En La madre, el escritor se adentra en las zonas más oscuras de la vida y de su clase
Harta de escucharle decir que quería escribir y de verle empezar
textos que luego rompía, sacó un bolígrafo y un papel. Estaban en el sur
de Francia, sentados en un restaurante bajo un platanero. Le pidió que
le contara la novela que tenía en mente y tomó notas. Como le gusta
decir al novelista Edward St. Aubyn (Cornualles, 1960), ese momento de
“¡por-dios-ponte-a ello!” que tuvo con él su novia española de aquel
entonces —la artista Ana Corberó— resultó una especie de revelación:
tuvo una visión casi geométrica de la estructura del libro que aún
tardaría unos años más en escribir, y con el que arrancó la saga
Melrose.
Aquel
fue el principio literario, pero parte de la historia que se narra en
esas cinco novelas había arrancado tiempo atrás, en el seno de la
aristocrática familia donde St. Aubyn creció y sufrió abusos sexuales
por parte de su padre. Heroinómano desde los 16 años hasta haber
superado la treintena, trasladó a la escritura el peso existencial que
arrastraba: “Empecé el primer libro en 1988, y el trato que hice conmigo
mismo es que o lo terminaba y lo publicaba o me suicidaba. Suena muy
melodramático, pero era algo perfectamente natural que lo pensara así,
había tenido intentos de suicidio antes”, dice St. Aubyn con su
particular desapego. Viste un pantalón granate de pana y una camisa
blanca de gemelos, pero sin gemelos. La chaqueta de tweed y la bufanda cuelgan de una silla en Clarke’s, el restaurante londinense en el que el pintor Lucian Freud
era un habitual. Sus dibujos decoran la sala y a ellos se refiere el
escritor para explicar lo inútil que resulta conocer los detalles reales
—“Freud tenía un perro y se llamaba Pluto, ¿eso hace que el
dibujo que tenemos enfrente te guste más?”—. Rubio, con unos discretos
rizos, y ojos achinados, intercala la risa con educada frecuencia en sus
respuestas.
St. Aubyn llegó a pensar que había terminado con la decadente familia
tras las tres primeras novelas, reunidas en su edición en castellano en
el volumen titulado El padre (Mondadori). Varios años y dos
libros después, los Melrose volvieron, esta vez con Patrick como padre
que hace frente a la enfermedad de su madre, empeñada en donar todo a un
gurú new age. Leche materna fue nominada al Premio Booker. Se edita ahora en La madre junto a Por fin,
la última entrega. “Tenía 30 años cuando Patrick tenía 5 en el primer
libro, pero los libros se movieron a un punto en el que llegaron al
presente. Escaparon de la ironía obligatoria y de la retrospectiva. El
último capítulo fue una convergencia total entre el alter ego y el ego, entre el autor y el personaje, un tiempo verbal completamente presente. Se cerró la brecha”.
La acción en sus novelas tiende a concentrarse
temporalmente a veces en un solo día. ¿Buscaba ese tipo de esqueleto
clásico?
Hay algo potente, sencillo y elegante en la unidad de
tiempo y del espacio. Dado el carácter explosivo y abrumador del
material emocional que estaba tratando, quería presentarlo en un
continente simple y fuerte. Uno prefiere poner su plutonio en una caja
de acero más que en una bolsa de papel.
La exploración de lo inefable obsesiona a Patrick, su
personaje. Mucha gente consideraría casi imposible escribir ficción
sobre algo tan personal. ¿Nunca pensó en hacer unas memorias?
La novela es un instrumento para tratar de establecer la verdad
dramática de una situación compleja, porque puedes visitar distintos
puntos de vista. En unas memorias puedes decir cómo ves tú las cosas, y
ya está. Me atrae el estilo indirecto libre, me interesa la intimidad y
acercarme tanto como sea posible a la forma en que pensamos, vemos y
sentimos el mundo.
Y va creando un coro.
Nunca me ha interesado decir “esto es lo que me pasó y es la
verdad”, de una manera simple. Quiero que haya gente que piense que
Eleanor, la madre, es una santa, y otro que piense que es una traidora
de su clase social, o una desubicada. Todo eso. Está ese verso de Auden
que dice que la desgracia ocurre mientras otros están comiendo. La
verdad no puede ser la perspectiva de una sola persona, menos aún las
quejas. ¿Qué poco sentido tendría eso? Si simplemente quisiera quejarme,
me iría a cenar con un amigo.
Algo de esperanza y Por fin, las últimas novelas de El padre y de La madre, respectivamente, ocurren durante una fiesta y un funeral. ¿Por qué esas escenas tan sociales?
Las fiestas en la vida y en la ficción están ahí para reunir a la
gente. Si tienes un grupo grande de personajes y necesitas tener acceso a
todos ellos para crear un final satisfactorio, tienes que montar una
fiesta. Pero en ambos casos al final Patrick acaba solo.
Nancy, la tía de Patrick, habla de unas memorias que quiere escribir y dice que serán mucho mejor que los libros de Henry James y Waugh porque todo habrá ocurrido “realmente”. ¿Una parodia?
Es una broma sobre las novelas y la interminable especulación que
han generado sobre la veracidad y los hechos. Yo voy específicamente en
busca de este tipo de verdad dramática a la que se accede por medio de
una novela. Si quieres confesarte, vas a ver a un cura o a un
psicoanalista. Pero la maravilla de la novela es que te permite entrar
sin restricciones en muchas mentes.
¿Aún se especula sobre la identidad de sus personajes?
Mis libros están basados en preocupaciones y asuntos que son
autobiográficos, pero están llenos de cosas inventadas. Sólo hay tres
personajes que son retratos: Patrick, David y Eleanor. El resto es una
combinación de distinta gente o pura invención. Sin embargo, hay una
cola de gente reclamando que ellos son Nicholas Pratt o que saben quién
es “realmente”. Pero Pratt está inventado, él representa una versión
condensada de una determinada actitud y atmósfera, un tipo específico de
desdén y esnobismo que vi con frecuencia cuando era niño y que ha
desparecido. Menos mal.
¿Han desaparecido los esnobs?
La preocupación con el estatus relativo es una condición
universal, eso no se va a evaporar en ningún país, pero el ángulo
particular de Pratt es difícil de encontrar.
¿Quizá en la barra del White’s, el club más antiguo de
Londres, donde el abuelo de Patrick bebía de la mañana a la noche?
¿Usted sigue yendo por allí?
Sí, sigo yendo, es un edificio bonito. El barman, Chris, me trajo los cinco libros para que se los firmara, eso me conmovió.
Nicholas dice que necesita sus bestias negras para sacarse lo negro y volcarlo en la bestia.
Todos conocemos gente así, con esos odios como mascotas y a los que dedican mucho tiempo.
En su retrato de la clase alta británica describe las
plagas que afectan a esta tribu. Habla de la mezcla de superioridad y
vergüenza secreta de saberse rico, y de los remedios fallidos: la
bebida, la filantropía o la obsesión por tener el mejor gusto.
En los libros traté el tema de la conciencia que tiene de sí misma la clase alta inglesa, sus hábitos y costumbres. Pero en Por fin
se presenta el problema de la riqueza heredada. Cuando te es dado de
antemano, ¿qué pasa? Freud dijo que el amor y el trabajo son las dos
cosas que nos mantienen cuerdos. La idea de que es un privilegio vivir
en un mundo en el que estas dos cosas están excluidas es un tipo de
locura, una distorsión.
En Leche materna, el hijo de
Patrick, Robert, dice sentirse atrapado en la espiral narrativa de su
hermano. ¿Ha sentido esto con la saga de los Melrose?
Con estas novelas he tomado el control de la narración de mi vida.
En los libros hay una obsesión con la autodeterminación y la libertad,
con cómo nos convertimos en lo que somos, y qué margen de maniobra
tenemos. La identidad es una historia sobre tu experiencia de la que
estás convencido.
Estos libros, ¿le quitaron un peso de encima o le cargaron con otro?
No son objetos terapéuticos, no los escribí para sentirme mejor,
de hecho me hicieron sentir mucho peor. Me forcé a mí mismo a mirar en
profundidad cosas a las que no quería mirar en absoluto. El tema en las
novelas de los Melrose no era ver qué quería decir, sino justo lo
contrario, qué era lo que no quería contar. A largo plazo, ahora que la
serie ha terminado, creo en los beneficios de objetivizar algo y
cerrarlo; de la sublimación; de transformar, supongo, peligrosos
impulsos homicidas y vengativos; de coger el caos y hacer orden; de
tomar el horror y hacer risa. El beneficio de haber hecho esto
finalmente ha tenido algún impacto. Pero ese no era mi objetivo, yo lo
que quería era escribir una buena novela.
Patrick dice que la crisis de mediana edad es un cliché,
un tranquilizante verbal para sedar una experiencia. Se queja de la
falta de “conexiones frescas”.
Yo asocio la depresión y el envejecimiento con una decreciente
capacidad de sorpresa. La diferencia clave está entre reaccionar o
responder. La reacción es un agujero que se refuerza a sí mismo.
Responder ante algo y no reaccionar es extraordinariamente difícil. Hay
reacciones muy sofisticadas porque intentas entender cómo algo ha
terminado por convertirse en lo que es, o ver cuál es la historia o
piensas si esto sería una buena escena en una novela. Mi fórmula para la
frescura sería: reacciona ante nada, responde a todo. Y ¡buena suerte!
¿Qué clichés quería evitar con los Melrose?
Patrick es claramente un alter ego y está en la tradición del bildungsroman.
Quería que fuese un retrato tan verdadero y profundo como fuese
posible. Era consciente de los riesgos y peligros, de ciertas
tentaciones que surgirían al contar esta historia: autocompasión, odio a
uno mismo. No quería perderme en esas ciénagas.
En el último libro, Patrick habla de una mezcla particular entre malicia y estupidez. El mal parece algo más banal.
En la primera novela, el mal es descrito como la enfermedad
celebrándose a sí misma. En esta era psicoanalizamos el mal, y el
peligro es que con esto el sentido moral se va evaporando: analizas a
una persona, miras su historial psicológico y ves que es inevitable que
se convirtiera en un monstruo. Pero todos tenemos la posibilidad de
interrumpir el flujo del veneno. Estamos medianamente enfermos y es
nuestra responsabilidad interrumpir esos impulsos más que celebrarlos.
¿Y la estupidez?
Tiene que ver con Eleanor y la inconsciencia, porque el camino al
infierno puede estar pavimentado con buenas intenciones. No sólo lo
deliberadamente cruel tiene efectos perniciosos.
Patrick reflexiona sobre cómo ha anegado las situaciones
complicadas con palabras. ¿Al escribir estos libros quiso revertir el
proceso, destapar las situaciones difíciles que las palabras a menudo
disfrazan?
Él ha logrado entender algunas cosas intelectualmente, pero no
emocionalmente. Hay este océano de banalidad de una parte, cosas que la
gente dice, y luego una piscina profunda de cosas que son genuinamente
indescriptibles, a las que las palabras no pueden llegar. Entre estas
dos masas hay una estrecha lengua de arena: cosas que son muy difíciles
de decir, pero que merece la pena que sean dichas. Ahí está la acción.
Víctima, adicto y redimido, por Fernando Castanedo
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