7.2.09

El adiós a un hombre poco comprendido


Palabras Combativas

Por: Christopher Hitchens

LA MAYORÍA DE LAS CELEBRACIOnes y elegías para el gran John Updike fue profundamente blanda. Fue elogiado como un bardo y cronista del gran estadounidense medio (clase media, mentalidad media, y así sucesivamente). El escritor de uno de sus obituarios lo captó casi de manera correcta, cuando dijo que, para algunos, Updike parecía un dechado de la burguesía mientras que para otros resultaba un incómodo guía de la liberación sexual y de la subversión.
Tal vez mucho depende de cómo uno llega por primera vez a un autor.

En mi colegio inglés para pupilos, durante la década del sesenta, una copia de uno de los primeros trabajos sobre Rabbit (Rabbit, Run) pasó de mano en mano en el dormitorio como un texto ilícito. Hasta el día de hoy, no me he animado a ir y escudriñar el texto, pero en un momento “ella” aparentemente estaba actuando como si deseara darse vuelta como un guante, mientras que “él” podía sentir algo como el interior de un “velvet slipper” (una pantufla de terciopelo). Oh, querido Jesús, ¿Qué era todo esto? Yo ardía y deseaba enterarme con fervor, y del mismo modo que lo habría deseado Alexander Portnoy. Me quedé asombrado más tarde al descubrir que tanto Updike como Philip Roth estaban considerados en Estados Unidos como serios autores de ficción.

Otro aparente obstáculo para una apreciación completa de Updike fue su abierta postura wasp (siglas para white, anglosaxon, protestant: blanco, anglosajón, protestante). Eso nunca fue más torpemente mostrado que en su poco analizado ensayo On not being a dove. Allí, Updike decía: “Yo iba a reuniones y contribuía con la Naacp (Asociación para el Progreso de la Gente de Color) e incluso le presté dinero a un hombre negro que conocíamos levemente, y que nunca lo devolvió. Continuamente apoyé a toda persona que intentaba avanzar en su posición, siempre que el gasto no fuese excesivo”.

Esta no era la manera en que la mayoría de las personas eligió recordar aquella década. Y además de eso, Updike fue casi el único entre los literatos norteamericanos que apoyó al gobierno de Lyndon B. Johnson en Vietnam. El ensayo debe releerse en la actualidad porque, inclusive si no contiene ninguna razonada defensa de la propia guerra, insiste de un modo suave pero valiente en que Estados Unidos es superior a sus enemigos, tanto extranjeros como nacionales, y puede por consiguiente estar acertado incluso cuando está equivocado. Cuando le preguntaron cómo podía un “escritor” tomar partido sobre la guerra, Updike al comienzo quiso decir que la opinión de los escritores no tenía más valor que cualquier otra, pero concluyó diciendo que “en mi propio caso, al menos, siento que mi necesidad profesional por la libertad de palabra y de expresión me predispone hacia un gobierno cuya Constitución las garantiza”. Por lo tanto, no conviene reclutar escritores, o no es recomendable involucrarse con escritores que pueden usar palabras tan mesuradas y comedidas con semejante efecto.

En la única ocasión que tuve una entrevista y una conversación con Updike, yo estaba interesado en la cuestión de la “raza”. Updike recién había publicado Brazil, su primera travesía fuera de los límites de los Estados Unidos desde The Coup en 1978. Ambas novelas se ocupan del exotismo y del cruce de razas. Cuando leí la primera, me pareció que contenía una alusión al resurgimiento del aborrecimiento islámico por Estados Unidos. (Basta leer las espantosas diatribas del personaje de Updike, Hakim Ellellou, el teocrático dictador militar de la tierra de Kush, que parecen alzar la cortina de futuras diatribas).

Bueno, dijo Updike, con su habitual y por cierto infalible amabilidad: sus opiniones en todo ese tipo de temas habían experimentado un poco de actualización desde 1978, y por cierto desde 1968. Para empezar, él no era realmente un wasp —no puede existir un nombre más esencialmente holandés que Updike— pero agregó con típica timidez que dos de sus hijas se habían casado con africanos y que ahora él tenía ciertos nietos genuinamente “afroamericanos”. Parecía altamente complacido por este pensamiento, y advertí que la primera edición de sus memorias, Self-consciousness, que contenían aquel ensayo original contra los “sixties”, está dedicada a “mis nietos John Abloff Cobblah y Michael Kwame Ntiri Cobblah”. Estos nombres, que en mi opinión son ashanti-ghaneses, me hacen pensar si el presidente Barack Obama desaprovechó una oportunidad, y todos nosotros perdimos una experiencia, al no invitar a todo el clan Updike para que estuviera presente mientras que uno de los mejores escritores del país todavía podía darnos una “invocación”.

Tal vez Updike estaba demasiado enfermo para ese momento. Y pareció que algo había andado mal con su confianza hacia el final de su vida. Su novela del 2006, Terrorist, fue un fracaso de coraje como también un fracaso de estilo, al hacer un absoluto picadillo del perfil del homicida-suicida de Nueva Jersey supuestamente “criado en casa”. Y su importante trabajo en el “Talk of the Town” del New Yorker sobre el 11 de septiembre de 2001, pareció sugerir que este asalto a nuestra sociedad civil no fue un evento tal como para que valiera realmente la pena pelear por él. Qué endeble de parte suyo. Tras mantener por tanto tiempo que Vietnam fue una guerra justa, se mostró tan vacilante y tan neutral cuando apareció una verdadera crisis. Y aún así tal vez no era tan endeble para un hombre de una delicadeza irónica y reservada que prefería muy levemente estar equivocado en nombre de las objeciones correctas que estar correcto en nombre de las equivocadas.





* Periodista, comentarista político y crítico literario, muy conocido por sus puntos de vista disidentes, su ironía y su agudeza intelectual.(Traducción de Mario Szichman)c.2009 WPNI Slate

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