10.4.12

Los últimos pasajeros del Titanic

Diez historias, ocho supervivientes: Cabré, Dueñas, Eyre, Giralt Torrente, Luisgé Martín, Orejudo, Ovejero, Pérez Andújar, Posadas y Reig estaban a bordo
El Titanic al inicio de su naufragio en la versión cinematográfica de James Cameron (1977). foto.fuente:elcultural.es

El 10 de abril de 1912 partía de Southampton el RMS Titanic, el transatlántico más grande, seguro y lujoso del mundo. Cuatro días después, la noche del 14, chocó con un iceberg y su tragedia y sus 1517 víctimas se hicieron leyenda. El Cultural embarca, para celebrar el centenario, a diez escritores de primera que se convierten en polizones, maquinistas y amantes, y recrean aventuras y destinos. También analizamos cómo el Titanic se hizo música y cine.


El tipo que se disfrazó de mujer

Marcos Giralt Torrente

Soy, me recuerdo, pasajero de segunda clase. Embarqué en Francia, en el puerto de Cherburgo, por amor, siguiendo a una cubana que había conocido en Barcelona y que viajaba en compañía de su hermana. Habíamos pasado meses enredados en amores que terminaron cuando ellas decidieron volver a la isla, haciendo escala en Nueva York. Nunca supe bien la razón de su repentino regreso, adujeron que su padre las reclamaba pero muchos fueron los indicios que me hicieron desconfiar. Recelé, incluso, de que el padre existiera, pues no era habitual que dos señoritas estuviesen tanto tiempo fuera de casa sin la compañía de un familiar. Sea como sea, no lo dudé y me embarqué tras ellas sin mucha idea del porvenir que me aguardaba. Nada importante me ataba a Barcelona salvo un hermano al que no veía y una renta, suficiente para ser un diletante el resto de mi vida. Ni una sola vez, los días anteriores al naufragio, me arrepentí de haberlo hecho. No creo que en todo el barco hubiese un pasajero más feliz. Cuando la marinería organizaba el desembarco, conseguí meterme en el bote 12, al lado de mis amigas, cobijado bajo un tocado que apenas disfrazaba quién soy. Nada heroico. Años, décadas después, aún me recordaban como el tipo que se salvó vestido de mujer.



Polizón en un bote salvavidas

Rafael Reig

Salvé la vida porque era polizón: había intentado conseguir un billete para el Titanic en una partida de cartas, pero estaban marcadas (siempre lo están) y volví a perder mi nada. No me importó, rondé el barco y encontré mi momento, porque nada iba a impedir que cumpliera mi sueño. El cine, Jolibud o así, era mi destino final, y ninguna mala mano iba a impedirlo. No tenía nada más ni nada menos, sólo una baraja y mis sueños. Colarme no fue difícil, pero sí evitar ser descubierto, así que me escondí, desde el primer día, en un bote salvavidas. Mi refugio, podéis creerme, no era muy cómodo: se movía sin cesar y pasaba mucho frío por las noches, apenas cobijado con una manta y un viejo abrigo. Mientras escuchaba a la orquesta por la noche, imaginaba las vidas felices de los pasajeros de primera que paseaban en cubierta y las de los desdichados que los servían (y al revés, la de los desdichados de primera y los felices esclavos), pero, en realidad, prefería soñar con la vida que me esperaba más allá de mi pasado, cuando me convirtiera en el mejor malvado de cine mudo que podáis imaginar. Sólo salía de mi escondrijo para buscar comida, algo de agua y un poco de ron, y os confieso que, de la misma manera que huí de algunos oficiales encontré amigos de toda clase, y que mis mejores horas las pasé bajo la lona, ocupado en mis cartas y mis sueños. No sé qué pasó, no vi nada, pero ahí, en mi chalupa, sentí el trallazo y el hielo, los gritos, el miedo, hasta que bajaron mi bote con mujeres y niños. Y yo. El polizón. Nunca tuve, creedme, compañía mejor.


El mentiroso

María Dueñas

Ahí sigue, sonriendo junto al chófer. Diciéndome adiós con la mano la muy idiota, con ese extravagante sombrero lleno de plumas que estrena para la despedida, sin darse cuenta. Meses enteros lleva tragando mis mentiras: los negocios que supuestamente me reclaman en América, la necesidad de que me acompañe la institutriz de los niños para servirme de secretaria. Ni siquiera me ha preguntado por qué me llevo tres baúles con la mayor parte de mi guardarropa, incluso ha insistido en que no me deje los palos de golf. Pobre infeliz, no se ha enterado de nada. En cuanto reciba mi cable, se le abrirán los ojos. Ni un penique va a quedarle, ya he dado orden a Murray de que cancele mis cuentas en Londres el mismo día en que yo desembarque en Nueva York. Ahí sigue la muy boba, sin parar de sonreír con los labios pintados de rojo intenso, junto al chófer italiano que me hizo contratar cuando al pobre Jensen empezaron a fallarle los reflejos. ¿Por qué sonreirá el muy imbécil también?


Sólo un maquinista

José Ovejero

"Jim" me dice, "Jim, ¿qué pasa?" El ruido ha sido bestial, como si una ciudad entera se derrumbase. Al principio creí que había reventado una turbina, o la caldera. Creo que me he roto la muñeca al caer. Daniel está pringado de carbón de arriba a abajo. Sus ojos parecen ocuparle media cara. "Nada", digo, "ya no pasa nada". No soy más que un maquinista, pero sé contar. Solo hay botes para la mitad. Y yo no soy parte de esa mitad. Nunca me han gustado las cosas grandes: los rascacielos, el puente de Brooklyn, los trasatlánticos. Qué más da. Daniel se me acerca con pasos inseguros. El suelo está tan inclinado que tiene que apoyarse con una mano en la pared para avanzar. Al menos, las luces de emergencia funcionan. Estar completamente a oscuras sí me daría miedo. Daniel se detiene frente a mí. Me besa en la boca. "Siempre he querido hacerlo", dice. Pegarle un puñetazo sería idiota, dadas las circunstancias. Se oye el acero retorciéndose, chirridos de metales que se frotan, un estruendo de catarata. Pero ni un grito. "¿Te has enfadado?", dice, y se abraza a sí mismo para quitarse el temblor. "No, idiota, por qué me iba a enfadar", le digo. Sonríe. Luego mira hacia la escalerilla rota. No hay nada más cabrón que la esperanza.



Un tipógrafo anarquista de tercera

Javier Pérez Andújar

Me recuerdo aferrado a mi pasaje: soy un tipógrafo anarquista del barrio chino, de los que imprimen las aventuras de Dick Turpin y los libros de Jack London, que leo y releo fascinado en los ateneos libertarios de la ciudad, sobre todo, Telón de hierro. Me identifico de tal modo con él que necesito conocerle pero ya no vive en Europa sino en Estados Unidos, y siento que nada de lo que hago y escribo tendrá sentido si no logro conocerle. Por eso pido a amigos y enemigos dinero y recomendaciones, vendo lo que tengo hasta lograr un billete de tercera en el Titanic. Me embarco, como casi todos los españoles, en Cherburgo, no en Southampton, y disfruto la travesía releyendo mi ejemplar de London hasta saberlo de memoria. Sólo eso me salvó: el golpe me encontró despierto. Prefiero no molestarles con mis lastimeros recuerdos sobre las horas a la intemperie, o las desventuras que me acompañaron como sombras mientras atravesaba los USA en busca de London, que vivía, ay, en California. Me robaron y robé, fui un vagabundo más londoniano que el propio escritor y cuando al fin dí con él estaba alcoholizado sin remedio y descreído de sí mismo. Sólo entonces comprendí que yo era mi mejor aventura y que la lucha no terminaba jamás.


El corgi de lady Astor

Carmen Posadas

No soporto a Georgie. No se baja de los brazos de lady Astor, la quiere sólo para él, lo odio. Pero el sol brilla y la gente de aquí sí sabe apreciarnos, sabe que somos corgis, selectos corgis, como los de la Reina. Zarpamos. "¡Freddy, vuelve aquí!", me llama la mucama mientras inspeciono esta inmensa casa flotante. Georgie y Freddy, sí. En este lugar así nos llaman a los perros y los niños se llaman Kinki, Pongo o Porky. Odioso Georgie. Pasan los días y no cede su egoísmo, no me deja gozar de las suaves caricias de nuestra dueña. Espléndida dueña pero, ¿por qué le sigue el juego, por qué no existo para ella? Este lugar es extraño, aquí, en nuestra cubierta, somos los reyes, los niños nos persiguen y se embelesan, sus padres, al vernos, babean aún más que nosotros. Pero el otro día me colé en tercera clase y, ¡oye! como si no existiese. Un tipo incluso me apartó a puntapiés. ¡A mi, a un corgi de pura raza! Es de noche, hace frío y el suelo ha temblado como en Londres cuando levanto la patita en la rejilla del metro. Y después comienza a inclinarse. Todo el mundo corre de un lado a otro. Mi ama no suelta a Freddy, no lo suelta y yo ya no tengo celos, sólo sé que debe soltarlo, debe quitarse de encima al odioso Freddy que le entorpece, porque si no... Ahora, la mucama y yo estamos junto a mucha más gente, muy apretados, en otra casa mucho más chiquita que también flota sobre las negras aguas. La casa grande se ha hundido. No veo a mi ama. Estoy triste. Me he salvado.



invertido, golfo y alocado

Luisge Martín

Soy un aristócrata esnob y algo pijo, y mis amigos y yo hemos organizado un viaje a Nueva York que pasará a la historia. Somos divertidos, alocados, golfos, y estamos en la frontera de muchas desdichas; nos sobran libras y nos faltan certezas: mientras el mundo se tambalea, buscamos, sedientos, aventuras, nuevos amores. Quizá, quién sabe, el amor verdadero. Lo mejor y lo peor es que hemos elegido el único barco insumergible de la historia, el Titanic. Sí, lo mejor y lo peor: nadamos, buceamos en champán antes de hundirnos, tras un golpe seco y un silencio tenebroso, en aguas heladas. Y salvo la vida, sin mirar atrás, sin preocuparme de mi mejor amigo ni de mi último e imposible amor, porque he comprado un pasaje en un bote salvavidas, y siento, con una angustia tiznada de pena y desengaño, ese frío que jamás me abandonará. Llegaré a Nueva York, pero ya nada será lo mismo. Yo no podré volver a ser divertido, golfo y alocado...



Dentro de un minuto...

Pilar Eyre

Dentro de un minuto habré muerto. En esta bala del calibre 22, incapaz de matar un ciervo pero sí un ser humano, está el final de todo. Yo, Robert Grenville, XXVII duque de mi apellido, voy a morir, y conmigo mi anémico linaje, del que soy el único representante. Es fácil acercarme el cañón a la boca, esta pistolita que parece de juguete ¡qué final más wagneriano he escogido para suicidarme! El barco más grande, el camarote más caro, el chaquet hecho por el mejor sastre, ahí se han ido mis últimas libras, la única mano de póker que he ganado en toda mi vida ¡escalera de color! Me tenderé sobre la cama ¡soy un gentleman! No quiero que la doncella se desmaye al verme. Los músicos tocan un canto de adiós, carreras por los pasillos, hasta el Titanic parece danzar para despedirme, sí, ¡buena idea! ¡Sigue bailando, mundo! Las luces se encienden y se apagan, las sirenas ululan para celebrar mi marcha. Golpean la puerta, rápido, rápido ¡antepasados que defendisteis Inglaterra en la guerra de los cien años, que no tiemble mi pulso! El cañón sabe a óxido, ¿sufriré? Será solo un momento, qué frio hace.



Retrato del terror

Jaume Cabré

Me imagino, como posibilidad de relato, ser el capitándel SMR Titanic, John Edward Smith, el más seguro y experimentado marino de la compañía White Star Line, en el momento de convertiese en el responsable de la catástrofe. Ahora que los últimos desastres de cruceros como el Costa Concordia han puesto de relieve lo que puede hacer un capitán borracho de frivolidad, me gustaría sentir las mismas tentaciones de Smith, cuando sabes que tienes que salvar las vidas no solo de mujeres y niños, sino de todo el pasaje y de toda la tripulación, pero al mismo tiempo comprendes que es imposible, que no hay botes para casi nadie, que está cundiendo el terror y que apenas hay nada que puedas hacer. Sí, me gustaría ser el capitán Smith, tantas veces condecorado, para sentir su miedo, su terror, su rabia, su impotencia la noche del 14 de abril, asomado al abismo de ser un héroe por obligación. ¿Sería capaz de asumir su tarea yo? ¿Qué haría? ¿En qué o quién pensaría? ¿Buscaría un lugar seguro, intentaría salvarlos a todos, me hundiría en el barco? ¿Cómo viviría ese conflicto insoportable?


Marinero en tierra

Antonio Orejudo

Sufro la mayor de las desdichas: soy marino de un mercante pero no puedo embarcarme porque me derrota siempre un miedo invencible al mar. Sin embargo, nunca quise ser marinero en tierra, y acudí a los grandes especialistas, como un médico vienés muy conocido entonces, un tal doctor Freud, que no pudo ayudarme. Como alternativa, me recomendaron a un médico conductista americano, John Watson, con el que logré entablar una correspondencia amistosa en la que él me recomendaba, como solución a mis terrores al agua, que me embarcara. Y al final le di la razón: como también quería conocer a mi benefactor, compré un pasaje en un nuevo barco que partía de Southampton en abril. Se llamaba Titanic, la travesía era larga y cada mañana me asomaba al menos una vez a las cubiertas para ver vencido al fin a mi gran enemigo azul. Lo más divertido es que parecía funcionar. Hasta la noche del 14 de abril. Por eso, mientras la orquesta seguía tocando y me hundía en las aguas sólo yo entendía mis risas ahogadas.

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