"Queneau se instala en el corazón de esta contradicción, que quizá defina nuestra literatura de hoy: asume la máscara literaria, pero al mismo tiempo la señala con el dedo"La colección Unicos de Seix Barral España viene publicando textos cortos, algunos inéditos, por lo general poco ortodoxos en la obra de autores como Carson McCullers, Jonathan Franzen, Antonio Muñoz Molina, Don DeLillo, Alain Finkielkraut y Enrique Vila-Matas, entre otros
Hazard y Fissile. Raymond Queneau Seix Barrial 112 páginas
foto.fuente:pagina12.com.ar
A su vez, cada uno de estos hallazgos está prologado por escritores. El último título publicado es Hazard y Fissile, del surrealista Raymond Queneau, novela inédita, inacabada, que carcome las formas tradicionales de la narración con un prólogo de Guillermo Saccomanno que aquí reproducimos
Los manifiestos surrealistas, desde el primero, pontificio, entre la diatriba y el ensayo, pateaban el conformismo de las artes burguesas. Varias de sus imprecaciones siguen siendo válidas aunque otras padecen un acné que recién sus autores superarían con su acercamiento al PC (lo que provocaría no pocas deserciones entre los light).
Sería crucial para Breton (que había trabajado en hospitales psiquiátricos durante la guerra) su encuentro con el Trotzky exilado en México. Es decir, aquello que los surrealistas habían descubierto en Freud y su interpretación de los sueños se completaba ahora con el cuestionamiento político: escribir no es gratis. Hay que hacerlo aflojando el inconsciente, sin temerle al absurdo, y abandonar toda ortodoxia de trama que remita a la novela tradicional.
Escribir con la libertad de quien sueña, escribir encandilado con la ilusión –como si los sueños fueran posibles–, escribir pensando, como Valéry, que jamás se cometerá la bajeza de escribir una frase como "la marquesa salió a las cinco". Contra el apetito ramplón de los lectores burgueses, los surrealistas se preocuparían menos por la sensatez de la trama que por el capricho onírico, el arrebato, lo intempestivo. Se trata ni más ni menos que de una literatura contra la literatura.
Y de una escritura contra la formalidad de las normas convencionales del narrar. Automatismo puro, fuera de todo control de un autor dictatorial. Porque el inconsciente es el que manda, qué embromar. Tremenda estrategia de destrucción de normativa estilística no resultaba tranquilizadora durante los estragos de una apenas concluida guerra mundial. Ahí está esa foto de Apollinaire vendado en una trinchera como poeta emblemático.
Quienes vuelven de la masacre sobrevivieron a los gases tóxicos y no se van a comportar, ni en la vida ni en el arte, como señoritos. Entre los popes del movimiento surrealista se encuentran, además de Breton, Tzara, Aragon, Eluard, entre otros.
En un mundo de entreguerras, las sociedades crujen; el hambre, la pobreza y la venalidad son moneda corriente; la heroicidad ya no es la del patriota sino la del aventurero inescrupuloso que dejaría enano al codicioso Rastignac balzaciano, la de un personaje más odioso (y por lo mismo entrañable), al menos más verosímil en sus crímenes que los dobles discursos políticos. Si hasta entonces Arsenio Lupin podía ostentar algunas virtudes como ladrón y asesino, Fantomas lo convertiría en un lactante. Fantomas es un malhechor terrible, despiadado, carnicero, una plaga capaz de cometer los crímenes más espeluznantes sin que se le mueva un pelo.
Impune, representa los deseos ocultos de las masas frustradas consumidoras de literatura popular y regocija los deseos reprimidos de humillados y ofendidos, carne de cañón hace unos años y carne de cañón, nuevamente, dentro de poco. Durante un año Raymond Queneau, un casi lateral del grupo surrealista, se abocará a su lectura de Fantomas como si sus novelas compusieran una Comedia Humana políticamente incorrecta. La fascinación que ejerce Fantomas en Quenau es hipnótica. (¿Por qué no leer en este gesto la seducción de la serie negra crítica del capitalismo que décadas más tarde seducirá a los intelectuales franceses, entre ellos, Georges Perec, uno de los discípulos más aventajados de Queneau?) No se trata sólo de la imaginación desbordante del Mal. Se trata también de un atentado literario (y no sólo) contra la literatura de elite y contra las preceptivas decimonónicas del buen narrar una historia atendiendo las crisis de la burguesía, sus sentimientos piadosos, su moral edificante. Queneau tiene 25 años. Es joven, pero qué es ser joven en este contexto. "He tenido veinte años y no permitiré que nadie diga que ésa es la edad más hermosa de la vida", escribirá no mucho después Paul Nizan. En este punto, la atracción que las novelas de Allain y Souvestre ejercen sobre Queneau es tan sanguínea como legítima. Hazard y Fissile, una novela inconclusa, apurada, donde en el vértigo de escritura un personaje puede cambiar de nombre, refleja esa virulencia que inspira en los escritores jóvenes un resentimiento tan virulento como comprensible. Lo interesante que tiene Hazard y Fissile no es únicamente la cantidad de acontecimientos, muchas veces inexplicables, muchas veces como sacados de la galera, muchas veces como adolescentismo provocador. No vale acá que yo anticipe las intrigas que se frustran, los personajes estrambóticos que parecen emerger de un comic demencial. Sí, conviene subrayar la intención deliberada de petardear, bombazos de terrorismo retórico (y no sólo, insisto) que corren en ocasiones el riesgo de quedar en fuegos de artificio. No, Hazard y Fissile va por otro lado y, a esta altura, debe ser leída de otro modo, viendo qué de esa artillería desprejuiciada queda en pie (que no es poco) y qué nos cuestiona. Hazard y Fissile tiene una potencia tal que achata al posmoderno más osado. Porque, desde la política de la escritura, está latente su preocupación por desarticular la comodidad del lector que persigue en la literatura una pedagogía.
Queneau no ha sido –no lo sigue siendo a décadas de su muerte– inocente. Cero inocencia la de este filólogo estudioso del griego y del latín, interesado por la filosofía y la psicología. A Queneau lo corroe la idea de poner en tela de juicio el lenguaje, el armado ortodoxo de los personajes y la trama. Quince pulpos de Guinea, que luego serán diecisiete.
Una chica fatal que está hecha de carne y celuloide. Embaucadores desalmados que no vacilan en dañar a quienes se les cruzan. Revólveres que desaparecen misteriosamente, secuestros, huidas, tropiezos, persecuciones, estallidos. Los despropósitos de sus héroes se suceden con la velocidad del cine mudo. La respetabilidad autoral le tiene sin cuidado: así, a menudo, en un alto, el autor interviene y medita: "La conversación se prolongó un poco más. El autor, no muy hábil, se dispensa de contarla. Prefiere poner unos puntos suspensisvos". Por ahí, con sarcasmo, lo más campante, Queneau escribe: "Razonemos con claridad, a la francesa, sin complicaciones". Y acto seguido, lo que hace Queneau es complicar aún más su historia. Una curiosidad: lo que se propone Queneau, luego integrante del grupo Oulipo de "literatura potencial", entre quienes se contaba Italo Calvino –que sería el traductor al italiano de su mítica Zazie dans le metro–, es aplicar la construcción aritmética a sus obras. Realmente, una boutade. "¿Qué estás esperando, lector de respiración acelerada por el relato de los hechos que acabas de leer? ¿Qué quieres que haga con estos personajes recogidos en la arena de una playa un día de aburrimiento y que apenas consiguen entretenerme? ¿De veras que te divierten? En fin, hay gente que se contenta con bien poco, aunque debo confesar que esta novela está a cien kilómetros encima de cualquier otra del mismo género." No me digan que acá no resuena la imprecación de Baudelaire: "Oh, tú, hipócrita lector".
Roland Barthes, que tuvo una teoría para cada texto que se le cruzaba, escribiría sobre Queneau: "La literatura es el modo mismo de lo imposible, porque sólo ella puede decir su vacío y, diciéndolo, funda una nueva plenitud. A su modo, Queneau se instala en el corazón de esta contradicción, que quizá defina nuestra literatura de hoy: asume la máscara literaria, pero al mismo tiempo la señala con el dedo".
Estimados lectores, si tienen sueño o esperan un relato sin sobresaltos, que no los interpele, están a tiempo de agarrar otro libro.
No digan que no les avisé.
Los manifiestos surrealistas, desde el primero, pontificio, entre la diatriba y el ensayo, pateaban el conformismo de las artes burguesas. Varias de sus imprecaciones siguen siendo válidas aunque otras padecen un acné que recién sus autores superarían con su acercamiento al PC (lo que provocaría no pocas deserciones entre los light).
Sería crucial para Breton (que había trabajado en hospitales psiquiátricos durante la guerra) su encuentro con el Trotzky exilado en México. Es decir, aquello que los surrealistas habían descubierto en Freud y su interpretación de los sueños se completaba ahora con el cuestionamiento político: escribir no es gratis. Hay que hacerlo aflojando el inconsciente, sin temerle al absurdo, y abandonar toda ortodoxia de trama que remita a la novela tradicional.
Escribir con la libertad de quien sueña, escribir encandilado con la ilusión –como si los sueños fueran posibles–, escribir pensando, como Valéry, que jamás se cometerá la bajeza de escribir una frase como "la marquesa salió a las cinco". Contra el apetito ramplón de los lectores burgueses, los surrealistas se preocuparían menos por la sensatez de la trama que por el capricho onírico, el arrebato, lo intempestivo. Se trata ni más ni menos que de una literatura contra la literatura.
Y de una escritura contra la formalidad de las normas convencionales del narrar. Automatismo puro, fuera de todo control de un autor dictatorial. Porque el inconsciente es el que manda, qué embromar. Tremenda estrategia de destrucción de normativa estilística no resultaba tranquilizadora durante los estragos de una apenas concluida guerra mundial. Ahí está esa foto de Apollinaire vendado en una trinchera como poeta emblemático.
Quienes vuelven de la masacre sobrevivieron a los gases tóxicos y no se van a comportar, ni en la vida ni en el arte, como señoritos. Entre los popes del movimiento surrealista se encuentran, además de Breton, Tzara, Aragon, Eluard, entre otros.
En un mundo de entreguerras, las sociedades crujen; el hambre, la pobreza y la venalidad son moneda corriente; la heroicidad ya no es la del patriota sino la del aventurero inescrupuloso que dejaría enano al codicioso Rastignac balzaciano, la de un personaje más odioso (y por lo mismo entrañable), al menos más verosímil en sus crímenes que los dobles discursos políticos. Si hasta entonces Arsenio Lupin podía ostentar algunas virtudes como ladrón y asesino, Fantomas lo convertiría en un lactante. Fantomas es un malhechor terrible, despiadado, carnicero, una plaga capaz de cometer los crímenes más espeluznantes sin que se le mueva un pelo.
Impune, representa los deseos ocultos de las masas frustradas consumidoras de literatura popular y regocija los deseos reprimidos de humillados y ofendidos, carne de cañón hace unos años y carne de cañón, nuevamente, dentro de poco. Durante un año Raymond Queneau, un casi lateral del grupo surrealista, se abocará a su lectura de Fantomas como si sus novelas compusieran una Comedia Humana políticamente incorrecta. La fascinación que ejerce Fantomas en Quenau es hipnótica. (¿Por qué no leer en este gesto la seducción de la serie negra crítica del capitalismo que décadas más tarde seducirá a los intelectuales franceses, entre ellos, Georges Perec, uno de los discípulos más aventajados de Queneau?) No se trata sólo de la imaginación desbordante del Mal. Se trata también de un atentado literario (y no sólo) contra la literatura de elite y contra las preceptivas decimonónicas del buen narrar una historia atendiendo las crisis de la burguesía, sus sentimientos piadosos, su moral edificante. Queneau tiene 25 años. Es joven, pero qué es ser joven en este contexto. "He tenido veinte años y no permitiré que nadie diga que ésa es la edad más hermosa de la vida", escribirá no mucho después Paul Nizan. En este punto, la atracción que las novelas de Allain y Souvestre ejercen sobre Queneau es tan sanguínea como legítima. Hazard y Fissile, una novela inconclusa, apurada, donde en el vértigo de escritura un personaje puede cambiar de nombre, refleja esa virulencia que inspira en los escritores jóvenes un resentimiento tan virulento como comprensible. Lo interesante que tiene Hazard y Fissile no es únicamente la cantidad de acontecimientos, muchas veces inexplicables, muchas veces como sacados de la galera, muchas veces como adolescentismo provocador. No vale acá que yo anticipe las intrigas que se frustran, los personajes estrambóticos que parecen emerger de un comic demencial. Sí, conviene subrayar la intención deliberada de petardear, bombazos de terrorismo retórico (y no sólo, insisto) que corren en ocasiones el riesgo de quedar en fuegos de artificio. No, Hazard y Fissile va por otro lado y, a esta altura, debe ser leída de otro modo, viendo qué de esa artillería desprejuiciada queda en pie (que no es poco) y qué nos cuestiona. Hazard y Fissile tiene una potencia tal que achata al posmoderno más osado. Porque, desde la política de la escritura, está latente su preocupación por desarticular la comodidad del lector que persigue en la literatura una pedagogía.
Queneau no ha sido –no lo sigue siendo a décadas de su muerte– inocente. Cero inocencia la de este filólogo estudioso del griego y del latín, interesado por la filosofía y la psicología. A Queneau lo corroe la idea de poner en tela de juicio el lenguaje, el armado ortodoxo de los personajes y la trama. Quince pulpos de Guinea, que luego serán diecisiete.
Una chica fatal que está hecha de carne y celuloide. Embaucadores desalmados que no vacilan en dañar a quienes se les cruzan. Revólveres que desaparecen misteriosamente, secuestros, huidas, tropiezos, persecuciones, estallidos. Los despropósitos de sus héroes se suceden con la velocidad del cine mudo. La respetabilidad autoral le tiene sin cuidado: así, a menudo, en un alto, el autor interviene y medita: "La conversación se prolongó un poco más. El autor, no muy hábil, se dispensa de contarla. Prefiere poner unos puntos suspensisvos". Por ahí, con sarcasmo, lo más campante, Queneau escribe: "Razonemos con claridad, a la francesa, sin complicaciones". Y acto seguido, lo que hace Queneau es complicar aún más su historia. Una curiosidad: lo que se propone Queneau, luego integrante del grupo Oulipo de "literatura potencial", entre quienes se contaba Italo Calvino –que sería el traductor al italiano de su mítica Zazie dans le metro–, es aplicar la construcción aritmética a sus obras. Realmente, una boutade. "¿Qué estás esperando, lector de respiración acelerada por el relato de los hechos que acabas de leer? ¿Qué quieres que haga con estos personajes recogidos en la arena de una playa un día de aburrimiento y que apenas consiguen entretenerme? ¿De veras que te divierten? En fin, hay gente que se contenta con bien poco, aunque debo confesar que esta novela está a cien kilómetros encima de cualquier otra del mismo género." No me digan que acá no resuena la imprecación de Baudelaire: "Oh, tú, hipócrita lector".
Roland Barthes, que tuvo una teoría para cada texto que se le cruzaba, escribiría sobre Queneau: "La literatura es el modo mismo de lo imposible, porque sólo ella puede decir su vacío y, diciéndolo, funda una nueva plenitud. A su modo, Queneau se instala en el corazón de esta contradicción, que quizá defina nuestra literatura de hoy: asume la máscara literaria, pero al mismo tiempo la señala con el dedo".
Estimados lectores, si tienen sueño o esperan un relato sin sobresaltos, que no los interpele, están a tiempo de agarrar otro libro.
No digan que no les avisé.
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