Antonio Tabucchi, escritor italiano explica cómo empezó a escribir en portugués. foto: Sophie Bassouls.fuente:elmalpensante.comAntonio Tabucchi explica el exótico nacimiento de su novela Réquiem, escrita originalmente en portugués y no en su lengua materna. Con él, recordamos la obra del escritor italiano, quien murió el pasado 25 de marzo
Voces
Voces ideales y amadas de los que han muerto,
o de los que están para nosotros perdidos como los muertos.
A veces, nos hablan en el sueño;
a veces, mientras discurre las oye el cerebro.
Y con su timbre por un instante tornan
timbres de la primera poesía de la vida:
como una música, de noche, lejana, que se apaga.
Constantinos Cavafis
Acomienzos de enero de 1991, hice un viaje a París. Llegué por la noche y me hospedé en un pequeño hotel situado en Saint-Germain-des-Prés. Después de una rápida cena, fui a acostarme. Por razones profesionales, durante mi estadía tenía previstas algunas obligaciones en las tardes, pero las mañanas quedaban a mi entera disposición. Al día siguiente, cuando me desperté, decidí dar un paseo por la ciudad. Di una vuelta por las callecitas del Marais, luego entré a un café, o más bien a un bistrot, por los lados de la calle Roi-de-Sicile, donde me acomodé en una mesa.
Pedí un café al mesero, un señor ya no tan joven, de apariencia cordial. El lugar estaba desierto, ni siquiera se hallaban los clientes habituales del barrio. Saqué entonces de mi bolsillo el cuaderno que llevo siempre conmigo, porque ahora sé, después de todos estos años dedicados a escribir, que una historia puede llegar de improviso, y que si uno no lleva consigo el instrumento para atraparla, o al menos para esbozarla, la historia puede desaparecer con la misma facilidad con la que llegó.
2. El sueño de la noche anterior
La noche que llegué a París tuve un sueño que al despertar se me había borrado de la memoria, pero que, en ese preciso momento, en el bistrot, me volvió al espíritu con la nitidez propia de los sueños que afloran de nuevo a la conciencia cuando creíamos haberlos olvidado. Se trataba de un sueño de una inquietante extrañeza. Había soñado con mi padre.
Mi padre había muerto siete años antes a causa de una terrible enfermedad, un cáncer de laringe. Fue operado en una clínica de su ciudad. La operación fue un éxito, en el sentido de que tuvo un resultado positivo, a pesar de que, por toda una serie de complicaciones post-operatorias, su hospitalización terminó de manera desastrosa. La víspera de su salida, tras un increíble error, los médicos del equipo de la clínica perforaron su esófago introduciéndole en la garganta un tubo que debía descender al estómago para alimentarlo: el tubo atravesó el mediastino y le perforó el pulmón, dejando a mi padre al borde de la muerte. De todo el período que duró la hospitalización, ese día fue sin duda alguna el más penoso, y se fijó de manera tan profunda en mi memoria que nada podrá borrarlo.
Llegó junio y mi padre permaneció el verano en casa. Sin embargo, al cicatrizar, el esófago perforado había creado una adherencia, es decir, un cierre que impedía la deglución, y mi padre debía ser alimentado mediante una sonda que entraba a su estómago a través de un hueco situado en su flanco derecho. En esas condiciones no habría durado mucho tiempo, y era necesario practicarle una anastomosis, es decir, la reconstrucción del esófago deteriorado: una operación muy delicada, sobre todo en un paciente debilitado como él.
En esa época yo era profesor en la universidad de Génova. Había establecido una relación de amistad con un colega de la Facultad de Medicina y a veces íbamos a cenar juntos. Apreciaba sus cualidades humanas y su inteligencia en la conversación. Era un gran cirujano, pero daba muestras de esa modestia y sencillez que caracterizan a las personas de gran mérito. Armándome de todo mi valor, le propuse practicar la difícil operación de anastomosis a mi padre. Sin darme muchas ilusiones, me dijo que intentaría hacer todo lo posible. Quizá intentó lo imposible, pues la operación fue un éxito. Gracias a esa intervención, mi padre, ese invierno, reanudó su vida. Pudo retomar el ritmo cotidiano; sentarse a la mesa, comer en familia, pasear, conducir el auto, llevar a sus nietos al cine y tener una existencia prácticamente normal.
3. La laringe o glotis
En las enciclopedias médicas corrientes, la laringe se define de la siguiente forma: "Órgano hueco semirrígido constituido de cartílagos unidos entre ellos por ligamentos y músculos; tapizado con una mucosa en el interior, comunica hacia arriba con la faringe y se prolonga hacia abajo por la tráquea. Sus principales funciones son: la respiración; la separación entre la entrada del aparato digestivo (esófago) y la del aparato respiratorio (tráquea) mediante la epiglotis; la fonación, es decir, la formación de sonidos. Los sonidos se producen gracias al paso del aire a través de la laringe, mientras que la posición de las cuerdas vocales varía en función de la contracción de los músculos apropiados, a fin de modificar las dimensiones de la apertura de la laringe o glotis y el grado de tensión de las cuerdas vocales".
4. El silencio
La operación quirúrgica no pudo realizarse sin que se efectuara una importante mutilación, pues el estado avanzado de la enfermedad había exigido una ablación total de la laringe. En otras palabras, este pequeño órgano hueco semirrígido constituido de cartílagos, de músculos y sobre todo de cuerdas vocales, por medio del cual se produce la fonación, ya no existía. Mi padre no podía hablar.
A pesar de todo, llevó una vida normal durante más o menos dos años y medio, hasta el momento en que la enfermedad se manifestó de nuevo, en términos esta vez irreversibles. Habíamos resuelto la dificultad objetiva de comunicarnos de manera bastante sencilla. Adoptamos, naturalmente, todas las formas de semiología corporal que están a disposición de los seres humanos, y que van desde la mirada al apretón de manos, pasando por el abrazo, etc. Sin embargo, en cuanto a la formulación de mensajes más complejos, que implicaban una forma de lenguaje estructurado, adoptamos una simple "pizarra mágica", como la que utilizan los niños, donde se puede escribir y borrar inmediatamente, según un procedimiento sencillo.
Aunque no podía hablar, mi padre sí escuchaba perfectamente, y si bien él estaba en la obligación de escribir, yo hubiera podido, en cambio, hablarle. Y de hecho, durante nuestras primeras "conversaciones", yo hablaba, y él respondía en la pequeña pizarra. Pero poco a poco, sin darme cuenta, yo también me puse a utilizar la pizarra para nuestros diálogos. No sé muy bien por qué ocurrió así. Supongo que al servirme de mi voz temía subrayar su mutilación y poner en evidencia su estado. De cualquier forma, fui yo quien me adapté a él y a su medio de comunicación.
Durante dos años y medio, logramos entonces dialogar, en silencio, mediante la pequeña pizarra. Lo que debo señalar, y que resulta extraño, es que sobre esta pizarra nunca me escribió la pregunta lógica que hubiera podido hacerme, a saber: "Tú que puedes, ¿por qué no hablas?". No lo hizo, aceptando así mi complicidad, y yo la suya. Pero el hecho importante, a propósito de lo que estoy tratando de formular, es que los dos aceptamos pasar de un sistema de comunicación a otro sistema de comunicación: del plano de la oralidad al de la escritura.
5. La voz
Otro detalle muy curioso es que, en ese momento, esta forma de comunicación escrita me pareció normal o natural: no me daba cuenta de la ausencia de voz de mi padre, porque su presencia física, su "estar-ahí", la colmaba por completo. Fue solamente más tarde que yo comencé a darme cuenta de esta ausencia de voz, cuando su presencia física no estuvo más ahí. Comprendí que con el tiempo el recuerdo de su rostro, es decir, lo que mi memoria había retenido de su ser visible, se borraba poco a poco y que tenía mucha dificultad en precisar su imagen. Para reavivarla, debía recurrir a la imagen fotográfica; pero las fotografías que tenía de él no incluían los últimos años de su vida, sino que pertenecían a épocas anteriores. En cambio su voz, para mí que sólo pensaba tener buena memoria visual, era extremadamente precisa en mi recuerdo. En síntesis, si para acordarse de una imagen que pertenece a nuestro pasado es necesario, como se dice, "cerrar los ojos", para escuchar la voz de mi padre me bastaba con "abrir las orejas" y ponerme a escuchar. Era una voz que me llegaba con su tono y su timbre únicos. La imagen de mi padre, si puede decirse así, pasaba a través de su voz. Para evocar la figura de mi padre, tenía necesidad de su voz.
6. El recuerdo a través de los datos sensoriales
Mencioné la palabra "evocación". "Evocar" significa volver a llamar a la memoria; es un término que proviene del latín ex vocare (voz), es decir, "llamar afuera", y es bien conocido que la memoria pasa a través de nuestras facultades sensoriales. La realidad, que percibimos por nuestros sentidos antes que sea descifrada y elaborada por nuestras capacidades intelectuales y psicológicas, puede volver años después gracias a los sentidos que la percibieron: la vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto. No vuelve, claro está, como "principio de realidad", para emplear un término del psicoanálisis, sino a través de nuestra "experiencia vivida", es decir, a través de la digestión y la transformación que nuestro yo individual ha hecho de ella: en otras palabras, a través de nuestra memoria individual. La literatura en particular nos enseña que una facultad sensorial puede ser un estimulante de la memoria y puede convertirse incluso en el punto de partida de una obra literaria. Una obra literaria que, por supuesto, tiene que ver con nuestras vivencias, pero que no corresponde de ningún modo a las características de la autobiografía, la cual concierne, como se sabe, a la objetividad y está fundada sobre todo en la identidad entre la persona que aparece en la cubierta del libro como el autor (el "yo" narrador de la novela) y el protagonista. En el fondo, la obra literaria que pertenece a lo novelesco puede derivar de la autobiografía, pero es un producto completamente diferente de esta última. Siguiendo las indicaciones quizá un poco rígidas pero a pesar de todo muy útiles de una cierta crítica especializada, se puede agregar que esta obra novelesca, en lugar de establecer entre el lector y el autor lo que se denomina un "pacto autobiográfico" (en el sentido de que el lector acepta que el autor está escribiendo una autobiografía), constituye lo que llamamos el "pacto novelesco". El lector sabe que está leyendo algo que proviene de las vivencias del autor, pero que es transformado en ficción o, más precisamente, en novela.
7. Voz, sonido, música
Yo creo que, llegados a este punto, resulta necesario establecer una relación entre la voz humana y la música. Mediante un acercamiento un poco arbitrario, se puede comparar la cavidad oral, que la medicina llama "laringe" o "glotis" y que produce la voz humana, esto es, la fonación, con un instrumento musical de viento que produce música. Habría que precisar, no obstante, algunas diferencias. La voz humana, con su "música", goza de una especificidad que pertenece al individuo que la posee: una voz humana es una sola y nada más, no puede ser igual a la voz de otra persona en el mundo. La voz del instrumento musical que produce música no tiene esta especificidad: el sonido de una flauta o de un clarinete no tiene especificidad individual y es igual al de cualquier otra flauta o clarinete. Puede reconocerse por el uso, por la técnica, por el estilo, por el virtuosismo con el cual un compositor o un instrumentista la toca, es decir, a nivel del lenguaje artísticamente estructurado, pero no a nivel del habla. Si recurriéramos a la definición lingüística de Saussure de lengua y habla, podríamos decir que la música del instrumento y el lenguaje musical son el "código", es decir, el fenómeno social, por tanto la lengua, mientras que la voz humana, en tanto fenómeno individual, es el habla.
8. Orfeo
El problema de la voz forma parte de un mito muy antiguo, uno de los más oscuros y más cargados de símbolos de la mitología griega: el de Orfeo. Presente desde la más remota antigüedad, este mito se fue desarrollando hasta convertirse en una verdadera teología en torno a la cual se desarrolló una literatura abundante y en gran medida esotérica. Las tradiciones divergen sobre el nombre de la madre de Orfeo, aunque la versión más autorizada la considera como hija de Calíope, la más alta en dignidad de las nueve musas. Orfeo es originario de Tracia, como las musas, y vive por tanto cerca del Olimpo, donde a menudo se le representa cantando. Músico y poeta, toca la lira, la cítara y canta. Se dice que interpretaba canciones tan dulces que las bestias feroces lo seguían dócilmente y que los árboles se plegaban a su paso. El mito más célebre relativo a Orfeo es el de su descenso a los infiernos por el amor de su mujer Eurídice, que murió a causa de la mordedura de una serpiente. Inconsolable, Orfeo emprende el descenso armado con su voz y su instrumento. Gracias a su canto y su música, logra calmar a los monstruos infernales y encanta a los dioses de los Infiernos. Hades y Perséfone aceptan devolver Eurídice a su marido, a condición de que Orfeo regrese a la luz, seguido de Eurídice, sin volver la mirada hasta que no haya abandonado el reino de los muertos. Orfeo acepta y se pone en marcha, pero cuando está a punto de llegar a la superficie lo invade la terrible duda de haber sido engañado y se da la vuelta: Eurídice muere por segunda vez, y en esta ocasión Caronte se revela inflexible. Orfeo debe regresar solo al mundo de los vivos.
Dije antes que la palabra "evocar" tenía por etimología ex vocare (voz), pero sabemos también que "evocar" significa volver a llamar a alguien del mundo de los difuntos mediante las facultades propias de los médiums, lo que hace referencia al esoterismo contenido en la misteriosa fuerza de la voz que nos proporciona el mito de Orfeo. "Voz" (verbo, logos) que, de paso, también es el comienzo de la vida, de la creación, la actividad de la creación: "En un comienzo era el Verbo". Y que también es la primera manifestación del ser humano: el niño sale del vientre de la madre y hace escuchar su voz, llorando. Poetas y filósofos han escrito por lo demás innumerables páginas sobre el papel órfico de la voz.
9. Evocación, convocación, fantasmas
Si la "evocación" tiene el poder de llamar a los muertos, si sus facultades de médium permiten misteriosamente llamar a los difuntos, es que ella también es "convocación". La imagen del difunto aparece y se materializa gracias al poeta, vuelve a la vida: estamos en presencia de un fantasma.
La voz de la poesía tiene el poder de establecer un diálogo con los fantasmas, y una vez el fantasma ha sido evocado y convocado por su médium, ambos pueden perfectamente hacer abstracción de todos estos elementos sensoriales a los cuales se hizo alusión para reunirse: se hace abstracción de la voz, del tacto, de la vista, del olfato y del gusto. Porque lo que cuenta, una vez la convocación ha tenido lugar, es la pura presencia del fantasma. Ésta puede manifestarse en el más perfecto silencio, en la inmanencia fantasmagórica, con la cual la relación que se instaura no tiene necesidad de nada más. Sobre la pura presencia del fantasma convocado, una gran poeta escribió un texto extraordinario. Se trata del poema número 679 de Emily Dickinson.
Conscious am I in my Chamber, –
Of a shapeless friend–
He doth not attest by Posture –
Nor Confirm –by Word–
Neither Place – need I present Him –
Fitter Courtesy
Hospitable intuition
Of His Company
Presence – is His furthest license–
Neither He to Me
Nor Myself to Him –by Accent–
Forfeit Probity–
Weariness of Him, were quainter
Than Monotony
Knew a Particle – of Space'es
Vast Society–
Neither if He visit Other –
Do He dwell –or Nay – know I –
But Instinct esteem Him/
Inmortality –
10. De qué están hechos los sueños
La historia de los sueños acompaña la historia de los hombres. Desde que el hombre aprendió a contarse, contó sus sueños, atribuyéndole poco a poco al hecho de soñar motivaciones diferentes. La interpretación de las interpretaciones de la actividad de soñar podría constituir una interpretación de la civilización humana (y los etnólogos que la hicieron no faltan). Desde los tratados de la Grecia clásica hasta La interpretación de los sueños de Freud, el hombre ha tratado de captar la significación de su estado diurno a partir de los signos del estado nocturno. La interpretación del sueño como "imagen significante" se aplica tanto al pasado como al futuro de nuestra existencia: ella "explica" algo que ocurrió en nuestra vida y a lo que no sabemos qué sentido atribuir, o "predice" un acontecimiento que se verificará. Se entiende que la cadena temporal del antes y el después en ambos casos es completamente ficticia.
En el primer caso, como ocurre en ciertas culturas estudiadas por los etnólogos, establecer la relación entre lo que soñamos y lo que sucedió constituye la forma más elemental de un uso terapéutico del sueño, con el fin de motivar lo arbitrario y lo absurdo, presentándole el sueño al individuo como algo prefigurado y dándole así el rostro de su destino. En el segundo caso, verbigracia con la palabra del oráculo en la Grecia antigua, el acontecimiento posterior se encargará de "llevar a cabo el sueño", atribuyéndole a éste un valor de "deuda", una "prefiguración coercitiva", como lo señaló de manera muy penetrante Roger Caillois.
Algunos antropólogos, etnólogos y filósofos (LéviStrauss, Foucault, etc.) observaron que el sueño logra conquistar un estatuto de actividad social cuando su interpretación, de experiencia solitaria, es delegada al oniromántico, ya sea al chamán o al psicoanalista, porque en este caso "no es mi propio destino el que yo realizo al soñar, sino el de mis allegados, vivos o muertos, o el de mis clientes" (G. Charuty). Que el sueño sea una actividad social muy importante se demuestra, de otro lado, por su influencia en la Historia: hay sueños que cambiaron la Historia (el sueño de Constantino) y sueños mediante los cuales se ha tratado de cambiar la Historia (el sueño de Escipión).
Si los sueños de los hombres han dejado su huella en la Historia, la literatura, por su parte, desborda los sueños. Desde el poema de Gilgamés hasta la Biblia, de Calderón hasta Shakespeare o hasta Kafka, el "derecho a soñar", como lo llamó Bachelard, acompaña la escritura. Y que los sueños signifiquen todo (Freud) o que no signifiquen nada (Caillois, lo que también es una interpretación), que estén hechos de una materia vivida o de una materia que pertenece a otra dimensión, es simplemente contándolos como la literatura, con toda libertad, los propuso a sus onirománticos, es decir, a todos nosotros, los lectores.
11. Mi sueño
Esa noche tuve pues un sueño que me había perturbado: había soñado con mi padre. El sueño me había perturbado sobre todo por dos razones: la primera, porque mi padre me había hablado o, más bien, me había hecho una pregunta absurda. Debo precisar que no era el sentido de la pregunta lo que me había perturbado, porque en la lógica incongruente de los sueños esta pregunta absurda me había parecido absolutamente plausible. Lo que me había perturbado era el simple sonido de su voz. Su voz que, durante dos años y medio y hasta su muerte, había estado para mí ausente, y que en ese entonces no me había hecho falta, pues me contentaba con la comunicación a través de la pequeña pizarra, esa voz, en el sueño, despertaba en mí una gran nostalgia y un profundo malestar.
La segunda razón de mi perturbación se debía a nuestras respectivas edades. En el sueño, mi padre estaba de pie, apoyado contra una cómoda, y yo estaba sentado en la cama, delante de él. Nos encontrábamos en un cuarto de hotel, y yo "sabía", como se saben ciertas cosas en los sueños sin necesidad de explicaciones, que estábamos en Lisboa. Mi padre estaba vestido de marino, era un joven de unos veinte años, con ese aire feliz y seguro de sí mismo que tiene en algunas de las fotografías de juventud que poseo de él. Tenía un hueco en la garganta, a la altura de la faringe, como la imagen que tenía de él en mi memoria justo antes de su muerte; y desde este hueco, que me asustaba, salía su voz: la laringe ausente producía sonidos. Yo, en cambio, era viejo, hubiera podido perfectamente ser su padre. Pero los papeles no se habían invertido del todo, las cosas no eran tan sencillas: yo tenía la certeza de que él era mi padre, y al mismo tiempo tenía la sensación de que él era también mi hijo; y por supuesto él sabía que yo era su hijo, pero al mismo tiempo yo tenía la sensación de ser su padre. Y más allá de la ventana, en ese horizonte remoto que uno casi puede tocar con la mano en algunos sueños, una figura de fantasma se desplazaba con movimientos poco agraciados de ballet. Era una figura vestida con un delantal en cuero de herrador, tenía en el rostro un aire agresivo y feroz, y los ojos inyectados de sangre. El fantasma se desplazaba por una hilera de cipreses, y detrás de él, en el fondo, había un edificio que era incapaz de reconocer, pero que se parecía de alguna manera a la geometría elegante de la clínica privada donde el profesor que había operado a mi padre daba sus consultas algunos días de la semana, complementando así su cargo de director de la clínica universitaria. Estaba manipulando un aparato siniestro, una especie de cortadora de césped, pero que era en realidad la repugnante máquina que tuve que poner a funcionar durante noches enteras para quitarle a mi padre de la garganta la sangre coagulada de las suturas que le bloqueaban la respiración. Y este espantoso fantasma sonreía con un rictus en la comisura de los labios.
Mi padre se puso entonces a hablar. Y yo respondí. Luego siguió un diálogo entre los dos. Después de su primera pregunta (absurda, lo repito, pero que me pareció a pesar de todo lógica), me interrogó sobre las razones de su muerte, como alguien que visiblemente las desconoce. Y yo se las conté, de la forma en que mi vivencia me las restituía en la dimensión onírica.
12. Los lenguajes de los sueños
Pero regresemos a la mesa del pequeño café donde me había sentado esa mañana. De improviso, la voz de mi padre escuchada en el sueño, que el despertar me parecía haber hecho olvidar, resonó de nuevo en mis oídos. La escuché nítidamente y me devolvió otra vez al sueño. Obedeciendo a mi instinto, tomé mi cuaderno y traté de reproducir el sueño de la manera como uno puede recordarlo. La dificultad de formular los sueños en términos narrativos es bien conocida por aquellos que están familiarizados con el psicoanálisis y sobre todo con la interpretación de los sueños de Freud. No obstante, en otros textos psicoanalíticos donde los sueños son contados por el paciente a su analista, uno adivina la dificultad que tiene aquel que ha soñado para estructurar narrativa y diegéticamente su propio sueño. Al describir mi sueño, trataba de evitar al máximo el control de lo que llamamos el superyó, y me abandoné a una escritura automática que trataba de sumergirme en la memoria y en el subconsciente. Esta actividad me costó una especie de lucha conmigo mismo, en la que trataba de reencontrar una dimensión onírica que no poseemos evidentemente en estado de vigilia, y que requiere una abstracción completa de la realidad circundante. En un momento dado, no sabía muy bien qué hora podía ser, levanté la cabeza y miré a mi alrededor. A pesar de algunas suturas, saltos, imprecisiones y aproximaciones, el diálogo con mi padre había sido, en cierta manera, reconstruido en la página. Curiosamente, en ese café un poco lúgubre, su voz, que me había convocado en sueños, me había hecho reunir con la escritura. Esta vez, había pasado de la voz a la escritura.
El mesero, monsieur Raymond, se acercó y me preguntó si quería comer algo. Me propuso una ensalada y jamón, y mientras me servía, comprendí por su amabilidad que le intrigaba mi comportamiento. Quizá yo debía parecerle un poco raro, porque su bistrot no era uno de los cafés literarios de SaintGermaindesPrés donde los meseros están acostumbrados a la presencia de escritores y comprenden que éstos contribuyen a la reputación del establecimiento. Luego monsieur Raymond me hizo la pregunta que tal vez más le intrigaba: me preguntó si era escritor. Yo se lo confirmé, y él, de manera lógica, me preguntó si escribía en italiano. Esta pregunta tan normal me remitió a una evidencia que en ese preciso instante me hizo sentir la extrañeza de la circunstancia. Quedé perplejo y le di una respuesta desconcertante: "Por lo general, soy un escritor italiano, pero en este momento estoy escribiendo en portugués".
Creo que una ligera expresión de sorpresa se dibujó en el rostro de monsieur Raymond, una sorpresa que era también la mía al darme cuenta de un hecho al cual no había prestado hasta ese momento ninguna importancia, pues me había parecido natural. La voz evocadora de mi padre, que me había hablado en el sueño, había comenzado nuestro diálogo con esta primera pregunta: "Quantas letras tem o alfabeto latino?", es decir: ¿cuántas letras tiene el alfabeto latino? La voz de mi padre me había interrogado en portugués, y yo le había hecho mi relato en portugués. Y era en portugués que había escrito las páginas del cuaderno que se encontraba en la mesa del café de monsieur Raymond.
13. El lenguaje de mi padre
Mi padre no hablaba ningún idioma extranjero. Su lengua, que es la de mi infancia y la que siempre utilizamos entre nosotros, era un toscano rústico marcado por entonaciones y por un léxico dialectal típico de la región comprendida entre Pisa y Luca, con un frecuente uso de localismos y arcaísmos. La lengua de mi padre era también la de mi madre: yo nací y crecí en un mismo universo lingüístico, sin interferencias de lenguaje "vicematernal", como dicen los psicoanalistas del lenguaje, y menos aún de bilingüismo. Esto fue lo que alcancé a pensar en el momento, al constatar la rareza lingüística que se acababa de revelar. Y esta constatación fue también en cierto sentido la primera pregunta que me hice a mí mismo sobre lo que estaba tratando de escribir (o mejor, que estaba en proceso de escribirse) en una lengua que no era la mía.
14. Lenguaje. Voz
La cantidad de palabras es limitada; la de los acentos es infinita", escribe Diderot en el Salón de 1767. El que habla es el Diderot filósofo, el autor de Carta sobre los sordos y los mudos para uso de los que hablan, y donde también afirma: "La entonación es la imagen misma del alma reflejada en las inflexiones de la voz". Y esta entonación de la voz, prosigue, "es como el arco iris".
La voz humana es un arco iris: un matiz imperceptible, y del verde hemos pasado ya al violeta, al amarillo, al naranja. Cada lengua de los hombres posee su propia entonación para expresar las emociones que Diderot compara con los colores del arco iris. Cólera, ternura, angustia, melancolía, seducción, ironía: las emociones humanas se expresan a través de la entonación de la voz. Los lingüistas han observado este fenómeno de manera científica, no sólo desde un punto de vista teórico, sino también con ayuda de un sintetizador de palabras que revela, en un gráfico, la intensidad, la duración y la curva de frecuencia que determinan la melodía de la frase en función de las emociones expresadas. Iván Fónagy, que ha estudiado mucho este aspecto de la psicofonética, definió la entonación como "la proyección espacial de la mímica laringe". La voz proyecta en el espacio ondas sonoras que varían en función del estado de ánimo. La voz es, pues, un gesto. Y tal "gestualidad vocal", que Fónagy también llama "mímica glotal", "se presta mejor que los gestos manuales a la transmisión de mensajes confidenciales". El mismo lingüista agrega que la curva melódica de la voz es un "modelo biológico", porque la comunicación sonora en el hombre, como en los otros mamíferos, ha sido injertada en la respiración. Todo esto proviene de una teoría de un sabio del Círculo Lingüístico de Praga, S. Karcevskij, que estudió la fonología de la frase en el decenio del treinta, para llegar a la conclusión de que el ascenso y el descenso de la curva tonal de nuestro "modelo biológico" es el resumen de un ciclo biológico: nacimiento, crecimiento, decrecimiento, desaparición. "La cadena hablada está constituida por una serie interminable de estos ciclos: morimos para nacer una veintena de veces por minuto. Gracias a la entonación, la frase presenta un modelo vital, lo que confiere a la frase sonora una significación simbólica" (Fónagy).
Los lingüistas también pretenden que la curva melódica de la voz varía de pueblo en pueblo en función de la lengua propia de cada uno de ellos (por ejemplo, la tonalidad de la ternura en una lengua difiere de la tonalidad de la misma emoción en otra lengua). Por lo demás, la mímica vocal posee una especificidad personal: cada individuo (y sólo él) posee cierta tonalidad especial para expresar estas emociones.
Mi padre me habló en portugués. Pero "su" portugués, el que yo había escuchado en el sueño, que al igual que sus preguntas transmitía la ansiedad, la languidez, la nostalgia, la ternura y la resignación, poseía el tono de la ansiedad, la languidez, la nostalgia, la ternura y la resignación, según un tipo de musicalidad que sólo puede pertenecer al toscano rústico de mi infancia. Además, se trataba sin equívoco posible de la tonalidad de la voz de mi padre.
Voz. ¡Ah! ¡Si fuera posible traducir en palabras las emociones que nos suscitaron las voces de aquellos que hemos amado en nuestra vida! Y sin embargo, las guardamos en lo más profundo de nosotros mismos, como un tesoro en un joyero que no puede ser mostrado a nadie, y cuyo secreto sólo nosotros conocemos.
Estas voces, u otras voces. Voces de nuestra infancia, y de la infancia de cada uno. Pero, ¿cómo recuperarlas? Las palabras que escribimos en el papel son sordas: persiguen inútilmente estas voces, sin lograr nunca captar su timbre. Estamos en el reino de la abstracción, y la abstracción es intraducible.
Las voces que hablan en nosotros. Estamos en el reino de la acousmate. Ésta es una palabra que también está presente en la obra de Apollinaire, que él utiliza como título de dos poemas, en Guetteur mélancolique y en Poèmes retrouvés. En el primer poema, se trata de una "voz tranquila de ausencia". En el segundo, a propósito de los pastores que escuchaban lo que decían los ángeles, Apollinaire escribe que ellos "comprendían lo que creían oír". Pero el término que designa las voces que creemos escuchar tiene orígenes muy antiguos. Para los Padres de la Iglesia, se trata de las voces de los ángeles cuando éstas son escuchadas interiormente. Se dice por ejemplo que santa Cecilia, durante su martirio, escuchaba a los ángeles cantar en ella, y es por esto que después de su muerte fue elegida santa protectora de la música y de los músicos.
El reino de la acousmate está prohibido a los extranjeros, pertenece solamente a quien puede escucharlo en el interior de sí mismo. "Estar en estado de acousmate o de encantamiento es percibir algo que tiene que ver con la alucinación sonora" (P. Quillier).
15. Intento fallido
Esa tarde no pensaba en la extrañeza lingüística que presentaba mi texto, pues fui absorbido por las obligaciones que me habían hecho viajar a París. El problema se planteó de nuevo cuando regresé por la noche al hotel. Tomé mi cuaderno y releí las páginas que había escrito. Mi lectura, en ese momento analítica, guiada por un control muy atento de mi superyó, me dio la impresión de que esas páginas eran absolutamente incongruentes, por no decir absurdas. Mi memoria de vigilia me trajo entonces la voz de mi padre en su lengua toscana a través de la cual me había hablado toda su vida. El hecho de que me hubiera planteado una pregunta en portugués, y que el sueño se hubiera prolongado en portugués, provocó en mí una reacción muy extraña; me senté a la mesa de mi cuarto y me puse a traducir estas páginas en la lengua de mi padre, es decir, en la mía. Emprendí una lucha contra mí mismo que me provocó un malestar incluso más grande que aquel provocado por el hecho de recordar el sueño. Proseguí, y terminé tarde en la noche. Tenía delante de mí hojas llenas de tachaduras y correcciones: un texto penoso, con una escritura torpe y artificial. Me parecía haber cometido, con todas mis buenas intenciones, un acto casi perverso: una voz me había llegado en una lengua y yo la había travestido; había desfigurado un texto literario, es decir, una criatura que había nacido de cierta manera y se había expresado en algunas páginas en su propia lengua.
Agarré las hojas, las rompí y las tiré a la basura. Quería no obstante insertar en la conversación escrita en portugués que había tenido con mi padre una frase que luego dejé en la versión definitiva del texto impreso: "Porque é que me estás a falar em português, pai?", es decir, "¿Por qué me hablas en portugués, papá?". Mi personaje planteaba esta cuestión al fantasma de su padre en la novela, pero en realidad yo me la estaba planteando a mí mismo. Creo que es la pregunta fundamental de mi novela escrita en portugués y, curiosamente, ningún crítico se dio cuenta. Luego prendí la televisión, miré las imágenes de la guerra "limpia" que se ofrecían en directo, y que explicaban la absoluta calma de París durante esos días, pues la Guerra del Golfo había estallado y la gente, quizá por temor a los atentados, prefería evitar los lugares públicos. Era enero de 1991.
16. Continuación
Escribí entonces tres capítulos que situé más tarde al comienzo de la historia: en efecto, en la versión publicada de la novela, el episodio del padre joven se encuentra en el cuarto capítulo. Yo trataba de dar una cierta lógica narrativa a un texto que se resistía a presentarse bajo la etiqueta de novela, y para el cual habría de adoptar más adelante el subtítulo de "Una alucinación". Y lo escribí en portugués, que fue la lengua en la cual nacieron las primeras páginas, sin plantearme de nuevo la pregunta lingüística. La terminé al regresar a Italia. Y mi editorial portuguesa, Quetzal, la publicó en octubre del mismo año. Hice preceder la edición portuguesa de una nota mediante la cual trataba de dar, en cierto sentido, una justificación, de manera torpe y evasiva, al uso de una lengua que no era mi lengua materna (ni paterna).
Al año siguiente, cuando la editorial Feltrinelli decidió publicar la novela, el problema de la traducción al italiano se planteó, y yo preferí no encargarme de ella. Después de la experiencia de las páginas traducidas esa noche en París, me daba cuenta perfectamente de que si había atravesado inconscientemente el río para llegar a otra orilla lingüística, no podía hacer conscientemente el recorrido inverso. La traducción la realizó Sergio Vecchio, un amigo de vieja data. Fue él quien se encargó de reconducir a la orilla de mi lengua de pertenencia este Réquiem, y por ello cuenta con todo mi reconocimiento.
Durante los siete años que pasaron desde esta experiencia lingüística, reflexioné largamente sobre lo que había ocurrido, y consulté una abundante literatura sobre este problema, quizá en busca de las "razones" que determinaron lo que los especialistas llaman "aloglosia en literatura". La demostración de no haber llegado a ninguna "conclusión" definitiva se pone de presente en estas consideraciones sobre mi novela, que no pretenden explicar el problema, sino solamente invitar a un paseo con toda libertad en torno de éste. Quisiera, no obstante, dejar dos indicios a manera de conclusión. El primero es una frase que pertenece a un tratado de psicoanálisis lingüístico que leí con interés y que decía: "Uno puede olvidarse de algo en una lengua y recordarlo en otra". La segunda es completamente personal, y pertenece a mi vida. Siempre llamé a mi padre "mi pa' " o simplemente "pa' ", apócope de "papá", como acostumbran los campesinos de Pisa en los confines de la región de Luca, allá donde crecí. Cuando estaba en la universidad y comencé a estudiar portugués, le dije un día a mi padre que la palabra portuguesa "pá" (con un acento agudo) es una interlocución amistosa cuyo sentido se ha perdido, que indica afabilidad entre dos personas, pero cuya etimología es la contracción de la palabra rapaz (joven). Era la única palabra portuguesa que mi padre conocía. Y cuando yo lo llamaba pa', él también me llamaba pá. Era un juego secreto entre los dos, un idiolecto clandestino que utilizábamos con una malicia casi infantil, porque, cuando nos llamábamos recíprocamente con esta palabra en presencia de otras personas, ellos creían que se trataba de la misma palabra, pero yo sabía que mi padre, al pronunciarla, ponía mentalmente un acento agudo, y él sabía que yo ponía mentalmente el apóstrofe del apócope. Era una utilización diferenciada de una palabra homófona: yo lo llamaba "papá", él me llamaba "joven".
Quién sabe si una novela escrita en una lengua que no es la nuestra no puede nacer de una minúscula palabra que, ella sí, es exclusivamente nuestra, y no pertenece a nadie más. Una sílaba puede a veces contener un universo.
Traductor Ásbel López
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