Por: Juan Gabriel Vásquez
HAY ALGO ENTRE EDGAR ALLAN Poe y los cuentistas del sur latinoamericano, una afinidad que no es simplemente literaria.
Poe, el Poe cuentista, tiene en Latinoamérica una posición que muchos le niegan todavía en Estados Unidos: aquí, el suyo es siempre el primer nombre de una hipotética lista de maestros del cuento. Así pasa en el Decálogo del perfecto cuentista, de Horacio Quiroga, cuyo primer mandamiento reza: “Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en Dios mismo”. Así pasa en los diarios de Ribeyro, que en enero de 1978 se puso a hacer una lista de los más grandes en cada género, y en la rúbrica Cuento escribió: “Poe, Maupassant, Chéjov, Buzzati”. En “algunos aspectos del cuento”, uno de los ensayos más luminosos jamás escritos sobre el género por uno de sus practicantes, Julio Cortázar hace una lista de sus cuentos predilectos, y el primero de todos es William Wilson, de Poe. Y ni hablar de la cantidad de textos (ensayos, poemas, parodias) que le dedicó Borges.
No sé muy bien de dónde sale esta comunicación privilegiada que Poe ha tenido siempre con los latinoamericanos. Pero ahí está: no es Hawthorne, el autor de Wakefield o La hija de Rapaccini, ni es Melville, el autor de Bartleby, el escribiente o de Benito Cereno. Los dos fueron enormes cuentistas, pioneros del cuento moderno. Pero no están en la lista latinoamericana: está Poe, Poe el macabro, Poe el alucinado, Poe el gacetillero genial, como lo llamaba alguien. No creo que sea una pérdida de tiempo preguntarse qué vieron en Poe los latinoamericanos, y en particular —casi en exclusiva— los del sur del continente, sobre todo cuando uno se da cuenta de que en Estados Unidos, donde se ha practicado siempre el cuento con inmensa fortuna, el cuentista más influyente no es el local Poe, sino el visitante Chéjov.
Sin Chéjov, que los norteamericanos han leído hasta hace muy poco en las traducciones sonoras pero más bien caprichosas de Constance Garnett, no hay cuento realista en América. Sin Chéjov no hay Sherwood Anderson ni Hemingway, pero tampoco Ribeyro; sin Hemingway no hay Cheever ni Updike, pero tampoco el García Márquez de La siesta del martes o En este pueblo no hay ladrones. Y este es el cuento que ha predominado en Estados Unidos: los cuentistas más recientes, digamos Carver o Richard Ford o Tobias Wolff, no escogieron como maestro al bostoniano Poe, sino al ruso Chéjov. En su propio país Poe se quedó sin herederos: su mundo gótico y atormentado, su mundo de necrofilia y neurosis, su voz siempre tensa y hasta gritona, cedieron a la callada tranquilidad de Chéjov, a su larga exploración de lo banal y lo cotidiano.
Y entonces uno tiene que preguntarse: ¿por qué aquí? O mejor: ¿por qué aquí sí y allá no? ¿Qué tenía el atormentado genio de Poe, un opiómano, alcohólico y jugador compulsivo, para cautivar como lo ha hecho siempre a los cuentistas del sur latinoamericano? Quiroga, Borges, Cortázar: tres generaciones de cuentistas que resultan incomprensibles sin cuentos como El gato negro o Berenice, o Los crímenes de la calle Morgue. Uno podría recordar que Poe fue descubierto por Baudelaire, de manera que la querencia latinoamericana por todo lo francés explicaría una parte del asunto. Pero tiene que haber algo más. Tiene que haber algo más.
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