Nunca quedará claro si a la obra de un escritor
prolífico conviene mirarla desde abajo o desde arriba. Dicho de otro
modo: si es más esclarecedor leerla desde sus inicios para remontar la
cuesta hasta sus últimos libros y descubrir cómo se fue perfilando o,
por el contrario, leerla desde el final para descender la corriente y
llegar a la revelación de los orígenes
Modiano, en la puerta de su apartamento, durante la conferencia de prensa posterior al Nobel./adncultura.com |
El caso de Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945) no propone una solución a ese dilema. Las
obsesiones de sus libros son tan reiteradas que, parecería, podría
evitarse cualquier orden y comenzar in medias res. Sin embargo, aunque
se lo puede pensar autor de una sola obra sometida al arte del
contrapunto, sus libros del principio y los del final están lejos de ser
idénticos.
"Miraba el planito de París -se lee en El horizonte,
una de sus novelas más recientes- que venía en las dos últimas hojas de
las Molesquine. Siempre se había imaginado que podría encontrar, en lo
hondo de algunos barrios, a las personas que había conocido en la
juventud, con la edad y el aspecto de antes. Llevaban en ellos una vida
paralela, resguardados del tiempo." Modiano, como Bosman, el
protagonista de esa narración, es un topógrafo de la memoria, un flâneur
que radariza su ciudad buscando en el presente signos del pasado, que
se deja llevar por los hechos cotidianos de la vida, sin diferenciarse
de sus semejantes y se va confundiendo -para parafrasear al propio
autor- con una niebla, una corriente monótona, el curso de los
acontecimientos.
Si es cierto -y no otra mixtificación de Modiano-
que la Academia Nobel no pudo dar con él para anunciarle el premio
porque se encontraba en la calle, ésa fue, entonces, una instancia de
justicia poética. Es posible que no lo esperara. Hace pocos años (en
2008) había sido señalado otro francés, Jean-Marie Gustave Le Clézio, un
compañero de generación, y si se daba el raro azar de que se
recompensara a un compañero de lengua, una opción más original hubiera
sido Yves Bonnefoy, uno de los mayores poetas del último medio siglo.
Al
dar sus razones, el comité sueco también parece haber deslizado un
malentendido. Modiano no es un retratista tradicional de la época
europea más oscura. El pasado de la ocupación y la posguerra es, sobre
todo, una suerte de agujero negro que, imposible de traer al presente,
se convierte en sus libros en una maqueta fantasmagórica. Tampoco es un
heredero evidente de Proust. No le interesan los mecanismos de la
memoria, sino la simple ensoñación, y no tanto recobrar el pasado por la
literatura como que el presente de la literatura se vea infiltrado por
ese pasado hasta volverlo nebuloso, incierto como él.
Un buen
puerto de entrada a su copiosa narrativa es el comparativamente tardío
Un pedigrí (2005). En él vuelve por última vez a la historia familiar,
que había aparecido con frecuencia en otros libros, de manera directa o
en filigrana. Sus dotes de fabulador doble están ahí: por un lado, la
confianza en el modo despojado de narrar; por otro, en la manera en que
lo biográfico y su distorsión se dan la mano: la autoficción. Ahí está
el padre, un judío francés de vago apellido italiano dedicado durante la
posguerra al mercado negro ("Escribo judío sin saber qué sentido tenía
en realidad esa apelación para mi padre", anota Modiano, que supo tarde
de ese origen, en su juventud) y la madre, una actriz belga. Ahí aparece
nombrado -apenas en un párrafo- el hermano Rudy, fallecido a los diez
años, pérdida que es para el autor un punto central de su melancolía.
También la seguidilla de internados. Y , hacia el final, el
descubrimiento de los misterios de París, el encuentro con Raymond
Queneau, el mundo de la escritura.
El gesto tradicional de
comenzar por el primero de sus libros, Place de l'Étoile (1968), puede
ser, en cambio, desconcertante. Con su doble referencia (la plaza en que
se encuentra el Arco del Triunfo en París y el distintivo obligado que
los judíos debían llevar durante la ocupación), sigue siendo la más
extraña y radical de sus novelas. El colaboracionismo francés era
todavía tabú y la novela hace de él un negativo. El protagonista,
Raphaël Schlemilovitch, que se declara judío antisemita, deambula entre
aristócratas y ex petenistas, en una seguidilla delirante en que se
entrecruzan distintos planos narrativos. El juego irónico de invertir
los valores alcanza su punto más sarcástico cuando señala a los
escritores colaboracionistas (Drieu La Rochelle, Rebatet, Brasillach)
como judíos y a Céline como "el más judío de todos los escritores".
Con
Calle de las Tiendas Oscuras (1978), que ganó el Goncourt y
probablemente sea su mejor novela, Modiano se configura de otra manera.
En ella, un hombre que perdió la memoria se dispone a investigar su
pasado. Se lanza entonces a una pesquisa con ramificaciones en París,
Bora Bora, Nueva York, incluso Chile y alguna conexión argentina, y,
claro está, Vichy. Es un drama detectivesco de la identidad, contado con
una prosa económica que revela las fuentes de ese estilo que en libros
más recientes pasa por anodino. La atmósfera fría, clara y turbia al
mismo tiempo, recuerda a Georges Simenon, al comisario Maigret, pero
sobre todo a las novelas "negras" de autor, aquellas que, contra lo que
indica el adjetivo, no eran policiales. También se coloca en la senda de
la célebre "escritura blanca" de El extranjero. El uso que hacía Camus
del tiempo verbal pasado en aquel libro, cercano a la lengua hablada, es
un rasgo de estilo que Modiano se apropiará para llevarlo, más
adelante, a un bisbiseo casi conversacional.
La edición de los
libros de Modiano en español ha sido errática. Un libro clave como Dora
Bruder (1997), donde rastrea desde el presente el destino de una
muchacha judía a comienzos de la guerra, resulta inhallable (ahora la
reeditará Seix Barral). La editorial argentina El Cuenco de Plata
tradujo en un volumen dos narraciones: Primavera de perros y Flores de ruina y Anagrama, recién a partir de Un pedigrí, empezó a seguir
cronológicamente el orden de su última producción.
Son novelas
breves en que el ensueño se vuelve repetición. Quizás el más atractivo
de esos libros, donde siempre parece haber una misteriosa mujer en el
centro, sea En el café de la juventud perdida. No es difícil entrever
entre los habitués del bar Condé -gracias en gran medida al epígrafe de
Guy Debord- a algunos miembros del situacionismo, aquel grupo de
vanguardia que influiría secretamente en Mayo del 68 y que, con sus
teorías sobre la psicogeografía de las ciudades, proponía, desde otra
óptica, algo similar a la lectura que hace Modiano del paisaje urbano,
de esas "zonas neutras" donde abundan los hoteles de segunda, "tierras
de nadie en donde estaba uno en las lindes de todo, en tránsito, o
incluso en suspenso".
Modiano -que a pesar del periódico goteo de
libros en una editorial prestigiosa como Gallimard prefiere moverse como
un outsider sin capilla en el sistema literario francés- ha hecho, con
el tiempo, de esa narración en sordina la clave de su obra. Pocos
escritores merecen ser leídos, como él, de manera acumulativa, de a dos o
tres libros. Así, al final, quedará rondando el oído su inconfundible
tono menor, la "musiquilla -para decirlo con Enrique Lihn- de las pobres
esferas".
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