Por: Juan Gabriel Vásquez
A MEDIADOS DE ESTA SEMANA MUrió John Updike, y supongo que miles de sus lectores en todo el mundo hicieron lo que hice yo: dedicar unas horas o tal vez unos días a releer alguna de sus novelas (o sus cuentos o sus ensayos o sus poemas:
Updike practicó todos los géneros, y siempre con éxito). Y así me vi otra vez secuestrado por La belleza de los lirios, una de las grandes novelas de los años noventa en Estados Unidos, y también por dos cuentos extraordinarios de dos épocas distintas: Pigeon Feathers y Here come the Maples. Y en algún momento de esas lecturas, mientras lamentaba la muerte de alguien capaz de escribir con tanta lucidez sobre ella, me pareció que esta misma escena, esos homenajes privados que hacemos los lectores compulsivos, se había repetido demasiadas veces en los últimos años.
Cuando se piensa en los grandes novelistas norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX (los herederos, por decir algo, de Faulkner y Hemingway), se suelen poner cuatro sillas: Saul Bellow, Norman Mailer, John Updike y Philip Roth. Pues bien, tres de los cuatro han muerto en el último quinquenio. En 2005 murió Bellow, que alcanzó a llegar a los 90 publicando grandes libros. En 2007, semanas después de publicar El castillo en el bosque, murió Mailer. Y el martes pasado, Updike, el único del Grand Slam que no tenía orígenes judíos. “La verdad es que los dioses de la literatura tienen pésimo tacto”, me dijo un amigo de Nueva York por correo electrónico. “Estas cosas no se hacen así, de un golpe. ¿Quién nos va a decir ahora por qué está tan jodido este país?”.
Y es cierto: si en dos mil años un estudiante despistado quisiera saber cómo fue eso que se llama Estados Unidos en el siglo pasado, le bastaría meter las obras completas de estos cuatro en la misma biblioteca y comenzar a leer los libros uno por uno (en total, 120 mal contados). Nadie ha diseccionado la experiencia norteamericana como ellos; dentro de la experiencia norteamericana, nadie ha diseccionado la vida privada de la clase media como John Updike. Rabbit Angstrom, el protagonista de cuatro novelas, es la quintaesencia de ese mundo: un tipo obsesionado con el dinero, el sexo, el entretenimiento y la muerte, y no necesariamente en ese orden. Decía Stendhal que la novela es un espejo que uno pasea a lo largo del camino. La saga de Rabbit Angstrom es uno de esos espejos y, si vamos a eso, uno de los más despiadados.
Updike fue muchas cosas. Fue un curioso impenitente que leía y reseñaba literatura de todo el mundo, y que fue en parte responsable de que el mundo se fijara, por ejemplo, en Orhan Pamuk. Fue un franco observador de su propia vida, que utilizó sin complejos en su ficción, tanto que llevó a su hijo y a una de sus primeras mujeres a dar sus propias versiones, para compensar. Pero para mí fue sobre todo un hombre que se negó durante toda la vida a cerrar los ojos: en sus novelas, en sus cuentos, Updike quería verlo todo y verlo con tanto detalle como fuera posible. La vida en sus libros es eso: una acumulación de percepciones sensuales que sería hostigante si no fuera tan precisa y si no viniera en prosa tan bella. Martin Amis habló una vez de su “incapacidad para parpadear”. Ésa es la imagen que tengo de Updike: el hombre que no parpadeaba, no fuera a ser que se perdiera de algo.
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