Borges tardó en gozar de un amor correspondido y eso se refleja en su literatura. Nunca hubiera podido escribir Atlas sin haber vivido las maravillosas experiencias que cuenta en este libro
Jorge Luis Borges y María Kodama en viaje en globo./Ilustración, Fernando Vicente./elpais.com |
Creía haber leído todos los libros de Jorge Luis Borges —algunos,
varias veces—, pero hace poco encontré en una librería de lance uno que
desconocía: Atlas, escrito en colaboración con María Kodama y
publicado por Sudamericana en 1984. Es un libro de fotos y notas de
viaje y en la portada aparece la pareja dando un paseo en globo sobre
los viñedos de Napa Valley, en California.
Las
notas, acompañadas de fotografías, fueron escritas, la gran mayoría al
menos, en los dos o tres años anteriores a la publicación. Son muy
breves, primero memorizadas y luego dictadas, como los poemas que
escribió Borges en su última época. Siempre precisas e inteligentes,
están plagadas de citas y referencias literarias, y hay en ellas
sabiduría, ironía y una cultura tan vasta como la geografía de tres o
cuatro continentes que el autor y la fotógrafa visitan en ese periodo
(bajan y suben a los aviones, trenes y barcos sin cesar). Pero en ellas
hay también —y esto no es nada frecuente en Borges— alegría, exaltación,
contento de la vida. Son las notas de un hombre enamorado. Las escribió
entre los 83 y los 85 años, después de haber perdido la vista hacía
varias décadas y, por lo tanto, cuando era incapaz de ver con los ojos
los lugares que visitaba: sólo podía hacerlo ya con la imaginación.
Nadie diría que quien las escribe es un octogenario invidente, porque
ellas transpiran un entusiasmo febril y juvenil por todo aquello que
toca y que pisa, y su autor se permite a veces los disfuerzos y
gracejerías de un muchachito al que la chica del barrio, de quien estaba
prendado, acaba de darle el sí. La explicación es que María Kodama, la
frágil, discreta y misteriosa muchacha argentino-japonesa, su exalumna
de anglosajón y de las sagas nórdicas, por fin lo ha aceptado y el
anciano escribidor goza, por primera vez en la vida sin duda, de un amor
correspondido.
Esto puede parecer chismografía morbosa, pero no lo es; la vida
sentimental de Borges, a juzgar por las cuatro biografías que he leído
de él —las de Rodríguez Monegal, María Esther Vázquez, Horacio Salas y,
sobre todo, la de Edwin Williamson, la más completa— fue un puro
desastre, una frustración tras otra. Se enamoraba por lo general de
mujeres cultas e inteligentes, como Norah Lange y su hermana Haydée,
Estela Canto, Cecilia Ingenieros, Margarita Guerrero y algunas otras,
que lo aceptaban como amigo pero, apenas descubrían su amor, lo
mantenían a distancia y, más pronto o más tarde, lo largaban. Sólo
Estela Canto estuvo dispuesta a llevar las cosas a una intimidad mayor
pero, en ese caso, fue Borges el que escurrió el bulto. Se diría que era
el juego de sombras lo que le atraía en el amor: amagarlo, no
concretarlo. Sólo en sus años finales, gracias a María Kodama, tuvo una
relación sentimental que parece haber sido estable, intensa, formal, de
compenetración intelectual recíproca, algo que a Borges le hizo
descubrir un aspecto de la vida del que hasta entonces, según su
terminología, había sido privado.
Alguna vez escribió: “Muchas cosas he leído y pocas he vivido”.
Aunque no lo hubiera dicho, lo habríamos sabido leyendo sus cuentos y
ensayos, de prosa hechicera, sutil inteligencia y soberbia cultura. Pero
de una estremecedora falta de vitalidad, un mundo riquísimo en ideas y
fantasías en el que los seres humanos parecen abstracciones, símbolos,
alegorías, y en el que los sentidos, apetitos y toda forma de
sensualidad han sido poco menos que abolidos; si el amor comparece, es
intelectual y literario, casi siempre asexuado.
Las razones de esta privación pueden haber sido muchas. Williamson
subraya como un hecho traumático en su vida una experiencia sexual que
le impuso a Borges su padre, en Ginebra, enviándolo donde una prostituta
para que conociera el amor físico. Él tenía ya diecinueve años y aquel
intento fue un fiasco, algo que, según su biógrafo, repercutió
gravemente sobre su vida futura. Desde entonces todo lo relacionado con
el sexo habría sido para él algo inquietante, peligroso e
incomprensible, un territorio que tuvo a distancia de lo que escribía. Y
es verdad que en sus cuentos y poemas el sexo es una ausencia más que
una presencia y que, cuando asoma, suele acompañarlo cierta angustia e
incluso horror (“Los espejos y la cópula son abominables porque
multiplican el número de los hombres”) Sólo a partir de Atlas (1984) y Los conjurados
(1985), una colección de poemas (“De usted es este libro, María
Kodama”, “En este libro están las cosas que siempre fueron suyas”), el
amor físico aparece como una experiencia gozosa, enriquecedora de la
vida.
Los psicoanalistas tienen un buen material —ya han abusado bastante
de él— para analizar las relaciones de Borges con su madre, la temible
doña Leonor Acevedo, descendiente de próceres, que —como cuenta en un
libro autobiográfico Estela Canto, una de las novias frustradas de
Borges— ejercía una vigilancia estrictísima sobre las relaciones
sentimentales de su hijo, acabando con ellas de modo implacable si la
dama en cuestión no se ajustaba a sus severísimas exigencias. Esta madre
castradora habría anulado, o, por lo menos, frenado la vida sexual del
hijo adorado. Doña Leonor fue factor decisivo en el matrimonio de Borges
con doña Elsa Astete Millán en l967, que duró sólo tres años y fue un
martirio de principio a fin para Borges, al extremo de inducirlo a
terminar huyendo, como en las letras truculentas de un tango, de su
cónyuge.
Todo eso cambió en la última época de su vida, gracias a María
Kodama. Muchos amigos y parientes de Borges la han atacado, acusándola
de calculadora e interesada. ¡Qué injusticia! Yo creo que gracias a ella
—basta para saberlo leer el precioso testimonio que es Atlas—
Borges, octogenario, vivió unos años espléndidos, gozando no sólo con
los libros, la poesía y las ideas, también con la cercanía de una mujer
joven, bella y culta, con la que podía hablar de todo aquello que lo
apasionaba y que, además, le hizo descubrir que la vida y los sentidos
podían ser tanto o más excitantes que las aporías de Zenón, la filosofía
de Schopenhauer, la máquina de pensar de Raimundo Lulio o la poesía de
William Blake. Nunca hubiera podido escribir las notas de este libro sin
haber vivido las maravillosas experiencias de que da cuenta Atlas.
Maravillosas y disparatadas, por cierto, como levantarse a las cuatro
de la madrugada para treparse a un globo y pasear hora y media entre
las nubes, a la intemperie, azotado por las corrientes de aire
californianas, sin ver nada, o recorrer medio mundo para llegar a
Egipto, coger un puñado de arena, aventarlo lejos y poder escribir:
“Estoy modificando el Sáhara”. La pareja salta de Irlanda a Venecia, de
Atenas a Ginebra, de Chile a Alemania, de Estambul a Nara, de Reikiavik a
Deyá, y llega al laberinto de Creta donde, además de recordar al
Minotauro, tiene la suerte de extraviarse, lo que permite a Borges citar
una vez más a su dama: “En cuya red de piedra se perdieron tantas
generaciones como María Kodama y yo nos perdimos en aquella mañana y
seguimos perdidos en el tiempo, ese otro laberinto”. Cuando están
recorriendo las islas del Tigre, en una de las cuales se suicidó
Leopoldo Lugones, Borges recuerda “con una suerte de agridulce
melancolía que todas las cosas del mundo me llevan a una cita o a un
libro”. Eso era cierto, antes. En los últimos tiempos todo lo que hace,
toca e imagina en este raudo, frenético trajín, lo acerca, a la vez que a
la literatura, a su joven compañera. El rico mundo inventado por los
grandes maestros de la palabra escrita se ha llenado para él, en el
umbral de la muerte, de animación, ternura, buen humor y hasta pasión.
No mucho después, en 1986, en Ginebra, cuando Borges, ya muy enfermo,
sintió que se moría, dijo a María Kodama que, después de todo, no era
imposible que hubiera algo, más allá del final físico de una persona.
Ella, muy práctica, le preguntó si quería que le llamara a un sacerdote.
Él asintió, con una condición: que fueran dos, uno católico, en
recuerdo de su madre, y un pastor protestante, en homenaje a su abuela
inglesa y anglicana. Literatura y humor, hasta el último instante.
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