobel
Cuando alguien —si es que tal cosa sucede— esté leyendo estas líneas ya se habrá hecho público el nombre del premio Nobel de Literatura
correspondiente a 2014. Mientras las escribo aumentan las apuestas
acerca de su posible identidad, la mayoría bastante despistadas, a
juzgar por la fotocopia de cierto papelillo que se cayó del portafolio
de Peter Englund y que mi topo en la Svenska Akademien me ha vendido a
precio de kilo de Beluga, disculpen la sinécdoque. En todo caso,
comprenderán que no quiera echarles a perder el despliegue a las chicas y
chicos de la sección de Cultura, de modo que los improbables que
quieran comprobar la exactitud de mis fuentes deberán buscar el nombre
criptografiado en este texto, según una original combinatoria
(proporcionada por un testaferro de Oriol Pujol) que el curioso deberá
descubrir. Por lo demás, lo que verdaderamente me viene a la memoria
estos días no es tanto el premio como el recuerdo de un rechazo. El 22
de octubre de 1964 —para todo hay siempre un aniversario—, la Academia
Sueca premiaba a Jean Paul Sartre
por una obra que “por el espíritu de libertad y la búsqueda de la
verdad que testimonia ha ejercido una vasta influencia en nuestra
época”, una afirmación con la que hoy no todos estarían de acuerdo,
incluyendo, desde luego, a mi querido Vargas Llosa, para quien, por otra
parte, el autor de La náusea fue esencial referencia
intelectual. Sartre —que avisó por correo cuando le llegó el rumor de su
elección— lo rechazó por lo que denominó razones “personales” y
“objetivas” (“no es lo mismo firmar Jean Paul Sartre que Jean Paul
Sartre, premio Nobel”), desencadenando polémica, frustración,
acusaciones de soberbia, etcétera. Lo curioso es que los estatutos no
conceden al galardonado el privilegio del rechazo, por lo que, en
cualquier caso, Sartre continúa en la lista de premiados. Otra cosa son
las pelas: los académicos suecos se reservan pagar al rechazador, de
modo que Sartre no percibió la pasta, por lo que no pudo gastarse en gitanes y cócteles de benzedrina las 273.000 coronas que le habrían correspondido.
Silencios
No siempre funciona lo del “vagón silencioso” en el AVE. A la ida me
tocó junto a un extrovertido y lóbrigo individuo que, injertado a su
móvil, refirió a su invisible interlocutor las últimas intrigas
(“tomate” con jefe y secretaria incluidos) de una empresa que, según
deduje, se dedica a la fabricación de tubos de plástico y a despedir
mano de obra sobrante. Cuando, finalmente (soy tímido para estas cosas),
me atreví a afearle la conducta, musitó una disculpa y cortó la
comunicación, para entregarse, acto continuo, a practicar
compulsivamente un juego electrónico cuyos pitidos, zumbidos, silbidos y
chiflidos me obligaron a recurrir al lexatín reparador. Otra cosa fue
el viaje de vuelta, en el que pude sumergirme parcialmente en dos breves
pero sugerentes ensayos relacionados con Cristo. Giorgio Agamben estudia en Pilato y Jesús (Adriana Hidalgo)
la fascinante figura del primero —quizás el único “personaje” con
densidad del Nuevo Testamento, aparte de su protagonista— y las
relaciones entre ambos en un momento en el que “la eternidad se cruzó
con la historia”, preguntándose por qué esa circunstancia clave adopta
en el cristianismo la forma de un proceso. En Pasión del dios que quiso ser hombre (Acantilado), Rafael Argullol
disecciona —empleando para su “relato” una segunda persona vibrante de
intensidad— la figura de Cristo como personaje trágico y humano, y
fijándose no en los testimonios canónicos y teológicos —que no llegan a
comprender la “mística invertida por la que un dios se precipita
dolorosa y jovialmente hacia lo humano”—, sino tal como la han
representado esos “mentirosos” que son los artistas. Dos libritos
importantes que no deben pasar inadvertidos.
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