Por: Julio César Londoño
HASTA UN LECTOR DE PERIÓDICOS es capaz de adivinar que el título alude a Julio Cortázar.
Pero no se preocupen, no los voy a abrumar, no soy fan suyo ni experto en el tema, nunca llegué al cielo de Rayuela porque practico una religión que me veda la lectura de novelas: soy de la secta de los cuentistas de los últimos días, y la sola visión de una novela me enroncha.
Sobre la importancia de este argentino afrancesado, o de este francés agauchado, no hay ninguna duda. La prueba está en que grandes figurones de las letras recuerdan con exactitud dónde y cómo lo vieron por primera vez: Gabo, por ejemplo, cuenta que fue en el café Old Navy del bulevar Saint Germain. “Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”.
Borges aseguraba que él fue el primero en publicarlo; que fue en Prisma, “una revista literaria más o menos secreta”, donde Cortázar vio su nombre en letras de molde por primera vez, en la firma del cuento La casa tomada. “Me honra haber sido su instrumento”, confesó Borges con una modestia inédita, y agregó: “El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto consta de un número determinado de palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo verificamos que algo precioso se ha perdido”.
Claro que Cortázar no pertenece a la Santísima Trinidad de la literatura latinoamericana, al exclusivo club de sus genios (Rulfo, Gabo y Borges) pero sí está por encima de los meramente aplicados (Vargas Llosa, Cabrera Infante, Fuentes, Sábato, Donoso…)
En Paisaje con figuras, uno de los libros más deliciosos de la historia de la crítica, Antonio Caballero afirma que “Cortázar escribía el idioma castellano con el oído experto del traductor profesional, atento a los murmullos de otras lenguas y a la respiración de otras tradiciones literarias: ese oído, esa amplia oreja picuda que se movía como las de los caballos, atenta al menor soplo sonoro”.
Lo de traductor se refiere al hecho de que Cortázar se aburría en francés con los fárragos de la ONU, pero se desquitaba jugando en español. Y experimentaba bastante. Quizá demasiado. Puede ser por esto que su nombre se está desdibujando y ya no es tan leído como hace 20 años. En su obra hay mucho humor, y la historia de la literatura aprecia más la tragedia; hay muchos experimentos tremendistas, y la historia los prefiere clásicos: el culteranismo de Góngora es ahora una pieza de museo. La poesía de León de Greiff, notable, sin duda, es menos apreciada que la de Silva, Barba Jacob o Aurelio Arturo. ¿A quién le importa hoy que en El otoño del patriarca se haya atentado por enésima vez contra los signos de puntuación? Al revolucionario Joyce se lo respeta, sí, pero ¿quién lo lee? “Cortázar cedió a la facilidad de sus propios dones, a la coquetería, al abuso de manierismos ya cortazarianos”, dice Caballero.
Entonces, ¿por qué queremos tanto a Julio? Por muchas razones: porque desencorsetó el español, porque descubrió filones modernos (La autopista del sur) y nos dejó mecanismos de relojería tan preciosos como Continuidad de los parques, divertimentos tan felices como los de Historias de cronopios y de famas, cuentos tan conmovedores como Cartas de mamá, traducciones tan tersas como Memorias de Adriano, estudios tan reveladores como el que hizo sobre Poe, y panfletos tan sutiles como Canción de Solentiname. ¡Merci, che!
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