11.4.12

Los reportes acerca de la muerte del libro han sido sumamente exagerados


Tenía la esperanza de que para estas fechas el escándalo hubiera muerto, pero el debate acerca de si los lectores electrónicos de libros desplazarían a los libros tradicionales sigue con toda intensidad —específicamente, si los contratos de publicación de libros destinados a Kindle, iPad y otros lectores electrónicos son un preludio para la muerte definitiva de los libros y las librerías
Umberto Eco, autor de El nombre de la rosa, no cree en la muerte del libro tradicional. foto:archivo.fuente:elespectador.com

Los periódicos han dedicado planas enteras de su cobertura de las artes a este tema: recuerdo un diario que dio un gran espacio a una foto de los bouquinistes o vendedores de libros instalados a lo largo de las riberas del Sena, y un artículo en el que se afirmaba que estos vendedores de libros (usados) están destinados a desaparecer. Por supuesto, el escritor no mencionó que si las casas editoriales realmente cesaran de publicar, emergería un próspero mercado para volúmenes antiguos, y los puestos callejeros como los de París —el único lugar donde uno podría encontrar los libros del pasado— disfrutarían de una nueva vida.

En un sentido este debate se inició hace más de 30 años, con el primer uso generalizado de la computadora personal. Pero la llegada del lector electrónico de libros generó renovadas inquietudes. Eventualmente, el guionista Jean-Claude Carrière y yo nos hartamos de tratar de contestar individualmente todos los comentarios fatalistas y publicamos una larga conversación el año pasado con el provocativo título de Nadie acabará con los libros.

Defender la idea de un futuro largo para el libro no significa negar que ciertas obras de referencia son más fáciles de cargar en una tableta, o que las personas que padecen de hipermetropía encuentran más fácil leer un periódico en un aparato electrónico que les permite aumentar el tamaño de la fuente del texto a voluntad, o que nuestros hijos podrían evitar dañarse la columna vertebral si no tuvieran que cargar mochilas escolares excesivamente pesadas. Tampoco aseguraría yo que la versión en papel de La guerra y la paz es universalmente más divertida de leer en la playa que en su versión electrónica. (Personalmente, estoy convencido de que sí lo es, pero los gustos varían, y mi única esperanza es que aquellos con gustos diferentes al mío no tengan que padecer una falla en la energía).

Pero ya tenemos pruebas de que los libros tendrán una larga vida, en la forma de volúmenes que fueron impresos hace más de 500 años y se encuentran aún en excelentes condiciones, así como pergaminos que han sobrevivido durante 2.000 años. En contraste, no tenemos prueba de que un medio electrónico pueda persistir en la misma forma. En el lapso de 30 años el disco blando o floppy fue reemplazado por un disco más pequeño con una cubierta rígida, que a su vez fue reemplazado por el CD, que fue desplazado por la memoria USB. Ninguna computadora es construida hoy en día para leer un disco blando de los años 80, así que no sabemos si lo que fue escrito en determinado disco hubiera durado 25 años, ya no digamos 500. Es mejor anotar nuestras memorias en papel.

Además, hay una gran diferencia entre la experiencia de sostener y hojear un libro leído hace años, descubrir los pasajes subrayados y las notas que uno anotó en los márgenes —una experiencia que transporta al lector y le permite revivir viejas emociones— y la de leer la misma obra en la pantalla de una computadora, en tipo Times New Roman de 12 puntos. Incluso si admitimos que aquellos que sienten placer con tales cosas son una minoría entre los 7.000 millones (y contando) habitantes del planeta, siempre habrá entusiastas para mantener un próspero mercado de libros. Y si ciertos libros desechables —los best sellers para leer en el tren, horarios de ferrocarriles o colecciones de chistes— desaparecen de las librerías y viven sólo en los lectores electrónicos, es mejor así. Piense en todo el papel que se ahorraría.

Hace años me quejé del hecho de que en todas las viejas y oscuras librerías del pasado, cualquiera que entrara a curiosear era enfrentado por un severo caballero que exigía saber qué era lo que deseábamos. El desconcertado cliente, intimidado, probablemente se retiraba de inmediato. Encontré más alentador visitar las nuevas librerías-catedrales, donde una persona podía sentarse durante horas y hojear todo lo que quisiera. Pero ahora, si los lectores electrónicos van a absorber todo el mercado disponible de libros, esas librerías del pasado quizá servirán para algo: podrían convertirse en lugares donde los aficionados irán para buscar el tipo de libros que no se desechan.

Finalmente, debemos recordar que, a lo largo del tiempo, ha habido incontables ejemplos de innovaciones populares que amenazaron con reemplazar a sus predecesores —pero no lo lograron—. La fotografía no ha dado por resultado el fin de la pintura (cuando mucho, quizá ha desalentado los paisajes y retratos y alentado el arte abstracto). La cinematografía no ha causado la muerte de la fotografía, la televisión no ha matado al cine y los trenes coexisten perfectamente bien con los autos y los aviones.

Así que quizá tenemos una diarquía: leer en papel y leer en pantallas, lo cual, con acceso suficiente, podría llevar a un incremento astronómico en el número de gente que aprenda a leer. Y eso, ciertamente, es progreso.

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