6.10.14

La broma

 A propósito de  La fiesta de la insignificancia, la más reciente novela de Milan Kundera, presentamos este relato ficticio de un periodista en busca del huidizo autor. En su frustración, da un vistazo muy personal a su obra
Milan Kundera, autor checo nacionalizado francés con su última novela La fiesta de la insignificancia./elespectador.com
Es una lástima que viva en Francia. Ir hasta República Checa daba más millas.
La cosa es simple, aunque no será simple lograrla. Pero hay que intentarlo. Es un asunto de insistencia, de resistencia. Un trabajo de pocos días, porque los viáticos del periódico son escasos y porque el hombre ya tiene 80 años: algún día habrá de salir a la calle o contestará el teléfono o le dirá a la editorial que bueno, que una entrevista, pero que sea corta. Pero corta no será porque hay mucho que decir de este mundo en el que los rusos desempolvan la Guerra Fría y los creyentes decapitan gente en Oriente Medio y los banqueros siguen siendo más poderosos que los gobiernos. Una exclusiva. Un premio. Más millas.
Kundera. Vengo a hablar con Kundera, el escritor. Bueno, sí, turismo. Turismo: tou-ris-me. Lo que odio de viajar es pasar por inmigración.
Punto número uno, la editorial, Gallimard.
El taxista lo deja a tres cuadras y le indica, extendiendo el índice con pereza, la dirección de la editorial. Cruza la calle y sigue calle arriba. Al fondo una mujer camina con un bolso colgado del hombro; le corre por la cara un viento pegajoso. Cómico, irónico, sarcástico, decía. ¿Cómo se le ocurre a Jiménez —y dicen que es inteligente, o perspicaz por lo menos, el crítico ese— que Kundera es cómico, irónico, sarcástico? ¿Cómo un tipo a quien censuran los soviéticos y su propio gobierno prefiere hacer chistes? Hay que ser bobo. Si tituló La broma no fue por una necesidad de hacerse el cómico. Quería prestar atención al hecho en sí mismo, la broma de Ludvik Jahn, pero nada más que eso: poner un foco, tal vez darle un título comercial. Kundera nunca quiso que sus novelas fueran tomadas por monólogos de la ironía: este es un hombre serio, denso, con peso. La comicidad nada tiene que ver tampoco con esas novelas suyas de después. ¿Cómo se le ocurre a Jiménez…? Bobo. Bobo. ¿La insoportable levedad del ser es un anecdotario cómico? Quizá uno se ría, quizá. Elude una moto parqueada sobre la acera. Yo no me reí, nada me dio risa. Todo era una Gran Marcha, una caminata infiel hacia la decepción y la destrucción —premio—. Están los soviéticos, los servicios secretos, el miedo de Tomás, las ansias de Teresa. Dios, Dios, Dios, ¿cómo?
La cita es a las 11:00 a.m., aunque llega media hora antes a pesar de haberse perdido en el metro y botar algunos euros de más en un tiquete que le sirve para ir a un lugar al que no quiere ir. No regala el boleto, ni lo bota, y en el bolsillo lo aprieta tanto que le saca algo de tinta. Disculpe, ¿dónde está el baño? ¿bain, toilettes: toi-le-ttes?
Las manos limpias, aunque algo húmedas. No es agua. 11:10 a.m. Estrecha una mano limpia, aunque algo fría. En la oficina del editor no hace frío. El cuento es simple: una charla con Kundera acerca de la situación actual, los rusos en Ucrania, el terrorismo, la crisis financiera. Nada como un exiliado del mundo para entender los males del sistema. Buena frase. Mira su carné de periodista encima de una carta de recomendación y la foto sonríe. Una exclusiva. Un premio. Así, sobre un atril, y el texto en una mano y la estatuilla en otra. Y una luz pegándole en la cara. Y la gente aplaudiendo.
En la editorial saben todo lo que hay que saber. Kundera no da entrevistas. No habla con periodistas, biógrafos, críticos, pero especialmente no con periodistas. He tenido una sobredosis de mí mismo: palabras del escritor a mediados de los 80. Nada parece haber cambiado. Entre los ejemplares que el editor guarda en una biblioteca mínima, detrás de su escritorio, están los libros de Kundera: reconoce las ediciones francesas por el lomo, que alguna vez un amigo de éxito le presentó. El editor pide permiso, se retira al baño. La insoportable levedad del ser recoge la pretensión de un pequeño grupo de disidentes —por lo menos de disidentes espirituales— de un régimen que quiere controlar incluso los impulsos más primarios —el amor, el sexo, las ambiciones personales— a través de la broma de ese régimen. Eso dice Jiménez. La broma, la Gran Broma. Suena el lavabo, han abierto la llave. Qué pendejo: si Kundera hubiera querido hacer eso, mejor planea un sketch —ja, premio—. Hubiera sido bastante kitsch también: recoger la mierda del mundo en un discurso mundano. Pero Kundera no es mundano, no: Kundera es serio, denso, con peso. La levedad y el peso: él se ubica en el segundo estadio, no en el primero, que es el de la broma. El agua de la taza de baño se pierde en un rugido inmediato. La broma, por defecto, será siempre ligera con pretensiones de altivez —premio—. Pero ligera al fin y al cabo.
Él habla. El editor escucha y oye que empieza a llover; el tóner de la impresora parece que se está acabando. Un diálogo más bien estático en el que hay algunas palabras formales, todos compromisos inciertos. Él no suele contestar el teléfono. Le diremos a su esposa. Es poco probable que responda. Sí, camina a veces por la ciudad. ¿Ya conoce París? Aproveche el Louvre. ¿Sabe cómo llegar a Versalles, a Disney?
Sale. Llega a la avenida principal y mira a ambos costados. Tiene frío; encuentra una banca en una plaza circular y solitaria; se sienta: sobre su cabeza, un árbol comienza a escupirle gotas desde las ramas, que se escurren por su calva y van a dar a la espalda. Se limpia con la mano izquierda de una pasada. ¿No ha visto Jiménez las fotografías de Kundera? No sonríe en ninguna, en ninguna. ¿Cómo un tipo así puede ser cómico, para qué, qué necesidad tiene? Él mismo ha dicho ya, Jiménez, que quiere densidad en sus textos, como Janacek quería densidad en sus partituras. Tomar la broma como eje central de la literatura de Kundera es inútil, no sólo porque no existe sino porque, en realidad, esa descripción no presta atención a la apertura conceptual de sus novelas. ¿No se habrá dado cuenta usted, Jiménez, de que todas sus novelas están tituladas bajo una estela abstracta: La ignorancia, La broma, La insoportable levedad…, La fiesta de la insignificancia? Kundera está con la vista fija en las estructuras más profundas, en eso que define y manipula a los personajes. Los personajes no dicen qué es y qué no es la verdad. Es la verdad, la Gran Verdad, la que dice qué deben creer. Kundera quiere buscar esa Verdad, y para buscarla hay que ser serio, muy serio, riguroso y paciente, disciplinado. ¡Puaj, la broma! Bobo ese Jiménez.
La búsqueda parece una obra mal ensayada, el protagonista entra en escena a destiempo y no termina de encajar en su entorno. Anota algunas cosas en una pequeña libreta mientras baja a un café en un local de Montparnasse: preguntarle a Kundera si la crisis financiera de la Unión Europea podría ser el principio del fin del bloque, como eventualmente le pasó a la Unión Soviética. ¿Qué piensa del auge de la derecha en Francia? ¿Por qué no le gustan las entrevistas? Fuma aunque no haya probado un cigarrillo en años. Tose, pero poco. Y espera. Espera. Espera. La mesera le pregunta en qué piensa y él responde que en la inmortalidad del cangrejo, un chiste clásico. Sonríe, como en la foto del carné. Cangrejo: crabe, cra-be. Pide la cuenta.
Aún tiene en el bolsillo el boleto de metro que no le sirve. Debe comprar uno nuevo. Es hora pico.
Ah, y viene Jiménez y dice después que también La fiesta de la insignificancia tiene el mismo proceso: que es la broma por excelencia y que Europa ha perdido el sentido del humor y que Kundera le da un buen entierro. Quiere poner la broma como un agente de defensa frente al autoritarismo —que, además, no existe en la novela—. ¡Es falso, incongruente! No hay aquí —ni allá, ni en ninguna otra novela— una forma de la broma: Kundera es de lo más serio y cuenta todo sin una pizca de sátira. Cuenta la historia de Stalin porque Kruschev la contó en sus memorias y porque sirve para representar al autoritarismo. Lo representa, pero no se burla de él. A pesar de todo, Kundera siente mucho respeto por esa forma del poder que tanto asoló a República Checa en otro tiempo. ¿O era Checoslovaquia?
En las entrevistas que sí ha concedido los periodistas mencionan los tejados de Montparnasse que se ven desde el pequeño apartamento de Kundera en el barrio. En una nota de mediados de los años noventa cree descubrir cuál es el café que frecuenta. Pregunta por él en la barra del lugar. Se presenta, cuenta cuál es su misión. Sí, ha pasado por acá a veces. Anota de nuevo algunas cosas en su libreta. Espera. Espera. Se desespera. Pregunta de nuevo. Pasa por acá, aunque hace un rato no lo vemos. Tal vez se mudó.
Ese día no logrará ya nada. Tiene tiempo para pasear. ¿No le ha dicho eso el editor, con ese tono pesaroso? Sale del café y toma el metro: le han dicho que el Jardín de las Tullerías es bello, y la tarde se apaga con un destello. En el metro va de pie, sostenido de un tubo en el centro de la cabina. Jiménez, usted cree que si se acaban las bromas, se acabará —todo sea dicho— la humanidad. ¿De verdad? No sea huevón. Si se acaban las novelas de Kundera, si algún día desaparecen de las bibliotecas, tal vez, quizá y sólo quizá, será porque se ha acabado el mundo. La seriedad de su trabajo y de su conocimiento —¿ha visto las pocas entrevistas que le han hecho?— permite dar cuenta, en esencia, de los conceptos que rodearon la creación de ese gran poder autoritario que tuvo la Unión Soviética, que afectó a su país y a muchos otros, permite retratar con firmeza —sin burlarse, por Dios, ¿cómo es posible burlarse de eso?— el miedo y el fracaso de una sociedad frente a sus detractores y dominadores —premio—. Kundera representa, sobre todo, las consecuencias, no las causas: sus novelas son textos del fracaso —premio—. Las palabras de la derrota. El metro se detiene. Es la estación. Las puertas se abren, una voz en francés, luego en alemán y luego en español se suceden y él las elude. Es su estación. Y usted dice, al final ya, que la novela de Kundera es un antídoto contra la gran marcha del terror. ¡Es todo lo contrario! Es un fracaso, tal vez afortunado, pero con todo y eso un fracaso —premio—. No es la Gran Broma, es el Gran Fracaso —premio—. La resignación —podría ser buen título, premio—. En serio, Jiménez, ¿cómo puede ser tan pelotudo?
Camina por el parque. Se siente parisino y por eso, con la libreta apoyada en el muslo, para que la gente sepa que sabe escribir, se sienta con las piernas cruzadas y prende un cigarrillo. Tose poco. No alcanza a absorber el humo; lo expulsa. Espera. Espera. Se desespera. El parque está lleno de viejos que caminan lento. Es jueves y son las seis de la tarde, ¿qué esperaba? Una tarea áspera ésta. Coincidencia significa que dos acontecimientos inesperados ocurren al mismo tiempo, que se encuentran. Maldito Kundera. Eso sólo pasa en los libros.
Ha visto una foto reciente de Kundera: sombrero de ala corta, bufanda, gabán cerrado al cuello. Y ahora ve hombres de sombrero de ala corta, bufanda y gabán cerrado al cuello en el camino de enfrente, detrás de aquellos árboles, en la crepería, sosteniendo a una niña de apenas años. La suerte no llega. La suerte se busca.
Fuera de la banca camina entre los árboles buscando y encuentra. Inmigrantes africanos cargados de baratijas. Un fotógrafo de bodas. Turistas. Y en los pasajes más cerrados y ocultos, condones en el piso. La ciudad del amor es eso: condones usados por montones. Entre el desorden y la frustración ve algo: un hombre que lee el periódico. Está en un claro del bosque, sentado, y el periódico le cubre toda la cara; otro mísero parisino en un parque de convictos. Ve, por encima del diario, un sombrero negro; ve, más abajo, la cola de una gabardina. Otro pendejo vestido de intelectual.
Pasa de largo y una nariz lo devuelve. La nariz. Esa nariz. Ancha en las fosas y breve en el puente. Se detiene. ¿Señor Kundera? ¿Monsieur Kundera? Su francés es atropellado. Kundera baja el periódico y lo saluda. Mi nombre es etcétera, saca el carné, etcétera, dice que lo fue a buscar a la editorial, etcétera, que es su gran lector, etcétera, que se sabe pasajes enteros, que tiene la certeza de que sus críticos no saben nada sobre su literatura, que lo ha defendido de críticos como Jiménez y que incluso pelea con él en su mente, que debe ganarse el Nobel, que la suya es una literatura dura, cruda, un antídoto contra la levedad de la modernidad, de la que tanto habla Bauman, que su voz es necesaria para entender la coyuntura de un mundo que se encuentra en guerra día a día y ve cómo la vida deja de tener peso, que sus textos no son humorísticos, que entiende que un hombre serio y estudiado no pierde su tiempo con las ligerezas del humor, sino que se dedica a enfrentar la condición humana.
A Kundera le han avisado que un periodista lo busca. Pero no cree en las coincidencias, a menos que se trate de amor. Y esta no es una ocasión de esa suerte. Lo más fácil es hablar en checo. Desviar la atención, hacer una salida elegante, abstenerse de la calle por unos días. El editor tenía razón: el periodista habla mucho. Dos mil trescientas palabras, merde. Responde en checo. El hombre calla. Por fin.
Una exclusiva: Kundera habla en checo. Titular: Kundera regresa al checo. El viaje a la semilla.
Maestro, una pregunta, es muy rápido: ¿usted por qué no da entrevistas? En-tre-tien. Kundera calla, cierra el diario, lo pone sobre sus piernas, se acomoda el sombrero, sonríe ligeramente, con una amabilidad lastimera. Y le responde en francés: usted no ha entendido nada, ¿no?
Se levanta de su silla y deja el diario sobre ella. Camina despacio y se va. El periodista ve en la primera página un aviso publicitario de Disney. En su bolsillo todavía tiene el boleto de tren que no le sirve.

No hay comentarios: