Leonie Swann, autora alemana de novela negra.foto: Richard Igel. fuente:elmundo.es¿Se saben el cuento del lobo y el rebaño virginal? Pues ahí hay una novela negra
Leonie Swann epató a la tropa 'negrocriminal' al completo hace cinco años con una ópera prima titulada 'Las ovejas de Glennkill', un 'thriller' de lo más peculiar que venía a ser un cruce entre 'Rebelión en la granja' y 'Diez negritos'. Una de esas gloriosas vueltas de tuerca al género que, repletas de ironía e inmejorable humor, se publican por estos lares cada cierto tiempo.
Leonie Swann regresa ahora con una segunda entrega de lo que, a estas alturas del partido, tiene toda la pinta de ser una saga tan fructífera como desopilante. Bienvenidas sean, visto lo visto, y leído lo leído, todas las entregas que nos quiera despachar la buena de Leonie Swann, alemana del mismo Múnich pero residente en Berlín, que se obsesionó con un rebaño de irreductibles ovejas al que conoció en Irlanda y, para quitárselo de la cabeza, no dudó en convertir en sagaz grupo detectives de merinas con piel de lobo. Imaginamos que, por su alto contenido algodonoso y sus múltiples balidos, se trata de la lectura de cabecera de Carmen Sevilla.
En '¡Que viene el lobo!', su nueva novela, también publicada por Salamandra, Leonie Swann saca el lado viajero de Miss Maple y el resto del rebaño de orejas detectives para ambientar la trama en la campiña francesa. Acompañadas de Rebecca, la hija del pastor George Glenn, nuestras 'chicas' investigan el caso de un hombre lobo que osa perturbar la paz de un idílico prado.
¿Idílico? ¿Quién dijo idílico? El peligro se hace patente con el descubrimiento de un cadáver en los límites del bosque, y las ovejas se adentran en la oscuridad de la floresta en busca de las pistas que todo asesino (y más si se trata de un licántropo) deja tras de sí. Las risas están más que servidas siempre que nos unamos al equipo investigador compuesto por Miss Maple, Sir Ritchfield, Othello, Ramses, Zora, Heide, Cloud, Cordelia y el resto del rebaño.
Aquí tenéis, como muestra, el arranque de una novela con la que, curiosamente, contar ovejas os mantendrá más despiertos que se costumbre. ¡Mucho cuidado con ella, engancha!
–¿Y después? –preguntó el cordero de invierno.
–Después las ovejas madre pusieron a salvo a los corderos lejos el hombre del perro pequeño. Y encontraron un un –Cloud, la oveja más lanuda del rebaño, no supo cómo continuar.
–Un montón de heno –propuso Cordelia, que era una oveja sumamente idealista.
–Eso, un montón de heno –repitió Cloud–. Y las ovejas madre comieron y los corderos se acurrucaron en el heno... y guardaron silencio.
Las ovejas balaron entusiasmadas. Después de tanto contarla, la historia de 'El silencio de los corderos' había ido sufriendo graduales variaciones, y en cada ocasión ganaba un poco.
Rebecca, la pastora, les había leído el libro en otoño, cuando las hojas ya amarilleaban pero el sol aún era redondo y estaba maduro y sano. A estas alturas las ovejas ya no podían explicarse por qué entonces, en las primeras frías y plateadas noches de otoño, el libro les había dado tanto miedo. Sólo Mopple the Whale, el carnero gordo y memorioso, se acordaba de que en el libro que Rebecca les había leído en los soleados escalones de la caravana casi no aparecían corderos, y muy poco heno.
El viento empujaba nieve entre sus patas, allá abajo temblaban las peladas matas que crecían junto a la cerca del prado, y la historia había terminado.
–¿Era un montón de heno grande? –quiso saber Heide, que todavía era joven y no le gustaba que las historias terminaran así sin más.
–Muy grande –afirmó Cloud con convicción–. Tanto como... Tanto como...
Miró alrededor en busca de cosas grandes. ¿Heide? No. Heide no era especialmente grande para ser una oveja. Mopple the Whale era el más voluminoso. Pero más grande que cualquier oveja era la caravana, que estaba en medio del prado, y mayor aún el establo, y lo más grande de todo era el viejo roble que se alzaba cerca de la linde el bosque y en otoño había desprendido infinidad de hojas marrones, amargas y crujientes. Había sido un trabajo de mil demonios comerse todas esas hojas.
A la izquierda del prado se hallaba el huerto, y a la derecha el campo de cabras. En éste no había nada grande. Sólo cabras. Pasados los dos campos, al fondo estaba el bosque, ajeno y susurrante; delante, la propiedad, con establos y casas, chimeneas humeantes y personas ruidosas, y más cerca, gris y enorme como una calabaza, el castillo. Dado que el prado se elevaba un tanto en dirección al bosque, se veía estupendamente.
–Tan grande como el castillo –concluyó Cloud con aire triunfal.
Las ovejas se quedaron pasmadas. El castillo era en verdad muy grande. Tenía una torre puntiaguda y muchas ventanas, y todas las tardes les quitaba el sol demasiado pronto. Cambiarlo por un montón de heno habría sido genial.
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