Las obras por encargo están mal reputadas. fotoilustración. fuente: Revista ÑDesde Samuel Johnson hasta Góngora, el autor diserta sobre la larga serie de escritores que escribieron por encargo. Y también cita a Luca Prodan con sus reclamos de deuda para terminar de construir así un catálogo sobre la siempre difícil relación entre el dinero y la supervivencia artística
La plata por la que el mono baila es la misma para los demás primates, incluida la especie que damos en considerar, en detrimento de cualquier nobleza sentimental, la cumbre de su evolución. Hace años que no encuentro el reclamo de Góngora (al Conde de Villamediana): "Debe de estar usted haciendo experimentos costosos con mi persona, tratando de probar mi aspecto angélico, pues me deja tantos días sin comer..." A pesar de su austeridad ceñuda, que retrató Velázquez, el príncipe de los venablos reclamaba hogazas para su mesa y tal vez una copa de vino. Rocinante se animaba a justificar las razones de su flacura con frugalidad de endecasílabo: "Metafísico estáis. Es que no como". Los escritores, los poetas, los traductores necesitan "alimentos terrestres". Y a menudo se ven obligados a reclamar el pago. En el territorio de la urgencia, la misión cumplida alcanza a recompensar a un tercero. "Cuando llueve, todos se mojan", le gusta contar a Miguel de Torre que repetía el tío Georgie en la circunstancia feliz de cobrar una colaboración.
Las obras por encargo están a veces mal reputadas, pero gran parte de libros que hoy admiramos fueron producto de la exigencia y la cara de hereje con que la necesidad gusta de enmascararse. Las vidas de los poetas de Johnson nacieron de una deuda, no de amor, como exige Steiner en Tolstoi o Dostoievski, sino lisa y llanamente económica. Proliferaban en el siglo dieciocho las ediciones piratas de poetas, de modo que el educado y constante señor Bell tuvo la feliz idea de canonizarlos. La autoridad más competente era el Doctor Johnson. De modo que él escribió la totalidad que hoy conocemos en forma de libro como prefacios a las antologías de Congreve, Savage o Milton, sin privarse de tercerizar en Herbert Croft alguna, por un salario aún más exiguo. Incorporemos en su honor el neologismo "salagros".
Thomas de Quincey vivió toda su vida acorralado por acreedores. Es difícil imaginar que su modulado estilo suntuoso y reptante obedece a una urgencia material, pero así se desarrolló, entre velas consumidas y plumas de ganso al borde de la extinción. Dylan Thomas y Julian Maclaren-Ross compartieron la experiencia más cerca de nosotros. Al último, esa circunstancia le transfiere un sabor inigualable, algo de lo que en nuestros mitos de preferencia pensamos que es la motivación de los detectives y los sicarios de muchas de sus narraciones. "Su motivación es su salario", le contestó con cordura habitual Hitchcock a uno de esos actores que andan preguntando esas cosas mientras acarician objetos transicionales.
Acá, en la patria, Eduardo Gutiérrez pasó privaciones parecidas mientras despilfarraba la tinta de sus folletines, algunos de los cuales –como los de los ladrones de guante blanco–pueden leerse hoy con el mismo excitado placer con que él consumía, en una cadena perpetua, la sentencia de asfixia dictada por sus cigarrillos egipcios. José Juan Tablada, el modernista mexicano acusado de alquilar sus escrúpulos, se encargó de convertir cualquier inversión en una estafa y de practicar a diario la operación designada "masacre del ahorro". Uno se asombra de la plata que ganaban los intelectuales mexicanos. Y de lo poco que duraba esa riqueza con los cambios políticos. Como cuenta Guillermo Sheridan: "Cuando se derrumba la dictadura de Victoriano Huerta, Tablada tendría que exiliarse en los Estados Unidos. Con ella se colapsó lo que restaba del ancien régime al que Tablada había sido fiel durante lustros a cambio de una riqueza más que adecuada. Los zapatistas no tardarían en arrasar con su casa y hacer ceviche con los koi sagrados de su estanque". Los koi, esas carpas irisadas de las aguas de los jardines.
Luca Prodan cantando en Einstein, gritando "quiero dinero, quiero dinero", como lo recuerdo, y pronunciando con claridad mediterránea los nombres de quienes (Sergio, Omar, Helmut) se lo debían, extiende el arco cuyo punto de partida fue, menos directo, Góngora. Porque el dinero se reclama a quien se sabe que lo tiene –y puede y debe, en la medida en que pagar consiente reciprocidad– dárnoslo. La reflexión no quiere ir lejos en ese sentido, por eso para terminar se impone una nota luminosa. Me gusta la parábola de Hammett, a fin de cuentas, porque disipa la exigencia perpetua de dinero, la diluye en un juego de atribuciones distinto. Después de ganar bastante con algún libro, Dash Hammett decidió gastarlo en un objeto preciado: una ballesta. Era tan cara que en cuanto la pagó fue tan pobre como antes de escribir el libro. Un día, con motivo de la visita de unos amigos, decidió prestársela al hijo de éstos, que le dio un uso digno de Guillermo Tell. Antes de que se despidieran, Dash la guardó en el baúl del auto de los padres. Lilian Hellman, entonces la musa de Hammett, lo miró de manera significativa. "Las cosas son de quienes más las desean", se limitó a decir el ex detective de la Pinkerton.
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