15.2.09

El jugador



Por: Juan Gabriel Vásquez

ESTÁ BIEN: HABLEMOS DE JULIO Cortázar. Todo el mundo lo está haciendo por estos días. Uno va por ahí, desprevenido, y de cualquier esquina sale alguien hablando de Cortázar, llamándolo “el gran cronopio”, contando cuántas veces ha leído Rayuela según el tablero de dirección, recitando el capítulo del beso, hablando un poco en glíglico, diciendo “Queremos tanto a Julio” y haciéndole un guiño al de al lado, convencido de haber encontrado una referencia a la obra que a nadie se le había ocurrido antes.
Pero nada de eso le importa a Cortázar, cuyos buenos libros son tan buenos que sobreviven incluso a esos fetichismos. Esta semana Cortázar cumplió 25 años de muerto, y a mí, por lo menos, no se me ocurre otro muerto en la literatura latinoamericana que siga tan vivo entre sus lectores.

Hablando de Cervantes y Quevedo, Borges dijo una vez (cito de memoria y mal, sin duda) que a Quevedo se le admira de lejos, pero que de Cervantes podemos ser amigos. Pues esta semana el escritor peruano Fernando Iwasaki me dijo algo asombrosamente similar sobre Borges y Cortázar. No lo cito porque no recuerdo sus palabras, pero es verdad: uno es el padre de la literatura latinoamericana moderna, y el otro es siempre nuestro contemporáneo, un tipo con el cual intercambiamos libros. Cuando uno piensa en Borges piensa en un hombre viejo y ciego y apoyado en un bastón, una suerte de sabio de la montaña, nuestro propio Tiresias; cuando uno piensa en Cortázar, en cambio, piensa siempre en un hombre joven que juega con gatos y toca la trompeta y hace dibujos simpáticos en sus cartas, aunque ese hombre tenga setenta años y esté a punto de morir. La gente que lo conoció hablaba de su eterna juventud, de su pacto con el diablo, y eso, de alguna manera, está en sus libros.

A Cortázar lo sorprendía que Rayuela, la historia de un intelectual cincuentón escrita por un intelectual cincuentón, hubiera debido su éxito a los jóvenes. “Yo pensé que estaba escribiendo un libro para la gente de mi edad”, dijo. “Cuando apareció el libro la gente de mi edad no lo entendió”. A nosotros, en cambio, nos sorprende menos. Tal vez porque las fotos de Cortázar en 1963, año de publicación de Rayuela, son las fotos de un jovencito, casi un adolescente. Y tal vez porque, a diferencia de lo que pasó en 1963, ya no hay nadie que no entienda que Rayuela es una gigantesca mamadera de gallo. Y tal vez porque ahora es evidente el lugar que ocupa Rayuela en la obra de Cortázar, que es toda un solo juego: un juego serio, sí, pero es que así es como juegan los niños.

Así sucede en los libros anteriores (Historias de cronopios y de famas), y así también en los posteriores (Último round, Los autonautas de la cosmopista e incluso Un tal Lucas). Todos juegos, juegos elaborados y nada banales, pero juegos al fin y al cabo. Incluso en sus primeros cuentos fantásticos, que son su literatura más “literaria” o más “perfecta”, Cortázar apelaba a una cierta nostalgia: nostalgia de un mundo como el mundo infantil, donde existe el otro lado de las cosas, donde no todo es explicable por medio del positivismo racionalista. Y a veces se me ocurre que el pacto con el diablo fue ese: la capacidad de escribir una obra de una seriedad incuestionable que fuera, al mismo tiempo, una invitación a abrir la puerta para ir a jugar.





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